ABRIEL no llegó a San Quintín hasta el día siguiente, que era el 16 de agosto.
En la puerta de la ciudad encontró a Juan Peuquoy que le estaba esperando.
—¡Ah! ¡Al fin llegáis, señor conde! —le dijo el honrado tejedor—. Seguro estaba yo de que vendríais, pero ¡ay demasiado tarde!
—¿Cómo demasiado tarde? —preguntó Gabriel alarmado.
—Sí. ¿No os decía la carta de la señora Diana de Castro que estuvieseis aquí ayer, quince de agosto?
—Cierto, pero sin insistir en esa fecha precisa ni indicarme con qué objeto reclamaba mi presencia.
—Pues bien, señor conde: ayer, quince de agosto, la señora Diana de Castro, o mejor dicho, la hermana Bendita, pronunció los votos eternos que la hacen religiosa para toda la vida.
—¡Ah! —exclamó Gabriel poniéndose mortalmente pálido.
—Y si hubieseis estado aquí, acaso vuestra presencia habría impedido lo que hoy es ya un hecho consumado.
—No —contestó Gabriel con expresión sombría—. No hubiera podido, no hubiera debido, no hubiera querido oponerme a la realización de sus designios. ¡Es la Providencia, sin duda, la que me ha retenido en Calais! Mi corazón habría sufrido lo indecible al ver su impotencia ante la consumación del sacrificio, y es posible que la pobre alma querida que se consagraba a Dios hubiese sufrido más con mi presencia de lo que ha debido de sufrir al verse aislada en aquellos momentos solemnes.
—¡Eh! —contestó Juan Peuquoy—. ¡No estaba sola!
—Ya lo sé, Juan: estabais vos, y Babette, y los desgraciados, sus amigos…
—Había alguien más que nosotros, señor conde: la hermana Bendita tenía a su lado a su madre.
—¡Qué me decís! ¿La señora de Poitiers? —preguntó Gabriel.
—Sí, señor conde: la señora de Poitiers en persona, que llamada por una carta de su hija, abandonó su retiro de Chaumont-sur-Loire y vino para asistir a la ceremonia. Aún debe de encontrarse al lado de la nueva religiosa.
—¡Oh! —exclamó Gabriel asustado—. ¿Por qué habrá llamado a esa mujer la señora de Castro?
—¡Pero, monseñor! ¡Esa mujer, como ha dicho la señora de Castro a Babette, es, al fin y al cabo, su madre!
—¡No importa! —replicó Gabriel—. Comienzo a creer que debí haber llegado ayer. La señora de Poitiers no ha venido para nada bueno, no ha venido para cumplir con su deber. ¿Queréis que vayamos al convento de Benedictinas, Juan? Deseo con más ansia que nunca ver a la señora de Castro, porque me parece que tiene necesidad de mí… ¡Vamos… vamos pronto!
Sin la menor dificultad introdujeron en el locutorio del convento a Gabriel de Montgomery, a quien estaban esperando desde la víspera.
Diana estaba allí con su madre.
Al verla Gabriel después de una ausencia tan prolongada, impelido por una fuerza irresistible, cayó de rodillas, pálido y triste, delante de la reja que los separaba para siempre.
—¡Hermana… hermana mía! —pudo decir tan sólo.
—¡Hermano mío! —contestó con dulzura Diana.
Una lágrima rodó lentamente por su mejilla, pero sonreía de tanto en tanto como deben sonreír los ángeles.
Gabriel, al volver la cabeza, vio a la otra Diana, a Diana de Poitiers, que sonreía también, pero como deben sonreír los demonios.
—¡Hermana! —volvió a decir Gabriel con angustia, desviando su vista y su pensamiento de la de Poitiers y concentrando entrambas facultades en Diana de Castro.
Diana de Poitiers dijo entonces con frialdad:
—¿Sin duda saludáis como a hermana vuestra en Jesucristo, caballero, a la que ayer se llamaba todavía Diana de Castro?
—¿Qué es lo que decís, señora? ¡Dios mío…! ¿Qué queréis decirme? —preguntó Gabriel, levantándose agitado.
Diana de Poitiers, sin contestarle directamente, dijo a su hija:
—Hija mía: voy a romper hoy el silencio, voy a revelar el secreto de que te hablé ayer, porque creo que mi deber me prohíbe tenerlo guardado más tiempo.
—¿Qué secreto es ese? —preguntó Gabriel fuera de sí.
—Hija mía —continuó con calma desesperante Diana de Poitiers—: Te he dicho ya que no salí del retiro en que, gracias al señor de Montgomery, vivo hace dos años, única y exclusivamente para bendecirte… No veáis en mis palabras ironía alguna, señor conde —añadió con entonación sarcástica, contestando a un movimiento de Gabriel—. No puedo menos de agradeceros con toda mi alma el que me hayáis arrancado, de grado o por fuerza, a los peligros de un mundo impío y corrompido. Hoy soy dichosa, me ha tocado la gracia de Dios, y solamente su amor llena mi corazón. Así, pues, en mi afán de demostraros mi reconocimiento, voy a impedir que cometáis un pecado, un crimen, tal vez.
—¡Oh! ¿Pero de qué habláis? —preguntó Diana de Castro anhelante.
—Hija mía —prosiguió la de Poitiers con su infernal sangre fría—; estoy cierta de que ayer, una sola palabra mía habría podido impedir que tus labios pronunciasen los votos sagrados que te alejan del mundo para siempre; ¿pero, tenía derecho yo, miserable pecadora, yo, que me considero feliz por haberme librado de las cadenas terrestres, para robar a Dios un alma que se consagraba a El pura y casta? ¡No! Por eso me callé.
—¡No me atrevo a adivinar… no me atrevo, Dios mío! —murmuró Gabriel.
—Hoy, hija mía —siguió diciendo Diana de Poitiers—, rompo mi silencio porque veo en el dolor y en la vehemencia del señor de Montgomery, que ocupas aún todos sus pensamientos. Pues bien: es necesario, absolutamente necesario, que te olvide, sí, que no se acuerde de ti. Si continuara dejándose mecer por la ilusión de que puedes ser hermana suya, hija del conde de Montgomery, seguiría pensando en ti sin el menor remordimiento, y eso sería un crimen… un crimen de que yo, sinceramente convertida, no quiero, no debo hacerme cómplice. Quiero que lo sepas de una vez, Diana: no eres hermana del señor conde, sino hija del rey Enrique II, a quien tan desgraciadamente hirió el señor de Montgomery en el memorable y fatal torneo.
—¡Qué horror! —gritó Diana de Castro ocultándose el rostro entre las manos.
—¡Mentís, señora! —dijo Gabriel con violencia—. ¡Debéis mentir! ¿Por qué no presentáis pruebas de lo que afirmáis?
—Aquí las tenéis —contestó Diana de Poitiers, presentándole un papel.
Gabriel se apoderó del papel con mano temblorosa y lo leyó con avidez.
—Es —continuó Diana de Poitiers— una carta de vuestro padre, escrita pocos días antes de su prisión, como veis. Se queja de mis rigores, pero se resigna, como veis también, porque confía en que pronto seré su esposa, y el marido habrá de agradecer al novio el que este haya reservado a aquel una dicha más completa y más pura. ¡Oh! Los términos en que está redactada la carta, firmada y fechada, no dejan lugar a duda, ¿no es verdad? Comprenderéis, pues, señor de Montgomery, que cometeríais un crimen si continuaseis pensando en la que se ha consagrado a Dios, porque ningún lazo de sangre os une a ella, y en cambio ella es esposa de Jesucristo. Así, pues, librándoos de cometer una impiedad semejante, creo pagaros con usura la dicha que, gracias a vos, estoy gozando en mi retiro. Nada nos debemos, estamos pagados, y, por tanto, nada más tengo que deciros.
Gabriel, durante el sarcástico discurso que dejamos copiado, había concluido de leer la fatal y sagrada carta. Efectivamente: no dejaba lugar a dudas. Para Gabriel era como la voz de su padre que salía de la tumba para atestiguar la verdad. Cuando el desventurado joven alzó sus extraviados ojos, vio que Diana estaba casi desvanecida, al pie del reclinatorio.
Se precipitó hacia ella, pero los recios barrotes de la verja le detuvieron.
Volvióse, y vio que Diana de Poitiers sonreía tranquila, y loco de dolor, se abalanzó hacia ella con la mano levantada…
Se dio miedo a sí mismo, y en vez de herir a la de Poitiers, descargó su puño contra su propia frente como un insensato, y salió huyendo.
—¡Adiós, Diana… adiós! —gritó.
Si hubiera permanecido allí un segundo más, habría aplastado como a un reptil venenoso a aquella despiadada madre.
Juan Peuquoy le aguardaba impaciente fuera del convento.
—¡No me preguntáis nada! ¡Nada me digáis! —gritó Gabriel con frenesí.
Y como el honrado tejedor le mirase con expresión de dolorosa sorpresa, añadió aquel con más afabilidad:
—Perdonadme, Juan, porque estoy loco. No quiero pensar en nada, y para librarme de las ideas que me asaltan, huyo de aquí, me voy a París. Acompañadme, hasta la puerta de la ciudad donde dejé mi caballo; pero por favor, no me habléis de mí: habladme de vos…
Juan Peuquoy, tanto por complacerle, cuanto por ver si conseguía distraerle, le contó que Babette seguía perfectamente, que vivían los dos en la más hermosa de las armonías, que acababa de hacerle padre de un nuevo Peuquoy, robusto y guapo, que Pedro pensaba establecerse como armero en San Quintín, y finalmente que el mes anterior había sabido, por conducto de un soldado picardo, que Martín Guerra continuaba viviendo dichoso y contento al lado de su Beltrana.
Debemos confesar que Gabriel, abismado en el piélago de su dolor, apenas si muy imperfectamente oyó aquella alegre narración.
Llegados a la puerta de la ciudad donde Gabriel había dejado su caballo, nuestro protagonista estrechó muy cordialmente la mano del artesano, diciéndole:
—Adiós, amigo mío. Os agradezco infinito vuestro afecto. Haced presentes mis recuerdos a todas las personas que os son queridas, y sabed que es para mí una dicha saber que sois dichoso. En medio de vuestras venturas, acordaos alguna vez de mí, que sufro tan cruelmente.
Y sin esperar más respuesta que las lágrimas que brillaban en los ojos de Juan Peuquoy, montó a caballo de un salto y partió a rienda suelta.
A su llegada a París, como si la desgracia hubiese querido abrumarle con todos sus rigores, halló que su nodriza Aloísa, después de una corta enfermedad, había muerto sin tener el consuelo de verle.
Al día siguiente fue a visitar al almirante Coligny.
—Señor almirante —le dijo—; sé muy bien que no tardarán en comenzar de nuevo las guerras religiosas, a pesar de los esfuerzos hechos para evitarlas. Sabed que, de hoy en adelante, puedo ofrecer a la causa de la Reforma, no sólo mi pensamiento, sino mi brazo y mi espada. Mi vida no es ya útil sino para que os sirváis de ella; aceptadla, y tratadla sin consideraciones. No deja de haber egoísmo en mi desesperación, pues desde vuestras filas podré defenderme contra uno de mis enemigos, y acabar de castigar al otro…
Gabriel pensaba, al hablar así, en la reina regente y en el condestable.
No es necesario decir que Coligny recibió con entusiasmo al inapreciable auxiliar, cuya bravura y energía había visto a prueba tantas veces.
A partir de este momento, la historia del conde de Montgomery fue la de las guerras de religión que ensangrentaron el reinado de Carlos IX.
En ellas representó Gabriel de Montgomery un papel terrible, tanto, que cuantas veces ocurrieron sucesos graves, su nombre fue pronunciado en el palacio real, y siempre llenó de terror a Catalina.
Cuando a raíz de las matanzas de Vassy, en 1562, Rouen y toda la Normandía se declararon abiertamente en favor de los hugonotes, designaron como autor principal del levantamiento de una provincia entera a Gabriel de Montgomery.
Aquel mismo año se encontró Gabriel en la sangrienta batalla de Dreux.
Aseguran que fue él quien hirió de un pistoletazo al condestable de Montmorency, que mandaba el ejército enemigo, y añaden que le hubiese rematado sin compasión de no haberle protegido el príncipe de Porcien, haciéndole prisionero.
Es sabido que un mes después de esta batalla, en que el Acuchillado arrancó la victoria de las manos inhábiles del condestable, el duque de Guisa fue asesinado delante de Orleáns por el fanático Poltrot.
Montmorency, libre ya de su rival, pero privado de su aliado, fue menos afortunado aún en la batalla de San Dionisio, librada en 1567, que en la de Dreux.
El escocés Robert Stuardo le intimó que se rindiera: el condestable contestó asestando a aquel un golpe en el rostro con la empuñadura de su espada, y entonces, un enemigo anónimo le descerrajó un pistoletazo que le hirió en un costado, tendiéndole en tierra moribundo.
Por entre los vapores de la sangre que le ofuscaban la vista creyó reconocer en el enemigo anónimo a Gabriel.
El condestable expiró al día siguiente.
A pesar de que ya no tenía enemigos directos, Gabriel de Montgomery continuó descargando golpes y más golpes con el mismo furor de antes.
Cuando Catalina de Médicis quiso saber quién había sometido el Bearn al cetro de la reina de Navarra y hecho reconocer príncipe de Bearn generalísimo de los hugonotes, le contestaron que el conde de Montgomery.
Cuando al día siguiente de la matanza de San Bartolomé (1572), la reina madre, sedienta de venganza, se informó, no de los que habían perecido, sino de los que lograron librarse del degüello, el primer nombre que le citaron fue el de Gabriel de Montgomery.
Montgomery se encerró en La Rochela con Lanoue. La plaza resistió nueve asaltos furiosos y costó cuarenta mil bajas al ejército real. Por último conservó su libertad por medio de una capitulación honrosa, y Gabriel pudo salir de ella.
Penetró enseguida en Sancerre, plaza sitiada por el gobernador du Berri, y como era muy inteligente en la defensa de las plazas, con un puñado de sancerrenses, cuyas únicas armas eran garrotes herrados, resistió cuatro meses las acometidas de un ejército de seis mil soldados. Capituló al fin, pero recabando, como La Rochela, la libertad religiosa y personal.
Catalina de Médicis veía con furor creciente que su eterno enemigo se le escapaba una y otra vez de las manos.
Montgomery salió del Poitou, donde ardía el fuego de la rebelión, y fue a inflamar los ánimos de Normandía, que se iban pacificando.
Habiendo salido de Saint-Ló, tomó en tres días a Carentan y se apoderó de todas las municiones de Valognes. Toda la nobleza normanda corrió a alistarse bajo sus banderas.
Catalina de Médicis y el rey levantaron al momento tres ejércitos, e hicieron publicar bando tras bando. Se dio el mando de las fuerzas reales al duque de Matignon.
En esta ocasión, Montgomery no combatía, pero confundido entre las filas de los protestantes, hacía frente directa y personalmente al rey y disponía de un ejército, de la misma manera que el rey tenía el suyo.
Combinó un plan admirable que debía asegurarle la victoria.
Dejó que el duque de Matignon sitiase a Saint-Ló con todas sus fuerzas, y saliendo secretamente de la plaza, se dirigió a Domfront, donde Francisco de Hallot debía de concentrar toda la caballería de Bretaña, de Anjou y del país de Caux. Con estas fuerzas reunidas, pensaba caer de improviso sobre el ejército real, sitiador de Saint-Ló, y este, cogido entre dos fuegos, sería exterminado.
Pero la traición venció al invencible. Un alférez reveló a Matignon la secreta maniobra de Gabriel de Montgomery, y le dijo que este se había dirigido a Domfront con una escolta de cuarenta caballos.
Pero como a Matignon le importaba más apoderarse de Montgomery que de Saint-Ló, dejó encargado del sitio a su teniente, y acudió a Domfront con dos regimientos, seiscientos caballos y una formidable artillería.
Otro cualquiera que no hubiera sido Gabriel de Montgomery, se hubiera rendido sin intentar una resistencia inútil; pero él, con sólo cuarenta hombres, quiso hacer frente a aquel ejército.
Domfront resistió doce días, y durante este tiempo hizo el conde de Montgomery siete salidas desesperadas. En fin, cuando los medios derruidos muros de la ciudad fueron, por decirlo así, entregados al enemigo, Gabriel se retiró, para seguir combatiendo, a la torre llamada de Guillermo de Belleme.
Sólo le quedaban ya treinta hombres.
Matignon envió, para dar el asalto, a cien caballeros, setecientos mosqueteros, cien lanceros y una batería de cinco piezas de artillería de grueso calibre.
El ataque duró cinco horas, durante las cuales dispararon seiscientos cañonazos contra el viejo torreón.
Por la tarde tan sólo le quedaban ya a Montgomery dieciséis hombres; pero aún se resistió y pasó toda la noche reparando la brecha como un humilde trabajador.
Al día siguiente volvió a empezar el asalto. Matignon había recibido nuevos refuerzos durante la noche; Gabriel y sus dieciséis compañeros se hallaban rodeados en el viejo torreón por quince mil soldados y dieciocho piezas de artillería.
No fue el valor lo que les faltó a los sitiados, sino la pólvora.
Montgomery, para no caer vivo en poder de sus enemigos, quiso atravesarse el cuerpo con su espada; pero en aquel momento recibió a un parlamentario de Matignon, que le juró en nombre del jefe: «Que si se entregaba, se le concedería la vida y la libertad de retirarse adonde le conviniera».
Montgomery se rindió bajo la fe de este juramento; pero antes de hacerlo, debía haber recordado lo que le pasó a Castelnau.
Aquel mismo día fue maniatado y enviado a París. ¡Al fin le tenía en su poder Catalina de Médicis! Es verdad que fue gracias a una traición, ¿pero qué le importaba esto? Acababa de morir Carlos IX, y mientras llegaba Enrique III de Polonia, Catalina era reina regente y todopoderosa.
Gabriel fue juzgado por el Parlamento, que le condenó a muerte el 26 de junio de 1574.
Hacía catorce años que luchaba contra la mujer y los hijos de Enrique II.
El 27 de junio, el conde de Montgomery, a quien por un refinamiento de crueldad le habían aplicado el tormento, subió al cadalso, y después de decapitarle lo descuartizaron.
Catalina de Médicis asistió a la ejecución.
Así acabó este hombre extraordinario, una de las almas más valientes y hermosas del siglo XVI. Jamás figuró más que en segunda fila, pero se mostró siempre digno de la primera. Su muerte justificó hasta el fin el pronóstico de Nostradamus:
… Causará su muerte la dama del rey.
Diana de Castro no existía ya cuando murió Gabriel. Sor Bendita había fallecido el año anterior, siendo abadesa de las Benedictinas de San Quintín.
FIN