Capítulo LII

AUNQUE los conjurados habían hecho constar en el manifiesto que se encontró entre los papeles de La Rénaudie la protesta de que no intentarían nada contra la majestad del rey, contra el Estado del reino ni contra los príncipes de la sangre, es lo cierto que se habían declarado en rebelión abierta y empuñado las armas, y, por consiguiente, habrían de sufrir la suerte de los que son vencidos en las contiendas civiles.

El trato de que eran objeto los protestantes cuando se conducían pacíficamente, debía, por otra parte, de inspirar les pocas esperanzas de lograr el perdón.

El Parlamento de París y el canciller Olivier fueron los encargados de juzgar a los complicados en la empresa. Se imprimió gran actividad a los sumarios, los interrogatorios fueron evacuados con rapidez y la sentencia no se hizo esperar.

Con los autores sin importancia de la rebelión hasta se prescindió de esas formalidades.

Se trataba de gente insignificante, que fue enrodada o ahorcada en pocos días en el mismo Amboise, a fin de ahorrar trabajo al Parlamento. Los honores de la justicia únicamente fueron otorgados a las gentes de cierto rango social o de algún renombre.

En menos de tres semanas quedó terminado todo.

Se señaló la fecha de 15 de abril para la ejecución pública en Amboise de veintisiete barones, once condes y siete marqueses, sin contar otros caballeros o jefes de la Reforma que, sumados con los primeros, dieron un total de cincuenta.

Nada se omitió para que el acto terrible de justicia tuviese todo el esplendor y pompa imaginables. Hiriéronse grandes preparativos, se constituyeron tres tribunas elegantísimas, adosadas a la plataforma del castillo, una de las cuales, la del centro, incomparablemente más suntuosa que las demás, estaba reservada a la familia real.

Alrededor de la plaza donde debía llevarse a cabo la ejecución, se colocaron graderías de tablas para los espectadores, que llegaron a Amboise en número de más de diez mil, y que hubieron de acampar en los alrededores de la ciudad por no encontrar alojamiento en esta.

El día 15 de abril, desde muy temprano, principiaron a llenarse de gente los tejados de todas las casas de la ciudad. Las ventanas recayentes a la plaza se pagaron a diez escudos de oro, suma enorme en aquel tiempo.

En el centro de la plaza se levantó un vasto cadalso recubierto de paños negros. Se llevó allí el tajo sobre el cual debía cada condenado colocar la cabeza después de arrodillarse, y para el escribano encargado de llamar por su nombre y turno a los reos, se instaló sobre el cadalso un sillón vestido también de negro.

De la custodia de la plaza se encargó una compañía de la guardia escocesa y los gendarmes de la casa del rey.

Después de celebrada una misa solemne en la capilla de San Florentino, fueron conducidos los condenados a la plaza. Muchos de ellos habían sido sometidos a tormento. Varios religiosos les asistían, tratando de hacerles abjurar del protestantismo.

Mientras tanto, las tribunas de la corte se iban llenando, excepción hecha de la del centro, que al fin ocuparon los reyes cuando llegó el momento de ejecutar a los principales jefes de la rebelión.

Las ejecuciones comenzaron al mediodía.

A la una sólo quedaban por ajusticiar los doce caballeros que tomaron parte más saliente en la conjura.

Francisco II, más que pálido, estaba lívido: María Estuardo ocupaba el asiento de su derecha y la reina madre el de su izquierda. El cardenal de Lorena se sentó junto a Catalina de Médicis y el príncipe de Condé al lado de la reina.

Los doce caballeros condenados saludaron al príncipe de Condé, que estaba tan pálido como ellos. El príncipe les devolvió con gravedad el saludo.

—Siempre me he inclinado ante la muerte —dijo en voz alta.

La tribuna real acabó de llenarse casi al llegar los hermanos del rey, el nuncio del Papa, la duquesa de Guisa y el duque de Nemours.

Por último, llegaron y se colocaron en el fondo dos hombres, cuya presencia en aquel lugar no era menos extraña que la del príncipe de Condé.

Aquellos dos nombres eran Ambrosio de Paré y el conde de Montgomery.

Deberes diferentes les llevaban allí.

Gabriel había ido para intentar un último esfuerzo y salvar por lo menos a uno de los reos, el que debía ser ejecutado el último, y de cuya muerte se consideraba hasta cierto punto responsable, pues era consecuencia de los consejos que al condenado había dado: nos referimos a Castelnau de Chalosses.

Ambrosio Paré había sido llamado algunos días antes a Amboise por el duque de Guisa, a quien preocupaba seriamente la salud de su regio sobrino. María Estuardo, no menos alarmada que su tío, habíale rogado que asistiese a la ejecución con objeto de atender al rey si de su ciencia tenía necesidad.

Examinemos la justicia de los deseos de Gabriel.

Recordará el lector que Castelnau se había rendido previo compromiso, firmado por el duque de Nemours, que le garantizaba la libertad y la vida, pero lo cierto era que, a su llegada a Amboise, fue encerrado en un calabozo y luego sentenciado a muerte, cuya condena iba a cumplirse.

Hay que ser justos, sin embargo, con el duque de Nemours. Cuando vio comprometida su palabra y su firma de caballero, se encolerizó y se desesperó. Tres semanas hacía que visitaba a todas horas al cardenal, al duque de Guisa, al rey y a María Estuardo, solicitando, reclamando, implorando la libertad del hombre que fio en su palabra de honor, pero el canciller Olivier, a quien le enviaban invariablemente, le contestaba que un rey no está obligado a cumplir la palabra empeñada a un súbdito rebelde ni las promesas que en su nombre hayan sido hechas por quienquiera que sea.

El duque de Nemours asistía a la ejecución, más terrible para él que para ningún otro, porque, como Gabriel, abrigaba alguna esperanza de salvar al fin a Castelnau.

A una seña del duque de Guisa, continuaron las ejecuciones, momentáneamente suspendidas. En menos de un cuarto de hora cayeron ocho cabezas más. Ya no quedaban al pie del cadalso más que cuatro condenados.

El escribano gritó con voz potente:

«Alberto Edmundo Roger, conde de Mazéres, culpable de rebelión armada contra la persona del rey».

—¡Falso! —gritó desde la plataforma del cadalso—. ¡Ved en qué estado me han puesto en nombre del rey! —repuso, enseñando los brazos acardenalados—. Me consta, sin embargo, que estos tormentos me han sido infligidos sin su orden, y no ceso de gritar: ¡Viva el rey!

Rodó su cabeza.

El escribano continuó:

«Juan Luis Alberic, barón de Raunay, culpable de ataque a mano armada contra la persona del rey».

—Tú y tu canciller mentís como dos bellacos —contestó gritando Raunay—. Nos hemos alzado en armas contra los hermanos Guisa, no contra la persona del rey, y sólo deseo que los dos mueran tan tranquilos y puros como yo.

Seguidamente colocó la cabeza sobre el tajo.

«Roberto Juan Rene Briquemaut, conde de Vilmongis —repuso el escribano—, culpable del crimen de lesa majestad y de atentado a mano armada contra la persona del rey».

—¡Padre celestial! —gritó el reo elevando los ojos al cielo—. ¡Vierten la sangre de tus hijos…! ¡Tú les vengarás!

Y cayó sin cabeza.

No quedaba más que Castelnau.

El duque de Nemours, con la esperanza de salvarle, había repartido el oro a manos llenas: en su salvación estaban interesados el escribano y hasta los verdugos. El primer verdugo dijo que estaba rendido y hubo necesidad de llamar a su ayudante, lo que motivó una interrupción, que aprovechó Gabriel para excitar al duque a que intentase nuevos esfuerzos.

Santiago de Saboya se inclinó al oído de la duquesa de Guisa, con la cual, según se decía, estaba en las mejores relaciones posibles, y le dijo algunas palabras con voz muy baja. La duquesa ejercía gran influencia sobre la joven reina.

Oídas las palabras del duque de Nemours, la de Guisa se levantó como no pudiendo soportar por más tiempo aquel espectáculo, y dijo lo suficientemente alto para que la oyese la reina:

—¡Es un espectáculo demasiado espantoso para mujeres! ¡La reina se va a poner mala…! ¡Retirémonos!

—Sed un poco más fuerte, señora —dijo el cardenal a su hermana política—. Tened presente que por vuestras venas circula la sangre de los Este y que sois la esposa del duque de Guisa.

—¡Cómo esposa y como madre me aflijo, porque la sangre derramada y los odios que encenderá vendrán a caer sobre las cabezas de nuestros hijos!

—Las mujeres son demasiado tímidas —dijo el cardenal.

—Y los hombres también nos conmovemos ante cuadros tan lúgubres —terció el duque de Nemours—. ¿Verdad que también vos, príncipe, estáis conmovido? —añadió, dirigiéndose al de Condé.

—¡Bah! —exclamó el cardenal—. El príncipe es un soldado habituado a ver la muerte de cerca.

—En las batallas, sí; pero no en el cadalso —contestó el príncipe.

—¿Es posible que un príncipe de la sangre sienta piedad hacia los rebeldes? —preguntó Carlos de Lorena.

—Siento piedad hacia los bravos soldados que sirvieron siempre con dignidad al rey de Francia —respondió el príncipe.

El duque de Nemours, dirigiéndose a la reina madre, repuso:

—¡Queda uno solo, señora! ¿No se le podría perdonar?

—No puedo hacer nada —contestó Catalina de Médicis moviendo la cabeza.

Castelnau subía ya las gradas del cadalso.

El pueblo, profundamente emocionado, olvidó el miedo que le inspiraban los soldados, y gritó:

—¡Perdón! ¡Perdón!

El duque de Nemours se esforzaba por conmover al duque de Orleáns.

—¿Habéis olvidado, monseñor —le decía—, que en esta misma ciudad de Amboise, el barón de Castelnau salvó al difunto duque de Orleáns, en la revuelta que puso en peligro sus días?

—Yo haré lo que disponga mi madre —contestó el de Orleáns.

—¡Pero si os dirigierais al rey!… ¡Una palabra vuestra!…

—¡Os lo repito! —interrumpió el príncipe con sequedad—. ¡Espero las órdenes de mi madre!

—¡Ah, príncipe… príncipe…!

El duque de Nemours dirigió a Gabriel una mirada de desesperación.

El escribano leyó:

«Miguel Juan Luis, barón de Castelnau de Chalosses, reo del crimen de lesa majestad y de atentado contra la persona del rey».

—Afirmo, y pongo por testigos a mis propios jueces, que la acusación es falsa, a no ser que consideren ser crimen de lesa majestad oponerse a la tiranía de los Guisa. Pero, en ese caso, debieron empezar por declararles reyes. Es posible que se llegue a eso, pero cuestión es esta que resolverán tal vez los que me sigan.

Y dirigiéndose al verdugo, añadió:

—Ahora, cumple con tu obligación.

El verdugo, que creyó ver cierto movimiento significativo en las tribunas, fingió, para ganar tiempo, que estaba arreglando el hacha.

—Este hacha está mellada, señor barón —le dijo—, y vos sois digno de morir de un solo golpe… ¿Quién sabe si un momento más…? Lo digo porque veo allá algo especial, que pudiera seros favorable…

El pueblo en masa gritó de nuevo:

—¡Perdón! ¡Perdón!

Gabriel, sin poderse contener, alzo la voz diciendo a María Estuardo:

—¡Perdonadle, oh reina!

María Estuardo miró a Gabriel, e hincándose de rodillas ante el rey, dijo:

—¡Señor! ¡Perdonad al menos a este! ¡Os lo suplico de rodillas!

—¡Señor! —clamó a su lado el duque de Nemours—. ¿No se ha derramado bastante sangre? ¡Ya sabéis que una mirada del rey equivale a una vida arrancada al verdugo!

Francisco, que temblaba horriblemente, pareció conmovido y se apoderó de una mano de la reina.

—¡Perdono al barón de Castelnau! —gritó el rey con energía.

El duque de Guisa había hecho una seña imperiosa al verdugo, y mientras Francisco pronunciaba la palabra perdono, la cabeza de Castelnau rodaba por el cadalso. Al día siguiente salía para Navarra el príncipe de Condé.