A reina madre no había perdido el tiempo aquella noche. Por lo pronto, envió a visitar al rey de Navarra al cardenal de Tournon, hechura suya, y estipuló por escrito su convenio con los Borbones. Poco antes del amanecer, recibió al canciller L’Hópital, quien le dio aviso de la próxima llegada a Orleáns de su aliado el condestable. L’Hópital, prevenido por ella, dio palabra de hallarse a las nueve en el salón contiguo a la cámara real, ofreciendo llevar consigo cuantos partidarios de Catalina le fuese posible. Por último, la reina madre había citado para las ocho y media a Chapelain y a dos o tres médicos más de cámara, cuya falta de ciencia era el mayor enemigo del genio de Ambrosio Paré.
Tomadas estas precauciones, fue la primera, como acabamos de ver, que entró en la cámara del rey, cuando este acaba de despertarse. Se acercó al lecho de su hijo, le contempló algunos instantes moviendo la cabeza como una madre dolorida, imprimió un beso en una de las manos, que pendía fuera del lecho, y haciendo ademán de secarse una lágrima, se sentó de modo que pudiera tenerle siempre a la vista.
Como María Estuardo, quería velar aquella preciosa agonía, pero a su manera.
Muy poco después entró el duque de Guisa, el cual, después de cambiar algunas palabras con María, fue en derechura hacia su hermano.
—¿No has hecho nada? —le preguntó.
—¡Nada he podido hacer! —contestó.
—La fortuna nos ha vuelto las espaldas —repuso el Acuchillado—. La antecámara de Antonio de Navarra está hoy muy concurrida.
—¿Hay noticias de Montmorency?
—Ninguna; en vano las he esperado hasta ahora. Sin duda no habrá tomado el camino directo, y es muy posible que a estas horas se encuentre en las puertas de la ciudad. Si Ambrosio Paré fracasa en su operación, podemos decir adiós a la fortuna.
Los médicos citados por Catalina de Médicis llegaron en aquel momento.
La reina madre les guio hasta el lecho del rey, cuyos dolores y gemidos habían vuelto a empezar.
Los médicos examinaron uno tras otro al regio enfermo, y luego se retiraron a un lado para deliberar. Chapelain propuso que se aplicase al rey una cataplasma a fin de llamar al exterior los humores, pero los otros dos galenos fueron de parecer de que debía inyectarse en el oído cierta agua compuesta.
Acababan de pronunciarse por el segundo tratamiento, cuando entró Ambrosio Paré acompañado por Gabriel.
Paré, después de reconocer al rey, se unió a sus compañeros de profesión. Médico del duque de Guisa, y sabio de renombre cuya autoridad era indiscutible, tenía derecho a alternar con los médicos de cámara y estos no podían desdeñarle. Le dijeron lo que acababan de resolver.
—Ese remedio no es suficiente —dijo Paré en alta voz—. Sin embargo, urge tomar una determinación, porque el cerebro se va a llenar antes de lo que yo creía.
—¡Daos prisa, por Dios! —exclamó María Estuardo.
La reina madre y los Guisa se acercaron al grupo que formaban los médicos.
—¿Conocéis, señor Paré, un remedio más eficaz que el nuestro? —preguntó Chapelain.
—Sí —contestó el interrogado.
—¿Y cuál es?
—La trepanación.
—¡Hacer la trepanación al rey! —exclamaron a coro los tres médicos.
—¿En que consiste esa operación? —preguntó el duque de Guisa.
—Es poco conocida todavía, monseñor —respondió Paró—. Consiste en practicar, con un instrumento inventado por mí, y que llamo trépano, un orificio, un taladro, en la parte superior de la cabeza, o mejor dicho, en la parte lateral del cerebro.
—¡Dios misericordioso! —exclamó como escandalizada Catalina de Médicis—. ¡Herir al rey con un instrumento de acero…! ¿Os atreveríais a hacerlo?
—Sí, señora —contestó sencillamente Ambrosio Paré.
—¡Pero eso equivaldría a un asesinato! —repuso Catalina.
—Estáis en un error, señora —replicó Paré—. Horadar la cabeza con ciencia y tino, es menos grave que lo que a diario hace en los campos de batalla la espada ciega y violenta, y sin embargo, ¿cuántas heridas de esas no curamos los médicos?
—Pero, en fin, señor Paré —dijo el cardenal de Lorena—; ¿respondéis de la vida del rey?
—Sólo Dios dispone de la vida y de la muerte de los hombres, señor cardenal; vos lo sabéis mejor que yo. Lo único que yo puedo asegurar es que ofrezco la única probabilidad de salvar su vida. La única, sí; pero debo declarar que no es más que una probabilidad.
—Pero puede tener buen resultado, ¿no es verdad, Ambrosio? —preguntó el duque de Guisa—. ¿La habéis practicado ya con éxito feliz?
—Sí, monseñor —contestó Ambrosio Paré—. Hace muy poco tiempo la practiqué al señor de Bretesche, en la calle del Arpa, posada de la Rosa Encarnada; pero, refiriéndome a otro caso que monseñor podrá conocer mejor, diré que en el sitio de Calais hice la trepanación a monseñor de Pienne, que había sido herido en la brecha.
Es muy posible que Ambrosio Paré recordase a Calais con intención; lo cierto es que consiguió su objeto, pues el duque de Guisa dijo, como recordando.
—En efecto… me acuerdo… Ya no dudo más… Por mí, puede practicarse la operación.
—Y por mí también —dijo María Estuardo, a quien sin duda guiaba e iluminaba su amor.
—¡Pero no por mí! —exclamó Catalina de Médicis.
—¿No habéis oído, señora, que es la única probabilidad que nos queda? —dijo María Estuardo.
—¿Y quién lo afirma? —replicó Catalina de Médicis—. ¡Ambrosio Paré…! ¡Un hereje! Los demás médicos no opinan de ese modo.
—¡Nada más cierto, señora! —exclamó Chapelain—. Nosotros, lejos de opinar así, protestamos contra el remedio propuesto por el señor Paré.
—¿Lo oís? —preguntó Catalina triunfante.
El Acuchillado, fuera de sí, se acercó a la reina madre, y llevándola al hueco de una ventana, le dijo con voz baja y concentrada, apretando los dientes:
—¿Os habéis propuesto, señora, que muera vuestro hijo y que viva el príncipe de Condé? ¡Estáis de acuerdo con los Borbones y los Montmorency…! ¡Habéis convenido el negocio y os repartisteis los despojos con anticipación! ¡Pero andaos con tiento, porque lo sé todo! ¡Mucho cuidado, porque repito: lo sé todo!
El duque de Guisa equivocaba el camino, porque no era Catalina de Médicis una de esas mujeres a quienes fácilmente se intimida. Comprendió mejor que nunca que era necesario tener audacia, ya que su enemigo se desenmascaraba de aquel modo. Asestó al duque una mirada fulminante, y escapándosele merced a un movimiento repentino, dirigióse corriendo hacia la puerta y la abrió de par en par gritando:
—¡Señor canciller!
En el salón, cumpliendo las órdenes recibidas, esperaba L’Hópital rodeado de los príncipes y de todos los partidarios de la reina madre que pudo encontrar.
Al oír que le llamaba Catalina de Médicis, entró presuroso, y los grupos que le acompañaban, se agolparon, cediendo a la curiosidad, a la puerta que había dejado abierta.
—Señor canciller —repuso Catalina—; pretenden hacer al rey una operación violenta y desesperada: el señor Paré se propone abrirle la cabeza con un instrumento. Yo, que soy la madre del paciente, protesto enérgicamente, y conmigo protestan indignados los tres médicos aquí presentes contra lo que a todas luces es un crimen horrendo… Señor canciller; tened la bondad de levantar acta de mi declaración.
—¡Cerrad esa puerta! —gritó el duque de Guisa.
Sin importarle los murmullos de los nobles reunidos en el salón, Gabriel obedeció la orden del duque.
El canciller quedó en la cámara del rey, separado de los suyos.
—Ahora, señor canciller —repuso el Acuchillado—, quiero que sepáis que la operación de que se os habla es necesaria, y que la reina y yo, teniente general del Reino, respondemos, si no del éxito de la operación, al menos de la competencia y destreza del operador.
—Y yo —dijo Ambrosio Paré— acepto en este momento supremo cuantas responsabilidades quieran imponerme. ¡Sí! ¡Quiero que me quiten la vida si no consigo salvar la del rey…! ¡Pero, ay! ¡Démonos prisa, porque el tiempo apremia! ¡Mirad al rey…! ¡Miradle!
En efecto: Francisco II, lívido, inmóvil, con la mirada apagada, no veía, no oía, no existía, al parecer: ya no respondía a las caricias y a los llamamientos de su María.
—¡Oh, sí! ¡Daos prisa! —dijo la reina a Ambrosio Paré—. ¡Daos prisa, por Dios! ¡Procurad salvar la vida al rey, y yo protegeré la vuestra!
—Yo no tengo derecho para impedir nada de cuanto se haga —dijo el canciller impasible—; pero mi deber es hacer constar la protesta de la reina madre.
—Señor L’Hópital; sabed que ya no sois canciller —dijo con frialdad el duque de Guisa—. Cuando gustéis, señor Paré —añadió, dirigiéndose al cirujano.
—Nosotros nos retiramos —dijo Chapelain en nombre de sus colegas y el suyo.
—Está bien —contestó Ambrosio Paré—. Precisamente necesito que reine a mi lado una tranquilidad absoluta. Dejadme, si queréis, señores; con eso seré yo el único responsable.
Desde hacía algunos instantes, Catalina de Médicis no pronunciaba palabra ni hacía el menor movimiento. Retirada junto a una ventana, miraba a un patio donde se oía un gran tumulto. Era la única que, en aquellos críticos momentos, ponía atención a los ruidos exteriores.
Todos, incluso el mismo canciller, tenían fija la vista en Ambrosio Paré, que había recobrado la sangre fría propia de los grandes operadores, y preparaba sus instrumentos.
En el instante mismo en que se inclinaba sobre Francisco II, el tumulto se oyó más próximo, en la sala inmediata. Brilló en los labios pálidos de Catalina de Médicis una sonrisa amarga y sarcástica; la puerta se abrió con violencia y apareció en el umbral el condestable de Montmorency, amenazador y armado de punta en blanco.
—¡Llego a tiempo! —exclamó.
—¿Qué quiere decir esto? —preguntó el duque de Guisa poniendo la diestra sobre el pomo de su daga.
Como es natural, Ambrosio Paré hubo de detenerse. Acompañaban a Montmorency veinte caballeros, armados como él, que penetraron en la cámara. Entre ellos se destacaban Antonio de Navarra y el príncipe de Condé. Además, la reina madre y L’Hópital se apresuraron a colocarse al lado de los recién llegados. No quedaba ni el recurso de apelar a la fuerza para enseñorearse de la cámara real.
—¡Ahora soy yo el que debo retirarme! —exclamó Ambrosio Paré desesperado.
—¡Señor Paré! —gritó María Estuardo—. ¡Yo, la reina, os ordeno que practiquéis la operación!
—He dicho, señora, que me era absolutamente necesaria la calma más completa; y ya veis lo que sucede —respondió el cirujano.
Al hablar así, extendió el brazo en dirección al condestable y a su acompañamiento, diciendo después al primer médico de Cámara:
—Señor Chapelain… podéis recurrir a vuestra inyección.
—Es cosa de un instante —contestó el médico—. Precisamente lo tenemos preparado todo.
Ayudado por sus compañeros, puso la inyección en el oído del rey.
María Estuardo, los Guisa, Gabriel y Ambrosio les dejaron obrar, permaneciendo callados e inmóviles como estatuas.
El único que hablaba como un necio era el condestable.
—¡Menos mal! —decía, satisfecho al ver la docilidad de Paré—. ¡Cuando pienso que de no haber llegado yo, habrían abierto la cabeza al rey! ¡Qué desatino! ¡A los reyes de Francia, no se les hiere más que en los campos de batalla…! ¡Bien está que les toque el hierro enemigo, pero el hierro de un cirujano, jamás!
Gozando en el abatimiento del duque de Guisa, añadió:
—Ya era tiempo de que llegase, y he llegado, a Dios gracias. ¡Ah, señores! ¡Conque, según me dicen, queríais cercenarle la cabeza a mi querido y bravo sobrino el príncipe de Condé! ¡Pero habéis despertado al viejo león en su antro, y aquí le tenéis! He puesto en libertad al príncipe, he hablado a los Estados, oprimidos por vosotros, y en fin, como condestable que soy, he despedido a los centinelas que habíais colocado a las puertas de Orleáns. ¿De cuando acá se estila poner centinelas al rey, como si no estuviera seguro entre sus vasallos?
—¿De qué rey habláis? —preguntó Ambrosio Paré—. Dentro de muy poco no habrá más rey que Carlos IX, porque, como estáis viendo, señores —añadió, dirigiéndose a los médicos—, a pesar de vuestra inyección, ha empezado el derrame.
El tono de desolación con que Ambrosio Paré hablaba hizo comprender perfectamente a Catalina de Médicis que ya no quedaba esperanza alguna.
—Vuestro reinado dio fin, señor duque —no pudo menos de decir al Acuchillado.
Francisco II abrió desmesuradamente sus ojos espantados, se incorporó de pronto, movió los labios como para balbucear un nombre y cayó pesadamente sobre la almohada. Había muerto.
Ambrosio Paré lo anunció a los circunstantes haciendo un gesto de dolor.
—¡Ah, señora, señora! ¡Habéis asesinado a vuestro hijo! —gritó María Estuardo, dando un salto hacia Catalina.
La reina madre dirigió a su nuera una mirada que destilaba veneno, mirada que dejó ver todo el odio que había acumulado en su negra alma durante diez y ocho meses.
—Ya no tenéis derecho para hablar así, pues habéis dejado de ser reina; ¿lo oís? —dijo—. ¡Digo mal! Olvidaba que sois reina de Escocia, adonde procuraremos llevaros lo más pronto posible, para que reinéis sobre sus nieblas.
María Estuardo, cediendo a la reacción inevitable que sigue a las primeras explosiones del dolor, cayó, débil y sollozante, al pie del lecho donde yacía el rey.
—Señora de Fiesque —dijo tranquilamente Catalina—; id inmediatamente a buscar al duque de Orleáns.
Y fijando sus negros ojos en el duque de Guisa y en el cardenal, añadió:
—Señores; los Estados, que hace un cuarto de hora eran vuestros tal vez, son en este instante nuestros, no debéis olvidarlo. He convenido con el señor de Borbón que yo seré regente y él teniente general del Reino. Pero, como vos, señor de Guisa, sois todavía gran maestre, cumplid con la obligación que os impone vuestro cargo anunciando la muerte del rey Francisco II.
—¡El rey ha muerto! —dijo el Acuchillado con voz grave y profunda.
El rey de armas repitió en voz alta desde el umbral el anuncio, conforme al ceremonial de costumbre.
—¡El rey ha muerto! ¡El rey ha muerto! Y en seguida el primer gentilhombre añadió:
—¡Viva el rey!
En aquel mismo instante, la señora de Fiesque acompañaba al duque de Orleáns adonde estaba la reina madre, la cual le tomó por la mano y le presentó a los cortesanos, que gritaban a su alrededor:
—¡Viva nuestro buen rey Carlos IX!
—¡Nuestra fortuna vino a tierra! —dijo con triste entonación el cardenal a su hermano, que estaba solo detrás de él.
—La nuestra tal vez; pero no la de nuestra Casa —contestó el ambicioso—. Hay que pensar en preparar el camino a mi hijo.
—Nuestra reconciliación con la reina madre es imposible —repuso Carlos.
—¡Por ahora! —replicó el Acuchillado—. Lo será menos cuando haya reñido con los Borbones y con los hugonotes.
Los Guisa salieron de la cámara por una puerta secreta continuando su conversación.
—¡Ay de mí! —gemía María Estuardo, cubriendo de besos la mano helada de Francisco—. ¡Nadie más que yo llora al pobre esposo mío que tanto me ha amado!
—¡Y yo, señora! —contestó Gabriel de Montgomery, acercándose con los ojos inundados de lágrimas.
—¡Oh! ¡Gracias, gracias! —contestó María, dirigiéndole al mismo tiempo una mirada en la que puso toda su alma.
—¡Y haré más que llorarle! —añadió a media voz Gabriel, envolviendo en una mirada colérica a Montmorency y a Catalina de Médicis, junto a la cual se había colocado aquel—. ¡Sí! ¡Le vengaré quizás, reanudando la obra interrumpida de mi propia venganza! Puesto que el condestable vuelve poderoso, nuestra lucha no ha terminado.
Gabriel, hasta en presencia de aquel cadáver acariciaba proyectos personales.
Está visto que Regnier La Planche tiene razón al afirmar que es malo morirse siendo rey.
Como la tiene también cuando añade:
«Durante el reinado de Francisco II, Francia fue un teatro donde se representaron varias tragedias a cual más terribles, que la posteridad admirará y detestará al mismo tiempo, con justo motivo».