CAPÍTULO 7

«Shady» Tree

El oficial de aduanas, un hombre panzudo con marcas oscuras de sudor bajo los brazos de la camisa gris de su uniforme, se dirigió con desgana desde la mesa del supervisor hasta donde se encontraba Bond con sus tres piezas de equipaje, de pie bajo la letra B. A su lado, bajo la C, la joven sacó un paquete de Parliaments del bolso y se puso un cigarrillo entre los labios. Bond escuchó los impacientes clics del encendedor, y luego un sonido más seco, el de la cremallera del bolso al cerrarse. Bond era consciente de que lo vigilaba. Deseó que su nombre empezara por Z para que no estuviese tan cerca. ¿Zarathustra? ¿Zacharias? ¿Zophany…?

—¿Señor Bond?

—Sí.

—¿Es esta su firma?

—Sí.

—¿Sólo efectos personales?

—Sí, eso es todo.

—Muy bien, señor Bond. —El hombre arrancó un sello de aduanas de su libro y lo pegó en la maleta. Hizo lo mismo con el maletín. Llegó a los palos de golf. Se detuvo con el libro de sellos en la mano y miró a Bond.

—¿A qué dispara, señor Bond?

Bond se quedó en blanco por unos segundos.

—Son palos de golf.

—Seguro —dijo el hombre, paciente—. Pero ¿a qué dispara? ¿Dónde la suele colocar?

Bond se habría dado de bofetadas por haberse olvidado del americanismo.

—Oh, en la mitad de los ochenta, supongo.

—Nunca he pasado de los cien en mi vida —dijo el oficial de aduanas.

Pegó el bendito sello en el costado de la bolsa, a unos centímetros del cargamento de contrabando más caro que nunca había pasado por la aduana de Idlewild.

—Que tenga unas buenas vacaciones, señor Bond.

—Gracias —respondió él. Llamó a un mozo y siguió a sus maletas hasta el último obstáculo, el inspector que estaba en la puerta. No se detuvo. El hombre se inclinó, buscó los sellos, les puso el tampón y le dejó pasar.

—¿El señor Bond? —preguntó un hombre alto de facciones enjutas, con el cabello de color barro y ojos maliciosos. Llevaba pantalones marrones y una camisa color café—. Tengo un coche para usted —dijo mientras giraba sobre sus talones y se dirigía hacia el sol caliente de la mañana.

Bond notó el bulto cuadrado en el bolsillo de su pantalón. Era del tamaño de una pistola de pequeño calibre automática.

«Típico —pensó Bond—. Rutina Mike Hammer. Estos gángsters estadounidenses son demasiado obvios. Han leído demasiados cómics y han visto demasiadas películas».

El automóvil era un Sedan Oldsmobile negro. Bond no esperó a que se lo dijeran. Se sentó en el asiento delantero, dejando que el hombre de marrón colocara el equipaje en la parte trasera y le diese una propina al mozo. Cuando, después de dejar atrás la triste pradera de Idlewild se mezclaron con el tráfico de la Van Wyck Parkway, Bond sintió que tenía que decir algo.

—¿Qué tiempo hace por aquí?

El conductor no apartó los ojos de la carretera.

—Sobre los cuarenta grados.

—Bastante calor —dijo Bond—. En Londres no hemos pasado de los veintitrés.

—¿Sólo?

—Y ahora, ¿cuál es el programa? —preguntó Bond después de una pausa.

El hombre echó una ojeada al retrovisor y se colocó en el carril central. Durante los siguientes doscientos metros se entretuvo en adelantar a un puñado de coches que se movían lentamente en los carriles laterales. Llegaron a un tramo de carretera vacío. Bond repitió la pregunta.

—He preguntado que cuál es el programa.

El conductor le echó una ojeada rápida.

—Shady quiere verle.

—¿De veras?

Bond comenzaba a impacientarse con aquella gente. Se preguntaba cuándo iba a empezar la acción. Las perspectivas no eran muy buenas. Su misión consistía en mantenerse en la red y moverse hacia arriba. Cualquier signo de independencia o falta de cooperación y se librarían de él. Tendría que pasar desapercibido y permanecer así. Sería mejor que se acostumbrara a la idea.

Cruzaron los barrios altos de Manhattan y siguieron el río hasta la Calle 40. Entonces cortaron por el centro de la ciudad y pararon a medio camino de la Calle 46 Oeste, el Hatton Garden de Nueva York. El conductor estacionó en doble fila delante de un portal anónimo. Su punto de destino estaba emparedado entre una tienda mugrienta que vendía bisutería para el teatro y una elegante fachada recubierta de mármol negro. Las plateadas letras en itálica sobre la entrada de mármol negro de la tienda elegante eran tan discretas que, de no haber sido porque su nombre estaba grabado en la cabeza de Bond, no habría sido capaz de descifrarlas desde donde se encontraba sentado. Decían: The House of Diamonds, Inc.

Mientras el conductor aparcaba, un hombre salió a la acera y rodeó el automóvil.

—¿Todo bien? —preguntó al conductor.

—Seguro. ¿Está el jefe?

—Sí. ¿Quieres que aparque el trasto?

—No me importaría que lo hicieses. —El conductor se volvió hacia Bond—. Hemos llegado, colega. Vamos a sacar las maletas.

Bond salió del coche y abrió la portezuela trasera. Cogió su pequeño maletín, pero cuando fue a recoger los palos de golf…

—Yo llevo los palos —dijo el conductor a su espalda.

Obediente, Bond cargó con la maleta. El conductor alcanzó los palos y cerró la portezuela de un golpe. El otro hombre se había sentado en el coche, que ya se movía hacia el tráfico mientras Bond seguía al conductor a través del anónimo portal.

Había un hombre en la portería del pequeño vestíbulo. Cuando entraron levantó la vista de la sección de deportes de The News.

—Hola —dijo al conductor y miró secamente a Bond.

—Hola —saludó el conductor—. ¿Te importa si dejamos aquí las maletas?

—Déjalas —dijo el hombre—. Aquí estarán seguras. —Bajó de nuevo la cabeza.

El conductor, con los palos de golf al hombro, esperó a Bond al lado de la puerta del ascensor situado al otro extremo del vestíbulo. Cuando Bond entró, el conductor oprimió el botón de la cuarta planta y subieron en silencio. Emergieron en otro pequeño vestíbulo en el cual había dos sillas, una mesa, una gran escupidera de latón y un intenso olor a calor rancio.

Cruzaron la gastada alfombra en dirección a una puerta de cristal. El conductor llamó y entró sin esperar respuesta. Bond lo siguió y cerró la puerta.

Un hombre de cabello rabiosamente rojo y con un pacífico rostro en forma de luna estaba sentado detrás del escritorio. Había un vaso de leche delante de él. Cuando entraron, se levantó y Bond pudo ver que era jorobado. Bond no recordaba haber visto antes un jorobado pelirrojo. Imaginó que la combinación podía ser útil para asustar a los peones que trabajaban en la banda.

El jorobado se movió despacio hasta donde estaba Bond; caminó a su alrededor, transformando la minuciosa inspección de pies a cabeza en un espectáculo, y finalmente se situó delante de él y permaneció inmóvil mirándole al rostro. Bond, impasible, devolvió la mirada al par de ojos de porcelana, tan vacíos e inmóviles que parecían haber sido alquilados a un taxidermista. Bond tuvo el presentimiento que estaba siendo sometido a algún tipo de test. Con aire despreocupado, le devolvió la mirada al jorobado, notando sus grandes orejas de lóbulos exagerados, los secos labios rojos en la enorme boca entreabierta, la casi absoluta ausencia de cuello y los cortos y poderosos brazos enfundados en una cara camisa de seda amarilla, cortada de forma que pudiera albergar el pecho de barril y la afilada chepa.

—Me gusta echar un buen vistazo a la gente que empleamos, señor Bond. —La voz era cortante y de tono muy alto.

Bond sonrió educadamente.

—Londres me dice que usted ha matado a un hombre. Los creo. Puedo ver que usted es capaz de una cosa así. ¿Le gustaría hacer más trabajo para nosotros?

—Depende de qué tipo —respondió Bond—. O más bien, de cuánto pagan. —Esperó no estar siendo demasiado teatral.

El jorobado emitió un breve chillido a modo de risa y, volviéndose abruptamente hacia el conductor, dijo:

—Rocky, saca las pelotas de la bolsa y córtalas por la mitad. Aquí.

Sacudió su brazo derecho con rapidez, sosteniendo la mano abierta hacia el conductor. En la palma descansaba un cuchillo de doble filo con un mango plano cubierto de cinta adhesiva. Bond reconoció que era un cuchillo de lanzador. Tenía que admitir que el pequeño truco de malabarismo había sido limpiamente ejecutado.

—Sí, jefe —dijo el conductor, y Bond notó la presteza con que cogía el cuchillo y se arrodillaba en el suelo para desabrochar el bolsillo de la bolsa de golf donde estaban las pelotas.

El jorobado se apartó de Bond y se dirigió de nuevo a su silla. Se sentó y cogió el vaso de leche. Lo miró con desagrado, tragándose su contenido de dos grandes tragos. Luego miró a Bond como si esperase un comentario.

—¿Úlceras? —preguntó Bond, conmiserativo.

—¿Quién le ha dirigido la palabra? —exclamó el jorobado con enojo. Y transfiriendo su furia al conductor, le dijo—: ¿A qué esperas, Rocky? Pon esas pelotas en la mesa donde yo pueda ver qué estás haciendo. El número de cada bola es el centro del tapón. Arráncalos.

—En seguida, jefe —dijo el conductor, levantándose del suelo y poniendo las seis pelotas nuevas sobre el escritorio. Cinco de ellas seguían en sus envoltorios negros. Cogió la sexta, haciéndola girar entre sus dedos. Entonces clavó la punta del cuchillo en la tapa de la bola e hizo palanca. Una sección circular de un centímetro saltó de la pelota; entonces el conductor se la entregó a través de la mesa al jorobado, que vació su contenido: tres piedras sin cortar de unos diez o quince quilates brillaron sobre la superficie de cuero del escritorio.

Malhumorado, el jorobado empujó las piedras con el dedo.

El conductor siguió con su trabajo hasta que Bond contó dieciocho piedras sobre la mesa. No eran muy impresionantes en estado bruto, pero una vez cortadas podrían valer más de 10000 libras, pensó Bond.

—Muy bien, Rocky —dijo el jorobado—. Dieciocho. Eso es todo. Ahora saca de aquí esos malditos palos de golf y manda al chico al Astor con ellos y con las maletas de este tipo. Está registrado allí. Haz que se lo manden todo a su habitación. ¿De acuerdo?

—Sí, jefe.

El conductor dejó el cuchillo y las pelotas de golf vacías sobre la mesa, abrochó el bolsillo de la bolsa de golf de Bond, se la colgó al hombro izquierdo y salió de la habitación.

Bond fue hasta una silla que estaba apoyada contra la pared, la levantó por encima de la cabeza del jorobado y se sentó de cara a la mesa. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Miró al jorobado y dijo:

—Y ahora, si está satisfecho, querría esos cinco mil dólares.

El jorobado, que había estado observando cuidadosamente los movimientos de Bond, bajó los ojos hacia la desordenada pila de diamantes que tenía delante. Los colocó en círculo y miró a Bond.

—Se le pagará, señor Bond. —La voz aguda era profesionalmente precisa—. Y quizá saque más de cinco mil dólares. Pero la forma de pago será concertada tanto para su protección como para la nuestra. No habrá pago directo alguno. Y usted entenderá por qué, señor Bond; ya le habrán pagado más de una vez durante su carrera de ladrón. Es muy peligroso para un hombre encontrarse de pronto forrado de dinero. Habla de ello. Lo malgasta por todas partes. Y si la pasma lo pilla y le pregunta de dónde lo ha sacado, no tiene ninguna respuesta. ¿Está de acuerdo?

—Sí —respondió Bond, sorprendido por la sensata autoridad de cuanto el hombre estaba diciendo—. Tiene sentido.

—Así que —prosiguió el jorobado— yo y mis amigos pagamos muy raramente y en pequeñas cantidades por servicios prestados. En su lugar, lo arreglamos para que el tipo consiga algún dinero por su propia cuenta. Por ejemplo, usted mismo. ¿Cuánto dinero tiene en el bolsillo?

—Unas tres libras y algunos peniques —dijo Bond.

—Muy bien. Hoy se ha encontrado con su amigo el señor Tree. —Se señaló el pecho con el dedo—. Que soy yo. Un ciudadano perfectamente respetable a quien conoció en Inglaterra en 1945, cuando estaba ocupado en la distribución de los productos sobrantes del Ejército. ¿Se acuerda?

—Sí.

—Yo le debía quinientos dólares por una partida de bridge que tuvimos en el Savoy. ¿Se acuerda?

Bond asintió.

—Cuando nos hemos encontrado hoy yo le he apostado a doble o nada por esos quinientos. Usted ha ganado. ¿De acuerdo? Así que ahora tiene mil dólares y yo, un ciudadano que paga sus impuestos, corroboraré su historia. Aquí tiene el dinero.

El jorobado sacó la cartera del bolsillo trasero de su pantalón y deslizó diez billetes de 100 dólares por encima de la mesa.

Bond los cogió y se los metió en el bolsillo del abrigo.

—Y ahora —prosiguió el jorobado— usted dice que le gustaría ver alguna carrera de caballos mientras está aquí. Entonces yo le digo: «¿Por qué no echa un vistazo en Saratoga?, el encuentro empieza el lunes». Y usted me dice «De acuerdo», y se va a Saratoga, con sus mil dólares en el bolsillo. ¿Sí?

—De acuerdo —dijo Bond.

—Y usted apuesta por un caballo. Y gana por lo menos cinco a uno. Así que se lleva cinco mil dólares, y si alguien le pregunta de dónde los ha sacado, usted dice que los ha ganado y que puede probarlo.

—¿Qué pasa si el caballo pierde?

—No perderá.

Bond no hizo ningún comentario. Así que ya empezaba a ir a alguna parte, en el mundo de los gángsters con mayúscula. La sección de las carreras. Miró a los ojos de porcelana pálida. Era imposible descifrar si eran receptivos. Lo miraban en blanco. Y ahora el gran paso: tomar el atajo.

—Está muy bien —dijo Bond, esperando que su tono halagador fuera el adecuado—. Parece que ustedes tienen las cosas bien pensadas. Me agrada trabajar con gente cuidadosa.

No había expresión de ánimo alguna en los ojos de porcelana.

—Me gustaría mantenerme alejado de Inglaterra por una temporada. Supongo que no necesitarán una mano…

Los ojos de porcelana se desviaron de los suyos y escrutaron palmo a palmo el rostro y los hombros de Bond, como si el jorobado estuviese juzgando la carnadura de un caballo. Luego miró el círculo de diamantes que tenía delante y, cuidadosamente, lo transformó en un cuadrado.

En la habitación se hizo el silencio. Bond se miró las uñas.

Al fin el jorobado le dirigió de nuevo la mirada.

—Puede ser —dijo pensativo—. Tal vez haya algo más para usted. Hasta ahora no ha cometido ningún error. Siga así, mantenga la nariz limpia. Llámeme después de la carrera y le contaré cuál es la historia. Pero, como le he dicho, tómeselo con calma y haga lo que le dicen. ¿De acuerdo?

Los músculos de Bond se relajaron. Se encogió de hombros.

—¿Qué ganaría con pasarme de la raya? Estoy buscando trabajo. Y usted puede decir a su equipo que no soy demasiado escrupuloso si la paga es buena.

Por primera vez, los ojos de porcelana mostraron alguna emoción. Parecían heridos y furiosos, y Bond se preguntó si habría sobreactuado.

—¿Quiénes se cree que somos? —El tono de voz del jorobado era tan agudo como un grito—. ¿Algún equipo de ladrones de tercera categoría? Mierda. —Se encogió de hombros, resignado—. No puedes esperar que un inglés entienda cómo funcionan las cosas por aquí estos días. —Los ojos se apagaron de nuevo—. Ahora escuche lo que le voy a decir. Este es mi número. Anótelo. Wisconsin 7-3697. Y apunte esto también; pero guárdeselo para usted, si no quiere que le corten la lengua. Apuestas Las Perpetuidades. Apuesta la Milla y Cuarto para caballos de tres años. Apueste su dinero justo antes de que cierren la ventanilla. Cambiará las probabilidades con esos mil dólares suyos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —repuso Bond, con el lápiz apoyado obedientemente en su libro de notas.

—Bien —dijo el jorobado—. Shy Smile. Un gran caballo, con una estrella en la frente y las cuatro pezuñas blancas. Apueste por él a ganador.