Capítulo LV

AÚN permaneció Catalina de Médicis acechando algunos minutos aunque sólo quedaban en la cámara del regio enfermo María Estuardo y el cardenal; pero nada vio ni oyó que pudiera interesarla. La reina hizo tomar la poción calmante a Francisco, el cual, conforme había dicho Ambrosio Paré, se durmió al momento con sueño tranquilo. Todo volvió a quedar en el mayor silencio. El cardenal meditaba, y la reina, postrada de rodillas, rezaba.

La reina madre se retiró sigilosa a su habitación para meditar como el cardenal.

Si hubiera permanecido algunos minutos más detrás de la puerta, habría sido testigo de una escena digna de ella.

María Estuardo, concluida su ferviente plegaria, dijo al cardenal:

—No necesitáis molestaros velando conmigo, tío, porque estoy decidida a no separarme de aquí hasta que el rey despierte. Si necesitase algo, me bastaría Dayelle, los médicos de servicio y los criados. Podéis, por tanto, ir a descansar un rato. En caso de necesidad, yo os haría llamar.

—No —contestó el cardenal—. Mi hermano, retenido sin duda por la infinidad de asuntos que debía despachar, vendrá, según me ha dicho, antes de acostarse, a saber cómo sigue el rey. Le he prometido esperarle aquí… y si no me engaño, los pasos que suenan son suyos.

—¡Oh! ¡Que no haga ruido! —exclamó María, dirigiéndose hacia la puerta para advertir al Acuchillado.

El duque de Guisa entró en la cámara pálido y agitado. Saludó a la reina, pero era tan grande su preocupación, que ni siquiera se acordó de preguntar por el rey. Lo que hizo fue dirigirse en línea recta hacia su hermano, con quien se puso a hablar en voz baja después de llevarle al hueco de una ventana.

—¡He de darte una noticia terrible! —dijo sin más preámbulos.

—¿Qué pasa? —preguntó el cardenal.

—El condestable de Montmorency ha salido de Chantilly con mil doscientos jinetes —continuó el duque de Guisa—. Para ocultar mejor su marcha, no ha pasado por París; ha tomado el valle de Essone en su viaje de Ecouen y Corbeil a Pithiviers, y mañana le tendremos en las puertas de Orleáns al frente de sus tropas. Acabo de recibir el aviso.

—¡Qué es verdaderamente terrible! —contestó el cardenal—. ¡El viejo marrullero quiere salvar la cabeza de su sobrino! ¡Apostaría a que ha sido la reina madre quién le ha avisado! ¡Y no poder nada contra ella…!

—¡No es la ocasión de obrar contra ella, sino en favor nuestro! ¿Qué hacemos?

—Sal con nuestros parciales al encuentro del condestable —indicó el cardenal de Lorena.

—¿Me respondes de la tranquilidad de Orleáns cuando yo saque de la plaza los soldados?

—De ningún modo —respondió el cardenal—. Los habitantes de Orleáns son malos, hugonotes y partidarios de los Borbones hasta la medula de los huesos… Pero a lo menos, los Estados son nuestros.

—¡Pero, tenemos en contra nuestra a L’Hópital! No olvides este detalle, Carlos. ¡Ah! ¡Nuestra situación es dificilísima! ¿Cómo sigue el rey?

—Mal; pero Ambrosio Paré, que ha llegado a Orleáns llamado por la reina (ya te explicaré esto), espera salvarle mañana por la mañana por medio de una operación arriesgada, pero necesaria, que puede tener felices resultados. No dejes de venir aquí a las nueve, a fin de ayudar a Paré en caso necesario.

—No faltaré. La salvación del rey es nuestra única esperanza. Con la muerte de Francisco II, se extingue nuestra autoridad. De todos modos, creo que convendría espantar al condestable, enviándole, como saludo, la cabeza de su sobrino el príncipe de Condé.

—El saludo sería elocuente, sí.

—Pero ese maldito L’Hópital lo paraliza todo.

—Ya que no firma la sentencia, si pudiéramos conseguir que la firmase el rey, nada se opondría, creo yo, a que fuera ejecutado mañana temprano, antes de la llegada de Montmorency, y antes de que Ambrosio Paré hiciera la operación; ¿no te parece?

—No sería muy legal, pero sí posible —contestó el Acuchillado.

—Pues bien; vete, y déjame aquí. Nada tienes que hacer esta noche, y en cambio necesitas descanso. Acaban de sonar las dos en el reloj del Ayuntamiento. Retírate y déjame, que yo también quiero someter nuestra fortuna a una cura desesperada.

—¿Qué intentas? Pero sea lo que quiera, no adoptes resoluciones definitivas sin consultarme antes, Carlos.

—No tengas cuidado. Si consigo lo que me propongo, iré a despertarte mañana antes del día.

—Corriente. Siendo así, me retiro, pues la verdad es que estoy rendido.

Dicho esto, se acercó a María Estuardo, le dirigió algunas frases de consuelo y salió haciendo el menor ruido posible.

El cardenal, mientras tanto, se sentó a una mesa y escribió una copia de la sentencia dictada por la comisión, cuyo original conservaba en su poder.

Redactada la copia, se levantó y se acercó al lecho del rey.

María Estuardo se interpuso deteniéndole.

—¿Adónde vais? —le preguntó en voz baja, pero enérgica e irritada.

—Señora; es importante, es indispensable que el rey firme este documento —contestó el cardenal.

—Lo importante, lo indispensable, es que el rey duerma con tranquilidad —replicó María Estuardo.

—Que estampe su firma al pie de este escrito y no le molestaré más.

—Para ello sería preciso despertarle, y no quiero que se le despierte. Además, le sería imposible sostener la pluma.

—Yo se la sostendré.

—¡He dicho que no quiero! —replicó con severidad María Estuardo.

El cardenal se detuvo un momento, sorprendido al tropezar con un obstáculo que no había previsto.

—Oídme, señora… escuchadme, mi querida sobrina —dijo con voz insinuante—. Voy a deciros de qué se trata. Ya comprenderéis que respetaría el reposo del rey si no me obligase a obrar contra mis deseos una necesidad imperiosa. Se trata de nuestra fortuna y de la vuestra, de nuestra salvación y también de la vuestra, pues, creedme, que están en peligro. Es preciso, óyeme bien, preciso que el rey firme este documento antes de la venida del nuevo día. Si no lo firma, estamos perdidos sin remedio. ¡Os lo aseguro!

—Nada tengo que ver con eso —contestó con tranquilidad la reina.

—¡Estáis en un error! ¿No oís que os digo que de la firma de este documento depende nuestra ruina y la vuestra? ¡No seáis niña!

—Y yo repito que no me importa. ¿Tengo yo algo que ver con vuestras ambiciones? La mía se limita a salvar al que amo, a preservarle de la muerte, si es posible, y por el momento, a impedir que nadie turbe su reposo. El señor Paré me encargó que cuidase del sueño del rey, y yo os prohíbo terminantemente que lo turbéis, señor cardenal. ¡Que si muere el rey muere con él mi cetro…! ¡Y qué me importa! Mientras le quede un soplo de vida, protegeré ese débil soplo contra todas las odiosas exigencias de vuestras intrigas cortesanas. He contribuido, tío, más de lo que acaso debiera, a afirmar en vuestras manos el poder, cuando mi Francisco estaba bueno y sano; pero os lo retiro, lo asumo entero ahora que se trata de hacer respetar las postreras horas de calma que Dios le concede, tal vez, en esta vida. El señor Paré ha dicho que el rey necesitará mañana de todas las fuerzas que le restan; y yo añado que nadie en el mundo, invoque el pretexto que quiera, le robará un segundo del sueño reparador de que disfruta.

—Pero cuando el motivo es tan grave y urgente…

—¡Bajo ningún motivo ni pretexto despertará nadie al rey! —replicó con entereza María Estuardo.

—¡Es indispensable! —dijo Carlos de Lorena, casi avergonzado de que le detuviese una niña como su sobrina—. Los intereses del Estado, señora, son superiores a los del corazón… Me es necesaria la firma del rey, la quiero en seguida.

—¡Señor cardenal… no la tendréis!

El cardenal dio un paso más hacia el lecho del rey.

La reina y Carlos de Lorena se miraron un momento cara a cara, tan convulsos y agitados el uno como el otro.

—¡Pasaré! —dijo Carlos de Lorena con voz breve.

—¿Os atraveréis a atropellarme?

—¡Sobrina…!

—¡No soy vuestra sobrina, sino la reina!

Pronunció estas palabras con entonación tan firme y soberana, que el cardenal retrocedió confuso.

—¡Sí, vuestra reina! —repuso María—. Si dais un paso más, si hacéis un gesto siquiera, me acercaré a esa puerta, llamaré a los que deben estar de servicio en la cámara inmediata, y sin que os valga ser mi tío, ni ser ministro, ni ser cardenal, mandaré, porque yo soy la reina, que os prendan en el acto como reo de lesa majestad.

—¡Semejante escándalo…! —murmuró el cardenal asustado.

—¿Quién de los dos lo habrá provocado?

La mirada centelleante, el temblor de los labios, la actitud resuelta e imponente de la reina decían bien a las claras que estaba dispuesta a llevar a cabo su amenaza.

El hombre cedió ante la niña, y la razón de Estado se inclinó ante el grito del corazón.

—Está bien —dijo el cardenal exhalando un suspiro—. Esperaré a que despierte.

—Gracias —contestó María, volviendo a expresarse con el acento triste y dulce que le era habitual, particularmente desde que se inició la enfermedad del rey.

—Supongo que cuando despierte…

—Si se halla en estado de comprenderos y de satisfaceros, no me opondré a ello —dijo María Estuardo.

Forzoso era al cardenal conformarse con aquella promesa. Volvió a sentarse donde estaba antes, y María se arrodilló de nuevo y rezó. Todavía abrigaba esperanzas.

También esperaba Carlos de Lorena, pero pasaban las horas lentas de aquella noche de ansiedad sin que el rey despertase. La promesa de Ambrosio Paré se realizaba cumplidamente, pues hacía muchas noches que el rey no descansaba con sueño duradero y tranquilo.

De vez en cuando hacía un movimiento, exhalaba un quejido y pronunciaba una palabra: el nombre de su adorada mujer, María; pero en seguida volvía a quedar como aletargado, y el cardenal, que a cada movimiento del rey se levantaba precipitadamente, volvía a su puesto desesperanzado.

Sus manos impacientes estrujaban aquella sentencia inútil, aquella sentencia que, sin la firma del rey, acaso se convirtiese en su propia sentencia…

Vio que las luces empezaban a palidecer y que el alba fría de diciembre blanqueaba los cristales de las ventanas…

Cuando acaban de dar las ocho, el rey hizo un movimiento, abrió los ojos y llamó:

—¡María…! ¿Estás ahí, María?

—¡Siempre, Francisco! No me he separado de este sitio.

Carlos de Lorena se acercó papel en mano. Tal vez aún sería tiempo… ¡Cuesta tan poco levantar un cadalso!

Pero antes de que pudiera llegar al lecho del rey, entró en la cámara Catalina.

—¡Demasiado tarde! —gimió el cardenal para sí—. ¡Ahí! ¡La suerte nos abandona! ¡Si Ambrosio Paré no salva al rey, estamos perdidos!