Cae la noche en el foso de la pasión
—¿Cómo van las cosas?
Era la noche siguiente y el taxi rodaba a marcha lenta a lo largo de la Línea en dirección a la parte baja de la ciudad. Bond se había cansado de esperar que pasara algo y había llamado al hombre de Pinkerton para tener una charla con él.
—Nada mal —respondió Bond—. Les saqué un poco de dinero a la ruleta, pero no creo que eso preocupe a nuestro amigo. Me han asegurado que tiene más que de sobra.
Ernie Cureo lanzó un bufido.
—Yo diría que el tipo está tan forrado que no necesita llevar gafas cuando conduce. Tiene el parabrisas de su Cadillac graduado con la prescripción de su oculista.
Bond soltó una carcajada.
—¿En que más se lo gasta, además de en parabrisas? —preguntó.
—Es tonto —dijo el conductor—. Está loco por el Viejo Oeste. Se compró toda una ciudad fantasma cerca de la Autopista 95. Ha reconstruido el lugar por completo: calles de madera, un elegante saloon, un hotel donde hospeda a los chicos, incluso la vieja estación de tren. Años atrás, cerca de 1905 o algo así, este podridero, se llama Spectreville porque está justo al lado de la cordillera Spectre, era un campamento de buscadores de plata. A lo largo de tres años de esas montañas excavaron millones y una línea de ferrocarril llevaba el mineral a Rhyolite, a unos ciento sesenta kilómetros de distancia. Otra famosa ciudad fantasma. Ahora es un centro turístico. Tiene una casa hecha de botellas de whisky. Solía ser la estación madre, de allí se enviaba el material a la costa. Bien, Spang se compró uno de los viejos locos, uno de los viejos Highland Lights, no sé si ha oído hablar de esos trenes, y uno de los primeros vagones Pullman, y los tiene en la estación de Spectreville; los fines de semana lleva a sus amigotes a dar un paseo hasta Rhyolite y de vuelta a Spectreville. Él mismo conduce el tren. Champán, caviar, orquesta, chicas…, no falta de nada. Debe de ser algo grande.
Nunca lo he visto. Uno no puede ni acercarse al lugar. Sí, señor —el conductor bajó la ventanilla y escupió con energía en la carretera—. Así es como el señor Spang se gasta el dinero. Estúpido, como le he dicho.
Eso lo explicaba todo, pensó Bond. Por eso no había oído nada de Spang o sus amigos en todo el día. Viernes. Todos estarían en la ciudad del jefe jugando a los trenes, mientras él se había pasado el tiempo esperando a que algo ocurriera. Era verdad que durante el día atrapó alguna mirada desviándose de la suya, y en todo momento hubo algún empleado, o uno de los «sheriffs» uniformados por los alrededores, muy ocupado en no hacer nada en particular; pero, aparte de eso, Bond podría haber sido otro más de los clientes del hotel.
Había visto al gran hombre en circunstancias que le habían proporcionado un placer perverso.
A las diez en punto de la mañana, después de un baño y el desayuno, Bond decidió cortarse el pelo en la barbería. Había muy poca gente levantada, y el único cliente de la barbería era una gran figura enfundada en un albornoz púrpura cuyo rostro permanecía oculto por una toalla caliente. Su mano derecha, inerte sobre el brazo del sillón, era atendida por una bella manicura. La muchacha tenía cara de muñeca, blanca y rosada, y un plumero de cabello corto color mantequilla. Estaba sentada a su lado sobre un taburete bajo, sosteniendo sobre las rodillas una bandeja llena de instrumentos.
Bond, mirando al espejo en frente de su silla, observó con interés mientras el barbero principal levantaba con sumo cuidado una de las esquinas de la toalla caliente y luego la otra y, con infinita precaución, cortó los pelos que sobresalían de las orejas del cliente empleando unas tijeras muy finas. Antes de volver a poner la toalla sobre la segunda oreja, se inclinó sobre ella y dijo con deferencia:
—¿Los pelos de la nariz, señor?
Se oyó un gruñido afirmativo que provenía de debajo de la toalla caliente, y el barbero procedió a abrir una ventana a través de la toalla en el territorio cercano a la nariz del hombre. Entonces, con sumo cuidado, siguió su trabajo con las delgadas tijeras.
Tras esa ceremonia se produjo el más absoluto silencio en la pequeña habitación alicatada y embaldosada en blanco, a excepción del suave sonido de las tijeras sobre la cabeza de Bond y el ocasional ting de los instrumentos de la manicura sobre la bandeja de esmalte. Y entonces se produjo un suave renquear: el barbero jefe giraba la manivela de la silla hasta que su cliente estuvo en posición vertical.
—¿Qué le parece, señor? —preguntó el barbero de Bond, sosteniendo el espejo por detrás de su cabeza.
Todo ocurrió mientras Bond inspeccionaba la parte trasera de su cuello. Quizá con el cambio de inclinación de la silla, la mano de la muchacha había resbalado, pero de repente se produjo un rugido ahogado y el hombre del albornoz púrpura saltó de la silla, se arrancó la toalla que le cubría el rostro y se hundió un dedo en la boca. Después lo sacó, se inclinó rápidamente y golpeó a la chica en la mejilla, tan fuerte que la tiró del taburete y la bandeja de esmalte con los instrumentos cruzó volando la habitación. El hombre se enderezó y volvió su enfurecido rostro hacia el barbero.
—¡Despide a esta perra! —aulló.
Se metió el dedo herido de nuevo en la boca y desapareció ciegamente en dirección a la puerta, aplastando con sus zapatillas los instrumentos de manicura esparcidos por el suelo.
—Sí, señor Spang —dijo el barbero con voz entrecortada; luego empezó a gritar a la chica, que se deshacía en sollozos.
Bond volvió la cabeza y dijo en voz baja:
—Deje de gritar —ordenó, y se levantó de su silla desenrollándose la toalla del cuello.
El barbero miró sorprendido a Bond.
—Sí, señor —dijo rápidamente, y se arrodilló para ayudar a la chica a recoger sus instrumentos.
Mientras pagaba, Bond oyó a la chica sollozar:
—No fue culpa mía, señor Lucian. El señor Spang estaba nervioso hoy. Sus manos temblaban. Le juro que temblaban. No le había visto nunca así, con tanta tensión…
Y Bond tuvo su momento de placer al pensar en la tensión del señor Spang.
La voz de Ernie Cureo interrumpió sus pensamientos.
—Nos han salido colas, señor —dijo por la comisura de la boca—. Dos, por delante y por detrás. No se vuelva. ¿Ve el Chevrolet negro que tenemos delante? Con dos tipos. Tienen dos retrovisores y han estado observándonos desde hace un buen rato. A nuestra espalda tenemos un pequeño deportivo rojo. Un viejo Jaguar, con asientos reclinables. Con otros dos tipos. Llevan palos de golf en el asiento trasero. Conozco a los tipos. De la Banda Púrpura de Detroit. Un par de margaritas. Ya sabe, maricones. Su juego no es el golf. El único metal que saben manejar está en sus bolsillos. Vuélvase un poco, como si estuviese admirando el paisaje. No pierda de vista sus manos mientras los pongo a prueba. ¿Listo?
Bond hizo lo que le había dicho. El conductor puso el pie en el pedal del acelerador girando al mismo tiempo el interruptor de encendido. El tubo de escape produjo un estallido, como el de una 88 milímetros, y Bond vio que la mano derecha de los dos gángsters se metía en los bolsillos de sus chaquetas deportivas. Bond volvió la cabeza con naturalidad.
—Tenía razón —dijo—. Mejor déjeme aquí, Ernie. No quiero que se meta en líos.
—Tonterías —repuso el conductor con disgusto—. No pueden hacerme nada. Usted paga por cualquier daño que le ocurra al taxi, y yo trato de sacudírmelos de encima. ¿De acuerdo?
Bond sacó un billete de 1000 dólares de su cartera y lo puso en el bolsillo de la camisa del taxista.
—Aquí tiene uno de los grandes para ir tirando —dijo—. Y gracias, Ernie. Veamos qué puede usted hacer.
Bond deslizó su Beretta fuera de la funda y la acarició con la mano. «Esto —pensó— es lo que había estado esperando».
—Muy bien, compadre —dijo el conductor, alegre—. Hace tiempo que esperaba la oportunidad de molestar un poco a la banda. No me gusta que me pisen, y estos tipos han estado pisándonos a mí y a mis amigos durante demasiado tiempo. Agárrese fuerte. Allá vamos.
Estaban en una recta de la carretera donde no había mucho tráfico. Los picos de las montañas distantes amarilleaban con el sol del atardecer y las calles empezaban a azulear en esos quince minutos de la tarde en que uno no sabe si encender los faros o no.
Se movían con facilidad a sesenta, con el Jaguar pegado a su cola y el Chevrolet negro a un bloque de distancia por delante de ellos. De repente, lanzando el cuerpo de Bond hacia delante, Ernie Cureo pisó el freno y el coche patinó en seco hasta pararse con un chirrido de neumáticos. Se produjo un estruendo de cristales rotos y metal: el Jaguar había chocado contra el parachoques del taxi. Este saltó hacia delante; entonces, el conductor metió la velocidad y, con un horrible tirón, se liberó del destrozado radiador del Jaguar y aceleró alejándose por la carretera.
—¡Los he jodido bien! —exclamó Ernie Cureo con satisfacción—. ¿Qué están haciendo?
—Se les ha reventado el radiador —dijo Bond mirando por la ventanilla de atrás—. Las dos aletas delanteras, hundidas. El parachoques, colgando. El parabrisas, roto. —Perdió de vista el Jaguar en el atardecer y se volvió hacia el taxista—. Han salido del coche y están intentando desatascar las aletas frontales de los neumáticos. No tardarán mucho en seguirnos de nuevo, pero ha sido un buen comienzo. ¿Tiene más trucos como este?
—No tan fáciles —gruñó el conductor—. Se ha declarado la guerra. Atención. Será mejor que se agache. El Chevrolet está parando en el arcén de la carretera. Quizá intenten unos cuantos disparos. Allá vamos.
Bond sintió cómo el coche rebotaba hacia delante. Ernie Cureo estaba medio recostado en el asiento delantero, conduciendo con una mano y mirando la carretera por encima de la guantera.
Mientras adelantaban al Chevrolet a gran velocidad, se produjo un golpe metálico y dos cracs secos. Un puñado de cristales cayó sobre Bond. Ernie Cureo lanzó una maldición y el taxi dio un bandazo, volviendo luego a enderezarse.
Bond se arrodilló sobre el asiento trasero y con la culata de su pistola rompió el cristal de la ventanilla trasera. El Chevrolet se les acercaba, con los ojos encendidos.
—Manténgalo a distancia —dijo Cureo con voz ahogada—. Haré una curva cerrada y pararé a cubierto del próximo edificio. Eso le dará una perfecta posición de tiro cuando se nos acerquen.
Con un chillido de los neumáticos, el coche giró casi en redondo, moviéndose sobre dos ruedas, después se enderezó y se detuvo. Bond salió del vehículo y se agachó apuntando con la pistola. Las luces del Chevrolet aparecieron por la carretera y se produjo un chirrido de goma torturada al tomar la curva por el lado equivocado. «Ahora —pensó Bond—, antes de que puedan enderezar el volante».
Crack. Una pausa. Crack. Crack. Crack. Cuatro balas, a veinte metros, justo en el blanco.
El Chevrolet negro no enderezó su camino. Se salió de la curva, en el otro lado de la carretera, chocó contra un árbol, rebotó, golpeó el poste de una farola, dio una vuelta completa y quedó tumbado sobre un costado.
Mientras Bond lo observaba, esperando que los ecos de metal destrozado dejasen de resonar en sus oídos, las llamas empezaron a salir lentamente de la boca cromada del coche. Alguien arañaba el cristal de la ventanilla, tratando de salir. En cualquier momento las llamas encontrarían el camino hasta el depósito de gasolina. Y entonces sería demasiado tarde para el hombre atrapado en el interior.
Bond había empezado a caminar hacia el coche cuando oyó un gemido que provenía del asiento delantero del taxi; volvió la cabeza y vio a Enrié Cureo deslizándose hasta el suelo del vehículo. Bond se olvidó del coche que se quemaba, abrió la portezuela del taxi de par en par y se arrodilló junto al conductor. Había sangre por todas partes, y el brazo izquierdo del taxista estaba completamente empapado en ella. Bond consiguió sentarlo de nuevo en el asiento; los ojos del conductor se abrieron.
—Oh, hermano —dijo apretando los dientes—. Sáqueme de aquí, rápido. El Jaguar nos alcanzará en seguida. Luego consígame un médico.
—De acuerdo, Ernie —repuso Bond sentándose al volante—. Yo me encargo. —Puso el coche en marcha y salió a toda velocidad, alejándose de la gran hoguera y de la gente asustada que se había agrupado y que contemplaba las llamas en silencio, tapándose la boca con las manos.
—Siga —musitó Ernie Cureo—. Esta calle le llevará cerca de la carretera Boulder Dam. ¿Ve algo en el retrovisor?
—Un coche bajo, con una sola luz que se acerca a toda velocidad —dijo Bond—. Podría ser el Jaguar. A dos manzanas de distancia. —Pisó el acelerador y el taxi silbó por la carretera desierta.
—Siga —dijo Ernie Cureo—. Necesitamos escondernos en alguna parte y conseguir que nos pierdan. Ya lo tengo. Hay un «Foso de la Pasión» a la salida de la 95. Un autocine. Ahí está. Poco a poco. Gire todo a la derecha. ¿Ve esas luces? ¡Métase, rápido! Perfecto. Siga derecho. Aparque entre esos coches. Apague las luces. Con cuidado. Apague el motor.
El taxi se paró en la última hilera de vehículos alineados de cara a una pantalla de cemento que se clavaba en el cielo y en la que un hombre gigante decía algo a una chica gigante.
Bond se volvió y miró a las filas de postes metálicos, como parquímetros, donde se conectaban los auriculares que transmitían el sonido de la película. Mientras miraba uno o dos coches entraron en la pista alineándose en la última fila. Nada lo suficientemente largo como para ser un Jaguar. Pero se había hecho de noche y era difícil ver bien. Permaneció agazapado en su asiento, la mirada fija en la entrada.
Se les acercó una acomodadora, una chica bonita, vestida de paje, con una bandeja colgada del cuello.
—Será un dólar —dijo, echando un vistazo al interior del coche para asegurarse de que no había un tercer pasajero escondido.
Llevaba los auriculares enrollados en el brazo; se quitó uno, lo enchufó en el poste más cercano y colgó el pequeño altavoz a través de la ventanilla en el lado de Bond. El gigante y la mujer de la pantalla empezaron a discutir acaloradamente.
—¿Coca-Cola, cigarrillos, caramelos? —preguntó la chica tomando el billete que Bond le ofrecía.
—No, gracias —respondió Bond.
—De nada —dijo la chica, alejándose hacia el siguiente coche.
—Señor, por amor de Dios, ¿puede apagar esa porquería? —suplicó Ernie Cureo entre dientes—. Y siga mirando. Les daremos un poco más de tiempo. Luego me lleva a un médico. Que me saque el gusano. —Su voz era débil, y ahora que la chica se había ido estaba medio estirado, con la cabeza apoyada contra la portezuela.
—Falta poco, Ernie. Aguante. —Bond tanteó el altavoz, encontró el interruptor del volumen y silenció las agitadas voces. El hombre gigante de la pantalla parecía como si fuese a golpear a la mujer y la boca de ella se abrió en un grito mudo.
Bond se volvió y escrutó el gran espacio oscuro que se extendía a sus espaldas. Todavía nada. Echó una ojeada a los coches vecinos. Dos rostros muy juntos. Un bulto informe en el asiento trasero. Dos enjutos rostros de una pareja mayor mirando fijamente hacia arriba. El reflejo de la luz en una botella vacía.
Y de pronto una oleada de loción de afeitar barata le golpeó la nariz. Una figura negra se levantó del suelo, una pistola le apuntaba a la cabeza y una voz, al otro lado del coche, junto a Ernie Cureo, dijo en voz baja:
—Bien, amigos. Tómenselo con calma.
Bond miró el rostro grasiento que tenía a su lado. Los ojos sonreían con frialdad. Los húmedos labios se entreabrieron para susurrar:
—Fuera, inglés, o tu amigo es hombre muerto. Mi compañero tiene un silenciador. Tú te vienes con nosotros a dar un paseo.
Bond volvió la cabeza y vio la negra salchicha de metal contra el cuello de Ernie Cureo. Se decidió.
—Bueno, Ernie —dijo—, mejor uno que dos. Me voy con ellos. Volveré pronto y le conseguiré un doctor. Cuídese mientras tanto.
—Gracioso el tipo —susurró el de rostro grasiento. Abrió la portezuela manteniendo la pistola en la nariz de Bond.
—Lo siento, amigo —dijo Ernie Cureo con voz cansada—. Supongo que… —Se oyó el golpe seco de la culata de la pistola contra el cráneo del conductor. Este cayó hacia delante en silencio.
Bond apretó los dientes y sus músculos se tensaron debajo de su abrigo. Se preguntó si podría alcanzar la Beretta. Miró a un tipo y al otro, midiendo, sumando probabilidades. Los cuatro ojos por encima de las dos pistolas estaban ansiosos, deseando cualquier excusa para acabar con él. Las dos bocas sonreían, esperando que Bond intentara algo. Sintió como su sangre se enfriaba. Aguardó un minuto más y entonces, con las manos a la vista, salió lentamente del coche, escondiendo el deseo de venganza en el último rincón de su cerebro.
—Derecho hasta la puerta —ordenó con suavidad el del rostro grasiento—. Compórtate con naturalidad. Te tengo cubierto. —Su pistola había desaparecido, pero tenía la mano en el bolsillo. El otro hombre se les unió, situándose al otro lado de Bond, la mano derecha descansando sobre el cinturón.
Los tres hombres caminaron deprisa hacia la entrada, y la luna, levantándose sobre las montañas, alargó sus sombras sobre el suelo de arena blanca.