Capítulo XLIX

POR fortuna, el bosque de Château-Regnault distaba escasamente legua y media de Noizai. Gabriel se dirigió a galope tendido hacia aquel punto, pero después de invertir una hora en recorrerlo en todas direcciones, tuvo el sentimiento de no encontrar tropa alguna, ni amiga ni enemiga.

Al fin, a la revuelta de una especie de alameda, le pareció oír el acompasado galopar de muchos caballos. Las tropas no debían de pertenecer al ejército de los reformados, puesto que reían y hablaban libremente, al paso que los hugonotes, demasiado interesados en ocultar su paso, seguramente habrían guardado el silencio más absoluto.

A pesar de todo, Gabriel dirigió su marcha hacia aquel lado, no tardando en descubrir las bandas rojas de las tropas reales.

Adelantó decidido hasta encontrar al jefe, quien le reconoció al momento, de la misma manera que Gabriel le reconoció a él.

Era el barón de Pardaillan, oficial joven y valiente, que se había batido a su lado a las órdenes del duque de Guisa.

—¡Hola! —exclamó—. ¡El conde de Montgomery! ¡Yo os creía en Noizai!

—De allí vengo.

—¿Y qué hay por allá? Acompañadnos un rato y nos contaréis.

Contó Gabriel la repentina llegada al castillo del duque de Nemours, la sorpresa del glacis y del puente levadizo, su propia intervención entre los dos partidos enemigos y la sumisión pacífica de los protestantes que fue resultado de aquella.

—¡Pardiez! —exclamó Pardaillan—. El duque de Nemours ha tenido una suerte como para mí la deseara yo. ¿Sabéis, conde de Montgomery, contra quién voy yo en este momento?

—Contra La Rénaudie, ¿no es cierto?

—Precisamente; ¿y sabéis qué parentesco nos une a La Rénaudie y a mí?

—Si mal no recuerdo, sois primos… ¡Sí, sí! Primos.

—Primo mío es, en efecto, y más que primo, amigo queridísimo, mi compañero de armas. ¿Sabéis que es muy duro batirse contra quién con mucha frecuencia se ha batido a nuestro lado?

—¡Oh, sí! —exclamó Gabriel—. Pero… ¿estáis seguro de encontrarle?

—¡Segurísimo! Las instrucciones que he recibido son harto precisas, y los informes de los miserables que le han vendido demasiado fieles y exactos. Para que os convenzáis, os diré que, dentro de un cuarto de hora de marcha, en la segunda alameda, a la izquierda, debo encontrarme frente a frente con La Rénaudie.

—¿Y si tomaseis esa otra alameda…? —insinuó Gabriel.

—Faltaría a mi deber y a mi honor de soldado —contestó Pardaillan—. Además; aunque quisiera hacerlo, no podría: mis dos tenientes han recibido del duque de Guisa las mismas órdenes que yo y se opondrían a que yo faltase a ellas. No; una sola esperanza me resta, y es que La Rénaudie se avenga a entregárseme. Pero es una esperanza muy incierta, porque mi primo es bravo y orgulloso, incapaz de dejarse sorprender en campo abierto como Castelnau, y por otra parte, mis fuerzas apenas si serán superiores en número a las suyas. De todos modos, señor de Montgomery, no dudo que me ayudaréis a aconsejarle la paz.

—Haré cuanto esté de mi parte.

—¡Váyanse al diablo las guerras civiles! —exclamó Pardaillan.

Caminaron cerca de diez minutos sin cambiar una palabra más.

Así que doblaron la segunda alameda oblicuando hacia la izquierda, dijo Pardaillan:

—Debemos de estar muy cerca, porque me late con fuerza el corazón. Dios me perdone, pero creo que, por vez primera en mi vida, tengo miedo.

Las tropas reales ya no reían ni hablaban; avanzaban lentamente y con precaución.

Habrían andado doscientos pasos más, cuando al través de una arboleda muy espesa, en un sendero que bordeaba el camino real, les pareció que brillaban armas.

Sus dudas, si es que las tuvieron, fueron de poca duración, porque casi en el acto gritó una voz enérgica:

—¡Alto! ¿Quién vive?

—Es la voz de La Rénaudie —dijo Pardaillan a Gabriel.

Seguidamente contestó:

—¡Valois y Lorena!

Rápido como el pensamiento, desembocó La Rénaudie a caballo, seguido por sus tropas, en el camino real. Mandó hacer alto a los suyos, y avanzó algunos pasos, completamente solo.

Pardaillan le imitó: dio la orden de ¡alto!, a sus fuerzas, y avanzó seguido de Gabriel.

Más que dos enemigos dispuestos a despedazarse, parecían dos amigos deseosos de volverse a ver después de larga ausencia.

—Te habría contestado como debo —dijo La Rénaudie mientras se acercaba—, si no hubiese creído reconocer la voz de un amigo. O mucho me engaño, o esa celada oculta las facciones de mi querido primo Pardaillan.

—¡Yo soy, sí, mi desgraciado La Rénaudie! —respondió Pardaillan—. Si quieres que te dé un consejo de hermano, renuncia a tu empresa, amigo mío, y depón las armas.

—¡Diablo! ¿Y le llamas consejo de hermano? —replicó La Rénaudie con acento irónico.

—Sí, señor La Rénaudie —terció Gabriel dejándose ver—. Es un consejo de hermano, de amigo leal, os lo aseguro. Castelnau se rindió esta mañana al duque de Nemours, y si vos no le imitáis, estáis perdido.

—¡Hola, señor de Montgomery! —dijo La Rénaudie—. ¿También vos estáis con ellos?

—Ni con ellos ni con vos —contestó con gravedad y tristeza Gabriel—; estoy entre unos y otros.

—¡Perdonadme, señor conde! —exclamó La Rénaudie, conmovido por el noble y digno acento de Gabriel—. No he querido ofenderos; creo que dudaría antes de mí que de vos.

—Entonces, creedme; no aventuréis un combate inútil y funesto. Entregaos.

—¡Imposible! —contestó La Rénaudie.

—Ten en cuenta que las fuerzas que ves aquí son una vanguardia insignificante —dijo Pardaillan.

—¿Y crees tú que iba yo a cometer la necedad de venir con ese puñado de hombres que ves? —replicó La Rénaudie.

—Te prevengo que tienes traidores en tus filas —repuso Pardaillan.

—Los tienes tú en las tuyas —replicó La Rénaudie.

—Yo me encargo de conseguir del duque de Guisa el perdón para ti —añadió Pardaillan, que no sabía a qué argumento recurrir para convencerle.

—¡Mi perdón! Dentro de muy poco habré de concederlo, en vez de recibirlo.

—¡La Rénaudie… La Rénaudie! ¡No me obligues a desenvainar la espada contra ti, Godofredo, mi antiguo camarada, mi querido primo, mi compañero de la infancia!

—Pues no habrá más remedio, Pardaillan. Me conoces demasiado bien para que puedas imaginar ni por un momento que estoy dispuesto a cederte sí campo.

—¡Señor de La Rénaudie, que hacéis mal! —gritó Gabriel—. ¡Os repito que hacéis mal! ¡Por última vez!…

Al llegar aquí, fue interrumpido bruscamente.

Los jinetes de los dos bandos, que se mantenían a poca distancia, mirándose unos a otros, y no comprendían aquella extraña conferencia de sus jefes, ardían en deseos de venir a las manos.

—¿Qué diablos se estarán diciendo? ¿No acabarán nunca? —murmuraban los soldados de Pardaillan.

—¿Si creerán que hemos venido aquí para verles como hablan tranquila y reposadamente de sus asuntos? —decían los hugonotes.

—¡Esperad, esperad! —dijo uno de los del bando de La Rénaudie, en el cual cada soldado era un jefe—. Yo sé de un medio seguro de abreviar su conversación.

Y mientras Gabriel dirigía sus últimos ruegos a La Rénaudie, el hugonote en cuestión disparó un pistoletazo contra las tropas reales.

—¡Lo ves! —exclamó Pardaillan con acento dolorido—. ¡Los tuyos han disparado el primer tiro!

—¡Sin orden mía! —contestó con vivacidad La Rénaudie—. Pero, puesto que la suerte está echada, paciencia y… ¡Adelante, amigos míos, adelante!

Retrocedió para reunirse con los suyos. Pardaillan hubo de hacer otro tanto.

—¡Adelante! —gritó a su vez.

Comenzó el fuego.

Gabriel había quedado inmóvil entre los blancos y los rojos, entre los leales y los hugonotes, recibiendo el fuego de entrambos bandos.

Desde los primeros tiros volaron las plumas de su casco cortadas por una bala y fue muerto el caballo que montaba. Gabriel se desembarazó de los estribos y permaneció de pie, inmóvil y pensativo, en medio de aquella terrible refriega.

Agotadas las municiones, los combatientes prosiguieron la lucha al arma blanca.

Gabriel no hizo el menor movimiento; ni siquiera llevó la mano al puño de su espada. Se contentó con contemplar las furiosas estocadas que menudeaban en torno suyo, triste y sombrío como hubiera podido estarlo la imagen de Francia entre aquellos franceses enemigos que se acuchillaban con furor.

Principiaron a flaquear los hugonotes, inferiores en número y en disciplina.

La Rénaudie, mientras tanto, había vuelto a encontrarse con Pardaillan.

—¡A mí! —le gritó—. ¡Que muera yo a tus manos a lo menos!

—¡Ah! —respondió Pardaillan—. ¡El que quede con vida será el más generoso!

Y se atacaron con vigor. Los golpes que se descargaban resonaban en sus armaduras como resuena el martillo sobre el yunque. La Rénaudie daba vueltas alrededor de Pardaillan que, firme en la silla, paraba y devolvía las estocadas sin cansarse. Dos rivales sedientos de venganza no habrían luchado más encarnizadamente.

Al fin, La Rénaudie hundió su espada en el pecho de Pardaillan, quien cayó al suelo.

Resonó un grito, pero no fue Pardaillan quien lo lanzó, sino La Rénaudie.

Felizmente para el vencedor, ni tiempo tuvo para contemplar su funesta victoria. Montigny, paje de Pardaillan, le disparó un arcabuzazo que le derribó en tierra mortalmente herido.

Antes de morir, sin embargo, La Rénaudie tuvo fuerzas suficientes para dar un revés terrible con su espada al paje que le había herido, tendiéndole sin vida a su lado.

La lucha continuó en derredor de los tres cadáveres más furiosa que nunca.

Pero los hugonotes llevaban la peor parte, y a poco de haberse quedado sin jefe, empezaron a declararse en fuga.

Fueron pocos los que consiguieron salvarse: en su mayor parte murieron, y algunos fueron hechos prisioneros.

El feroz y sangriento combate apenas duró más de diez minutos.

Las tropas reales se dispusieron a volver a Amboise, y colocaron sobre el mismo caballo, para transportarlos juntos, los cadáveres de Pardaillan y de La Rénaudie.

Gabriel, que no había recibido un rasguño, contemplaba tristemente aquellos dos cuerpos en los cuales latían momentos antes los dos corazones más nobles tal vez que había conocido.

—¿Cuál de los dos era más valiente? —se preguntaba—. ¿Quién de los dos quería más al otro? ¿Cuál de los dos ha sido mayor pérdida para la patria?