CAPÍTULO 1

Se abre la red

El gran escorpión pandinus emergió, con un crujido seco, de debajo de la roca. Sus dos pinzas defensivas estaban levantadas como los brazos de un luchador.

Fuera de su agujero había un pequeño trozo de tierra dura y plana y el escorpión se detuvo en el centro del mismo apoyándose en las puntas de sus cuatro pares de patas, los músculos preparados para una rápida retirada, analizando con sus sentidos las más mínimas vibraciones que iban a decidir su próximo movimiento.

La luz de la luna, brillando a través del gran zarzal, extrajo reflejos de zafiro del pequeño cuerpo de duro esmalte negro y destelló pálidamente en el húmedo aguijón blanco que sobresalía de la cola, ahora curvada en señal de amenaza.

Con lentitud, el aguijón se deslizó de nuevo en su vaina y los músculos que controlaban el saco del veneno se relajaron. El escorpión había tomado una decisión. La avaricia había ganado al miedo.

Unos centímetros más allá, en la base de la empinada duna de arena, la pequeña cucaracha se preocupaba únicamente por caminar con dificultad hacia mejores pastos que los encontrados bajo el zarzal. La rapidez de movimientos del escorpión no le dio tiempo de abrir las alas. Las patas de la cucaracha se agitaron en actitud de protesta mientras la afilada pinza se ceñía alrededor de su cuerpo; el escorpión le clavó el aguijón y al instante la cucaracha estaba muerta.

Después de haber matado a su víctima, el escorpión permaneció inmóvil unos cinco minutos. En este breve espacio de tiempo identificó la naturaleza de su presa y de nuevo examinó el suelo y el aire en búsqueda de vibraciones hostiles. Tranquilizado, retiró el aguijón del cuerpo medio partido de la cucaracha y las dos pequeñas tenazas que utilizaba para alimentarse empezaron a cebarse en su víctima. Durante una hora y con gran parsimonia, el escorpión la devoró.

El gran zarzal bajo el cual el escorpión había matado a la cucaracha era un lugar bien conocido en la gran extensión de ondulante sabana, sesenta y cinco kilómetros al sur de Kissidougou, en la esquina sudoeste de la Guinea francesa. En todos los horizontes había colinas y jungla, pero allí, a lo largo de cincuenta y dos kilómetros cuadrados, el suelo era una llanura pedregosa, casi un desierto, y entre la maleza tropical sólo aquel zarzal, quizás porque bajo sus raíces yacía una bolsa de agua, había crecido hasta alcanzar la altura de una casa y podía ser divisado a varios kilómetros de distancia.

El zarzal crecía más o menos en el punto en que se cruzaban tres estados africanos. Situado en la Guinea Francesa, pero sólo quince kilómetros al norte del extremo más septentrional de Liberia y ocho kilómetros al este de la frontera con Sierra Leona. Al otro lado de dicha frontera se encuentran las grandes minas de diamantes que se extienden alrededor de Sefadu. Esas minas son propiedad de Sierra Internacional, que es parte del poderoso imperio minero de África Internacional, y una de las fuentes de riqueza más importantes de la Commonwealth[1].

Una hora antes, en el agujero oculto entre las raíces del gran zarzal, dos tipos de vibraciones distintas habían alarmado al escorpión. Primero el suave arañar producido por los movimientos de la cucaracha; esta pertenecía a las vibraciones que el escorpión había reconocido y diagnosticado de inmediato. Pero también hubo una serie de incomprensibles ruidos sordos alrededor del zarzal con un pesado temblor final que había destruido parte de su guarida. Estos sonidos fueron seguidos por un ligero temblor de tierra tan rítmico y regular que pronto se transformó en una vibración de fondo sin importancia. Tras una pausa, el suave arañar de la cucaracha había proseguido, y fue la gula la que finalmente ganó la batalla sobre otros ruidos en la memoria del escorpión, empujándole a abandonar su agujero y salir a la filtrante luz de la luna, después de haber permanecido escondido durante todo el día de su enemigo más letal, el sol.

Y ahora, mientras succionaba lentamente los restos de la cucaracha, la señal de su propia muerte resonaba a lo lejos, al oeste del horizonte, audible para los oídos humanos, pero compuesta por vibraciones de una gama tan alta que el sistema sensitivo del escorpión no pudo captar.

A unos pocos centímetros, una mano pesada y contundente, de uñas roídas, levantó con sigilo un pedazo de roca afilada.

No se produjo ruido alguno, pero el escorpión sintió un ligero movimiento por encima de su cabeza. En el acto, sus pinzas de ataque se levantaron amenazadoras y su aguijón se irguió en la cola rígida, mientras los ojos miopes buscaban intensamente al enemigo.

La pesada piedra se precipitó.

—¡Negro bastardo!

El hombre observó cómo el destrozado insecto se retorcía en su agonía mortal. Luego bostezó. Hincó las rodillas en la depresión de arena que se acumulaba contra el tronco del zarzal y en la cual había permanecido sentado casi dos horas y, con los brazos doblados protegiéndose la cabeza, reptó hacia la explanada.

El ruido del motor que el hombre había estado esperando, y que había firmado la sentencia de muerte del escorpión, aumentó. Mientras permanecía de pie escudriñando el rastro de la luna, el hombre empezó a divisar una pesada forma negra que se acercaba rápidamente desde el este y por un instante la luz de la luna se reflejó en las aspas en movimiento de la hélice.

El hombre se frotó las manos en los costados de sus sucios pantalones cortos y moviéndose con rapidez rodeó el zarzal hasta el lugar donde la rueda trasera de una desvencijada motocicleta sobresalía de su escondite. A los lados del asiento trasero colgaban sendas cajas de cuero para herramientas. De una de ellas extrajo un pequeño y pesado paquete que se guardó debajo de la camisa abierta, en contacto con la piel. De la otra caja sacó cuatro linternas baratas y cargado con ellas se dirigió hasta una explanada del tamaño de una cancha de tenis situada a cincuenta metros del gran zarzal. En cada una de las tres esquinas de la pista de aterrizaje clavó una linterna en la tierra y la encendió apuntando al cielo. Luego, llevando encendida en la mano la última linterna, tomó posición en la cuarta esquina y esperó.

El helicóptero se le acercaba con lentitud, las grandes hélices remoloneando a unos treinta metros del suelo. Se asemejaba a un gigantesco y mal construido insecto. Al hombre en tierra le pareció, como siempre, que era demasiado ruidoso.

El helicóptero hizo una pausa, inclinándose ligeramente por encima de su cabeza. De la cabina salió un brazo y una linterna lanzó un destello en su dirección. La linterna destelló punto-guión, la A en el código Morse.

El hombre en tierra devolvió el destello, una B y una C. Clavó la cuarta linterna en el suelo y se retiró, protegiéndose los ojos del remolino de polvo que se acercaba. El agudo sonido de la hélice disminuyó de manera imperceptible y el helicóptero se posó con suavidad en el espacio delimitado por las cuatro linternas. El estrépito del motor terminó en un carraspeo final, la hélice de cola giró unos instantes en punto muerto, y las aspas de la hélice central completaron unos pocos giros más y se detuvieron pesadamente.

En el ensordecedor silencio un grillo empezó a cantar en el zarzal, y en algún lugar muy cercano se escuchó el ansioso gorjeo de un ave nocturna.

Tras esperar a que el polvo se aposentara, el piloto abrió de golpe la puerta de la cabina, empujó hacia el exterior una escalerilla de aluminio y descendió con dificultad hasta el suelo. Permaneció de pie al lado del aparato mientras el otro hombre recorría las cuatro esquinas de la pista de aterrizaje recogiendo las linternas y apagándolas. El piloto había llegado a la cita con una hora y media de retraso y la perspectiva de escuchar las inevitables quejas del otro hombre le aburría. Despreciaba a todos los afrikaners. A ese en particular. A los ojos de un Reuchsdeutscher y un piloto de la Luftwaffe que había luchado bajo Galland en defensa del Reich, eran una raza bastarda, mezquina, estúpida y maleducada. De acuerdo que el trabajo de aquel bruto era complicado, pero no tenía ni punto de comparación con volar en un helicóptero quinientas millas sobre la jungla en plena noche, y luego llevarlo de regreso.

Mientras el otro hombre se acercaba el piloto inició el gesto de alzar la mano en señal de saludo.

—¿Todo va bien?

—Eso espero. Otra vez llegas tarde. Ahora sólo dispondré del tiempo justo para llegar a la frontera antes de que empiece a amanecer.

—Problemas con la brújula. Todos tenemos nuestros problemas. Menos mal que sólo hay doce lunas llenas al año. Bien, si dispones del material, dámelo; llenaremos el depósito y me largaré.

Sin hablar, el hombre de la mina de diamantes buscó debajo de su camisa y entregó al otro el pulcro y pesado paquete.

El piloto lo cogió (húmedo con el sudor del contrabandista) y lo dejó caer en el bolsillo lateral de su camisa de camuflaje. Se puso la mano a la espalda y se secó los dedos en el trasero de sus pantalones cortos.

—Bien —dijo. Y se dio la vuelta dirigiéndose hacia su aparato.

—Sólo un minuto —lo llamó el contrabandista de diamantes, con una nota hosca en su voz.

El piloto se volvió dándole la cara. Pensó: «Es la voz de un sirviente que se ha armado de valor para quejarse de su comida».

—Ajá. ¿Qué pasa?

—Las cosas se están poniendo al rojo vivo. En las minas. No me gusta nada. Ha venido de Londres un pez gordo del Servicio de Inteligencia. Habrás leído algo sobre él. Sobre este Sillitoe. Dicen que la Diamond Corporation lo ha contratado. Se han introducido muchas reglas nuevas y se ha doblado la vigilancia. Todo eso ha asustado a mis intermediarios. Tuve que ser implacable y, bueno…, uno de ellos, no sé cómo, se cayó en el machacador. Todo esto ha complicado un poco las cosas. He tenido que pagar más. Un diez por ciento extra. Y todavía no están satisfechos. Uno de estos días, uno de los hombres de seguridad pillará a uno de mis intermediarios. Y ya conoces a estos cerdos negros. No soportan una buena paliza. —Miró al piloto a los ojos por un instante, pero al momento desvió la mirada—. La verdad es que dudo que nadie sea capaz de soportar el látigo. Ni yo mismo podría.

—¿Entonces? —preguntó el piloto. Y tras hacer una pausa, añadió—: ¿Quieres que pase tu amenaza a ABC?

—No amenazo a nadie —replicó el otro hombre de inmediato—. Sólo quiero que sepan que las cosas comienzan a ponerse difíciles. Ellos ya deben estar al corriente. Seguro que saben de este hombre Sillitoe. Y mira lo que dijo el presidente en nuestro informe anual: nuestras minas están perdiendo más de dos millones de libras al año por culpa del contrabando y del IDB y poner fin a esta situación es tarea del gobierno. ¿Y qué significa todo esto? Significa «¡Párenme!».

—Entonces, ¿qué es lo que quieres? ¿Más dinero? —dijo el piloto suavemente.

—Sí —respondió el otro hombre, tozudo—. Quiero una tajada mayor. Un veinte por ciento más o tendré que dejarlo. —Intentó encontrar un poco de comprensión en el rostro del piloto.

—Muy bien —dijo este con indiferencia—. Pasaré el mensaje a Dakar y, si están interesados, supongo que lo mandarán a Londres. Pero todo esto nada tiene que ver conmigo y, si yo fuera tú —el piloto se relajó por primera vez—, no haría demasiada presión sobre esta gente. Pueden ser mucho más duros que ese Sillitoe, o que la Compañía, o que cualquier gobierno que conozco. Sólo en este extremo de la red ya han muerto tres hombres en los últimos doce meses. Uno por ser amarillo. Dos por robar parte del paquete. Y ya lo sabes. El accidente que tuvo tu predecesor fue desagradable, ¿no? Extraño lugar para guardar gelignita. Debajo de su cama. En absoluto su estilo. Él, siempre tan cuidadoso.

Por un momento permanecieron inmóviles mirándose a la luz de la luna. El contrabandista de diamantes se encogió de hombros.

—Muy bien —admitió—. Diles que estoy sin blanca y que necesito más dinero para pasar a lo largo de la red. Ellos lo entenderán y, si tienen un poco de sentido común, añadirán otro diez por ciento para mí. Si no… —Dejó la frase en suspenso y se dirigió hacia el helicóptero—. Vamos. Te echaré una mano con la gasolina.

Diez minutos más tarde, el piloto trepó a la cabina y recogió la escalerilla. Antes de cerrar la puerta levantó la mano.

—Hasta pronto —dijo—. Nos vemos dentro de un mes.

De repente, el hombre en tierra se sintió solo.

Totsiens[2] —repuso saludando con la mano, casi como lo haría un amante—. Alles van die beste[3]. —Se echó hacia atrás llevándose la mano a los ojos para protegerse del polvo.

El piloto se acomodó en su asiento y se ciñó el cinturón mientras buscaba los pedales del timón con los pies. Se aseguró que los frenos de las ruedas estaban puestos, empujó la palanca de cambio hacia abajo, conectó el combustible y presionó el botón de arranque. Satisfecho con el sonido del motor, liberó el freno de la hélice y empujó suavemente el acelerador. Fuera de las ventanas de la cabina las largas hélices empezaron a girar con lentitud y el piloto echó un vistazo en dirección a popa, a la ronroneante hélice de cola. Se acomodó en su asiento y observó como el indicador de velocidad de la hélice aumentaba hasta 200 revoluciones por minuto. Cuando la aguja pasó los 200, liberó los frenos de las ruedas y empujó la palanca de cambio hacia arriba con lenta y firme mano. Por encima de su cabeza, las aspas de la hélice cogieron velocidad mordiendo el aire con mayor fuerza. Empujó aún más el acelerador, y el aparato ascendió traqueteando hacia el cielo hasta que, a una altura de treinta metros, el piloto giró el timón a la izquierda empujando simultáneamente hacia delante la palanca de mando situada entre sus piernas.

El helicóptero se balanceó hacia el este y, ganando altura y velocidad, desapareció de nuevo rugiendo hacia el sendero iluminado por la luna.

El hombre en tierra lo contempló alejarse, llevándose con él los diamantes por valor de unas 10.000 libras que sus hombres habían robado de las excavaciones a lo largo del mes anterior y que, con despreocupación, habían sostenido sobre la lengua mientras, de pie ante la silla de dentista, este les había preguntado bruscamente dónde les dolía.

Sin dejar de hablar de sus dientes, había recogido las piedras de sus bocas poniéndolas al contraluz de la lámpara de dentista, suavemente diría «50, 75, 100», y ellos asentían sin discusión tomando los billetes y escondiéndolos entre sus ropas, antes de salir de la consulta con un par de aspirinas y un pedazo de papel como coartada. Debían aceptar su precio. Los nativos no tenían posibilidad alguna de sacar los diamantes por su cuenta. Cuando los mineros salían al exterior, quizás una vez al año para visitar su tribu o enterrar a un pariente, eran sometidos a toda una rutina de rayos X y aceite de castor, y si eran sorprendidos, el futuro se les presentaba muy negro. El hombre empujó su motocicleta sobre el accidentado terreno hasta la estrecha pista y arrancó dirigiéndose hacia las colinas fronterizas de Sierra Leona. Su perfil se volvía cada vez más definido. Tendría el tiempo justo de llegar a la choza de Susie antes del amanecer. Esbozó una mueca ante la idea de hacerle el amor al final de una noche agotadora. Pero tenía que hacerlo. La coartada que Susie le proporcionaba no podía pagársela con dinero. Su cuerpo blanco era lo que ella quería. Y luego otros ciento sesenta kilómetros hasta el club para desayunar escuchando las vulgares bromas de sus amigos.

«¿Colocó un buen empaste, Doc?». «He oído que la chica tiene el mejor par de frontales de la provincia». «Cuéntanos, Doc, ¿qué efecto le produce la luna llena?».

Pero cada 100.000 libras significaban 1000 libras para él depositadas en una caja de seguridad de Londres. Bonitos y frescos billetes de cinco libras. Valía la pena. Por los cielos que lo valía. Pero no por mucho tiempo más. ¡No, señor! Cuando llegase a las 20.000 libras lo dejaría para siempre. Y ¿entonces…?

Con la cabeza llena de ambiciosos sueños, el hombre de la motocicleta siguió su camino atravesando la llanura tan rápido como le era posible, alejándose del gran zarzal donde la red de contrabando de diamantes más importante del mundo empezaba su tortuosa ruta hasta terminar entre mullidos escotes, a ocho mil kilómetros de distancia.