CAPÍTULO 8

El ojo que nunca duerme

Eran las 12:30 cuando Bond bajó del ascensor y salió al achicharrante calor de la calle.

Dobló a la izquierda y se dirigió lentamente hacia Times Square. Pasó al lado de la elegante fachada de mármol de la Casa de los Diamantes, parándose a examinar los dos discretos escaparates forrados con terciopelo azul oscuro. En el centro de cada uno de ellos había sólo una pieza de joyería, un pendiente que consistía en un gran diamante en forma de pera colgando de otra piedra perfecta, circular y cortada en forma de brillante. Debajo de cada pendiente había una pequeña placa de oro amarillo, con la forma de una tarjeta de visita y con una de las esquinas dobladas. En cada placa estaban grabadas las palabras: Los diamantes son para la eternidad.

Bond se sonrió, preguntándose cuál de sus predecesores había traído a Norteamérica, de contrabando, esos cuatro diamantes.

Bond siguió caminando en busca de un bar con aire acondicionado donde poder librarse del calor y pensar un poco. Se sentía satisfecho de su entrevista. Al menos no se lo habían sacado de encima, que era lo que más o menos esperaba. Estaba fascinado con el jorobado. Había algo espléndidamente teatral en él, y su vanidad sobre la Pandilla de las Lentejuelas resultaba interesante. Pero, en el fondo, el tipo no era tan divertido.

Bond llevaba caminando unos minutos cuando, de repente, le pareció que le estaban siguiendo. No tenía evidencia alguna de ello, a no ser por el picor en el cuero cabelludo y una mayor consciencia de la gente que lo rodeaba, pero tenía fe en su sexto sentido, por lo que se paró de repente delante del escaparate que tenía a su lado y miró hacia atrás como por casualidad, recorriendo con los ojos la Calle 46. Nada, aparte de la mezcla de gente moviéndose sin prisas en las aceras, la mayoría por el mismo lado que él, el lado que estaba protegido del sol. No se produjo ningún movimiento repentino en un portal, nadie se secó el sudor del rostro con el pañuelo para evitar ser reconocido, nadie se arrodilló para atarse los cordones de los zapatos.

Bond examinó los relojes suizos del escaparate, se volvió y continuó paseando. Tras unos cuantos metros se detuvo de nuevo. Todavía nada. Siguió y dobló a la derecha hacia la Avenida de las Américas, parándose después en el primer portal, la entrada a una tienda de ropa interior femenina donde un hombre vestido con un traje color café claro, de espaldas a Bond, examinaba las bragas de encaje negro de un maniquí particularmente realista. Bond se volvió recostándose contra un pilar y miró a la calle con aire despreocupado, pero observando con atención.

De repente algo le agarró el brazo derecho y una voz gruñó:

—Muy bien, inglés, tómatelo con calma si no quieres tragar plomo para el desayuno.

Bond sintió que algo ejercía presión en su espalda, por encima de los riñones. ¿Qué había de familiar en la voz? ¿La ley? ¿La Banda? Miró hacia abajo para ver qué sujetaba su brazo derecho. Era un garfio de acero. ¡Bien, si el hombre sólo tenía un brazo! Como un relámpago giró sobre sus talones, inclinándose hacia un lado y lanzando el puño izquierdo en un golpe fallido.

La mano izquierda del otro hombre agarró su puño con un golpe seco. Al mismo tiempo que aquel contacto telegrafiaba al cerebro de Bond el hecho de que quizá no hubiera ninguna pistola, le llegó la familiar carcajada y la perezosa voz que decía:

—Muy mal, James. Te cogieron los ángeles.

Bond se enderezó lentamente y por un momento no pudo hacer otra cosa que mirar atónito al rostro de halcón de Félix Leiter, la tensión acumulada relajándose lentamente.

—Así que me estabas siguiendo, hijo de puta chapucero —dijo Bond, mirando con placer al amigo, a quien había visto por última vez en una cama manchada de sangre de un hotel de Florida, convertido en un hatillo de vendajes, el agente secreto estadounidense con quien había compartido tantas aventuras—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Y qué demonios estás haciendo comportándote como un tonto con este calor? —Bond sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente—. Por un momento casi me has puesto nervioso.

—¡Nervioso! —Félix Leiter rio burlón—. Ya estabas rezando tus plegarias. Y tu conciencia está tan sucia que no sabías si ibas a recibir de la pasma o de la banda. ¿Me equivoco?

Bond rio esquivando la respuesta.

—Vamos, espía de pacotilla —dijo—, invítame a una copa y cuéntamelo todo. No creo en un azar tan fuerte como este. En realidad, te dejo que me invites a almorzar. Vosotros los tejanos sois muy desprendidos con el dinero.

—Por supuesto —dijo Leiter. Deslizó el garfio de acero en el bolsillo derecho de su abrigo y cogió el brazo de Bond con la mano izquierda. Salieron a la calle y Bond se dio cuenta de que Leiter tenía una acusada cojera—. En Tejas incluso las pulgas son tan ricas que se alquilan sus propios perros. Vamos. Sardi está a la vuelta de la esquina.

Leiter evitó los salones de moda de la casa de comidas que era la favorita de actores y escritores famosos y condujo a Bond al piso superior. Al subir los peldaños de la escalera, su cojera se hizo más evidente y tuvo que agarrarse al pasamanos. Bond no hizo ningún comentario. Pero mientras se lavaba las manos en el servicio, tras dejar a su amigo sentado a una de las mesas del bendito restaurante con aire acondicionado, hizo un recuento de sus impresiones. El brazo derecho había desaparecido, y la pierna izquierda, y tenía pequeñas cicatrices disimuladas detrás de la línea del cabello, por encima del ojo derecho, que sugerían un buen número de injertos. Pero, por lo demás, Leiter parecía estar en buena forma. Sus ojos grises seguían invictos, la llamarada de cabello pajizo sin ningún asomo de gris, y nada había de la amargura de un mutilado en su rostro. Pero en el corto paseo Bond había notado un amago de reticencia en la actitud de Leiter y pensó que estaba relacionada con él, y quizá con las actividades en que Leiter estaba metido en ese momento. Desde luego nada tenía que ver, pensó, mientras cruzaba la habitación para reunirse con su amigo, con sus heridas.

Le estaba esperando un Martini semiseco con una rodaja de limón. Bond sonrió ante la buena memoria de Leiter y lo probó. Era excelente. Pero no podía reconocer el vermut.

—Está hecho con Cresta Blanca —explicó Leiter—. Una marca nueva de California. ¿Te gusta?

—El mejor vermut que he probado nunca.

—Me he arriesgado y te he pedido salmón ahumado y brizzola —dijo Leiter—. Aquí tienen la mejor carne de América, y brizzola es el mejor corte: carne de vaca cortada por el hueso. Asada y después terminada a la parrilla. ¿Te va bien?

—Lo que tú digas —repuso Bond—. Hemos tomado suficientes comidas juntos como para que sepas lo que me gusta.

—Les he pedido que no se den prisa —dijo Leiter, que repiqueteó en la mesa con el garfio—. Antes nos tomaremos otro Martini y mientras te lo bebes será mejor que confieses. —Su sonrisa era cálida, pero sus ojos miraban fijamente a Bond—. Sólo dime una cosa. ¿Qué negocios tienes con mi viejo amigo «Shady» Tree?

Pidió su comida al camarero y se inclinó hacia delante, esperando.

Bond terminó su primer Martini y encendió un cigarrillo. Se columpió despreocupadamente en la silla. Las mesas cercanas a la suya estaban vacías. Volvió la cabeza y se enfrentó a Leiter.

—Dime algo primero, Félix. ¿Para quién trabajas estos días? ¿Todavía para la CIA?

—No —respondió Leiter—. Con la pérdida de la mano de disparar, sólo podían ofrecerme un trabajo de oficina. Se pusieron muy contentos y me pagaron muy bien cuando les aseguré que prefería la vida al aire libre. Así que Pinkerton me ha hecho una buena oferta. Ya sabes, la gente de «El Ojo que Nunca Duerme». Ahora soy un «demoledor de puertas», un detective privado. La rutina del «Vístanse y abran la puerta». Pero es divertido. Son un buen equipo, y algún día podré retirarme con una pensión y un reloj de oro de recuerdo que se vuelve verde en verano. De hecho, estoy a cargo de su escuadrón de la Banda de las Carreras (doping, carreras preparadas, guardias de noche en los establos…), todo ese tipo de cosas. Un buen trabajo, y te lleva por todo el país.

—Suena bien —dijo Bond—. Pero no sabía que fueras un experto en caballos.

—No era capaz de reconocer un caballo a menos que llevara un carro de leche detrás —admitió Leiter—. Pero lo coges en seguida, y es sobre todo de la gente de quien tienes que saber, no de los caballos. ¿Y tú? —Leiter bajó la voz—. ¿Todavía con la Vieja Compañía?

—Eso es.

—¿Haciendo un trabajo para ellos en este momento?

—Sí.

—¿Secreto?

—Sí.

Leiter lanzó un suspiro. Tomó un sorbo de su Martini con aire pensativo.

—Bien —dijo finalmente—, estás loco de atar operando solo, si es que tiene algo que ver con los chicos de la Pandilla de las Lentejuelas. De hecho, eres un riesgo tan fuerte que estoy chiflado si sigo comiendo contigo. Te diré por qué estaba merodeando alrededor del territorio de Shady esta mañana, y quizá podamos ayudarnos el uno al otro. Sin involucrar a nuestro equipo, claro. ¿De acuerdo?

—Sabes que me gustaría colaborar contigo, Félix —dijo Bond muy serio—. Pero yo todavía estoy trabajando para el Gobierno, y tú probablemente te encuentras en competición con el tuyo. Pero si resulta que nuestra presa es la misma, no tiene sentido que nos crucemos los cables. Si perseguimos a la misma liebre, estaré contento de correr contigo. —Bond miró inquisitivo al tejano—. ¿Me equivoco si pienso que estás interesado en alguien con una estrella en la frente y cuatro pezuñas blancas llamado Shy Smile?

—¡Correcto! —exclamó Leiter, sin estar demasiado sorprendido—. Corre en Saratoga el martes. ¿Y qué tiene que ver la carrera de este caballo con la seguridad del imperio británico?

—Me han dicho que apueste por él —dijo Bond—. Mil dólares a que ganará. Como pago por un trabajo. —Bond levantó el cigarrillo y su mano le cubrió la boca—. He traído cien mil libras en diamantes en bruto en avión esta mañana para el señor Spang y sus amigos.

Los ojos de Leiter se estrecharon. Dio un grave silbido de sorpresa.

—¡Chico! —dijo con respeto—. Desde luego estás en una liga más grande que la mía. Yo sólo estoy interesado porque Shy Smile es un impostor. El caballo que ganará el martes no es Shy Smile ni de lejos; ni siquiera estaba en la pista las tres últimas veces que corrió. Se lo han cargado. Será un correcaminos llamado Pickapepper. De casualidad tiene también una estrella y las cuatro pezuñas blancas. Es castaño, y han hecho un buen trabajo con sus cascos y otros pequeños puntos de diferencia. Han estado preparando este trabajo durante un año. En el desierto de Nevada, donde los Spang tienen un rancho. ¡Van a arrasar! Es una gran carrera, con veinticinco mil dólares extra. Y puedes apostar lo que quieras a que van a empapelar el mundo con su dinero justo antes de la salida. Seguro que es mejor que cinco. Al menos diez o quince a uno. Ganarán una fortuna.

—Creía que en Estados Unidos todos los caballos tenían que llevar los labios tatuados —dijo Bond—. ¿Qué han hecho al respecto?

—Han injertado piel en la boca de Pickapepper. Copiando las marcas de Shy Smile en ella. El truco del tatuaje se está empezando a pasar de moda. Se dice en Pinkerton que los clubs de jockeis van a empezar a tomar fotos de los ojos nocturnos.

—¿Qué son los ojos nocturnos?

—Son los callos que se producen dentro de las rodillas de los caballos. Los ingleses los llaman «castañas». Parece que son distintos en cada caballo. Como las huellas dactilares de un hombre. Pero será la misma historia de siempre. Ellos fotografiarán los ojos nocturnos de cada caballo de carreras en Estados Unidos y luego se darán cuenta que las bandas han encontrado la forma de alterarlas con ácido. La pasma nunca se pone al día con los ladrones.

—¿Cómo sabes todo esto de Shy Smile?

—Chantaje —respondió Leiter alegre—. Tengo un asuntillo pendiente con uno de los chicos del establo de Spang. Le dejo que compre mi silencio con los detalles de este negocio.

—¿Qué piensas hacer al respecto?

—Ya veremos. Me voy a Saratoga el domingo. —El rostro de Leiter se iluminó—. Hombre, ¿por qué no vienes conmigo? Conducimos hasta allí, y te llevo a mi madriguera. El Sagamore. Un hotel de lo más fardón. Hay que dormir en alguna parte. Mejor será que nos vean juntos lo menos posible, pero podremos encontrarnos por las noches. ¿Qué te parece?

—Estupendo —dijo Bond—. No podía ser mejor. Y ahora son casi las dos. Vamos a comer de una vez por todas y te cuento el final de mi historia.

El salmón ahumado era de Nueva Escocia, un pobre sustituto del producto escocés, pero la brizzola era tal y como Leiter había prometido, tan tierna que Bond podía cortarla con el tenedor. Terminó su comida con medio aguacate a la vinagreta y luego se entretuvo sobre su café expreso.

—Y eso es todo. —Bond concluyó la historia que había contado entre bocado y bocado—. Y mi teoría es que los Spang son los responsables del contrabando y la Casa de los Diamantes, de la cual son propietarios, comercializa las piedras. ¿Alguna idea?

Leiter dio unos golpecitos con su paquete de Lucky Strike contra la mesa con su mano izquierda, hasta sacar un cigarrillo que encendió con la llama del Ronson que Bond le ofrecía.

—Parece posible —accedió después de una pausa—. Pero no sé demasiado de este hermano de Seraffino, Jack Spang. Y si Jack Spang es Saye, será la primera vez que escucho algo de él en mucho tiempo. Tenemos fichas del resto de la banda, y más de una vez me he cruzado con Tiffany Case. Un encanto de chica, ha trabajado alrededor de las bandas durante muchos años. No es que tuviese demasiadas oportunidades desde la cuna. Su madre llevaba la casa de citas más elegante de todo San Francisco. Las cosas le iban bien hasta que cometió una gran equivocación. Un día decidió dejar de pagar el impuesto de protección al equipo local. Estaba pagando tanto dinero a la policía que supuso que ellos la protegerían. Una locura. Una noche, la banda se presentó por la fuerza y destrozó el garito. Dejaron a las chicas tranquilas, pero tuvieron una «fiestecita» con Tiffany. Entonces sólo tenía dieciséis años. No me sorprende que no quiera saber nada de los hombres desde entonces. Al día siguiente encontró la caja de seguridad de su madre, la reventó, y se largó. A partir de ahí la rutina habitual: chica de guardarropa, bailarina de streaptease, estudio extra, camarera, hasta que cumplió los veinte. La vida no debía parecerle demasiado maravillosa y se dio a la bebida. Se aposentó en una casa de huéspedes en Florida Keys y empezó a beber de forma suicida. Tanto que por aquí se la conocía como «el Dulce en Conserva».

»Entonces un niño se cayó en el mar y ella saltó a salvarlo. Su nombre salió en los periódicos y una mujer rica se encaprichó de la muchacha y casi la secuestró. Hizo que se uniera a los “Alcohólicos Anónimos” y luego se la llevó a todas partes como dama de compañía. Pero Tiffany se escapó cuando llegaron a San Francisco y se fue a vivir con su vieja mamá, que por entonces ya se había retirado del negocio de las chicas. Es un culo de mal asiento, y supongo que la vida le pareció un poco aburrida, así que volvió a descarriarse terminando en Reno. Trabajó en el Harold Club por un tiempo. Allí conoció a nuestro amigo Seraffino, que se entusiasmó con ella porque no quería acostarse con él. Le ofreció algún trabajillo en el Tiara de Las Vegas y allí se ha quedado durante los últimos dos o tres años. Haciendo estos viajes a Europa, supongo. Pero en el fondo es una buena chica. No tenía ninguna salida después de lo que hicieron los de la banda con ella.

Bond vio de nuevo los ojos que le miraban hoscamente desde el espejo y oyó el disco tocando Hojas Muertas en la habitación solitaria.

—Me gusta —dijo escuetamente. Sintió los ojos de Félix que le miraban especulativos. Miró su reloj—. Bien, Félix, parece que los dos estamos agarrando al mismo tigre. Pero por colas distintas. Será divertido tirar de las dos al mismo tiempo. Me voy a dormir un poco. Tengo habitación en el Astor. ¿Dónde nos encontramos el domingo?

—Mejor mantenerse alejado de esta parte de la ciudad —dijo Leiter—. Te veo fuera del Plaza. Temprano, así evitamos el tráfico de la Parkway. Digamos a las nueve en punto. En la parada de taxis. Ya sabes, donde están los taxis tirados por caballos. Así, si llego un poco tarde, puedes aprender a reconocer caballos. Te será muy práctico en Saratoga.

Pagó la cuenta y salieron al achicharrante calor de la calle. Bond paró un taxi. Leiter se negó a que lo llevase. Antes de despedirse, cogió a Bond afectuosamente por el brazo.

—Sólo una cosa más, James —dijo, y su voz tuvo una extremada seriedad—. Quizá pienses que los gángsters norteamericanos no son gran cosa. Comparados con SMERSH, por ejemplo, y otros tipejos con los que te habrás enfrentado. Pero déjame decirte que los chicos de la Pandilla son los mejores. Tienen una buena máquina, a pesar de ponerse nombres ridículos. Y protección. Así es como funcionan las cosas en Norteamérica estos días. Pero no me malinterpretes. Realmente huelen mal. Y este trabajo tuyo también huele mal.

Leiter soltó el brazo de Bond y lo miró subir al taxi. Entonces se inclinó sobre la ventanilla.

—¿Y sabes a qué huele tu trabajo, estúpido hijo de puta? —le preguntó, alegre—. A formol y a lirios.