Lodo y Azufre Acme
El pequeño autobús estaba ocupado únicamente por una mujer negra que tenía un brazo enfermo y, al lado del conductor, una chica que mantenía sus manos deformes fuera de la vista y cuya cabeza estaba completamente cubierta por un grueso velo negro que le caía sobre los hombros, como el sombrero de un cuidador de abejas, sin tocar la piel de su rostro.
El autobús, en cuyos costados se podía leer Baños de lodo y azufre Acme, y encima del limpiaparabrisas, Todas las horas a la hora en punto, cruzó la ciudad sin recoger ningún viajero más, dejó la carretera principal y se aventuró por una pista de guijarros en mal estado, atravesando una plantación de abetos jóvenes. Después de medio kilómetro, dio un rodeo y bajó una corta pendiente hacia un grupo de edificios de madera de un color gris sucio. Una alta chimenea de ladrillos amarillos se levantaba en el centro de los edificios, y de ella se elevaba en línea recta un delgado hilo de humo negro.
Delante de los baños no se veía señal de vida. Pero, cuando el autobús aparcó en un rectángulo de gravilla y malas hierbas, delante de lo que parecía ser la entrada, dos hombres viejos y una mujer de color que cojeaba salieron de la puerta protegida por una red metálica y esperaron a que los pasajeros descendieran del autobús.
Fuera del vehículo el olor del azufre golpeó a Bond con fuerza enfermiza. Era un olor apestoso que provenía de algún lugar cercano al estómago de la tierra. Bond se alejó de la entrada y se sentó en un banco rústico, bajo un grupo de abetos medio muertos. Permaneció sentado unos minutos, tratando de reunir el coraje necesario para afrontar lo que le esperaba detrás de la puerta del balneario, y para liberarse del sentimiento de opresión y disgusto que lo acosaba. En parte, decidió Bond, era debido a la reacción de un cuerpo sano expuesto al contacto con la enfermedad, y en parte a la alta y triste chimenea Belsen con su plumero de humo inocente. Pero sobre todo era la perspectiva de tener que atravesar aquellas puertas, comprar la entrada y tener que desnudar su limpio cuerpo y entregarlo a las manipulaciones innombrables que llevaban a cabo en aquel espeluznante y destartalado establecimiento.
El autobús traqueteó al dar la vuelta y Bond se quedó solo. El lugar se hallaba en el más absoluto silencio. Bond notó que las dos ventanas y la puerta de entrada formaban dos ojos y una boca. El lugar parecía estar mirándolo, observándolo, esperándolo. ¿Se atrevería a entrar? ¿Lo dejarían pasar?
Bond se retorció impaciente dentro de sus ropas. Se puso de pie y caminó en línea recta sobre la grava; subió los peldaños de madera, y la puerta se cerró a su espalda con un golpe.
Se encontraba en una sórdida recepción. El olor de azufre era más fuerte que antes. Había un escritorio detrás de una rejilla de hierro. De las paredes colgaban recuerdos enmarcados, algunos de ellos con sellos de papel rojo debajo de la firma; también había un expositor de cristal lleno de paquetes en envolturas transparentes. Encima de ellos una nota que decía, en mayúsculas mal escritas: Llévese a casa un lote Acme. Trátese usted mismo en privado. Había una lista de precios pegada a una tarjeta que anunciaba desodorantes baratos. El eslogan todavía se podía leer: Deje que sus axilas sean su mayor encanto.
Una mujer ajada, con un remolino de cabello anaranjado encima de una cara triste, levantó lentamente la cabeza y lo miró a través de las barras, manteniendo un dedo en la línea de Historias Verídicas que estaba leyendo.
—¿En qué puedo ayudarlo? —Era el tono de voz reservado a los extraños, a la gente que no sabía la mecánica del establecimiento.
Bond miró a través de las barras con el recelo que ella esperaba.
—Me gustaría tomar un baño.
—¿Lodo o azufre?
Buscó los billetes con la mano libre.
—Lodo.
—¿Le interesa un talonario de entradas? Son más baratos.
—Sólo uno, por favor.
—Un dólar cincuenta.
Deslizó a través de la reja la entrada malva sin quitarle el dedo de encima hasta que Bond puso su dinero sobre el mostrador.
—¿Por dónde tengo que ir?
—A la derecha —dijo la mujer—. Siga el corredor. Mejor si deja sus objetos de valor aquí. —Deslizó un gran sobre por debajo de la reja.
—Escriba su nombre en el sobre.
Miró de costado mientras Bond ponía el reloj y el contenido de sus bolsillos en el sobre y luego garabateaba su nombre en él.
Los 2000 dólares se quedaron dentro de la camisa de Bond. Se preguntaba qué haría con ellos. Deslizó el sobre hacia la mujer.
—Gracias.
—De nada.
Al fondo de la habitación había un postigo bajo y dos manos de madera pintadas de blanco cuyos índices acusadores apuntaban a la derecha y a la izquierda. En una mano estaba escrito lodo y en la otra azufre. Bond cruzó el postigo y dobló a la derecha a lo largo de un húmedo corredor con el suelo de cemento que se inclinaba en una rampa suave. Lo siguió hasta el final, donde, tras empujar unas puertas giratorias, entró en una sala alargada, de techo alto con claraboyas y cabinas alineadas a ambos lados del recinto. Allí hacía mucho calor, producido por el vapor del azufre. Dos hombres jóvenes, llevando tan sólo una toalla enrollada a la cintura, jugaban a las cartas en una mesa cercana a la entrada. Sobre la mesa había dos ceniceros llenos de colillas y un plato de cocina con una pila de llaves. Los hombres levantaron la cabeza al entrar Bond; uno de ellos cogió una llave del plato y la sostuvo con el brazo extendido. Bond cruzó la habitación y cogió la llave.
—Doce —dijo el hombre—. ¿Tiene la entrada?
Bond se la entregó y el otro hizo un gesto en dirección a las cabinas. Sacudió la cabeza hacia la puerta del fondo.
—Los baños están por ahí.
Los dos hombres volvieron a su juego.
En la helada cabina no había más que una toalla doblada, a la cual los frecuentes lavados habían dejado sin el rizo. Bond se desnudó y se ciñó la toalla alrededor de la cintura. Dobló el abultado fajo de billetes y lo metió en el bolsillo delantero de su chaqueta, bajo el pañuelo. Esperaba que sería el último lugar en que buscaría un ladrón. De un gancho colgó su arma dentro de la pistolera y salió de la cabina cerrando la puerta con llave.
Bond no tenía ni idea de qué se encontraría al otro lado de la puerta que estaba al fondo de la habitación. Su primera reacción fue la de haber entrado en una sala del depósito de cadáveres. Sin darle tiempo a analizar sus impresiones, un hombre negro, calvo y gordo, con un gran mostacho de puntas caídas, se le acercó y le miró de arriba a abajo.
—¿Qué es lo que le duele, señor? —preguntó, indiferente.
—Nada —respondió Bond—. Sólo quería probar un baño de lodo.
—De acuerdo —dijo el negro—. ¿Algún problema con el corazón?
—No.
—Bien. Por aquí.
Bond siguió al negro por el resbaladizo suelo de cemento hasta un banco de madera situado al lado de un par de desvencijados cubículos en que estaban las duchas. En uno de ellos, un cuerpo desnudo cubierto de lodo estaba siendo limpiado, con una manguera de agua a presión, por un hombre que tenía una oreja en forma de coliflor.
—Vuelvo en seguida —dijo el negro tranquilamente; sus grandes pies golpearon el pavimento mojado mientras se alejaba. Bond miró al enorme hombre con cuerpo de goma, y todo él se estremeció sólo de pensar en poner su cuerpo a merced de aquellas manos gordas de palmas rosadas.
Aunque Bond sentía un afecto natural por la gente de color, pensó en lo afortunada que era Inglaterra comparada con Norteamérica; allí uno tenía que vivir con el problema del color desde los días del colegio. Sonrió al recordar algo que Félix Leiter le había dicho en su última misión juntos en Estados Unidos. Bond se había referido a Big, el famoso criminal de Harlem, como «el maldito negro». Leiter le había corregido.
«Ve con cuidado, James —había dicho—. La gente está tan sensibilizada por aquí con lo del color, que ya no puedes ni pedir a un camarero un vodka negro. Tienes que pedir un vodka de color».
El recuerdo de la broma de Leiter animó a Bond. Retiró la mirada del negro y la dirigió al resto del Baño de lodo Acme.
Era un habitación cuadrada de cemento gris. Del techo raso colgaban cuatro bombillas desnudas, manchadas de excrementos de mosca, que lanzaban una luz desagradable sobre las paredes y el suelo húmedos. Varias mesas de caballete apoyadas estaban arrimadas contra los muros. Bond las contó automáticamente. Veinte. En cada mesa había un pesado ataúd de madera con una tapa que cubría tres cuartos de su tamaño. En la mayoría de los ataúdes, el perfil de un rostro sudoroso sobresalía de los laterales de madera, apuntando al techo. Unos pocos ojos se habían vuelto, inquisitivos, en dirección a Bond, pero la mayoría de los rostros congestionados parecían dormir.
Un ataúd permanecía vacío, la tapa apoyada contra la pared, y el lateral abierto sobre la mesa. Parecía ser el que estaba destinado a Bond. El negro estaba cubriendo el interior de la caja con una pesada sábana que no parecía muy limpia. Cuando hubo terminado fue hasta el centro de la habitación y, de entre una hilera de cubos llenos hasta el borde de humeante lodo negro, escogió dos y los dejó de un golpe al lado de la caja abierta. Entonces sumergió su enorme mano en uno de ellos y esparció el viscoso material, empezando desde los pies de la sábana hasta que toda la base de la caja acabó cubierta de lodo de unos 20 cm de grueso. Entonces lo dejó enfriar y se fue hasta una bañera llena de bloques de hielo, de donde extrajo varias toallas. Se las puso en el brazo y dio una vuelta alrededor de los ataúdes ocupados, parando de vez en cuando a colocar una toalla fría sobre la sudorosa frente de uno de sus ocupantes.
No pasaba nada más. La habitación estaba silenciosa, a excepción del siseo de la manguera cercana a Bond. El siseo paró.
—Muy bien, señor Weiss —dijo una voz—. Por hoy ya es suficiente.
Un hombre gordo, con gran cantidad de vello negro por todo el cuerpo, salió tambaleándose del cubículo de la ducha y esperó a que el hombre de la oreja en forma de coliflor le ayudara a ponerse el albornoz y, tras darle un rápido masaje por encima de la tela, lo condujera hacia la puerta por donde Bond había entrado.
Entonces, el hombre de oreja de coliflor fue a la puerta del otro extremo de la habitación y salió. Por unos segundos la luz irrumpió a través del hueco y Bond vio la hierba y un pedazo de cielo azul en el exterior. El hombre entró de nuevo con dos cubos más de lodo humeante. Cerró la puerta de una patada y los añadió a la hilera de cubos en el centro de la habitación.
El negro fue hasta el ataúd de Bond y tocó el lodo con la palma de la mano. Se volvió y llamó a Bond.
—De acuerdo, señor —dijo.
Bond se acercó. El hombre le quitó la toalla y la colgó en el gancho de encima de la caja.
Bond permaneció desnudo delante del negro.
—¿Ha tomado uno de estos antes?
—No.
—Me lo imaginaba. Entonces le pondré el barro a 43 grados. Si se aclimata, podrá tomarlo a 48 o incluso a 54 grados. Échese aquí.
Bond trepó a la caja y se estiró, su piel tirante al primer contacto con el lodo. Se estiró lentamente, reposando la cabeza sobre la toalla limpia que había sido puesta sobre la almohada de hojas de capoc.
Cuando estuvo cómodo, el negro sumergió las dos manos en uno de los cubos de lodo fresco y procedió a esparcirlo sobre el cuerpo de Bond.
El lodo, de color chocolate, era viscoso, suave y pesado. Un olor de turba caliente golpeó las fosas nasales de Bond. Contempló como los brillantes brazos del negro trabajaban sobre el negro y obsceno montículo que una vez había sido su cuerpo. ¿Sabía Félix Leiter que las cosas iban a ser así? Bond sonrió salvajemente al cielo. Si esta era otra de las bromas de Félix…
Al fin el negro había terminado y Bond se hallaba completamente cubierto de lodo caliente. Sólo su rostro y una pequeña zona alrededor de su corazón estaban blancos todavía. Su cuerpo se tensó y el sudor empezó a correr a chorros por su frente.
Con un movimiento rápido, el negro se inclinó, cogió las esquinas de la sábana y las enrolló muy apretadas sobre el cuerpo y los brazos de Bond. Este sólo podía mover la cabeza y los pies; a no ser por ello, hubiese tenido menos libertad de movimientos que en una camisa de fuerzas. El hombre cerró la parte del ataúd abierta y puso la tapa de madera, y eso era todo.
El negro cogió una pizarra de la pared que había detrás de la cabeza de Bond y miró al reloj de la pared; entonces garabateó la hora en la pizarra. Eran sólo las seis en punto.
—Veinte minutos —dijo—. ¿Se encuentra a gusto?
Bond respondió con un gruñido neutral.
El negro fue a ocuparse de los otros clientes y Bond miró fija y estúpidamente al techo. Sentía el sudor resbalar de su cabello y caerle sobre sus ojos. Maldijo a Félix Leiter.
A las seis y tres minutos la puerta se abrió para dar paso a la flaca y desnuda figura de Tingaling Bell. Tenía una afilada cara de comadreja y un cuerpo miserable en el cual se podían contar todos los huesos. Se dirigió con chulería al centro de la habitación.
—Hola, Tingaling —lo saludó el hombre de la oreja de coliflor—. He oído que hoy has tenido problemas. Una lástima.
—Esos jueces son un montón de basura —dijo Tingaling con amargura—. ¿Por qué iba yo a cargar contra Tommy Lucky, uno de mis mejores amigos? ¿Y para qué? La carrera estaba amañada. Eh, tú, negro hijo de puta. —Estiró la pierna para hacerle la zancadilla al negro mientras este pasaba con un cubo lleno de lodo—. Tienes que hacerme rebajar un kilo. Me acabo de comer un plato de patatas fritas. Además me han dado un montón de plomo para que monte mañana en Oakridge.
El negro sorteó la pierna y se rio socarrón.
—No te preocupes, cariño —dijo afectuosamente—. Si quieres, te puedo romper un brazo. Es la forma más rápida de reducir peso. Estaré contigo en un segundo.
La puerta se abrió de nuevo y uno de los jugadores de cartas asomó la cabeza.
—Eh, Boxeador —dijo al hombre de la oreja de coliflor—. Mabel dice que no puede comunicar con la delicatessen para pedir comida china. El teléfono no funciona. La línea está cortada o algo parecido.
—¡Cielos! —exclamó—. Dile a Jack que lo traiga en su próximo viaje.
—Bien.
La puerta se cerró. Un corte de la línea telefónica en Norteamérica es algo muy raro; ese fue el momento en que debió haberse encendido una pequeña señal de alarma en el cerebro de Bond. Pero no ocurrió así. En lugar de eso, miró al reloj. Otros diez minutos en el lodo. El negro se acercaba pesadamente con las toallas frías al brazo y puso una en la frente de Bond. Era un delicioso alivio y, por un momento, Bond pensó que quizá toda esta tortura llegara a ser soportable.
Pasaron los segundos. El jockey, con una riada de obscenidades, se sumergió en la caja situada enfrente de la de Bond. Este supuso que iba a tomar el barro a 54 grados. Estaba enfajado en la sábana y la tapa cerrada encima.
El negro escribió 6:15 en la pizarra del jockey.
Bond cerró los ojos y se preguntó cómo iba a pasar el dinero a aquel hombre. ¿En la zona de descanso después del baño? Debía haber algún sitio donde tomar un descanso después de todo eso. ¿O en el pasillo que conducía a la salida? ¿Tal vez en el autobús? No. Mejor que no fuese en el autobús. Era preferible que no lo vieran con él.
—Muy bien. Que nadie se mueva. Tómenselo con calma y nadie saldrá herido —ordenó una voz dura, letal, que no admitía réplica.
Los ojos de Bond se abrieron de golpe y su cuerpo experimentó un hormigueo al oler el peligro que acababa de entrar en aquel lugar.
La puerta que daba al exterior, por la que entraban el lodo, estaba abierta. Un hombre permaneció en el hueco y otro avanzó hasta el centro de la habitación. Los dos llevaban armas de fuego y se cubrían la cabeza con capuchas negras a las que habían cortado unos agujeros para los ojos y la boca.
Allí reinaba el silencio más absoluto, excepto por el sonido del agua cayendo en las duchas. Cada cubículo contenía a un hombre desnudo. Todos observaban lo que pasaba a través de la cortina de agua, sus bocas tragando bocanadas de aire y agua y los cabellos chorreando sobre los ojos. El hombre de la oreja de coliflor era una columna inmóvil, con los ojos casi en blanco y la manguera en la mano derramando agua sobre sus pies.
El que se había movido con el arma en la mano estaba en el centro de la habitación, al lado de los humeantes cubos de lodo. Se paró delante del negro, que estaba de pie con un cubo lleno en cada mano. El negro tembló ligeramente y el asa de uno de los cubos dio un golpe suave.
Mientras el hombre de la pistola clavaba sus ojos fijamente en los del negro, Bond vio como giraba el arma en la mano, sujetándola por el cañón. De repente, con un golpe de revés en el que empleó toda la fuerza de su brazo, incrustó la culata del revólver en el centro del inmenso estómago del negro.
El golpe sólo produjo un sonido seco, pero los cubos chocaron contra el suelo mientras el negro se retorcía agarrándose el estómago con las dos manos. Dejó escapar un quejido suave y se desplomó sobre las rodillas, con su reluciente cabeza afeitada inclinada a los pies del hombre, como si lo estuviese adorando.
El hombre se echó hacia atrás.
—¿Dónde está el jockey? —preguntó con tono amenazador—. Bell. ¿En qué caja?
El brazo del negro señaló el lugar.
El del arma se volvió y caminó hacia donde estaba Bond, a los pies de Tingaling Bell. Se acercó y miró primero a Bond. Pareció enderezarse. Dos ojos brillantes lo escrutaron a través de los cortes de la capucha. Entonces el hombre se movió hacia la izquierda y se situó de cara al jockey.
Por un momento permaneció de pie sin moverse, entonces dio un salto rápido y se sentó sobre la tapa de la caja de Tingaling Bell, mirándolo fijamente a los ojos.
—Bien, bien. Maldito Tingaling Bell. —Hubo un odioso tono de camaradería en su forma de hablar.
—¿Qué pasa? —La voz del jockey sonó aterrorizada.
—¿Por qué, Tingaling? —dijo el hombre de manera razonable—. ¿Cuál podría ser el problema? ¿Tienes algo en mente?
El jockey tragó saliva.
—¿Quizá nunca has oído hablar de un caballo llamado Shy Smile, Tingaling? ¿Tal vez no estabas ahí cuando lo descalificaron alrededor de las dos y media de la tarde? —terminó la voz en un tono cortante.
El jockey empezó a llorar suavemente.
—Por Dios, jefe. No fue culpa mía. Puede pasarle a cualquiera.
Era el llanto de un niño que sabe que va a ser castigado. Bond parpadeó.
—Mi amigo imagina que quizá ha sido una traición. —El hombre estaba inclinado encima del jockey y su voz iba acalorándose—. Mi amigo imagina que un jockey como tú sólo podría hacer una cosa así a propósito. Mi amigo echó una ojeada en tu habitación y encontró uno de los grandes escondido en el enchufe de una lámpara. Mi amigo quiere saber de dónde ha salido la pasta.
El golpe seco y el grito agudo fueron simultáneos.
—¡Canta, hijo de puta, o te vuelo la tapa de los sesos!
Bond oyó el clic del percutor del revólver al ser retirado.
Un aullido espeluznante salió de la caja.
—Mi dinero. Todo lo que tengo. Lo escondí en la lámpara. Mi dinero. Lo juro. Por Dios, tienes que creerme. Tienes que creerme. —La voz sollozaba e imploraba.
El hombre emitió un gruñido de disgusto y levantó su arma, entrando en la línea de visión de Bond. Un pulgar con una gran verruga en la primera articulación devolvió el martillo a su posición inicial. El hombre se deslizó de la caja al suelo. Miró a los ojos del jockey y su voz adoptó un tono meloso.
—Has estado montando demasiado últimamente, Tingaling —dijo casi en un susurro—. Estás en baja forma. Necesitas un descanso. Mucho reposo. Como una clínica o algo así.
Cruzó lentamente la habitación, sin dejar de hablar en tono suave y obsequioso. Ahora estaba fuera de la visión del jockey. Bond lo vio coger uno de los cubos de lodo humeante. Sosteniendo el cubo bajo, sin dejar de hablar, volvió hasta el jockey y lo miró.
Bond se enderezó, sintiendo como el lodo tiraba fuertemente de su piel.
—Como digo, Tingaling. Mucho descanso. Sin comer nada por un tiempo. En una agradable habitación a oscuras, con las cortinas echadas para evitar que entre la luz.
La voz suave se ahogó en un silencio mortal. Poco a poco, el brazo se levantó. Más alto, más alto. Y entonces el jockey pudo ver el cubo y, sabiendo qué iba a pasar, empezó a sollozar.
—No, no, no, no, no.
A pesar de que en la habitación hacía calor, la materia negra humeó al resbalar fuera del cubo.
El hombre se echó rápidamente a un lado y lanzó el cubo vacío al hombre con la oreja en forma de coliflor, que permaneció quieto dejando que le golpease. Entonces cruzó rápidamente la habitación hasta la puerta donde estaba el otro hombre con una pistola.
Se giró.
—No quiero bromas. Sin policía. El teléfono está cortado. —Soltó una carcajada seca—. Mejor que excavéis al chico antes que se le frían los ojos.
La puerta se cerró de golpe. La habitación quedó en el más completo silencio, a excepción del burbujeo del barro y el martilleo de agua cayendo en la ducha.