Capítulo LVII

OCHO meses después de la muerte de Francisco II, el día 15 de agosto de 1561, encontramos a María Estuardo en Calais, a punto de embarcarse para volver a su reino de Escocia. Fueron ocho meses que disputó día por día, y hasta puede decirse que hora por hora, a Catalina de Médicis y a sus tíos, porque aquella y estos deseaban, aunque impulsados por motivos diferentes, que saliese de Francia. María, sin embargo, no podía resignarse a abandonar un país donde había sido una reina tan feliz y tan amada. Hasta en los recuerdos dolorosos que su viudez prematura traía a su memoria encontraba un encanto y una poesía tales, que no acertaba a dar su último adiós a aquellos queridos lugares.

Y no solamente sentía María Estuardo aquella poesía, sino que también la expresaba; no sólo lloró la muerte de Francisco II como esposa, sino que la cantó como musa. Brantóme, cuya admiración hacia aquella infortunada es bien conocida, nos ha conservado la dulce lamentación que María Estuardo escribió entonces, y que no desdice de las poesías más notables de aquella época:

En mi triste y dulce canto

de lamentables acentos,

exhalaré mis tormentos

para expresar el dolor

que una pérdida produjo,

que hace triste cuanto miro,

Y que alimenta el suspiro,

de mi juventud la flor.

¿Hubo jamás tal desgracia,

ni destino tan terrible?

¿Cuándo a una dama es posible,

tantos dolores sufrir?

Yacen en la tumba fríos

del alma ricos blasones;

¡Mis amores e ilusiones

muertos también son allí!

Y en mi hermosa primavera,

La flor de mis tiernos años

Sólo encuentra desengaños,

Siento penas por doquier,

Y la marchitan y agostan

Con tal suma de fiereza,

Que en el pesar y tristeza

Tan sólo encuentro placer.

Lo que antes me deleitaba

Me es hoy tan duro y penoso,

Que el día claro y hermoso

Que convida a ser feliz,

Es para mi noche triste;

Porque muerto el apetito,

No hay nada, por exquisito,

Que despierte ansias en mí.

Si tengo cualquier descanso

Ya en el bosque o la pradera

Y sea a la hora que quiera,

Hay en mí un gran batallar,

Y perdida la esperanza,

De un ausente la añoranza

Siento, siempre sin cesar.

Si alguna vez a los cielos

Alzo mi triste mirada,

Creo, en nube nacarada,

Su rostro y sus ojos ver.

Mas si hacia el agua los bajo,

Mi pecho exhala un suspiro,

Pues parece que le miro

En la tumba padecer.

Si estoy dormida en mi lecho,

Creo el calor de su boca

Sentir, y hasta que me toca

Con su beso embriagador;

Que yo, dormida o despierta,

Aunque quisiera alejarse,

No lograra despegarse

De mí su imagen de amor.

La canción ponga aquí fin,

Ya que la voz se resiste

A su querellarse triste,

Con el siguiente pensar:

Jamás la separación

Al amor, si es verdadero,

Ha de conseguir menguar.

María Estuardo escribió esta lamentación armoniosa y conmovedora en Reims, adonde se había retirado después de quedar viuda, al lado de su tío el de Lorena. Permaneció en la Champagne hasta fines de la primavera, pero entonces, las perturbaciones de carácter religioso que estallaron en Escocia hicieron necesaria su presencia en este país. Por otra parte, la admiración, casi pudiéramos decir la pasión con que hablaba Carlos IX, no obstante ser un niño, de su hermosa cuñada, traía harto inquieta a la suspicaz regente Catalina de Médicis, y María Estuardo tuvo que resignarse a marchar.

En el mes de julio fue a despedirse de la corte, que estaba a la sazón en Saint-Germain, y las pruebas de cariño y casi de adoración que allí recibió acrecentaron, si era posible, el amargo sentimiento de su alma.

Su viudedad, que debía cobrar sobre Turena y Poitou, se fijó en una renta de veinte mil libras. Llevaba, además, consigo a Escocia joyas de gran valor, y no faltó quien temiese que sus riquezas pudieran tentar la codicia de algún pirata. Más miedo inspiraba todavía Isabel de Inglaterra, de la cual se recelaban violencias, porque veía en la joven reina de Escocia una rival. Fueron muchos los nobles que se ofrecieron a escollar a María Estuardo hasta su reino, y cuando llegó a Calais, se vio rodeada, no sólo por sus tíos, sino por los señores de Damville y de Brantóme, y por los caballeros principales de aquella corte elegante y gentil.

En el puerto de Calais esperaban a María Estuardo dos galeras, dispuestas a hacerse a la mar al primer aviso, pero la joven viuda permaneció seis días en la ciudad, tanto trabajo le costaba decir adiós a los caballeros que galantes la habían acompañado.

Al fin se fijó la marcha, conforme hemos dicho, para el día 15 de agosto. El cielo estaba triste, nublado, pero no llovía ni soplaba el viento.

En la misma playa, y antes de poner el pie en el buque en que debía de hacer el viaje, María, en su deseo de dar las gracias a los que la habían acompañado hasta los confines de Francia, permitió que le besasen la mano en señal de despedida.

Todos aquellos nobles se arrodillaron ante ella tristes y respetuosos, y posaron sus labios sobre aquella mano adorada.

El último de todos fue un caballero que no se había separado de la comitiva de María, pero que durante el camino había permanecido invariablemente detrás, embozado en su capa y cubierto el rostro con el sombrero, sin descubrirse ni hablar con nadie.

Cuando se arrodilló, sombrero en mano, María Estuardo reconoció en él a Gabriel de Montgomery.

—¡Cómo! ¡Sois vos, conde! —exclamó la reina de Escocia—. ¡Ah! ¡Cuánto me alegro de volver a veros, mi fiel amigo, a vos, que llorasteis conmigo la muerte del rey! Pero si veníais entre estos nobles caballeros, ¿por qué no os habéis presentado a mí?

—Porque tenía necesidad de veros, pero sin ser visto, señora —contestó Gabriel—. Aislado, a solas con mis pensamientos, recojo mejor mis recuerdos y saboreo más íntimamente la dicha que experimento al cumplir con un deber tan dulce como el de acompañaros, señora.

—Os vuelvo a dar las gracias por esta nueva prueba de afecto, señor conde —dijo María Estuardo—. Yo quisiera poder manifestaros mi gratitud con hechos mejor que con palabras; pero ya veis que nada valgo aquí, y a menos que tengáis gusto en seguirme a mi pobre Escocia con los señores de Damville y de Brantóme…

—¡Ah, señora! ¡Ese sería mi más ferviente deseo! —exclamó Gabriel—. Pero un deber imperioso, inexcusable, me retiene en Francia. Una persona, a quien también quiero con toda mi alma, que es para mí sagrada, y a la que no he visto hace dos años, me espera en estos momentos…

—¿Os referís a Diana de Castro? —preguntó vivamente María.

—Sí, señora —respondió Gabriel—. Un aviso que recibí en París el mes pasado, me cita en San Quintín para el día 15 de agosto, es decir, para hoy. Hasta mañana no podré llegar a su lado; pero, sea cual fuere el motivo por el cual me llama, sé de antemano que me perdonará cuando sepa que no he querido separarme de vos hasta el momento en que salgáis de Francia.

—¡Mi querida Diana! —exclamó María Estuardo pensativa—. ¡Sí…! ¡Me ha querido mucho… ha sido para mí una hermana cariñosa! Tomad, señor de Montgomery; entregadle esta sortija como recuerdo mío y no tardéis en reuniros con ella. Seguramente tendrá necesidad de vos, y tratándose de Diana, no quiero deteneros un instante más… ¡Adiós, amigos míos…! ¡Adiós a todos! ¡Me esperan…! ¡Debo marcharme…! ¡Ay de mí! ¡Adiós…! ¡Es preciso!

Y separándose de los que aún pretendían retenerla bajo pretexto de despedirse de ella, puso el pie sobre la plancha y pasó a bordo de la galera del señor de Mévillon, seguida de los envidiados caballeros que debían acompañarla a Escocia.

Pero del mismo modo que Escocia no podía consolar a María por la pérdida de Francia, así los caballeros que la acompañaban no conseguirían hacerle olvidar a los que no podían seguirla. Era, pues, a estos últimos a quienes parecía querer más que a los primeros. De pie en la proa de la galera, no cesaba de saludar, agitando su pañuelo, con el cual se secaba muy a menudo las lágrimas, a los parientes y amigos que la veían alejarse desde la playa.

Ya en alta mar, contemplaba a su pesar con envidia a una embarcación que enfilaba la entrada del puerto de Calais, cuando observó que de pronto cabeceaba horriblemente, como si acabase de chocar contra algún obstáculo submarino, y que, conmovida desde la quilla hasta la arboladura, comenzaba a hundirse entre los gritos de la tripulación. Tan rápidamente se fue a pique la nave, que antes de que la galera del señor de Mévillon tuviese tiempo para lanzar una lancha al agua para socorrerla, había desaparecido en el fondo del mar. Durante algunos momentos se vieron flotar varios puntos negros en el sitio donde acaeció el naufragio, puntos negros que fueron desapareciendo unos después de otros antes de que la barca de salvamento pudiese llegar adonde estaban, a pesar de que los remeros bogaron desesperadamente. La barca volvió a bordo sin haber logrado salvar un solo náufrago.

—¡Dios mío! —exclamó María Estuardo—. ¡Qué augurio tan triste!

El viento iba refrescando y la galera comenzaba a navegar a la vela, lo que permitía que descansasen los remeros. María, viendo que se alejaba rápidamente de tierra, se dirigió a la popa, y puesta de codos sobre la borda y fijos los ojos en el puerto, exclamó, derramando lágrimas:

—¡Adiós, Francia! ¡Adiós, Francia!

Cerca de cinco horas permaneció así, es decir, hasta que cerró la noche, y aun entonces no se hubiera retirado de aquel sitio si Brantóme no hubiese ido a decirle que la esperaban para cenar.

Redoblando su llanto y sus sollozos, dijo:

—No tengo más remedio, Francia querida, que perderte de vista por completo, puesto que la noche, celosa de mis postreros momentos de dicha, tiende entre ti y mis ojos su negro velo para privarme de aquella. ¡Adiós, pues, mi querida Francia! ¡Ya no te veré más!

Seguidamente, indicando a Brantóme que bajara, dándole a entender por medio de un gesto que ella le seguiría al momento, sacó su librito de memorias y un lápiz, y sentándose en un banco, escribió los versos siguientes:

¡Adiós, hermosa Francia!

¡Te llora mi partida!

¡Adiós, patria querida

Do dulcemente se meció mi infancia!

Del nido que albergó nuestros amores

Tan sólo la mitad llevarme quiero;

La otra mitad dejártela prefiero,

Que te recuerde siempre mis dolores,

Y que confío a tu querer sincero.

Bajó luego, y al acercarse a los que la esperaban, les dijo:

—He hecho lo contrario de lo que hizo la reina de Cartago, pues Dido, cuando Eneas se alejó de ella, sólo para las olas tenía ojos, mientras que yo sólo los he tenido para la tierra[28].

La invitaron a que se sentara y cenase, pero no probó bocado; prefirió retirarse a su cámara, recomendando al timonel que la despertase al ser de día, si se distinguían aún las costas de Francia.

El timonel entró en la cámara de la reina, tal como se le había ordenado, pero la encontró despierta ya, sentada sobre el lecho y mirando por la escotilla abierta las lejanas tierras queridas.

Su alegría duró poco, pues el viento fue refrescando más y más, y muy pronto se perdió de vista la tierra. Una sola esperanza abrigaba María; que se presentase la flota inglesa y obligase a su embarcación a volver atrás; pero hasta aquella esperanza se desvaneció como todas las demás. Una niebla espesísima que impedía ver desde proa lo que pasaba en popa se abatió sobre el mar. La galera navegó a la ventura, expuesta a perder el rumbo, pero segura de que no la vería el enemigo.

Al tercer día de navegación se disipó la niebla y la galera se encontró entre unas rocas contra las cuales se habría estrellado sin duda alguna si hubiese avanzado algunas brazas más. El piloto tomó la altura, reconoció que estaban en las costas de Escocia, y después de sacar con mucha destreza el navío de entre los arrecifes, arribó a Leith, cerca de Edimburgo.

Algunos de los caballeros que acompañaron a María, aficionados al chiste, dijeron que una niebla les había transportado a otra niebla.

Como nadie esperaba la vuelta de María, tanto esta, como los que la acompañaban, hubieron de conformarse, para hacer el viaje a Edimburgo, con unas cabalgaduras tan míseras, que algunas hasta carecían de sillas y asimismo de bridas y de estribos, teniendo que valerse de cuerdas para reemplazar unos y otras. Con honda tristeza comparó María aquellas pobres bestias con los magníficos palafrenes de Francia, que estaba acostumbrada a ver caracolear en las cacerías y en los torneos. De tanto en tanto brotaban de sus ojos lágrimas de sentimiento, pero al fin, sonriendo a través de sus lágrimas, dijo con su gracia encantadora:

—No hay más remedio que sobrellevar con paciencia la desgracia. La verdad es que he pasado de mi paraíso a un purgatorio.

Tal fue la llegada de María Estuardo a Inglaterra. En otra obra hemos relatado el resto de su vida y su muerte, y cómo esa Inglaterra impía, verdugo feroz de todo lo grande que ha existido en Francia, exterminó en ella la gracia, como antes había exterminado la inspiración en Juana de Arco, como más tarde debía exterminar el genio en Napoleón.