Capítulo LIV

ESPERAD un instante! —dijo entonces Catalina de Mediéis con aspereza y frialdad—. Para que ese hombre entre, señora, esperad al menos a que haya salido yo. Si os parece bien confiar la vida del hijo al que acabó con la del padre, a mí me repugna volver a ver al asesino de mi esposo. Protesto contra su presencia en este lugar, y me retiro.

Y salió, en efecto, de la cámara, sin mirar, sin dirigir un adiós de madre a su hijo moribundo.

¿Obraba así porque el nombre aborrecido de Gabriel de Montgomery le recordaba la primera ofensa que hubo de sufrir del rey? Pudiera ser, pero lo que no deja lugar a duda es que no le repugnaba tanto como intentaba aparentar el aspecto de la persona de Gabriel, pues al retirarse a sus habitaciones, contiguas a la del rey, tuvo buen cuidado de dejar la puerta entreabierta, y no bien hubo cerrado otra puerta exterior, que daba a la galería, desierta a aquellas horas de la noche, aplicó a la cerradura el ojo y el oído, para ver y oír cuanto iba a pasar después de su brusca salida.

Entró Gabriel guiado por la camarista Dayelle, se arrodilló para besar la mano que le tendió la reina e hizo una inclinación profunda ante el cardenal.

—¿Qué hay? —preguntó María Estuardo con impaciencia.

—He convencido a Ambrosio Paré, señora, y espera aquí —respondió Gabriel.

—¡Oh, gracias, gracias! ¡Sois un amigo fiel!

—¿Está peor el rey, señora? —preguntó en voz baja Gabriel, dirigiendo una mirada de inquietud al lecho en donde estaba postrado, descolorido e inmóvil, Francisco II.

—¡Ah! ¡Cada vez se encuentra peor! —contestó la reina—. ¡Con qué ansiedad deseaba veros! ¿Ha puesto Ambrosio Paré muchas dificultades?

—No, señora. Ya le habían mandado a llamar, pero lo hicieron de un modo, según me dijo, que más bien que inducirle a venir, era provocarle para que no viniese. Exigían de él que se comprometiese de antemano, bajo palabra de honor, y respondiendo con su cabeza, a salvar la vida del rey a quien no había visto. No le ocultaron que, como protestante, se haría sospechoso de que pudiese abrigar intenciones siniestras contra la vida del perseguidor del protestantismo. En suma: le manifestaron una desconfianza tan injuriosa, le exigieron condiciones tan duras, que por necesidad tenía que negarse a venir si no quería pasar por hombre sin corazón y sin un átomo de prudencia. Así lo hizo, con vivo sentimiento por su parte, y sin que los que fueron a buscarle insistieran en su demanda.

—¿Será posible que hayan interpretado tan torcidamente nuestras palabras los que fueron de parte nuestra a llamar a Ambrosio Paré? —dijo vivamente el cardenal de Lorena—. Dos o tres veces hemos enviado a buscarle mi hermano y yo, y siempre nos hablaron de su obstinada negativa y de las singulares dudas que le atormentaban. Sin embargo, nosotros creíamos que los hombres a quienes enviábamos eran de toda confianza.

—¿La merecían, monseñor? —preguntó Gabriel—. Ambrosio Paré cree que no, ahora que le he manifestado los verdaderos sentimientos que os animan con respecto a él y le he repetido las bondadosas palabras de la reina. Está convencido de que, sin vos saberlo, probablemente con objetivos criminales, han procurado alejarle del lecho de dolor del rey.

—No me cabe ya la menor duda de que así es —contestó Carlos de Lorena—. Anda en esto como en muchas otras cosas la mano de la reina madre —añadió entre dientes—. Tiene interés grandísimo en que su hijo no se salve… ¿Será capaz de sobornar, de corromper a todas las personas adictas con quienes contamos? Tenemos reproducido el caso del nombramiento del canciller L’Hópital… ¡Cómo se burla de nosotros!

María Estuardo, dejando al cardenal entregado a las reflexiones que le sugerían los hechos consumados, y puesto todo su afán en el presente y en el porvenir, decía a Gabriel:

—Ambrosio Paré ha venido con vos; ¿no es verdad?

—Apenas se lo indiqué —contestó Gabriel.

—¿Y dónde está?

—Esperando que le concedáis permiso para entrar, señora.

—¡Pues al momento! ¡Que entre en seguida!

Gabriel de Montgomery se dirigió a la puerta, y al cabo de un instante, volvió con el hábil cirujano.

Catalina de Médicis continuaba acechando detrás de la puerta.

María Estuardo salió al encuentro de Ambrosio Paré y le condujo hasta el lecho de su querido enfermo. Con el fin de abreviar los cumplidos, le dijo sin dejar de andar:

—Gracias, señor Paré: ya sabía yo que podía contar con vuestro celo, de la misma manera que con vuestra ciencia. Acercaos, acercaos pronto al lecho del rey.

Ambrosio Paré, sin tiempo para pronunciar una sola palabra, obedeció a la impaciencia de la reina acercándose al lecho donde, vencido por los dolores, Francisco II expiraba, sin fuerzas casi para quejarse, pues de su pecho no salía más que un gemido débil.

El gran cirujano dedicó un minuto a la contemplación de aquel rostro joven, enflaquecido y como arrugado por los padecimientos. Luego se inclinó sobre el que para él no era sino un enfermo, y tocó y sondeó la dolorosa tumefacción del oído derecho con mano tan ligera y tan suave como la de María.

Por instinto comprendió el rey que le tocaba un médico y le dejó que hiciera lo que tuviese a bien sin abrir los ojos.

—¡Padezco mucho… mucho! —dijo con voz doliente. ¿No podríais aliviar mis dolores?

Estaba la luz demasiado lejos para que Ambrosio Paré tuviese la que necesitaba. El cirujano hizo una seña a Gabriel para que acercase el candelero, pero María Estuardo se adelantó, tomó el candelero y alumbró a Paré, mientras este reconocía despacio y con la minuciosidad debida el sitio donde radicaba el mal.

El reconocimiento duró sobre diez minutos. Cuando Ambrosio Paré enderezó el cuerpo, dejó caer las cortinas del lecho y quedó grave y absorto, entregado a su trabajo mental.

No se atrevía a preguntar María Estuardo, no obstante su ansiedad, temiendo distraer sus pensamiento, pero acechaba con angustia la expresión del rostro del cirujano, pensaba con esperanza y con terror cuál sería el fallo.

El ilustre médico movió tristemente la cabeza, y la reina se figuró que el movimiento encerraba una sentencia de muerte.

—¡Cómo! —gimió, sin poder dominar su inquietud—. ¿Será posible que no haya ninguna probabilidad de salvarle?

—Queda una sola, señora —respondió Ambrosio Paré.

—¡Pero decís que hay una! —exclamó anhelante la reina.

—Sí, señora; hay una, y aunque problemáticamente, por desgracia, yo fundaría en ella grandes esperanzas si…

—¿Si… qué? —preguntó María Estuardo.

—Si la persona a quien hay que salvar no fuera el rey, señora.

—¡Pues bien! —gritó María Estuardo—. ¡Curadle, tratadle como si fuese el más humilde de sus súbditos!

—¿Y si no consigo salvar su vida, de la que sólo Dios es árbitro? —interrogó Ambrosio Paré—. Soy hugonote; ¿no se me acusará de haberle matado? ¿No influirá en mi mano la terrible responsabilidad que echaré sobre mis hombros, si le opero, haciéndola temblar, cuando tanta necesidad tendré de calma y de sosiego?

—Escuchadme —dijo María—: Si vive, todo el tiempo que me dure la vida me parecerá poco para bendeciros, y si muere… si muere os defenderé hasta mi muerte. Así, pues, intentad, probad ese medio; os lo ruego… os lo suplico. Puesto que decís que es la única probabilidad que nos queda, no renunciéis a ella, porque sería un crimen.

—Tenéis razón, señora; probaré… si me lo permiten… si me lo permitís vos, señora, porque no quiero ocultaros que el medio a que habré de recurrir es inusitado, violento, peligroso, por lo menos en apariencia.

—¿Peligroso…? —repitió la reina con espanto—. ¿Y no hay otro?

—¡Ningún otro, señora! Aún es tiempo de intentarlo, pero dentro de veinticuatro horas, acaso de doce, sería tarde. En la cabeza del rey se ha formado un depósito de humores, y si no se da salida a estos por medio de una operación prontísima, sobrevendrá un derrame interior que le ocasionará la muerte.

—¿Y quisierais operarle ahora mismo? —preguntó el cardenal—. Os lo pregunto, porque yo, por mi parte, no me atrevo a cargar con tamaña responsabilidad.

—¡Ah! ¡Ya principian las dudas…! —exclamó Ambrosio Paré—. Pero no; no he de operarle en este instante, porque necesito mucha luz, me hace falta lo que resta de noche para hacer los preparativos, para ejercitar mi mano y hacer dos o tres experimentos. Mañana por la mañana, a las nueve, estaré aquí. Estad presente vos, señora, y vos también, monseñor, como igualmente vuestro hermano y todos los que hayan dejado bien probada su adhesión al rey, pero nadie más. En cuanto a médicos, los menos que sea posible. Yo explicaré entonces lo que me propongo hacer, y si me autorizáis, con la ayuda de Dios, intentaré el único recurso que Dios nos deja.

—¿Y hasta mañana no habrá peligro? —preguntó la reina.

—No, señora —respondió Paré—. Es conveniente, indispensable, que el rey descanse y adquiera fuerzas para sufrir la operación. Para ello, voy a verter en esa bebida inofensiva que veo sobre la mesa dos gotas de este elixir —añadió, uniendo la acción a la palabra—. Que el rey tome esto en seguida, señora, y ya veréis cómo duerme más tranquilo y sosegado. Velad en persona, señora, y evitad a todo trance que turben su sueño.

—Descuidad; respondo de que no le despertarán —contestó María Estuardo—. No me separaré de su lado en toda la noche.

—Es muy importante que descanse —repuso el cirujano—. Como nada tengo que hacer aquí por ahora, os pido permiso para retirarme, señora, a fin de prepararme para la operación.

—¡Adiós, señor Paré, adiós! —dijo la reina—. Os doy anticipadamente las gracias y os bendigo… Hasta mañana.

—Hasta mañana, señora. No perdáis las esperanzas.

—Voy a rezar pidiendo a Dios que os dé acierto —repuso la reina—. También a vos os doy las gracias, señor conde —añadió, dirigiéndose a Gabriel—. Sois uno de los aludidos por Ambrosio Paré, uno de los que tienen bien probada su adhesión al rey; no faltéis aquí mañana, para sostener con vuestra presencia el valor y la calma de vuestro ilustre amigo.

—Vendré, señora —contestó Gabriel, saliendo con Ambrosio Paré después de saludar a la reina y al cardenal.

—¡También vendré yo! —se dijo Catalina de Médicis, detrás de la puerta donde estaba atisbando—. ¡Sí… vendré! ¡Vendré, porque ese Ambrosio Paré sería muy capaz de salvar al rey perdiendo a su partido…! ¡Imbécil…, al príncipe y a mí misma…! ¡No faltaré!