ESPUÉS de la salida del príncipe de Condé, ni el rey, ni María Estuardo, ni ninguno de los dos hermanos Lorena suscitaron la conversación acerca de lo que acababa de pasar. Parecía que de tácito y común acuerdo rehuían tan peligroso tema. Se arrastraban perezosos los minutos y transcurrían eternas las horas en aquel sombrío e impaciente silencio.
Francisco II se llevaba la mano con frecuencia a su abrasada frente; María, sentada a un lado, miraba tristemente el rostro pálido y abatido de su joven esposo, y de cuando en cuando secaba una lágrima; el cardenal de Lorena tenía fija la atención en los ruidos de fuera, y el Acuchillado, que no tenía ya que dar ninguna orden, y a quien su rango y el cargo que desempeñaba obligaban a estar siempre junto al rey, sufría, al parecer, cruelmente en aquella inacción forzada, y muchas veces golpeaba el suelo con el pie, como el brioso corcel de batalla cuando tasca el freno que le sujeta.
La noche avanzaba. El reloj del castillo primero, y luego el de San Florentino, dieron sucesivamente las seis y las seis y media. Comenzaba a apuntar el día sin que ningún ruido de ataque, ninguna señal de los centinelas hubiera turbado el silencio de la noche.
—¡Vamos! —dijo el rey principiando a tranquilizarse—. Comienzo a creer, señor cardenal, que vuestro Ligniéres ha engañado a vuestra eminencia o bien que los hugonotes han cambiado de parecer.
—Lo sentiría —respondió el cardenal de Lorena—, porque estamos seguros de vencer a la rebelión.
—Pues yo me alegraría —replicó el rey—, porque sólo el combate habría sido una derrota para el trono…
No había terminado el rey la frase, cuando retumbaron dos tiros de arcabuz, que era la señal convenida de alarma, y casi al mismo tiempo corrió por las murallas, repetido por los centinelas, el grito de:
—¡A las armas! ¡A las armas! ¡A las armas!
—No queda duda; son los enemigos —dijo el cardenal de Lorena, palideciendo a pesar suyo.
El duque de Guisa se levantó con semblante casi alegre y, saludando al rey, dijo:
—Señor, hasta muy pronto. Tened confianza en mí.
Y salió con precipitación.
Aún se le oía dar órdenes en la antecámara, cuando sonó una descarga de arcabuzazos.
—Ya veis, señor —dijo el cardenal, quizá para distraer su miedo con la conversación—, que Ligniéres estaba bien informado, y que sólo se ha equivocado en algunas horas.
Pero el rey no le hacía caso; únicamente prestaba atención, mordiéndose los labios con cólera, al estruendo creciente producido por la artillería y los arcabuces.
—¡Me cuesta trabajo creer en tanta audacia… en semejante afrenta a la corona! —exclamaba.
—Terminará vergonzosamente para esos miserables, señor —contestaba el cardenal de Lorena.
—Con todo, a juzgar por el ruido que hacen, los rebeldes han debido de traer fuerzas considerables y no tienen miedo —observó el rey.
—Todo terminará en breve como una hoguera de paja —respondió el cardenal.
—No tiene trazas de terminar tan pronto, pues el ruido se va acercando y el fuego aumenta en vez de disminuir —replicó el rey.
—¡Jesús! —exclamó María Estuardo—. ¿Oís cómo se estrellan las balas contra la pared?
—Yo creo, señora… —balbuceó el cardenal— podrá ser… pero yo no noto que el estruendo aumente…
Interrumpió su frase una terrible explosión.
—Ahí tenéis la contestación, señor cardenal —dijo el rey sonriendo con amargura—, si no fuese bastante para contradecir vuestras palabras el espanto que refleja vuestro rostro.
—Se percibe el olor de la pólvora —dijo María Estuardo—. ¡Virgen Santa…! ¡Qué coros de gritos tumultuosos!
—¡Mejor que mejor! —respondió Francisco—. Los señores reformados han penetrado, a mi juicio, en la ciudad, y tratan de sitiarnos en regla en nuestro castillo.
—Pero, señor —observó el cardenal temblando—, si la situación se ha agravado hasta el punto que suponéis, ¿no sería lo más acertado que vuestra majestad se retirase a la torre? Podemos abrigar la seguridad más absoluta de que de la torre no se apoderarán.
—¿Yo? ¿Esconderme yo ante mis vasallos? —exclamó el rey—. ¿Ante los herejes? Dejadles que penetren hasta aquí, señor tío, que a fe que nada deseo tanto como saber hasta dónde llevan su osadía. Veréis cómo se limitan a suplicarnos que cantemos con ellos algunos salmos en francés y que les permitamos predicar en nuestra capilla de San Florentino.
—¡Por favor, señor! —suplicó María Estuardo—. ¡Prestad oídos a la voz de la prudencia!
—No —replicó el rey—. Quiero ver hasta dónde se atreven. Aquí les espero, no dudando que se presentarán como súbditos leales, pero, si alguno me faltase al respeto que me es debido, por mi real nombre juro que habrá de convencerse de que la daga que llevo en la cintura no es exclusivamente un adorno.
Pasaban los minutos y el fuego de los mosquetes iba en aumento. El pobre cardenal de Lorena ya no tenía energías para pronunciar una palabra. El rey apretaba los puños con cólera.
—¡Es particular! —exclamó María Estuardo—. Nadie viene a traernos noticias… ¿Es tan grave el peligro que no hay un hombre solo que pueda abandonar su puesto un instante?
—¡Oh! —gritó al cabo de algunos momentos el rey—. ¡Esta espera es insoportable…! Pero conozco un medio, medio seguro, de saber lo que pasa, y es ir yo mismo al lugar de la refriega… Supongo que el señor teniente general del reino no se negará a admitirme como voluntario.
Francisco dio dos o tres pasos hacia la puerta, pero María le atajó, diciendo fuera de sí misma:
—¡Señor! ¿Qué vais a hacer? ¡Enfermo como estáis…!
—Nada me duele; me encuentro perfectamente bien —replicó el rey—. La indignación ha sustituido a la enfermedad.
—Esperad, señor —dijo el cardenal—. Me parece que esta vez el ruido se aleja realmente… ¡Sí! Los tiros suenan con menos frecuencia… ¡Ah! Aquí viene un paje, portador de noticias, sin duda.
—Señor —dijo el paje entrando—, el señor duque de Guisa me encarga que participe a vuestra majestad que los reformados han abandonado el campo y se han declarado en plena retirada.
—¡Al fin! —exclamó el rey—. ¡Lo celebro!
—El señor teniente general del reino, tan pronto como no sea necesaria su presencia en las murallas, vendrá a dar cuenta de todo al rey —añadió el paje.
Evacuada su comisión, se fue el mensajero.
—¿Lo estáis viendo, señor? —preguntó el cardenal con expresión de triunfo—. ¿No fueron acertadas mis previsiones, cuando anuncié que todo se reduciría a una nube de verano, que mi ilustre hermano daría pronta cuenta de todos esos cantores de salmos?
—¡Oh, mi excelente tío! —exclamó Francisco II—. ¡Con qué rapidez habéis recobrado el valor!
En aquel momento resonó otra explosión, mil veces más formidable que la primera.
—¿Qué será ese ruido? —preguntó el rey.
—¡Es particular… incomprensible…! —dijo el cardenal temblando de nuevo.
Por fortuna, el terror no le duró mucho. A raíz del estruendo entró el capitán de arcabuceros Richelieu, con la cara negra de pólvora y llevando en la mano una espada rota.
—Señor —dijo al rey—; los rebeldes huyen después de haber sufrido una derrota completa. Apenas han tenido tiempo de hacer volar, sin causarnos daños, un barril de pólvora que habían preparado junto a una de las puertas. Los que no han sido muertos o quedado prisioneros, han repasado el puente y se han hecho fuertes en una de las casas del Arrabal del Vendômois, donde les tenemos seguros… La cosecha será abundante… Desde esta ventana puede ver vuestra majestad cómo se les trata.
El rey se dirigió hacia la venta, seguido a cierta distancia por el cardenal y por la reina.
—¡En efecto… ahora son ellos los sitiados! —dijo—. ¿Pero, qué veo? ¿Qué humo es el que sale de aquella casa?
—Señor; sin duda la habrán prendido fuego —contestó Richelieu.
—¡Sí… eso es…! —dijo el cardenal—. ¡Mirad, señor, cómo saltan por las ventanas…! ¡Dos… tres… cinco… y más…!, ¿oís sus gritos?
—¡Dios mío! —exclamó María Estuardo juntando las manos—. ¡Pobre gente!
—Me parece que distingo, batiéndose al frente de los nuestros, el penacho y la banda de nuestro primo el príncipe de Condé —dijo el rey—. ¿Es él, capitán?
—Sí, señor —respondió el interrogado. No se ha separado un momento de nuestras filas y ha permanecido constantemente, espada en mano, al lado del señor duque de Guisa.
—Viendo estáis, señor cardenal, que no se ha hecho de rogar —observó el rey.
—El señor príncipe de Condé se habría expuesto a mucho obrando de otra manera, señor —contestó el cardenal.
—¡Las llamas aumentan en progresión aterradora! —exclamó María Estuardo—. ¡Va a desplomarse la casa sobre esos desventurados!
—¡Se desploma ya! —gritó el rey.
—¡Todo acabó! —dijo el cardenal.
—¡Alejémonos de aquí, señor; esto es horrible! —exclamó María Estuardo llevándose consigo al rey.
—Sí —contestó Francisco II—; ahora me dan lástima.
Un momento después entraba en la estancia el duque de Guisa, tranquilo y arrogante, acompañado del príncipe de Condé, a quien le costaba no poco trabajo disimular el abatimiento y la vergüenza que le dominaban.
—Señor —dijo el Acuchillado al rey—, todo ha terminado. Los rebeldes han sufrido el castigo que merecía su crimen. Doy gracias a Dios que se ha servido librar al rey de tan gran peligro, pues según he visto, era mucho mayor de lo que suponíamos. Teníamos traidores en nuestras filas.
—¡Es posible! —exclamó el cardenal.
—Sí; apenas iniciado el ataque, los reformados han sido secundados por los soldados de La Motte, que nos han atacado por el flanco. He aquí por qué han sido, durante algunos minutos, dueños de la ciudad.
—¡Es espantoso! —exclamó el cardenal.
—Lo habría sido más todavía si los rebeldes hubiesen sido secundados también, como esperaban, por las fuerzas de Chaudieu, hermano del ministro, que debían atacar la puerta de Bons-Hommes.
—¿Y se frustró ese ataque?
—No llegó a realizarse, señor. El capitán Chaudieu se ha retrasado, a Dios gracias, y cuando llegue, será para ver despedazados a sus amigos. ¡Qué ataque ahora cuando guste! Ha de encontrar quien le conteste dentro y fuera de los muros. Para que reflexione antes de tentar la aventura, he dispuesto que sean colgados veinte o treinta amigos suyos en lo alto de las almenas de Amboise: creo que el espectáculo le servirá de saludable aviso.
—Os doy las gracias, primo mío —dijo el rey—. Veo que la protección de Dios se ha declarado decididamente en nuestro favor, puesto que ha querido introducir la confusión en los consejos y en las filas de nuestros enemigos. Ante todo, vamos a la capilla a darle las gracias.
—Y después, señor, habrá que pensar en el castigo de los culpables —dijo el cardenal—. ¿Asistiréis a la ejecución con la reina y la reina madre, señor?
—Pero… ¿será necesario que asista yo? —preguntó el rey contrariado.
—El glorioso rey, Francisco I, vuestro abuelo, señor, asistió a todas…
—Mi glorioso abuelo hizo lo que le pareció oportuno, y yo quiero hacer también lo que tenga por conveniente —replicó Francisco II.
—¿Es posible que faltéis vos, señor, a un acto al que asistirán todos, incluso el príncipe de Condé?
—Hablaremos de ese asunto más tarde —dijo el rey—. Todavía no han sido condenados los culpables.
—Señor, lo han sido ya.
—Sea. A su debido tiempo impondréis esa necesidad terrible a mi debilidad, pero por ahora, señor cardenal, vámonos, como he dicho, a dar gracias a Dios, que se ha dignado alejar de nuestra cabeza los peligros de la conspiración.
—Señor —terció el duque de Guisa—, no conviene exagerar las cosas ni darles mayor importancia de la que merecen, Ruego a vuestra majestad que no llame conspiración al movimiento que hemos aplastado; en realidad no ha pasado de la categoría de tumulto.