Con llamas saliendo por encima
El traje de inmersión negro le quedaba muy ajustado. Le dolía por todas partes. ¿Por qué demonios Strangways no se había asegurado de que el Almirantazgo tenía sus medidas correctas? Estaba muy oscuro bajo el mar, y las corrientes eran tan fuertes que lo arrastraban hacia el arrecife de coral. Tendría que nadar con más fuerza contra ellas. Pero algo lo había agarrado del brazo. ¿Qué demonios…?
—James. Por el amor de Dios. ¡James!
La joven retiró la boca de su oreja. Esa vez pellizcó el brazo desnudo, manchado de sangre, tan fuerte como pudo, y, al fin, los ojos de Bond se abrieron y por entre sus hinchados párpados la miró desde el suelo de madera, exhalando un suspiro tembloroso.
Tiffany se abrazó a él, aterrorizada de que pudiera perderlo de nuevo. Él pareció entenderla y, dándose la vuelta, se puso trabajosamente de cuatro patas, la cabeza colgando hacia el suelo, como un animal herido.
—¿Puedes andar?
—Espera. —El grave suspiro que salió de sus labios partidos le pareció extraño. Quizá la chica no le había entendido—. Espera —dijo otra vez, y con su mente empezó a explorar su cuerpo, para ver qué quedaba de él.
Sentía los pies y las manos. Podía mover la cabeza de un lado al otro. Veía el reflejo de la luz de la luna en el suelo. Había sido capaz de oír a Tiffany. Todo parecía en orden, pero no podía moverse. Su fuerza de voluntad había desaparecido. Sólo quería dormir. O incluso morir. Cualquier cosa que disminuyera el dolor que estaba dentro de él y sobre él, clavándose, martilleándolo, arañándolo… y que matara la memoria de las cuatro botas pateando su cuerpo, y los gruñidos que salían de las dos figuras encapuchadas.
En el instante en que pensó en los dos hombres y en Spang, el deseo de vivir inundó a Bond como una riada.
—De acuerdo —dijo. Y repitió—: De acuerdo —para asegurarse de que ella le entendía.
—Estamos en la sala de espera —susurró Tiffany—. Debemos ir hasta el final de la estación. A la izquierda, fuera de la puerta. ¿Me oyes, James? —preguntó, apartándole de la frente el cabello húmedo, pegajoso.
—Tendré que gatear —dijo Bond—. Te sigo.
Ella se levantó y abrió la puerta. Bond apretó los dientes y gateó hasta la plataforma iluminada por la luna; cuando vio la mancha oscura en el suelo, la rabia y el deseo de venganza le dieron fuerzas. Se levantó con torpeza, sacudiendo la cabeza para alejar las olas rojas y negras que le sofocaban y, con el brazo de Tiffany Case alrededor de su cintura, cojeó sobre los tablones hacia los resplandecientes raíles.
Y allí, en la vía única, había un vagón de mano.
Bond se paró contemplándolo.
—¿Gasolina? —preguntó vagamente.
Tiffany Case hizo un gesto hacia la hilera de latas apiladas al lado del muro de la estación.
—Acabo de llenarlo —susurró—. Lo usaban para inspeccionar la línea. Sé como manejarlo. He movido el cambio de agujas. Deprisa. Sube. —La muchacha rio sin aliento—. Próxima parada, Rhyolite.
—Dios, eres una chiquilla —musitó Bond—. Pero esta cosa va a hacer un ruido del demonio cuando la pongas en marcha. Tengo una idea. ¿Llevas cerillas? —La mitad del dolor había desaparecido. Al dar la espalda a Tiffany y fijar su atención en el silencioso edificio de madera seca, el aliento escapó con fuerza entre sus labios.
Ella llevaba pantalones anchos y camisa. Hundió la mano en el bolsillo de los pantalones y le pasó el encendedor.
—¿Cuál es la idea? —preguntó—. Tenemos que ponernos en marcha.
Bond se arrastró hasta las latas de gasolina, empezó a abrirlas y a vaciar su contenido sobre las paredes de madera y la plataforma del vagón Pullman. Cuando hubo vaciado media docena de latas volvió hacia Tiffany.
—Arranca. —Se inclinó agonizante para coger un pedazo de periódico arrugado que estaba al lado de las vías. Se produjo el agudo chirrido del arranque y entonces el pequeño motor de dos tiempos empezó a martillear con rapidez.
Bond prendió el mechero. El pedazo de papel ondeó y Bond lo lanzó entre las latas de gasolina. El estallido de las llamas casi lo alcanza mientras se lanzaba de espaldas sobre la pequeña plataforma del vagón. Entonces, ella desenganchó el freno y empezaron a moverse sobre los raíles.
Con un traqueteo y un par de tirones bruscos, salieron a la vía principal; la aguja del velocímetro temblando a sesenta, el cabello suelto de la chica parecía una bandera dorada que ondeaba hacia él.
Bond se volvió a contemplar la gran bola de fuego que dejaban detrás de ellos. Casi oía los crujidos de los tablones resecos y los gritos de los durmientes al salir de las habitaciones en estampida. ¡Si el fuego atrapase a Kidd y a Wint, encendiera la pintura del Pullman, quemara la leña del avituallador de The Cannonball y terminara con el cajón de juguetes de los gángsters!
Pero él y Tiffany tenían sus propios problemas. ¿Qué hora era?
Bond tragó el aire fresco de la noche intentando poner su mente en funcionamiento. La luna estaba baja. ¿Las cuatro? Bond pasó su cuerpo dolorosamente de la plataforma al asiento, consiguiendo situarse con dificultad al lado de la chica.
Bond le puso un brazo alrededor de los hombros y ella se volvió sonriéndole a los ojos; luego levantó la voz por encima del ruido del motor y del martilleo de las ruedas de hierro sobre los raíles.
—Ha sido una buena salida. Igual que en una película de Buster Keaton. ¿Cómo te encuentras? —Examinó el maltratado rostro—. Estás horrible.
—No tengo nada roto —dijo Bond—. Supongo que eso es lo que significa un ochenta por ciento. —Esbozó una dolorosa sonrisa—. Es mejor que te golpeen a que te disparen.
El rostro femenino se crispó.
—Tuve que permanecer allí sentada y hacer ver que no me importaba. Spang no hacía más que observarme. Entonces comprobaron las cuerdas y te arrastraron hasta la sala de espera y todos se fueron felices a dormir. Esperé una hora en la habitación y luego me di prisa. La peor parte fue conseguir despertarte.
Bond estrechó sus brazos alrededor de los delicados hombros.
—Te diré lo que pienso de ti cuando no me duela tanto. Pero ¿y tú, Tiffany? Estarás metida en un buen lío si nos atrapan. ¿Y quiénes son los dos tipos de las capuchas, Wint y Kidd? ¿Qué van a hacer ahora? No me importaría volver a encontrarme con esos dos.
Ella miró de reojo al amargo pliegue de los labios entumecidos.
—Nunca los he visto sin las capuchas —dijo honestamente—. Se supone que son de Detroit. Letales al máximo. Hacen los trabajos más sucios y llevan a cabo las misiones de incógnito. Vendrán por nosotros. Pero no te preocupes por mí. —Ella lo miró de nuevo y sus ojos eran brillantes y felices—. Lo primero es llegar a Rhyolite. Entonces necesitaremos encontrar un coche en alguna parte y cruzar la frontera del estado a California. Tengo suficiente dinero. Allí conseguiremos un médico y te pagaré un baño y una camisa; entonces pensaremos otra vez. He traído tu pistola. Uno de los ayudantes la trajo cuando terminaron de recoger los pedazos de esos dos tipos con quienes peleaste en el Pink Garter. La cogí cuando Spang se fue a la cama. —Se desabrochó la camisa y hundió la mano en el cinto de sus pantalones.
Bond tomó la Beretta, sintiendo el calor de la joven en el metal. Sacó el cargador. Le quedaban tres balas. Y una en la recámara. Volvió a meter el cargador, puso el seguro y se la dejó sobre los pantalones. Por primera vez se dio cuenta de que su abrigo había desaparecido. Una de las mangas de la camisa le colgaba hecha jirones. Se la arrancó y la tiró. Buscó el paquete de cigarrillos en el bolsillo derecho de su pantalón. Había desaparecido. Pero en el bolsillo izquierdo tenía todavía el pasaporte y la cartera. Los sacó. A la luz de la luna vio que estaban magullados. Buscó el dinero, seguía allí. Puso de nuevo las cosas en el bolsillo.
Durante un rato condujeron rompiendo el silencio de la noche únicamente con el sonido del pequeño motor y el clic-clic de las ruedas. A lo lejos, hasta donde sus ojos podían ver, la delgada línea de raíles se perdía en el horizonte, interrumpida de vez en cuando por las agujas de cambio, donde una oxidada vía secundaria se curvaba a la derecha, hacia la masa oscura de las montañas Spectre. A su izquierda no había más que la interminable extensión del desierto, donde un amago de amanecer empezaba a bordear de azul los contornos de los torturados cactus, y, unos kilómetros más allá, el resplandor metálico de la luna sobre la autopista 95.
El vagón cantaba feliz sobre los raíles. No había control alguno de que preocuparse, excepto de la palanca del freno y de una especie de bastón con un mango giratorio que hacía las veces de acelerador; la chica mantenía el velocímetro constantemente a 60. Pasaban los kilómetros y los minutos y Bond, de vez en cuando, se volvía dolorosamente sobre su asiento para inspeccionar el resplandor rojo en el cielo que desaparecía a sus espaldas.
Llevaban cerca de una hora de marcha cuando un ligero sonido de fondo en el aire o en las vías hizo que Bond se enderezase. De nuevo miró hacia atrás. ¿Había un pequeño brillo entre ellos y la falsa aurora roja de la ciudad fantasma incendiada?
Bond sintió un picor en el cuero cabelludo.
—¿Ves algo allí atrás?
La chica volvió la cabeza. Entonces, sin responder, redujo la velocidad de la máquina hasta que empezaron a moverse más silenciosamente.
Bond escuchó con atención. Sí, llegaba de las vías. Un ligero traqueteo, no más fuerte que un suspiro lejano.
—Es el Cannonball —aseguró Tiffany. Dio un golpe al acelerador y el vagón empezó a ganar velocidad de nuevo.
—¿Cuánto puede llegar a alcanzar? —preguntó Bond.
—Quizá unos cien.
—¿A cuánto estamos de Rhyolite?
—A unos sesenta kilómetros.
Bond hizo un cálculo rápido en silencio.
—Va a ser muy justo. No puedo decir a qué distancia está de nosotros. ¿Puedes acelerar un poco más con este trasto?
—Ni un pelo —respondió ella, apesadumbrada—. No podría aunque mi nombre fuese Casey Jones en lugar de Tiffany Case.
—Bueno, vamos bien —dijo Bond—. Tú sigue dándole. Con un poco de suerte su máquina explotará.
—¡Oh, seguro! —exclamó ella—. O quizá se le apague el motor y se dé cuenta que se ha dejado la llave en casa.
Durante quince minutos continuaron en silencio y ahora Bond veía claramente el foco de la locomotora cortando la noche, a no más de diez kilómetros de distancia. Los raíles temblaban por debajo de ellos y lo que había sido un suspiro lejano era ahora un murmullo amenazador.
«Quizá se le acabe la leña», pensó Bond. Siguiendo un impulso, preguntó casualmente a la chica:
—Supongo que tenemos suficiente gasolina.
—Seguro —dijo Tiffany—. Puse una lata entera. No hay indicador, pero estos trastos tiran horas con un litro de combustible.
Antes de que terminara la frase, y como para hacer un comentario al respecto, el pequeño motor soltó una ligera tos. Puf. Puf. Puf. Y siguió corriendo felizmente.
—¡Dios! —exclamó Tiffany—. ¿Lo has oído?
Bond no respondió. Sintió cómo las palmas de sus manos se humedecían.
Y de nuevo: Puf. Puf. Puf.
Tiffany Case acariciaba el acelerador.
—Oh querido motorcito —dijo suplicante—. Precioso, listo motorcito. Por favor, sé bueno.
Puf-puf. Puf-puf. Jiss. Puf. Jiss… Y de repente estaban corriendo en silencio. Cuarenta y cinco, indicaba el velocímetro. Cuarenta… Treinta…Veinte… Diez… Cinco. Un último giro salvaje al acelerador y una patada de Tiffany Case al motor y se pararon.
Bond soltó unas palabrotas. Saltó dolorosamente sobre la vía y cojeó hasta el tanque de gasolina; sacó el pañuelo manchado de sangre del bolsillo del pantalón. Desenroscó el tapón y deslizó el pañuelo dentro del tanque. Lo retiró, oliéndolo y palpándolo. Estaba seco como recién planchado.
—Se acabó —dijo a la chica—. Ahora será mejor que pensemos con rapidez.
Miró a su alrededor. Ningún escondite a la izquierda, y aún cuatro kilómetros como mínimo hasta la carretera. A la derecha las montañas, quizá a un kilómetro de distancia. Podían intentar alcanzarlas y esconderse allí, pero ¿por cuánto tiempo? Parecía ser la mejor opción. El suelo bajo sus pies. Miró sobre la vía al ojo reluciente, implacable. ¿A qué distancia, cuatro kilómetros? ¿Vería Spang el pequeño vagón a tiempo? ¿Podría parar? ¿Le haría descarrilar? Pero Bond recordó el sobresaliente quitapiedras que limpiaría del camino al pequeño vagón como si fuese una bala de paja.
—Vamos, Tiffany —la llamó—. Tenemos que llegar a las montañas.
¿Dónde se había metido? Rodeó el vagón cojeando. Ella se acercaba corriendo sobre la vía. Volvió respirando entrecortadamente.
—Hay un desvío a unos pocos metros —dijo jadeando—. Si podemos empujar este trasto hasta allí y consigues mover el cambio de agujas, Spang quizá nos pierda.
—Dios —exclamó Bond lentamente. Y después, con entusiasmo, añadió—: Podemos hacer algo mejor que eso. Ayúdame. —Y se inclinó, apretando los dientes de dolor, y empezó a empujar.
Una vez en marcha, el vagón se movía con facilidad y sólo tenían que seguirlo y mantenerlo en movimiento. Llegaron al cambio de agujas y Bond siguió empujando hasta que lo hubieron sobrepasado unos cuarenta metros.
—¿Qué demonios…? —jadeó Tiffany.
—Vamos —dijo Bond; medio cojeando, medio corriendo volvió hasta la oxidada palanca del cambio de agujas que se levantaba al lado de la vía—. Pondremos al Cannonball sobre la línea secundaria.
—¡Chico! —el tono de Tiffany Case fue casi reverente. Y los dos empezaron a empujar la palanca de cambio.
Poco a poco, el oxidado metal empezó a deslizarse de la posición en que había permanecido inmóvil durante cincuenta años y, milímetro a milímetro, los raíles mostraron un corte y luego una abertura que se ensanchaba mientras Bond empujaba la palanca con todas sus fuerzas.
Conseguido. Bond se arrodilló en el suelo, con la cabeza gacha, luchando contra el mareo que amenazaba con hacerle perder el conocimiento.
Apareció el resplandor de una luz en el suelo y Tiffany Case lo arrastró de vuelta al pequeño vagón; el aire estaba repleto del trueno y el vicioso repicar de la campana mientras la gran bestia de hierro llameante se les acercaba rugiendo.
—Agáchate y no te muevas —gritó Bond por encima del ruido, y la empujó hacia el suelo, detrás del frágil refugio del vagón. Entonces cojeó rápidamente hasta la vía, sacó la pistola y se situó de costado, como un duelista, con el brazo que cargaba el arma apuntando al gran ojo que se acercaba bajo un volcán de fuego y humo.
¡Dios, qué monstruo! ¿Tomaría la curva? ¿Seguiría derecho, aplastándolos?
Se acercaba.
Suf. Algo chocó contra el suelo a su lado y Bond vio un destello dentro de la cabina.
Bang. Otro destello, y la bala golpeó un raíl y rebotó desapareciendo en la noche.
Crack. Crack. Crack. Ahora podía oír el ruido del arma por encima del rugido de la locomotora. Algo pasó silbando cerca de su oído.
Bond no disparó. Sólo le quedaban cuatro balas y sabía cuándo tenía que usarlas.
Y entonces, a veinte metros de distancia, el ingenio volador se metió en la curva como un trueno, tomando el desvío con un salto que lanzó un puñado de leños del ténder en la dirección de Bond.
Las grandes ruedas dejaron escapar un agudo chirrido de metal al abrasar la curva, una rápida impresión de humo, llamas y el movimiento de la máquina, y un destello en la cabina y la figura negra y plateada de Spang, con los brazos abiertos, agarrándose a la pared de la cabina con una mano y con la otra intentando alcanzar la palanca de freno.
La pistola de Bond gritó sus cuatro palabras. Como iluminado por un relámpago se vio un rostro blanco levantado hacia el cielo mientras la gran locomotora negra y oro se alejaba hacia el muro en sombras de las montañas Spectre, el haz de luz del ojo de la máquina cortando la oscuridad y su campana automática repicando tristemente, ding-dong, ding-dong, ding-dong.
Bond se encajó lentamente la Beretta en la cintura de los pantalones y permaneció de pie, observando como se alejaba el ataúd del señor Spang y el rastro de humo que se movía por encima de su cabeza y que, por un momento, cubrió la luna.
Tiffany Case se acercó corriendo y juntos contemplaron la llameante bandera de la chimenea y escucharon el eco de la locomotora que les devolvía la montaña. Ella se oprimió contra él cuando la máquina dio un giro repentino desapareciendo entre las rocas. Luego sólo se escuchó el lejano golpear en las montañas y se vio un resplandor rojo que parpadeaba entre las grietas mientras The Cannonball se desgarraba cortando el vientre de la roca.
De repente hubo una gran lengua de fuego y un terrible choque metálico, como si un acorazado hubiese chocado contra un arrecife. Luego un ahogado repicar que parecía subir de debajo de sus pies. Y, finalmente, un profundo y distante boom desde las entrañas de la tierra y una confusa algarabía de ecos.
Una vez terminado el ruido, un prolongado y delicioso silencio.
Bond lanzó un profundo suspiro como si se acabara de despertar. Así que ese era el fin de uno de los Spang, de uno de los brutales, teatrales, desproporcionados adultos que formaban la Pandilla de las Lentejuelas. Había sido un gángster de escenario, rodeado de propiedades de escena, lo cual no alteraba el hecho de que había intentado matar a Bond.
—Vámonos de aquí —pidió Tiffany Case, impaciente—. Ya he tenido suficiente.
Bond sintió como el dolor volvía a tomar posesión de su cuerpo al relajarse la tensión.
—Sí —dijo él, contento de dejar atrás el recuerdo del rostro blanco en la maravillosa locomotora negra. Se sintió mareado. Se preguntó si podría conseguirlo—. Tenemos que llegar a la carretera. Será difícil. Vamos.
Les llevó una hora y media cubrir los cuatro kilómetros y, cuando lo consiguieron, Bond se desplomó sobre el sucio arcén de la autopista de cemento. Deliraba. Había sido la chica quien lo había arrastrado hasta allí; si no hubiese sido por ella, Bond nunca lo habría conseguido. Se habría arrastrado entre los cactus y las rocas hasta que, exhausto, sus fuerzas le hubieran abandonado y entonces el achicharrante sol habría terminado el trabajo.
Tiffany le acariciaba la cabeza y le hablaba con suavidad, secándole el sudor del rostro con el vuelo de su falda.
De vez en cuando se paraba para mirar a ambos lados de la recta carretera de cemento cuyos horizontes empezaban a brillar con la ola de calor de la mañana.
Una hora más tarde, saltó sobre sus pies y se paró en el centro de la carretera. Un coche negro se acercaba desde la danzante neblina tras la que se escondía el distante valle de Las Vegas.
El vehículo se paró frente a la chica y un rostro de halcón bajo un descuidado remolino de cabello color paja apareció por la ventanilla. Dos ojos verdes la examinaron brevemente, echaron una ojeada al hombre que estaba postrado al lado de la carretera y volvieron de nuevo a la chica.
—Bien —dijo el conductor en un amigable acento tejano—. Félix Leiter, señorita, a su servicio. ¿Qué puedo hacer por usted en esta maravillosa mañana?