Capítulo LIII

LA salud harto precaria del rey Francisco II empeoró sensiblemente después del día en que se celebró el acto de justicia que hemos reseñado.

Siete meses más tarde, a fines de noviembre de 1560, hallándose la corte en Orleáns, donde habían sido convocados los Estados Generales por el duque de Guisa, el pobre rey de diez y siete años se vio precisado a guardar cama.

Junto a aquel lecho de dolor, a cuya cabecera rezaba, velaba y lloraba María Estuardo, iba a poner el desenlace al drama más palpitante la muerte o la vida del hijo de Enrique II.

Aunque en la cuestión había interesados muchos y muy poderosos personajes, la ventilaban exclusivamente, en la noche del 4 de diciembre, una mujer pálida y un hombre siniestro, que estaban sentados uno al lado de la otra a muy pocos pasos del enfermo, dormido entonces, y de María Estuardo, que lloraba a su cabecera.

El hombre era Carlos de Lorena y la mujer Catalina de Médicis.

¡Había despertado completamente la vengativa reina madre, que hasta entonces se había hecho la mortecina, desde el día del tumulto de Amboise!

He aquí, en pocas palabras, lo que había hecho, impulsada por su terrible animosidad contra los Guisa:

Se había aliado secretamente con el príncipe de Condé, y reconciliado, secretamente también, con el viejo condestable de Montmorency. En aquella mujer, sólo el odio podía hacer que olvidase el odio.

Sus nuevos y extraños amigos, inducidos por ella, habían fomentado rebeliones en varias provincias, sublevado el delfinado por medio de Montbrun, y la Provenza por medio de los hermanos Mouvans, y llevado a cabo, valiéndose de Maligny, una tentativa armada sobre Lyón.

No se habían descuidado los Guisa por su parte: convocaron en Orleáns Estados Generales, y supieron prepararse una mayoría adicta y sumisa. A continuación, dispusieron, usando de su derecho, que concurrieran a los Estados Generales el rey de Navarra y el príncipe de Condé.

Fue en vano que Catalina de Médicis enviase a los príncipes mencionados comunicaciones encaminadas a disuadirles de que fuesen a entregarse en manos de sus enemigos: era obligación suya concurrir, y, por otra parte, los Guisa les daban la palabra del rey en prenda de seguridad.

Se presentaron, pues, en Orleáns.

El día mismo de su llegada, Antonio de Navarra fue obligado a permanecer en una casa de la ciudad, donde le pusieron centinelas de vista, y el príncipe de Condé pasó sin más ceremonias a la cárcel.

Una comisión extraordinaria formó proceso contra el príncipe y condenó en Orleáns a muerte, por el delito de instigador de la rebelión, al mismo cuya inocencia había garantizado en Amboise con su espada el duque de Guisa.

Faltaban únicamente una o dos firmas, no estampadas al pie de la sentencia gracias al canciller L’Hópital, para que aquella fuese ejecutada.

Tal era el estado en que se hallaban las cosas la noche del 4 de diciembre para el partido de los Guisa, cuyo brazo era el Acuchillado y cuya cabeza era el cardenal de Lorena, y para el partido de los Borbones, del cual era Catalina de Médicis el alma secreta.

Todo dependía, para los unos y para los otros, del aliento expirante del adolescente coronado.

Si la vida de Francisco II se prolongaba algunos días, el príncipe de Condé moriría en el cadalso, el rey de Navarra perdería la vida en cualquier duelo, y Catalina de Médicis sería desterrada a Florencia. Siendo dueños los Guisa de los Estados Generales, eran los señores absolutos, y en caso de necesidad, los reyes.

Si, por el contrario, fallecía Francisco II antes de que sus tíos se hubiesen desembarazado de sus enemigos, volvería a empezar la lucha con mayores probabilidades en favor de los segundos que de los primeros.

Por consiguiente, lo que Catalina de Médicis y Carlos de Lorena esperaban y acechaban con angustia en aquella noche fría del 4 de diciembre, en la cámara del bailío de Orleáns, no era tanto la vida o la muerte de su augusto hijo y sobrino cuanto el triunfo o la derrota de su causa respectiva.

María Estuardo era la única que cuidaba a su adorado esposo sin pararse a pensar en lo que podía perder con su muerte.

No vaya a creerse, empero, que el sordo antagonismo existente entre Catalina de Médicis y el cardenal se trasluciese exteriormente ni en sus ademanes ni en sus palabras, pues antes por el contrario, jamás se habían manifestado tan confiados y tan afectuosos entre sí.

En aquel mismo momento, aprovechando el sueño del rey, hablaban en voz baja, y en los términos más amistosos del mundo, de sus pensamientos más secretos y de sus intereses más íntimos.

Conformándose entrambos con los principios de la política italiana de que en otro capítulo hemos visto una muestra, Catalina disimuló siempre sus intrigas, y Carlos de Lorena aparentó que no las sospechaba, de lo que resultó que siempre se trataron como aliados y amigos. Eran como dos jugadores que tratan de engañarse mutuamente con la mayor lealtad, y para ello se valen a las claras de artificios y de falsedades.

—Sí, señora, sí —decía el cardenal—; ese testarudo de canciller se niega a firmar la sentencia de muerte del príncipe… ¡Ah, señora! ¡Con cuánta razón os oponíais hace seis meses a que L’Hópital sucediera en el cargo a Olivier! ¡Por qué no os comprendería yo entonces!

—¡Cómo! ¿Pero es posible que no haya manera de vencer su resistencia? —preguntó Catalina, que era la inspiradora de L’Hópital.

—He recurrido a los halagos y a las amenazas —contestó el cardenal—, y siempre ha permanecido inflexible.

—¿Por qué no prueba a ablandarle el duque?

—¡A ese mulo de la Auvernia no le ablanda nadie! Además: ha declarado mi hermano que no quiere mezclarse en nada.

—Es una lástima —dijo Catalina de Médicis arrebatada de gozo.

—Con todo, hay un recurso que nos permitiría prescindir de todos los cancilleres del mundo —insinuó el cardenal.

—¿De veras? ¿Y cuál es ese recurso? —interrogó Catalina con inquietud.

—Hacer que el rey firme la sentencia.

—¡El rey! ¿Pero puede hacerlo? ¿Tiene derecho a ello?

—Indiscutible: hemos procedido ya así en este mismo asunto cuando, asesorados por los jurisconsultos de más fama, se dictó sentencia, no obstante haberse negado el príncipe a contestar a los interrogatorios.

—¿Pero, qué dirá el canciller? —preguntó Catalina verdaderamente alarmada.

—Gruñirá como tiene por costumbre —contestó con tranquilidad Francisco de Lorena—, nos amenazará con devolvernos los sellos…

—¿Y si los devuelve?

—Tanto mejor para nosotros, porque nos veremos libres de un censor molesto.

—¿Y cuándo queréis que se firme esa sentencia?

—Esta misma noche, señora.

—¿Para ejecutarla…?

—Mañana.

La reina madre se estremeció.

—¡Esta noche! ¡Mañana! —exclamó—. ¿Lo habéis pensado bien? El rey está muy enfermo, muy débil, y no tiene la cabeza bastante despejada para comprender lo que le digáis.

—Con tal que firme, ninguna falta nos hace que comprenda.

—¡Es que no creo que tenga fuerzas para sostener la pluma!

—No faltará quien le lleve la mano —contestó el cardenal, que gozaba lo indecible al ver el espanto retratado en el rostro de su amada enemiga.

—Escuchad —dijo con grave acento Catalina de Médicis—. Debo haceros una advertencia y daros un consejo. El fin de los días de mi querido hijo está más próximo de lo que creéis. ¿Sabéis qué me ha dicho Chapelain, nuestro primer médico? Que a menos de un milagro, no cree que la vida del rey pueda prolongarse hasta la tarde de mañana.

—Razón de más para que nos apresuremos, señora —contestó con frialdad el cardenal.

—Perfectamente —replicó Catalina—; pero si Francisco no existe mañana, será rey Carlos IX, y probablemente entrará en funciones de regente el rey de Navarra. ¿Pensáis en la terrible cuenta que entonces se os pedirá de la muerte infamante del hermano del regente? ¿No teméis ser juzgado, sentenciado…?

—¡Oh, señora! Quien no se expone a perder, jamás podrá abrigar esperanzas racionales de ganar —contestó el cardenal despechado—. Por otra parte: ¿quién puede asegurar que sea nombrado regente Antonio de Navarra? ¿Quién nos asegura que Chapelain no se ha equivocado en su pronóstico? El rey vive todavía, y mientras hay vida…

—¡Hablad más bajo… más bajo, tío! —interrumpió María Estuardo levantándose asustada—. ¡Vais a despertar al rey…! ¡Lo que yo temía…! ¡Ya le habéis despertado!

—¡María…! ¿Dónde estás? —preguntó con voz muy débil Francisco II.

—¡Aquí… a tu lado, mi adorado esposo! —respondió María.

—¡Ah! ¡Cuánto sufro! —repuso el rey—. ¡Mi cabeza arde, siento en mi cerebro los ardores de un volcán! ¡Y el dolor de oídos…! ¡Es insoportable! ¡Parece como si me estuvieran clavando un puñal! ¡Oh! ¡Este es el fin, lo comprendo! ¡Mi vida se acaba!

—¡No digas eso, por la Virgen, no digas eso! —contestó María conteniendo las lágrimas.

—Me falta la memoria… —añadió Francisco II—. ¿Me han administrado ya los Santos Sacramentos?

—Se cumplirán todos tus deseos, mi querido Francisco; no te atormentes.

—Quiero ver a mi confesor, al señor de Brichanteau.

—Al momento le tendrás a tu lado.

—¿Has rezado por mí?

—No he cesado de hacerlo desde esta mañana.

—¡Pobre María, qué buena eres…! ¿Y Chapelain, dónde está?

—Ahí, en la cámara contigua, pronto a acudir cuando le llames. También están aquí tu madre y tu tío el cardenal; ¿quieres verles?

—¡No, no! ¡A ti solamente, María! —contestó el moribundo—. Vuélveme un poco hacia este lado… así… quiero verte siquiera una vez.

—¡Animo, Francisco! —exclamó María Estuardo—. Dios, que es infinitamente bueno, escuchará, sin duda, mis fervientes oraciones.

—¡Sufro horriblemente… ya no veo… apenas oigo…! ¿Dónde está tu mano, María?

—¡Tómala, mi adorado esposo…! ¡Apóyate sobre mí! —dijo María Estuardo reclinando sobre su hombro la cabeza del rey.

—Entrego mi alma a Dios, pero te dejo para siempre mi corazón, María… ¡Sí, para siempre…! ¡Pero qué triste es morir a los diez y siete años!

—¡No, no! ¡No morirás! ¿En qué hemos ofendido a Dios para que nos castigue así?

—¡No llores, María, no te desesperes, que ya nos reuniremos de nuevo en el cielo! Sólo siento dejar este mundo por ti; si pudiera llevarte conmigo, sería feliz al morirme. Más hermoso es el viaje al cielo que el que proyectábamos a Italia. Siento morir porque no puedo llevarte conmigo, y porque creo que, sin mí, nunca más volverás a estar alegre. ¡Te harán sufrir, pobre María mía! Tendrás frío en el alma, estarás sola, te matarán, ¡desdichada alma mía! Esto es lo que me aflige mucho más que mi muerte.

El rey, falto de fuerzas, volvió a caer sobre la almohada y guardó un silencio letárgico.

—¡No, Francisco, no morirás, no morirás! —exclamó María—. ¡Escucha! ¡Nos resta una esperanza muy fundada, una probabilidad en la que tengo gran fe!

—¿Qué decís? —preguntó Catalina de Médicis, acercándose asombrada.

—¡Sí! —insistió María Estuardo—. ¡La vida del rey puede salvarse, y se salvará! Una voz, que brota del fondo de mi corazón, me dice que los médicos que le rodean son unos ignorantes, unos ciegos; pero existe un hombre hábil, un hombre sabio y de renombre, el que en Calais salvó la vida a mi tío…

—¿Ambrosio Paré? —preguntó el cardenal.

—¡Ambrosio Paré, sí! —contestó la reina—. Quiero que venga, aunque han dicho que ese hombre no debía, no querría curar al rey, porque es un hereje y un maldito, y que, aun suponiendo que quisiera echar sobre sus hombros semejante responsabilidad, sería imposible poner en sus manos la vida de mi querido esposo.

—Y así es en verdad —dijo con acento desdeñoso Catalina de Médicis.

—¡No! ¡No es verdad, porque se la confío yo, yo, la esposa del rey! —replicó con entereza María Estuardo—. ¿Puede ser traidor un hombre de genio? ¡Los grandes hombres siempre son buenos, señora!

—Mi hermano y yo habíamos pensado ya en él, y hasta hemos hecho que le tanteen —dijo el cardenal.

—¿Pero quién ha ido a buscarle? —interrogó María—. ¡Algún indiferente, tal vez un enemigo! Yo le he enviado un amigo de toda confianza, y aseguro que vendrá.

—Se necesita tiempo para que llegue de París —observó Catalina.

—Está en camino, y acaso haya llegado ya —replicó la joven reina—. El amigo a quien me refiero ha prometido traerle hoy mismo.

—¿Pero quién es ese amigo? —preguntó Catalina de Médicis.

—El conde Gabriel de Montgomery, señora. Antes de que Catalina tuviese tiempo de lanzar una exclamación entró Dayelle, la primera camarista de María Estuardo, y dijo a su señora:

—El conde Gabriel de Montgomery espera en la antesala las órdenes de vuestra majestad.

—¡Que entre! ¡Que entre! —contestó con ansiedad María Estuardo.