Capítulo XLVII

ERA el barón de Castelnau de Chalosses un joven valiente y generoso a quien los protestantes habían confiado uno de los puestos más difíciles, enviándole a ocupar las líneas avanzadas del castillo de Noizai, sitio donde debían reunirse todos los destacamentos el día 16 de marzo.

Para llevar a buen término su cometido, necesitaba maniobrar de modo que le vieran los hugonotes que iban llegando y no le viese ningún católico, posición delicadísima que exigía tanta prudencia y sangre fría como valor.

Gabriel, gracias a las seña y contraseña que le confió la carta de La Rénaudie, pudo llegar sin obstáculos hasta donde se hallaba el barón de Castelnau.

Era el 15 de marzo en las primeras horas de la tarde.

Antes de dieciocho horas, los protestantes debían reunirse en Noizai; y antes de veinticuatro, atacar el castillo de Amboise. No había, pues, tiempo que perder para hacerles desistir de su proyecto.

El barón de Castelnau conocía bien a Gabriel, a quien había visto con frecuencia en el Louvre, aparte de que había oído hablar mucho de él a los jefes protestantes.

Salió a su encuentro y le recibió como amigo y aliado.

—Mucho me satisface veros aquí, señor de Montgomery —le dijo, en cuanto se quedaron solos—. Si he de hablar con franqueza, confiaba en vos, pero no os esperaba. El almirante ha reconvenido a La Rénaudie por haberos escrito.

«Se le debía poner al tanto de nuestros proyectos —le ha dicho—, pero en manera alguna citarle; él habría obrado como le hubiese parecido. ¿No nos ha prevenido el conde que, mientras viva y reine Francisco II, su espada no puede perteneceros, como no le pertenece a él?».

La Rénaudie ha contestado que su carta a nada os comprometía, sino que, por el contrario, os conservaba toda vuestra independencia.

—Es cierto —contestó Gabriel.

—De todos modos, creímos que vendríais —repuso Castelnau—, porque la misiva de nuestro ardoroso amigo no os decía de qué se trataba, y yo soy el encargado de revelaros nuestros planes y nuestras esperanzas.

—Os escucho —respondió Gabriel.

Castelnau le repitió todo lo que ya le había dicho el duque de Guisa.

Gabriel vio con espanto y asombro lo prodigiosamente bien informado que estaba el Acuchillado. Los delatores no habían omitido el detalle más insignificante ni olvidado la circunstancia más nimia del complot.

Los conjurados estaban perdidos sin remedio.

—Y ahora que os he enterado ya de todo —dijo Castelnau cuando hubo concluido—, sólo me resta dirigiros una pregunta, cuya contestación tengo prevista de antemano: No podéis uniros a nuestras filas, ¿no es cierto?

—No puedo —contestó Gabriel moviendo tristemente la cabeza.

—Bien; por eso, no hemos de dejar de ser buenos amigos. Sé que tenéis derecho, por haberlo así estipulado con nosotros tiempo hace, de no intervenir en la contienda, y en estas circunstancias os reconocemos ese derecho con tanto mayor motivo, cuanto que estamos seguros del triunfo.

—¿Seguros? —preguntó Gabriel con intención.

—Completamente seguros —contestó el barón—. El enemigo duerme tranquilo, nada sospecha, y será cogido de improviso. Algo temimos, sin embargo, cuando el rey y la corte se trasladaron inopinadamente desde el palacio de Blois, ciudad abierta, a la plaza fuerte de Amboise. Es evidente que debieron de sospechar alguna cosa.

—Sin duda; eso salta a la vista —dijo Gabriel.

—Sí; pero nuestras vacilaciones cesaron muy pronto, pues nos convencimos de que el inesperado cambio de residencia, lejos de ser obstáculo a la realización de nuestros proyectos, los favorece y facilita maravillosamente. Hoy el duque de Guisa duerme tranquilo, entregado a una seguridad engañosa, y por añadidura, mi querido conde, contamos con inteligencias dentro de la plaza, cuya puerta Oeste nos será entregada tan pronto como nos presentemos… ¡Oh!

Nuestro triunfo es certísimo, tanto, que sin ningún escrúpulo podéis absteneros de desenvainar la espada.

—Los acontecimientos destruyen muchas veces las esperanzas mejor fundadas —contestó Gabriel con gravedad.

—En el caso presente, no es de temer que ocurra lo que decís, porque ni una sola probabilidad hay en nuestra contra. ¡El día de mañana —añadió Castelnau frotándose las manos alegremente— presenciará el triunfo de nuestro partido y la caída de los Guisa!

—¿Y… la traición? —preguntó Gabriel haciendo un esfuerzo, porque traspasaba su corazón ver tanto valor y tanta juventud correr precipitados y con los ojos cerrados hacia el abismo que debía tragarlos.

—La traición es imposible —contestó imperturbablemente Castelnau—. Únicamente los jefes están en el secreto, y ninguno de ellos es capaz… ¡Vamos, mi querido Montgomery! —añadió, interrumpiéndose—. Lo que os sucede, ¡a fe de caballero que lo creo así!, es que nos tenéis envidia, y os empeñáis en augurar mal del resultado de nuestra empresa porque no podéis tomar parte en ella. Estáis furioso, ¿eh, señor envidioso?

—Es cierto; os envidio —contestó Gabriel con expresión sombría.

—¡De ello estaba yo bien seguro! —exclamó riendo Castelnau.

—Pero… vamos a ver… ¿os merezco alguna confianza?

—¡Absoluta, ciega!

—¿Queréis escuchar un buen consejo, un consejo de amigo?

—Veamos el consejo.

—Renunciad a vuestro proyecto de tomar mañana a Amboise; enviad sin perder momento mensajeros fieles a todos los que deben reunirse aquí esta noche o mañana, y hacedles saber que los planes han fracasado, y que se hace preciso renunciar a su realización, o aplazarla por lo menos.

—Pero… ¿por qué? Decid: ¿por qué? —interrogó Castelnau, que empezaba a alarmarse—. Para hablarme como lo hacéis debéis tener motivos muy graves.

—¡Santo Dios… ninguno! —contestó Gabriel con dolorosa violencia.

—¡No, no! Por algo me aconsejáis que abandone, y haga que abandonen nuestros hermanos, un proyecto que se presenta bajo los más favorables auspicios.

—Desde luego que por algo, pero ese algo es lo que no puedo revelaros. ¿Podéis y queréis creerme bajo mi palabra? Y cuidado, que he ido ya más allá de lo que debiera… ¡Hacedme el favor de creerme sobre mi palabra, amigo mío!

—Escuchad —respondió con acento solemne Castelnau—: Si yo tomo la extraña resolución de volver la espalda en el momento crítico, habré de responder de mi incomprensible acto ante La Rénaudie y los demás jefes: ¿podré decirles, cuando me interroguen, que se entiendan con vos?

—Sí —contestó Gabriel.

—¿Y les revelaréis a ellos las causas que motivan vuestros consejos?

—¡No… no puedo… no tengo derecho!

—Entonces, ¿cómo queréis que yo ceda a vuestras instancias? ¿No comprendéis que me dirigirían crueles reconvenciones por haber destruido con una sola palabra las fundadas… más que fundadas, las infalibles esperanzas del partido? Grande, ciega es la confianza que nos merecéis, señor de Montgomery; pero un hombre no es más que un hombre, está expuesto a errar, y puede equivocarse con la mejor buena fe del mundo. Si a nadie es dado examinar y aquilatar el valor de vuestras razones, desde luego os anuncio que nos veremos en la necesidad de prescindir de ellas.

—¡Mirad bien lo que hacéis! —replicó con severidad Gabriel—. ¡Tened en cuenta que aceptáis vos solo toda la responsabilidad de lo que pueda sobrevenir, echáis sobre vuestros hombros todo lo funesto que acaso reserve el destino!

Castelnau quedó aterrado al oír el acento con que Gabriel pronunció las palabras anteriores.

—¡Señor de Montgomery! —le dijo, iluminado por una idea repentina—. Creo que vislumbro la verdad. Os han confiado, o bien habéis sorprendido un secreto que no tenéis derecho, que os está prohibido revelar. Pero sabéis algo muy grave acerca del desenlace de nuestra empresa, por ejemplo, que nos han hecho traición; ¿no es cierto?

—¡Yo no he dicho eso! —exclamó vivamente Gabriel.

—O bien —repuso Castelnau—, visteis, al venir aquí, al duque de Guisa, que es amigo vuestro, y él, que ignora que pertenecéis a nuestro partido, os ha hecho confidencias.

—¡Ninguna de mis palabras ha podido haceros sospechar…!

—O acaso al pasar por Amboise —prosiguió Castelnau— habéis sorprendido preparativos, escuchado órdenes, provocado revelaciones… En una palabra: nuestro complot está descubierto.

—¿Os he dado motivo para que lo creáis así? —preguntó Gabriel aterrado.

—No, señor conde, no; no lo habéis dado, porque os habéis comprometido a guardar el secreto; bien lo veo. Me guardaré de pediros que me deis una seguridad positiva, ni siquiera os suplicaré que pronunciéis una palabra, ni que hagáis un gesto; pero una mirada vuestra, hasta vuestro silencio, bastarían, así lo creo al menos, para ilustrarme.

Gabriel, cuya ansiedad era horrible, repasaba en su imaginación los términos de la promesa empeñada al duque de Guisa. Por su honor de caballero se había obligado a no dejar vislumbrar, ni con palabras, ni con alusiones, ni con gestos, nada de lo que pasaba en Amboise.

Como su silencio se prolongase, el barón de Castelnau, que le miraba con fijeza, dijo:

—¿Calláis? ¡Está muy bien! Vos calláis y yo comprendo y voy a obrar en consecuencia.

—¿Y qué vais a hacer? —preguntó vivamente Gabriel.

—Según acabáis de aconsejarme, voy a prevenir a La Rénaudie y a los demás jefes, para que suspendan inmediatamente todo movimiento, y a declarar a los nuestros, a medida que vayan llegando aquí, que una persona, en quien debemos tener confianza ciega, nos ha denunciado… me ha denunciado la existencia probable de una traición…

—¡Pero, si no es verdad! —interrumpió vivamente Gabriel—. ¡Si yo no os he denunciado nada, señor de Castelnau!

—Conde —dijo Castelnau, estrechando significativamente la mano de Gabriel—; ¿por ventura no puede ser la reticencia misma un aviso precioso y nuestra salvación? Ahora bien: una vez advertidos…

—¿Qué? —preguntó Gabriel.

—Triunfaremos nosotros y caerán nuestros enemigos. Aplazaremos para mejor ocasión nuestra empresa, descubriremos, cueste lo que cueste, a nuestros delatores, si realmente los hay entre nosotros, redoblaremos nuestras precauciones, y un día, cuando todo esté preparado, seguros del triunfo, renovaremos nuestra tentativa, y, gracias a vos, en vez de correr a nuestra ruina, en vez de ser los vencidos, seremos los vencedores.

—¡Eso es precisamente lo que yo quería evitar! —exclamó Gabriel, que se veía con terror arrastrado al abismo de una traición involuntaria—. Voy a explicaros, señor de Castelnau, el verdadero motivo de mis advertencias y de mis consejos. Vuestra empresa, en términos absolutos, me parece culpable y peligrosa. Al atacar a los católicos, os separáis del camino de la razón, justificáis todas las represalias de aquellos, de oprimidos os convertís en rebeldes. Si sólo de los ministros podéis quejaros, ¿por qué dirigís vuestros ataques al rey? ¡Ah! ¡Me siento morir de tristeza cuando pienso en esto! Por el bien de todos debéis renunciar para siempre a esta lucha impía. ¡Sean vuestros principios, y no las armas, los que defiendan vuestra causa! Esto es únicamente lo que quise deciros; por los motivos expuestos, y no por otros, os he conjurado, y os conjuro de nuevo a vos y a vuestros hermanos, para que os abstengáis de estas funestas guerras civiles que sólo pueden servir para entorpecer el triunfo de vuestros ideales.

—¿Me aseguráis que es ese el motivo único de todos vuestros discursos? —preguntó solemnemente Castelnau.

—El único… —respondió Gabriel.

—Entonces, os agradezco la intención, señor conde —contestó Castelnau con alguna frialdad—, pero no puedo menos de obrar en el sentido que me prescribieron los jefes de la Reforma. Comprendo que debe seros muy doloroso ver combatir a los demás sin poder tomar parte en la pelea; pero también debéis comprender vos que sería injusto que pretendierais detener y paralizar vos solo a todo un ejército.

—¿Es decir —preguntó Gabriel pálido y abatido—, que vais a dejar que lleven adelante ese proyecto fatal?

—Sí, señor conde —contestó Castelnau con energía que no admitía réplica—. Ahora mismo, con vuestro permiso, voy a dictar las órdenes oportunas para el ataque de mañana.

Y haciendo una reverencia a Gabriel, salió sin esperar su respuesta.