Capítulo XLVIII

NO salió Gabriel del castillo de Noizai, sino que resolvió pasar en él la noche. Su presencia sería para los protestantes demostración de su buena fe, en el caso de que fueran atacados, y, por otra parte, abrigaba esperanzas de convencer a la mañana siguiente, si no a Castelnau, a algún otro jefe que no estuviese tan ciegamente obstinado. ¡Si llegase La Rénaudie!

Dejóle Castelnau en libertad completa, y hasta pareció que le trataba con algún desdén, no haciendo el menor caso de él.

Aquella noche le encontró muchas veces Gabriel en las galerías y en los salones del castillo, yendo, viniendo y dando órdenes para los reconocimientos y provisión de víveres, pero no se cruzó una sola palabra entre aquellos dos esforzados jóvenes, tan nobles y orgullosos el uno como el otro.

Durante las eternas horas de aquella noche angustiosa, el conde de Montgomery, demasiado inquieto para poder conciliar el sueño, estuvo en las murallas escuchando, meditando y orando.

Con el día empezaron a llegar las tropas de los reformados formando grupos poco numerosos.

A las ocho se habían reunido ya en número considerable, y a las once, Castelnau no aguardaba ninguna fracción.

Gabriel no conocía a ninguno de los jefes. La Rénaudie había mandado a decir que llegaría con sus tropas a Amboise por el bosque de Château-Regnault.

Todo estaba dispuesto para marchar. Los capitanes Mazéres y Raunay, que debían mandar la vanguardia, habían bajado al glacis[27] del castillo para formar sus efectivos en orden de marcha. Castelnau triunfaba.

—¿Qué os parece? —preguntó a Gabriel, a quien, en su alegría, perdonaba la conversación de la víspera—. Bien veis, señor conde, que os equivocabais, y que todo va viento en popa.

—¡Esperemos! —contestó Gabriel moviendo la cabeza.

—¿Pero aún necesitáis más para convenceros, incrédulo? —replicó sonriendo Castelnau—. Ni uno de los nuestros ha faltado a su palabra: todos han llegado a la hora convenida, y muchos con más fuerzas de las que habían prometido. Nadie les ha molestado, y a nadie han molestado ellos, al atravesar sus provincias respectivas. ¿No es esto un presagio tan feliz, que casi raya en insolente?

Interrumpió en aquel momento al barón un ruido de trompetas y de armas que sonó fuera del castillo. No se alarmó, sin embargo, hasta tal grado le embriagaba la perspectiva del triunfo, antes por el contrario, creyó que se trataba de un accidente favorable.

—¿Oís? —dijo a Gabriel—. Apuesto a que llegan refuerzos que no esperábamos. Deben de ser Lamothe y Deschamps con los conjurados de Picardía. No debían llegar hasta mañana, pero sin duda han forzado la marcha, para no privarse del placer de tomar parte en la batalla. ¡Esos son amigos!

—¿Pero estáis bien seguro de que son amigos? —preguntó Gabriel, que había palidecido al oír los clarines.

—¿Y qué otros podrían ser? Venid a esta galería, señor conde; desde las almenas se descubre el glacis, de donde parece que viene el ruido.

Arrastró a Gabriel; pero no bien se acercó a la muralla, dio un grito, alzó los brazos y quedó como petrificado.

No eran fuerzas protestantes, sino tropas reales las que producían el estruendo; no era Lamothe el jefe de aquellos contingentes, sino Santiago de Saboya, duque de Nemours.

A favor del bosque que rodeaba al castillo de Noizai, los jinetes reales habían conseguido llegar hasta el glacis, donde los rebeldes habían formado su vanguardia en orden de marcha.

Ni siquiera hubo combate: el duque de Nemours pudo limitarse a mandar a sus soldados que tomasen las armas de los rebeldes, que estaban en pabellones, Mazéres y Raunay tuvieron que rendirse sin disparar un tiro, y en el momento en que Castelnau miraba desde lo alto de las murallas, las tropas de vanguardia, vencidas sin lucha, entregaban sus espadas a los vencedores. Donde creyó Castelnau encontrar soldados, no vio más que prisioneros.

No pudiendo dar crédito a lo que sus ojos veían, permaneció algunos momentos inmóvil, estupefacto, aterrado, sin pronunciar palabra. Semejante acontecimiento estaba tan lejos de su imaginación, que le costaba trabajo rendirse a la triste realidad.

Gabriel, aunque menos sorprendido por aquel golpe repentino, no estaba menos anonadado.

Cuando estaban mirándose uno a otro, ambos tristes y pálidos, llegó precipitadamente un alférez, buscando a Castelnau.

—¿Qué pasa? —preguntó este con voz casi ininteligible.

—Señor barón —contestó el alférez—; se han apoderado del puente levadizo y de la primera puerta. Hemos tenido tiempo de cerrar la segunda, que no podrá, de seguro, resistir mucho, y dentro de un cuarto de hora, estarán en el patio. ¿Debemos intentar defendernos o disponéis que parlamentemos? Esperan vuestras órdenes.

—Iré a darlas en persona. Dentro de un minuto, el tiempo necesario para armarme, estaré a vuestro lado —contestó Castelnau.

Entró precipitadamente en la sala contigua para ponerse la coraza y ceñirse la espada. Gabriel le siguió.

—¿Qué vais a hacer, amigo mío? —le preguntó con acento de infinita tristeza.

—¡No lo sé…! ¡No lo sé…! —respondió Castelnau fuera de sí—. ¡En último término, sabré morir!

—¡Ay! ¿Por qué no me creísteis ayer?

—Sí… ya veo que teníais razón… previsteis lo que sucede, o tal vez lo sabíais de antemano…

—¡Tal vez, sí… y ese es mi mayor tormento! ¡Pero, reflexionad, Castelnau! ¡Hay en la vida combinaciones de la suerte extrañas y terribles! ¿Qué diríais si yo no hubiese tenido libertad para disuadiros haciéndoos saber las verdaderas razones que se agolpaban a mis labios, y que yo, con harto dolor de mi alma, había de rechazar? ¿Qué diríais si yo hubiese empeñado mi palabra de honor y de caballero de no dejaros sospechar directa ni indirectamente la verdad?

—Diría que hicisteis muy bien en callar —contestó Castelnau—; diría que yo hubiese obrado como vos, si en vuestra situación me hubiera encontrado. Yo he sido el insensato, que debí comprenderos, y no os comprendí; yo, quien estaba en la obligación de saber que un valiente como vos no aconseja que se rehúya un combate sin motivos poderosísimos… Pero si pequé, en breve expiaré mi pecado, porque voy a morir.

—Moriré con vos —dijo Gabriel con calma.

—¡Morir vos! ¿Y por qué razón? —exclamó Castelnau—. Sólo a una cosa estáis obligado, y es a absteneros de combatir.

—Por eso no combatiré; no puedo —repuso Gabriel—. Pero la vida es para mí una carga insoportable, y el papel que estoy haciendo, doble en apariencia, me es odioso. Iré al combate, pero sin armas; no mataré, pero me dejaré matar. Quién sabe si podré recibir el golpe asestado contra vos; que si no puedo ser espada nadie ni nada me impide ser escudo.

—¡De ningún modo! —replicó Castelnau—. Quedaos. Yo no debo, no quiero arrastraros en mi ruina.

—¿Por qué? ¿No vais a arrastrar, sin utilidad y sin esperanza, a todos los hermanos nuestros que con nosotros están encerrados en este castillo? Mi vida vale menos que la de ninguno de ellos.

—¿Puedo hacer menos por la gloria de nuestro partido que pedirles ese sacrificio? Los mártires son frecuentemente más útiles a su causa que los vencedores.

—Es cierto; pero vuestro deber, como jefe, ¿no es el de intentar salvar las fuerzas que os fueron confiadas? Tiempo os queda después de morir al frente de las mismas si la salvación no puede conciliarse con el honor.

—De modo que me aconsejáis…

—Que tentéis los medios pacíficos ante todo. Si oponéis resistencia, ninguna esperanza os queda de evitar la derrota y la matanza, pero si cedéis, no tendrán derecho, a mi entender, a castigar con rigor un proyecto que no fue llevado a la ejecución. Rindiéndoos, desarmáis a vuestros enemigos.

—Estoy tan arrepentido de no haber seguido vuestro primer consejo, que quisiera obedeceros ahora. Sin embargo, confieso que vacilo… Me repugna retroceder.

—Para retroceder, sería preciso que hubieseis dado los primeros pasos. Ahora bien: ¿qué pruebas hay hasta ahora de vuestra rebelión? Desenvainando la espada es como os declararíais culpable. ¡Ah! ¡Tal vez mi presencia pueda seros aún de alguna utilidad! Ya que no pude salvaros ayer, ¿me permitiréis que intente salvaros hoy?

—¿Qué haríais? —preguntó Castelnau.

—Nada que no sea digno de vos; podéis estar tranquilo. Me presentaré al duque de Nemours, jefe de las fuerzas reales; le anunciaré que no se le hará resistencia alguna, que se le abrirán todas las puertas, y que os entregaréis con todas las fuerzas, pero bajo palabra. Será preciso que me jure que ni a vos ni a vuestros caballeros se os hará el menor daño, que os llevará a presencia del rey para exponerle vuestras quejas y súplicas, y que luego os hará poner en libertad.

—¿Y si rehúsa?

—Si rehúsa, la sinrazón estará de su parte, porque habrá rechazado una reconciliación justa y honrosa, y sobre su cabeza caerá toda la responsabilidad de la sangre vertida o que se vierta. Si rehúsa, Castelnau, volveré a vuestro lado para morir con vosotros.

—¿Creéis que en mi lugar accedería La Rénaudie a lo que me proponéis?

—Creo en conciencia que todo hombre razonable accedería a ello.

—¡Hacedlo, pues! —repuso Castelnau—. Si, como temo, nada conseguís del duque, nuestra desesperación será más terrible.

—Gracias, amigo mío —contestó Gabriel—. Yo espero, con la ayuda de Dios, salvar tantas nobles y valientes existencias.

Bajó corriendo, hizo que le abrieran la puerta del patio, y enarbolando una bandera de parlamentario, se acercó al duque de Nemours que, a caballo en medio de los suyos, esperaba la paz o la guerra.

—No sé si monseñor me recordará —dijo Gabriel al duque—; soy el conde de Montgomery.

—Sí, señor de Montgomery; os recuerdo perfectamente —contestó Santiago de Saboya—. El señor duque de Guisa me advirtió que os encontraría aquí, pero añadió que estabais con autorización suya y me recomendó que os tratase como amigo.

—¡He ahí una precaución que podría perjudicarme a los ojos de otros que son amigos míos y por añadidura desgraciados! —dijo Gabriel moviendo la cabeza—. ¿Tendréis la bondad, monseñor, de concederme un momento de atención?

—Estoy a vuestra disposición, señor de Montgomery.

Castelnau, que desde una reja del castillo seguía con ansiedad todos los movimientos del duque y de Gabriel, vio que se separaban de las tropas y que conferenciaban durante algunos minutos con animación. Luego Santiago de Saboya pidió recado de escribir, y sobre un tambor a guisa de mesa, escribió rápidamente algunos renglones que puso en manos del conde de Montgomery. Este le dio las gracias con efusión.

Renació la esperanza en el pecho del jefe rebelde.

Momentos después volvía Gabriel al castillo, y sin decir palabra, jadeante, entregó a Castelnau la declaración siguiente:

Habiendo consentido el señor de Castelnau y sus compañeros del castillo de Noizai en deponer las armas y entregarse, a mi llegada al mismo, yo, Santiago de Saboya, he jurado por mi fe de príncipe, por mi honor de caballero y por la salvación de mi alma, que no se les causará daño alguno, que les conduciré sanos y salvos a quince de ellos, juntamente con el señor de Castelnau, a Amboise, a fin de que puedan dirigir al rey nuestro señor sus pacíficas representaciones.

Castillo de Noizai, 16 de marzo de 1560.

Santiago de Saboya.

—Gracias, amigo mío —dijo Castelnau a Gabriel después de haber leído el documento—. Nos habéis salvado la vida, y más que la vida, el honor. En las condiciones estipuladas, estoy dispuesto a seguir a Amboise al señor duque de Nemours, porque al menos no llegaremos como prisioneros arrastrados por el vencedor, sino corrió oprimidos que acuden a presentarse a su rey. ¡Gracias, gracias, mi buen amigo!

Al estrechar la mano de su libertador, observó Castelnau que Gabriel había vuelto a su tristeza habitual.

—¿Qué os pasa? —preguntó Castelnau.

—Estoy pensando en La Rénaudie y las demás fuerzas protestantes que deben atacar esta noche a Amboise —contestó Gabriel—. Seguramente es ya demasiado tarde para salvarles, pero… ¿por qué no he de probar? ¿No debe acercarse La Rénaudie por el bosque de Château-Regnault?

—Sí —respondió Castelnau con ansiedad—; y es posible que pudierais encontrarle todavía y salvarle como a nosotros.

—Lo intentaré al menos —añadió Gabriel—. Creo que el duque de Nemours no se opondrá a que yo salga. Adiós, amigo mío: voy a seguir desempeñando mi papel de conciliador. Hasta nuestra próxima vista en Amboise.

—Hasta la vista, querido amigo.

Tal como Gabriel había previsto, el duque de Nemours no opuso ninguna dificultad a su pretensión, y nuestro amigo pudo alejarse de Noizai y de las tropas reales.

El valiente y abnegado joven montó a caballo y partió a rienda suelta en dirección al bosque de Château-Regnault.

Castelnau y los quince jefes que le siguieron emprendieron la marcha, confiados y tranquilos, hacia Amboise, escoltados por las tropas del duque de Nemours.

A su llegada, fueron reducidos a prisión. Se les dijo que debían estar presos hasta que todo hubiese terminado y no hubiera ningún peligro en que se presentasen al rey.