Amor y salsa bearnesa
Puntualmente a las ocho, el reverberante sonido de la sirena del Queen Elizabeth hizo que los cristales de los rascacielos temblaran. Los remolcadores sacaron el gran barco a media corriente y le dieron la vuelta hasta situarlo en posición y, a unos cautelosos cinco nudos, se movió lentamente río abajo en la corriente.
Harían una pausa para dejar al piloto en la Ambrose Light y luego los cuatro motores batirían el mar como si fuese nata; entonces el Elizabeth temblaría con un estremecimiento liberador y se lanzaría hacia el largo y plano arco que se extendía desde el paralelo 45 hasta el 50, y al punto final que era Southampton.
Sentado en su camarote, escuchando el callado crujir de la madera y mirando cómo rodaba su lápiz sobre el tocador, lentamente, entre su cepillo del pelo y una esquina de su pasaporte, Bond recordó los días en que el curso del navío no había sido el mismo, cuando zigzagueando se adentró al sur del Atlántico, jugando al escondite con la flota de submarinos alemanes, en ruta hacia una Europa en llamas. Todavía era una aventura, pero ahora el Queen, en su capullo de impulsos de radio protectores —el radar, la sonda acústica…—, se movía con las precauciones de un potentado oriental entre sus guardaespaldas y su escolta motorizada, y, por lo que a Bond respectaba, el aburrimiento y la indigestión serían los únicos altercados del viaje.
Cogió el teléfono y preguntó por la señorita Case. Al oír su voz, ella soltó un gemido teatral.
—El marinero odia el mar —dijo—. Ya estoy mareada y todavía nos encontramos en el río.
—Es lo mismo —dijo Bond—. Quédate en el camarote y aliméntate de pastillas antimareo y champán. Yo voy a estar fuera de combate dos o tres días. Hablaré con el médico y con el masajista del baño turco a ver si pueden juntar mis piezas de nuevo. De todas formas no nos hará ningún daño permanecer fuera de circulación la mayor parte del viaje. Es posible que nos hayan reconocido en Nueva York.
—Bueno, si prometes que me llamarás todos los días —accedió Tiffany—, y me prometes llevarme a ese lugar, el Veranda Grill, tan pronto como me sienta capaz de tragar un poco de caviar.
Bond soltó una carcajada.
—Si insistes —dijo—. Y ahora escucha, a cambio quiero que intentes recordar todo lo que puedas sobre ABC y el negocio de los diamantes en Londres. El número de teléfono y cualquier cosa que acuda a tu mente. Tan pronto como pueda te explicaré de qué va la historia y por qué estoy interesado; por el momento tienes que confiar en mí. ¿Trato hecho?
—Seguro —respondió ella indiferente, como si esa parte de su vida hubiese perdido toda importancia.
Durante los diez minutos siguientes, Bond la interrogó minuciosamente sobre la rutina de ABC. Después cortó la comunicación con ella y llamó al servicio de camarotes pidiendo algo de cenar. Luego se sentó a escribir el largo informe que tendría que codificar y enviar esa misma noche.
El navío se adentraba en la oscuridad y la pequeña ciudad flotante de tres mil quinientas almas se preparaba para los cinco días de su vida en los cuales podría ocurrir cualquier acontecimiento natural de los que suceden en una comunidad de tales dimensiones: robos, peleas, seducciones, borracheras, engaños; quizá un nacimiento o dos, la posibilidad de un suicidio y, en uno de cada cien viajes, tal vez incluso un asesinato.
Mientras la ciudad de hierro cabalgaba sin dificultad sobre la ancha extensión del Atlántico y la suave brisa nocturna silbaba y gemía en lo alto del mástil, las antenas de radio estaban transmitiendo ya el morse del radiotelegrafista de guardia al oído atento de Portishead.
Y ¿qué era lo que aquel enviaba a las diez en punto de la noche, hora normal del este? Un cable corto dirigido a: ABC, atención casa de diamantes, Hatton Garden, Londres, y que decía: PARTES LOCALIZADAS —stop— SI ASUNTO REQUIERE SOLUCIÓN DRÁSTICA ESENCIAL CLARIFIQUE PRECIO PAGABLE EN DÓLARES, e iba firmado por WINTER.
Una hora más tarde, mientras el radiotelegrafista del Queen Elizabeth suspiraba ante el trabajo de tener que transmitir quinientos grupos de cinco letras dirigidos a: director general, universal export, regents park, Londres, la radio de Portishead estaba enviándoles un cable corto dirigido a: Winter, pasajero primera clase, Queen Elizabeth, y que decía:
DESEO RÁPIDA LIMPIA SOLUCIÓN DEL CASO[19] REPITO CASO —stop— PAGARÉ VEINTE GRANDES —stop— ME OCUPARÉ PERSONALMENTE DEL OTRO ASUNTO A SU LLEGADA A LONDRES CONFIRMEN ABC.
El radiotelegrafista buscó el nombre de Winter en la lista de pasajeros, metió el mensaje en un sobre y lo mandó a un camarote en la cubierta A, situado debajo del de Bond y Tiffany, donde los dos hombres jugaban a las cartas en mangas de camisa. El botones entregó el sobre y cuando se retiraba oyó que el hombre gordo decía misteriosamente al del cabello blanco:
—¡Para que te enteres, tontorrón! En la actualidad, un masaje vale veinte de los grandes. ¡No está mal!
El tercer día de viaje Bond y Tiffany se citaron en el Observation Lounge para tomar unos cócteles y cenar más tarde en el Veranda Grill.
Al mediodía, la calma reinaba en el mar y, tras almorzar en su camarote, Bond había recibido un mensaje con una redonda caligrafía de chica, escrito en el papel de cartas del barco. Decía: Fija un rendez-mí para hoy. No me falles. Bond fue derecho al teléfono.
Estaban hambrientos el uno del otro después de tres días de separación. Pero Tiffany se puso a la defensiva cuando vio la mesa que Bond había escogido, situada en uno de los rincones más en penumbra del vibrante bar.
—¿Qué clase de mesa es esta? —preguntó, sarcástica—. ¿Te avergüenzas de mí o algo parecido? Me pongo lo mejor que esos maricones de Hollywood son capaces de diseñar y tú me escondes como si fuese la señorita Rheingold 1914. Quiero divertirme un poco en este bote salvavidas y tú me pones en un rincón como si yo tuviera una enfermedad contagiosa.
—Eso es —dijo Bond—. Lo que tú quieres es subir la temperatura a todos los hombres del barco.
—¿Qué esperas que haga una chica en el Queen Elizabeth? ¿Pescar?
Bond se echó a reír. Hizo un gesto al camarero y pidió dos Martinis secos con vodka y una corteza de limón.
—Puedo ofrecerte una alternativa.
—«Querido Diario —dijo ella—. Estoy pasando unos días maravillosos con un inglés muy guapo. El problema es que va detrás de las joyas de la familia. ¿Qué debo hacer? Tuya, sinceramente confusa». —Entonces, impulsivamente, se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la de Bond—. Escucha, señor Bond, soy más feliz que unas castañuelas. Me encanta estar aquí. Me encanta tu compañía. Y me encanta esta mesa en penumbra donde nadie puede ver como te cojo la mano. No me hagas caso. No estoy acostumbrada a ser tan feliz. No hagas caso de mis bromas tontas, ¿de acuerdo?
Tiffany llevaba una pesada camisa de chantó crema y una falda de lana y algodón gris marengo. Los colores neutrales realzaban el tono tostado de su piel. El pequeño Cartier cuadrado con correa negra era la única joya y las uñas cortas en las pequeñas manos morenas que sostenían las de Bond estaban sin pintar. El reflejo de la luz del sol brilló sobre la masa de cabello de color oro pálido, en las profundidades de sus tornasolados ojos grises, y en la línea de dientes blancos que se adivinaba entre los lujuriosos labios, entreabiertos en espera de una respuesta.
—No —dijo Bond—. No haré caso, Tiffany. Todo lo que tiene que ver contigo me gusta.
Ella lo miró a los ojos y se quedó satisfecha. Llegaron las bebidas y la joven retiró la mano, observando inquisitiva a Bond por encima del borde del vaso.
—Ahora dime un par de cosas: en primer lugar, ¿qué haces y para quién trabajas? Al principio, en el hotel, pensé que eras un delincuente. Pero, de alguna forma, tan pronto como desapareciste por la puerta supe que me equivocaba. Supongo que debería haber avisado a ABC y nos hubiésemos evitado muchos problemas. Pero no lo hice. Venga, James. Suéltalo.
—Trabajo para el Gobierno —dijo Bond—. Quieren parar el contrabando de diamantes.
—¿Una especie de agente secreto?
—Sólo un funcionario.
—De acuerdo. ¿Y qué vas a hacer conmigo cuando lleguemos a Londres, encerrarme?
—Sí, en la habitación de los invitados de mi apartamento.
—Eso está mejor. ¿Tendré que convertirme en un súbdito de la Reina? Me gusta ser una persona sujeta.
—Supongo que lo podremos arreglar.
—¿Estás casado…? —se interrumpió—. ¿O algo parecido?
—No. Tengo aventuras de vez en cuando.
—Así que eres uno de esos hombres pasados de moda que se acuestan con mujeres. ¿Por qué no te has casado?
—Porque pienso que puedo arreglármelas mejor solo, supongo. La mayoría de los matrimonios no suman a dos personas. Restan a uno del otro.
Tiffany Case meditó lo que Bond acababa de decir.
—Quizá tengas algo de razón, pero todo depende de qué quieres sumar. Algo humano o algo inhumano. No puedes estar completo sin alguien más.
—¿Y tú?
Ella no se esperaba la pregunta.
—Quizá me conformé con lo inhumano —dijo brevemente—. ¿Y con quién demonios se supone que podía haberme casado, con «Shady» Tree?
—Supongo que ha habido muchos otros.
—No, no los hubo —repuso la chica, irritada—. Quizá pienses que no debía haberme mezclado con esa gente. Bien, creo que empecé con el pie equivocado. —La llamarada de rabia se extinguió y Tiffany miró a Bond defensivamente—. Hay personas a quienes Ies pasa, James. De veras. Y a veces no tienen la culpa.
James tendió la mano y sostuvo la de ella con fuerza.
—Lo se, Tiffany —dijo—. Félix me lo contó. Por eso no te he hecho ninguna pregunta. Olvídate. Lo que importa es el aquí y el ahora. No el ayer. —Y, cambiando de tema, añadió—: Ahora dame algunos datos. Por ejemplo, por qué te llamas Tiffany y que tal es ser un repartidor de cartas en el Tiara. ¿Cómo demonios llegaste a ser tan buena? Fue genial la forma en que manejaste las cartas. Si eres capaz de hacer eso, puedes hacer cualquier cosa.
—Gracias, colega —dijo ella con ironía—. ¿Como qué? ¿Jugar al parchís? La razón por la que me pusieron Tiffany es porque cuando nací, el bueno de papá Case estaba tan dolido de que no fuese un chico que dio mil pavos y una polvera de Tiffany’s a mi madre y se largó. Se alistó en los Marines. Al final lo mataron en Iwo-Jima. Así que mi madre me puso Tiffany Case[20] y comenzó a ganarse la vida. Empezó con un puñado de chicas y luego se volvió un poco más ambiciosa. Quizá esto no te parece demasiado bien. —Lo miró en actitud defensiva y a la vez suplicante.
—No me preocupa —repuso Bond secamente—. Tú no eras una de sus chicas.
Tiffany se encogió de hombros.
—Entonces el lugar fue destrozado por las bandas. —Hizo una pausa y se bebió el resto del Martini—. Y yo me lo monté por mi cuenta. Los trabajos típicos que una chica puede encontrar. Después me fui a Reno. Tienen una escuela de juego, fiché con ellos y trabajé como una loca. Hice el curso completo: dados, ruleta y blackjack. Se puede ganar mucho dinero en el juego. Doscientos a la semana. A los hombres les gusta que haya chicas repartiendo, y da confianza a las mujeres. Creen que serás más generosa con ellas. Los repartidores masculinos las asustan. Pero no pienses que es divertido. Se lee mejor que se vive.
Hizo una pausa y sonrió a Bond.
—Ahora es tu turno otra vez —dijo—. Pídeme otra bebida y dime qué tipo de mujer tendría interés para ti.
Bond encargó las bebidas al camarero. Encendió un cigarrillo y se volvió hacia ella.
—Alguien que pueda hacer la salsa bearnesa tan bien como el amor —dijo.
—¡Cielos! ¿Cualquier vieja boba que sepa cocinar y echarse de espaldas?
—Oh, no. Debe tener lo que todas las mujeres tienen —Bond la examinó con atención—: Cabello dorado. Ojos grises. Una boca pecadora. Una figura perfecta. Y, por supuesto, conocer chistes divertidos a montones, saber vestirse bien, jugar a cartas y todo lo demás. Lo normal, vaya.
—¿Y te casarías con esa persona si la encontrases?
—No necesariamente —respondió Bond—. De hecho ya estoy casado, más o menos. Con un hombre. Su nombre empieza por M. Tendría que divorciarme de él antes de casarme con una mujer. Y no estoy seguro de querer tal cosa. Ella me tendrá repartiendo canapés en un salón en forma de L. Y luego todos esos desagradables «Tú dijiste… No, nunca lo dije…» y otras discusiones que parecen ir con el matrimonio. No duraría. Me entraría claustrofobia y me largaría. Haría que me enviaran a Japón o a cualquier otra parte.
—¿Y niños?
—Me gustaría tener hijos —dijo Bond escuetamente—. Pero cuando me retire. No sería justo para ellos de otra manera. Mi trabajo no es tan seguro. —Fijó la mirada en su bebida y se la terminó de un trago—. ¿Y tú, Tiffany? —preguntó cambiando de tema.
—Supongo que a cualquier chica le gusta llegar a casa y encontrar un sombrero en la percha del recibidor —dijo Tiffany, malhumorada—. El problema es que nunca he encontrado nada adecuado debajo del sombrero. Quizá no he buscado lo suficiente, o lo he hecho en los sitios equivocados. Ya sabes cómo son las cosas cuando te metes en una rutina. Te acostumbras tanto que ya no buscas nada más. Eso me pasó más o menos con los Spang. Sabía que no me iba a faltar un plato caliente en la mesa. Y ahorraría algún dinero. Pero una chica no puede hacer amigos en esa compañía. O pones un cartel diciendo «Prohibida la entrada» o acabas por ser moneda de segunda mano. Pero supongo que me he hartado de estar sola. ¿Sabes lo que dicen las coristas en Broadway? «Es una colada muy solitaria la que no tiene una camisa de hombre en ella».
Bond se echó a reír.
—Bien, ahora estás fuera de esa rutina —dijo mirándola burlón—. ¿Y Seraffino? Esas dos habitaciones en el Pullman y la cena con champán para dos…
Antes de que pudiera terminar, los ojos de Tiffany brillaron como ascuas, se levantó de la mesa y salió del bar.
Se maldijo a sí mismo. Dejó dinero en la mesa para pagar la cuenta y se apresuró a seguir a la muchacha. La alcanzó a medio camino de la cubierta de paseo.
—Escucha, Tiffany —empezó.
Ella se volvió de repente enfrentándose a él.
—¡Qué mezquino llegas a ser! —exclamó, y lágrimas de rabia brillaron en sus pestañas—. ¿Por qué tienes que estropearlo todo con un comentario tan abrasivo como ese? Oh, James. —Se volvió de espaldas, buscando un pañuelo en su bolso, para secarse los ojos—. No entiendes nada.
Bond la rodeó con un brazo y la estrechó contra sí.
—Cariño. —Sabía que sólo el gran paso del amor físico solucionaría aquellos malentendidos, pero con Tiffany todavía eran necesarios el tiempo y las palabras—. No era mi intención herirte. Sólo deseaba saber. La noche del tren fue una mala experiencia para mí, y la cena para dos me dolió mucho más que cuanto pasó después. Tenía que saberlo.
Ella lo miró recelosa.
—¿Lo dices en serio? —preguntó ella acercándose a su rostro—. ¿Quieres decir que entonces ya te gustaba?
—No seas tonta —dijo Bond con impaciencia—. ¿Es que no te enteras de nada?
Ella se retiró de su lado y miró a través de la ventana al infinito mar azul y a un puñado de gaviotas que acompañaban al maravillosamente pródigo barco. Al cabo de un momento se volvió.
—¿Has leído Alicia en el País de las Maravillas?
—Hace años —respondió Bond sorprendido—. ¿Por qué?
—Hay una frase en la que pienso a menudo: «Oh, Ratón, ¿conoces el camino para salir de este mar de lágrimas? Estoy muy cansada de nadar, oh Ratón». ¿Lo recuerdas? Bien, pensaba que tú ibas a mostrarme la salida. En su lugar me has hundido más en el agua. Por eso me molesté. —Lo miró de reojo—. Supongo que no querías herirme.
Bond miró su boca en silencio y la besó con fuerza en los labios.
Ella no respondió al beso, pero cuando se apartó, sus ojos reían de nuevo. Lo agarró del brazo y tiró de él hacia las puertas abiertas que conducían al ascensor.
—Llévame abajo —dijo—. Necesito retocarme el maquillaje, y quiero pasar un buen rato adornando el negocio para ponerlo a la venta. —Se detuvo y puso su boca cerca del oído de Bond—. Por si te interesa, James Bond —le susurró—, nunca me he acostado con un hombre en mi vida. —Le estiró del brazo—. Vamos —dijo bruscamente—. De todas maneras ya va siendo hora de que te entretengas solito.
Bond la acompañó hasta su camarote y luego se fue al suyo, a tomar un baño con sales calientes seguido de una ducha fría. Después se echó en la cama y sonrió recordando algunas cosas que ella había dicho. Se la imaginó en la bañera, mirando el bosque de grifos y pensando en lo locos que estaban los ingleses.
Golpearon a la puerta; un botones entró con una pequeña bandeja y la dejó sobre la mesa.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Bond.
—Es de parte del chef, señor —dijo el botones, y se retiró cerrando la puerta del camarote.
Bond se deslizó fuera de la cama y fue a examinar el contenido de la bandeja. Se sonrió. Había una botella de un cuarto de Bollinger, un platillo con cuatro canapés de ternera y un pequeño cuenco con salsa. Al lado, una nota a lápiz decía: Esta salsa bearnesa ha sido confeccionada por la señorita Tiffany Case sin mi ayuda. Firmado: El Chef.
Bond se llenó el vaso de champán y untó una buena cantidad de salsa bearnesa en uno de los canapés de ternera, y se lo llevó a la boca masticándolo despacio. Entonces fue al teléfono.
—¿Tiffany?
Escuchó la risa en el otro extremo de la línea.
—Bueno, decididamente sabes hacer una salsa bearnesa deliciosa… —Colgó el auricular.