RA de esperar que, rendidas las fuerzas rebeldes del castillo de Noizai y vencidas las que lucharon en el bosque de Château-Regnault, hubiese terminado todo. Así probablemente habría sucedido, de haber sido advertidos a tiempo los conjurados de Nantes; pero, ignorantes estos de los dos descalabros sucesivos sufridos por su partido, continuaron su marcha sobre Amboise, dispuestos a atacar la plaza aquella noche.
Ya sabemos que, merced a las exactas noticias de Ligniéres, en Amboise estaban convenientemente preparados para su llegada.
El rey no había querido acostarse; disgustado e inquieto iba y venía con paso febril de un extremo a otro del vasto salón que le habían reservado para cámara.
Velaban a su lado María Estuardo, el duque de Guisa y el cardenal de Lorena.
—¡Qué noche tan larga! —exclamaba Francisco II—. Sufro horriblemente, mi cabeza es un volcán en erupción y vuelven a torturarme estos insoportables dolores de oído… ¡Qué noche, santo Dios, qué noche!
—¡Mi pobre y querido Francisco! —contestaba con voz dulce María—. ¡No os agitéis así, os lo suplico, porque vuestra agitación aumenta vuestros sufrimientos físicos y morales! ¿Por qué no descansáis un rato?
—¿Acaso puedo descansar, María? ¿Puedo dormir tranquilo cuando mi pueblo se rebela, cuando se alza en armas contra mí? ¡Ah! ¡Estas amarguras abreviarán los pocos días de vida que el Señor se ha dignado concederme!
María no contestó: dos raudales de lágrimas inundaron su rostro encantador.
—No debiera vuestra majestad afligirse hasta ese extremo —dijo el Acuchillado—. He tenido el honor de deciros que hemos adoptado tales precauciones que nuestro triunfo es infalible. Yo os respondo de todo, señor.
—Los comienzos no han podido ser más felices —dijo el cardenal de Lorena—. Castelnau ha sido hecho prisionero y La Rénaudie muerto: con tan buenos auspicios, ¿no debemos creer en un éxito feliz?
—¡Felices augurios ciertamente! —exclamó con amargura Francisco II.
—Mañana estará todo terminado —continuó el cardenal—. Habrán caído en nuestras manos todos los jefes rebeldes, y podremos hacer un terrible escarmiento que sirva de ejemplo a los que intenten imitarles. Creo que se hace indispensable celebrar un auto de fe solemne, y que es preciso castigar a Castelnau. Cierto que el duque de Nemours le ha jurado que se le otorgaría el perdón, pero nosotros nada hemos prometido, y el juramento del duque de Nemours no nos obliga a nada. En cuanto a La Rénaudie, ya han sido dadas las órdenes oportunas para que mañana sea expuesta su cabeza en el puente de Amboise con esta inscripción: Jefe de los rebeldes.
—¡Jefe de los rebeldes! —repitió el joven rey—. Os he oído decir, sin embargo, que el jefe no era él, y que las declaraciones y la correspondencia de los conjurados prueban que el jefe principal, el jefe supremo, era el príncipe de Condé.
—¡En nombre del Cielo, señor, os suplico que no habléis tan alto! —interrumpió el cardenal—. Sí; todo eso es cierto; el príncipe lo ha preparado, lo ha dirigido todo, pero desde lejos. Los hugonotes le daban el nombre de El Capitán mudo, y debía declararse en rebelión después que los suyos hubiesen conseguido el primer triunfo. Pero, como en vez de conseguir un triunfo, han sufrido una derrota, ni se ha declarado ni se declarará. No le impulsemos nosotros a extremos peligrosos ni reconozcamos ostensiblemente a la rebelión una cabeza tan poderosa; finjamos que no le vemos a fin de no ponerle en evidencia.
—¡No por eso dejará el señor príncipe de Condé de ser el verdadero jefe de los rebeldes! —exclamó Francisco, cuya juvenil impaciencia se avenía mal con las ficciones gubernamentales, como se las ha llamado después.
—Así es, señor —respondió el Acuchillado—; pero el príncipe, lejos de confesar su participación en la trama, la niega terminantemente. Finjamos, pues, que le creemos bajo su palabra. El príncipe vino hoy a encerrarse en Amboise, donde es vigilado, donde no se le pierde de vista, pero desde lejos, de la misma manera que dirigía él la conspiración. Finjamos aceptarle como auxiliar, como aliado, que menos peligroso es esto que obligarle a que se declare nuestro enemigo. Esta noche, el príncipe se batirá, si hay combate, a nuestro lado y contra sus propios cómplices, y mañana asistirá a las ejecuciones. ¿No es para él esa necesidad dura en que se encuentra mil veces más dolorosa que para nosotros la que nos hemos impuesto?
—Desde luego… sí —contestó el rey—; ¿pero hará lo que decís? Y si lo hace, ¿es posible que sea culpable?
—Señor —contestó el cardenal—; tenemos en nuestro poder, y entregaremos a vuestra majestad si lo desea, pruebas evidentes de la complicidad del señor príncipe de Condé; pero cuanto más concluyentes son esas pruebas, tanto más debemos disimular. Un pesar tengo, y es que se me han escapado palabras que, si llegan a oídos del príncipe, podrían ofenderle.
—¡Teméis ofender a un culpable! —exclamó Francisco II—. ¿Pero, qué ruido es ese que se oye fuera? ¡Jesús…! ¿Serán los rebeldes?
—Voy corriendo —dijo el duque de Guisa.
Pero antes de que hubiera pisado el dintel de la puerta, entró Richelieu, el capitán de arcabuceros que conocemos, diciendo:
—Perdonad, señor: el príncipe de Condé cree haber oído palabras que ofenden su honor, y pide con vivas instancias que se le permita rechazar públicamente, en presencia de vuestra majestad, esas sospechas injuriosas.
Iba el rey a negarse a recibir al príncipe, pero el duque de Guisa había hecho ya una señal a los arcabuceros del capitán Richelieu, y estos abrieron paso al príncipe de Condé, que entró con la cabeza alta y el rostro animado.
Seguíanle varios caballeros y canónigos de San Florentino, comensales ordinarios del castillo de Amboise, que el cardenal había transformado aquella noche en soldados, por si eran necesarios para la defensa.
—Señor; dignaos perdonar mi atrevimiento —dijo el príncipe después de haberse inclinado ante el rey—. Pero debo hacer presente que mi atrevimiento tiene su justificación anticipada en la osadía de ciertas acusaciones lanzadas contra mi lealtad, acusaciones que mis enemigos propalan, según parece, arteramente y en secreto. Pero yo quiero que esos enemigos encubiertos se manifiesten y salgan a la luz del día, para confundirles y abofetearles.
—¿De qué se trata, primo mío? —preguntó con seriedad Francisco II.
—Señor —respondió el príncipe de Condé—, hay quien tiene la avilantez de decir que soy el verdadero jefe de los rebeldes, cuya loca e impía tentativa perturba en estos momentos la tranquilidad del Estado y entristece y llena de consternación a vuestra majestad.
—¡Ah! ¿Dicen eso? —repuso el rey—. ¿Y quién lo dice?
—He sorprendido yo mismo, hace un instante, señor, esas odiosas calumnias en boca de esos reverendos hermanos de San Florentino que, creyéndose sin duda en su convento, no tienen reparo en decir en voz alta lo que se les comunica en secreto.
—¿Y acusáis a los que han repetido o a los que han inventado la calumnia?
—Acuso a los unos y a los otros, señor, pero de una manera especial a los instigadores de esas cobardes imposturas…
Esto diciendo, miraba con descaro al cardenal de Lorena, el cual procuraba ocultarse, como avergonzado, detrás de su hermano.
—¡Está bien, primo! —dijo el rey—. Os permitimos desde luego que confundáis la impostura y acuséis a los impostores. Veamos…
—¿Confundir la impostura, señor? —repitió el príncipe de Condé—. ¿No la confunden mis hechos mejor que pudieran hacerlo mis palabras? ¿No he acudido a este castillo, tan pronto como fui llamado, para ocupar mi puesto entre los defensores de vuestra majestad? ¿Obran de este modo los culpables, señor?
—Acusad, entonces, a los impostores —dijo Francisco II.
—Lo haré también, pero no con palabras, sino con actos, señor. Fuerza será, si es que tienen corazón, que me acusen cara a cara, que se descubran ellos mismos y en el acto. Aquí, públicamente, les arrojo el guante, en presencia de mi Dios y de mi rey. Que se presente el hombre, sean los que sean su rango y condición, que se atreva a sostener que yo soy el autor de la conjuración. Prometo combatir con él cuándo y como quiera, y dado caso que fuese inferior a mí, me obligo asimismo a igualarme con él en todo para el combate que ofrezco.
Al terminar de hablar, el príncipe de Condé arrojó su guante a sus pies. Su mirada, como si quisiera puntualizar el desafío, estaba clavada con fiereza en la del duque de Guisa, que no pestañeaba siquiera.
Hubo un momento de silencio durante el cual todos los presentes pensaban sin duda en aquel extraño prodigio de fingimiento ofrecido por un príncipe de la sangre a toda una corte, en la cual hasta los pajes sabían que era mil veces culpable del crimen del cual pretendía justificarse con indignación tan admirablemente fingida.
Pero, a decir verdad, únicamente el rey tuvo la candidez de asombrarse, pues los demás, sin excepción, supieron hacer justicia al valor del príncipe y estimar en lo que valía su virtud.
Las ideas de las cortes italianas sobre la política, importadas por Catalina dé Médicis y sus florentinos, estaban a la sazón de moda en Francia. El que mejor sabía engañar era celebrado como más hábil, y el arte consistía en ocultar las ideas y disfrazar los actos. La sinceridad entonces, habría pasado plaza de simpleza.
No pudieron librarse del contagio ni los caracteres más nobles y puros de aquel tiempo, tales como Coligny, Conde, el canciller Olivier y otros.
Se comprenderá, pues, que el duque de Guisa, lejos de despreciar al príncipe de Condé por su inconcebible descaro, le admiró. Pero al mismo tiempo se dijo a sí mismo que no le envidiaba sus dotes de fingimiento, y para demostrarlo, dio un paso al frente, se quitó muy despacio un guante, y lo arrojó al lado del príncipe.
Hubo un momento de sorpresa, porque al pronto se creyó que iba a recoger la insolente provocación del príncipe.
Con voz fuerte, decidida, casi de convencimiento, dijo:
—Yo apruebo y sostengo las palabras del príncipe de Condé, y como tengo el honor de ser pariente suyo, me honra tanto ser su servidor, que me ofrezco a secundarle y a batirme contra quien se presente, ayudándole de este modo en tan justa defensa.
El Acuchillado paseaba altivo su mirada sobre los que le rodeaban.
El príncipe de Condé no pudo menos de bajar los ojos; se sentía vencido, derrotado, más completamente que si lo hubiera sido en campo abierto.
—¿No hay quien levante el guante del príncipe de Condé ni el mío? —preguntó el duque de Guisa.
Nadie se movió.
—Primo —dijo Francisco II sonriendo melancólicamente—; me parece que habéis quedado, según deseabais, limpio de toda sospecha de felonía.
—Así es, señor —contestó con impudencia el Capitán mudo—; doy las gracias a vuestra majestad por haberme ayudado…
Volvióse, no sin violencia, hacia el Acuchillado, y añadió:
—Y las doy también a mi buen aliado y pariente el duque de Guisa. Espero demostrarle, y demostrar a todos, si esta noche hay combate, esgrimiendo mis armas contra los rebeldes, que no ha hecho mal en tomar mi defensa.
El príncipe de Condé y el duque se saludaron mutuamente con la mayor cortesía.
A continuación, el príncipe, justificado ya como era debido, y no teniendo nada que hacer en la cámara regia, hizo una reverencia al rey y salió, seguido por los espectadores que le habían acompañado al entrar.
En la cámara quedaron únicamente los cuatro personajes cuya impaciencia y temores había dejado en suspenso la singular comedia a que acabamos de asistir.
Una deducción inferiremos de la escena caballeresca que queda reseñada; y es que la política data del siglo XVI… cuando menos.