N el castillo de Amboise y en la habitación del duque de Guisa había un hombre alto, nervudo y vigoroso, de facciones pronunciadas y continente altivo y atrevido, que vestía el uniforme de capitán de arcabuceros. El Acuchillado le interrogaba.
—Me ha asegurado el mariscal de Brissac, capitán Richelieu —decía el duque—, que podía tener en vos ciega confianza.
—El señor mariscal de Brissac es muy bondadoso conmigo —contestó el capitán Richelieu.
—Sois ambicioso, según parece, caballero —repuso el duque.
—Deseo, a lo menos, monseñor, no ser capitán de arcabuceros toda mi vida. Aunque desciendo de ilustre familia, tanto, que ya en la batalla de Bovines encontramos entre los caballeros señores de Plessis, soy el quinto de mis seis hermanos, y por tanto, necesito ayudar algo a mi fortuna, en vez de disminuir mi patrimonio.
—¡Muy bien! —dijo con evidente satisfacción el duque—. Podéis prestarnos aquí algunos buenos servicios, de los cuales no tendréis que arrepentiros.
—Dispuesto estoy a poner en su cumplimiento toda mi buena voluntad.
—Para principiar, os he confiado la defensa de la puerta principal del castillo.
—Cumpliré con mi deber, monseñor.
—No es presumible que los señores reformados cometan la torpeza de intentar el ataque por un sitio al que únicamente podrían llegar después de apoderarse de siete puertas consecutivas, pero, como en lo sucesivo nadie ha de entrar ni salir más que por allí, la puerta que os confío es de la mayor importancia. Así, pues, no dejaréis entrar ni salir a nadie que no lleve una orden expresa firmada por mi mano.
—Así se hará, monseñor. A propósito: debo deciros que hace un momento se presentó un caballero joven llamado el conde de Montgomery, el cual no trae una orden expresa, pero sí un salvoconducto firmado por vos. Dice que viene de París. ¿Debo dejarle llegar hasta vos, como solicita, monseñor?
—¡Sí, sí; pero al instante! —respondió el duque de Guisa—. Pero esperad un momento, que aún no he acabado de daros mis instrucciones. Hoy, a eso del mediodía, debe de llegar a la puerta cuya custodia os he confiado el príncipe de Condé, a quien hemos mandado llamar para tener en nuestro poder al presunto jefe de los rebeldes. Respondo de que vendrá, porque no se atreverá a dar base a nuestras sospechas dejando de acudir a nuestro llamamiento. Le franquearéis la puerta, capitán, pero a él solo, en manera alguna a los que pudiera traer consigo. Cuidaréis de que vuestros soldados ocupen todos los nichos, garitas y casamatas que hay a lo largo de la bóveda, y cuando llegue el príncipe, a pretexto de rendirle los honores debidos a su rango, haréis que formen todos en parada, arcabuz en mano y con la mecha encendida.
—Se hará como ordenáis, monseñor.
—Además —añadió el duque de Guisa—; cuando ataquen los reformados y empiece el combate, vigilad de cerca y personalmente a nuestro príncipe; capitán, no le perdáis de vista, y si da un paso que no debe, si trata de unirse a los sitiadores, o si vacila y titubea en desenvainar la espada contra ellos, como se lo ordena su deber… no vaciléis vos: heridle sin consideración.
—No vería en ello la menor dificultad, monseñor, si no fuera porque mi calidad de simple capitán de arcabuceros me dificultará tal vez estar tan cerca de él como fuera necesario.
El Acuchillado meditó un momento, y dijo:
—El gran prior y el duque de Aumale, que tampoco se separarán del supuesto traidor, os darán la señal y vos les obedeceréis.
—Les obedeceré, monseñor.
—Muy bien. No tengo más órdenes que daros: id con Dios. Si el esplendor de vuestra casa principió en el reinado de Felipe Augusto, en vuestra mano está darle más brillo obedeciendo al duque de Guisa. Cuento con vos, y vos podéis contar conmigo. Idos, pues, y tened la bondad de disponer que acompañen a mi presencia al señor conde de Montgomery.
El capitán Richelieu hizo una reverencia profundísima y salió.
Momentos después era introducido Gabriel.
Venía triste y estaba pálido. La cariñosa acogida que le dispensó el duque no modificó su actitud.
Sus conjeturas, y algunas palabras sueltas que los guardias dejaron escapar sin el menor escrúpulo delante de un caballero que era portador de un salvoconducto firmado por el propio duque de Guisa, habíanle permitido adivinar casi toda la verdad.
El rey, que le había perdonado, y el partido al que se había adherido, estaban en guerra declarada, y en el conflicto se hallaba comprometida su lealtad.
—Supongo, Gabriel —le dijo el duque—, que sabéis ya por qué os he llamado.
—Lo sospecho, pero no lo sé a punto fijo, monseñor —respondió Gabriel.
—Los reformados están en abierta rebelión, y van a venir a atacarnos en el castillo de Amboise. Ya lo sabéis todo.
—¡Extremo doloroso y terrible! —exclamó Gabriel, pensando en su propia situación.
—Amigo mío, es una ocasión magnífica —replicó el duque de Guisa.
—¿Qué queréis decir, monseñor? —preguntó Gabriel asombrado.
—Quiero decir que los hugonotes creen que van a sorprendernos, cuando la realidad es que les estamos esperando: quiero decir que sus planes están descubiertos y vendidos sus proyectos. Este es un ardid de guerra, perfectamente lícito, toda vez que ellos son los primeros en sacar la espada. Nuestros enemigos se entregan por sí mismos… Están perdidos… perdidos sin remedio.
—¡Pero, es posible! —exclamó el conde de Montgomery anonadado.
—Vais a juzgar por vos mismo, hasta qué punto conocemos todos los pormenores de su descabellada empresa. El diez y seis de marzo, a mediodía, deben estar reunidos delante de la ciudad y atacarnos. Están en inteligencias con algunos individuos de la guardia del rey, pero ignoran que la guardia ha sido relevada. Sus amigos deben abrirles la puerta del Oeste, pero no saben que esa puerta ha sido tapiada. Y para terminar: sus tropas deben llegar hasta aquí fraccionadas, siguiendo ciertos senderos del bosque de Château-Regnault; pero destacamentos leales caerán de improviso sobre esas partidas sueltas a medida que se vayan presentando, y no dejarán llegar hasta el frente de Amboise ni la mitad de sus efectivos. Estamos admirablemente informados, y creo que perfectamente prevenidos.
—¡Admirablemente, sí! —exclamó Gabriel aterrado.
Y a continuación, sin darse cuenta exacta de lo que decía, preguntó:
—¿Pero, quién ha podido informaros tan detalladamente?
—Dos de ellos mismos, amigo mío, son los que nos han denunciado todos sus proyectos. Uno de ellos por dinero, otro por miedo. Dos traidores, es verdad; espía asalariado el uno, y alarmista asustado el otro. El espía, a quien tal vez conocéis, y del cual debéis desconfiar en lo sucesivo, se llama el marqués de…
—¡No me lo digáis, monseñor! —interrumpió vivamente Gabriel—. Os suplico que no me reveléis nombres. Inconscientemente os hice una pregunta indiscreta, y ya me habéis dicho lo bastante. Para un hombre de honor, nada es tan difícil como dejar de hacer traición a los traidores.
—¡Oh! —dijo el duque de Guisa un tanto sorprendido—. Tenemos en vos confianza absoluta. Ayer, sin ir más lejos, hablamos de vos la reina y yo: le dije que os había llamado, y me felicitó por mi buena idea.
—¿Para qué me habéis mandado llamar, monseñor? No me lo habéis dicho todavía.
—¿Para qué? El rey no cuenta más que con un número reducido de servidores adictos y seguros. Pertenecéis a este número, y os confiaremos el mando de un destacamento contra los rebeldes.
—¿Contra los rebeldes? ¡Imposible! —contestó Gabriel.
—¡Imposible! ¿Por qué es imposible? No me habéis acostumbrado a oír de vuestra boca esa palabra, Gabriel.
—Monseñor: pertenezco a la religión reformada.
El duque de Guisa se levantó con brusquedad y miró a Gabriel con estupefacción llena de terror.
—Así es, monseñor —añadió Gabriel, sonriendo tristemente—. Podéis mandarme cuando os plazca contra los ingleses o contra los españoles, a sabiendas de que os obedeceré sin vacilar, de que os ofreceré mi vida, no ya sólo con abnegación, sino con alegría. Pero en una guerra civil, en una guerra religiosa, en una guerra que me obligaría a combatir contra mis compatriotas, contra mis hermanos, me veo precisado, monseñor, a conservar la libertad que vos tuvisteis la bondad garantizarme.
—¡Vos hugonote, Gabriel!
—Así es, monseñor: es mi crimen y mi excusa al propio tiempo.
—¿Y habréis ofrecido vuestra espada a esa religión, verdad? —preguntó el Acuchillado con amargura.
—No, monseñor —respondió con gravedad Gabriel.
—¡Vamos! ¿Pretendéis hacerme creer que vuestros hermanos habían tramado un complot contra el rey, y que esos mismos hermanos, como les llamáis vos, renuncian a la cooperación de un auxiliar tan intrépido como vos?
—Será preciso que lo creáis, monseñor —contestó Gabriel más serio que nunca.
—Entonces, es su causa la que abandonáis, porque vuestra nueva religión os pone en el caso de faltar doblemente a vuestros compromisos.
—¡Oh, monseñor! —exclamó Gabriel con expresión de queja.
—¡No veo que os quede otro camino! —dijo colérico el Acuchillado, arrojando con despecho su gorra sobre el sillón en el que había estado sentado.
—¿No veis otro camino? —replicó Gabriel con entonación fría, casi severa—. Yo sí lo veo, y es muy sencillo. Yo opino que cuanto más falsa es la posición en que un hombre se encuentra, tanto más sincero debe ser aquel. Cuando me hice protestante, declaré leal y terminantemente a los jefes hugonotes que, obligaciones sagradas que tenía contraídas con el rey, con la reina y con el duque de Guisa, me impedirían, durante el reinado actual, combatir en las filas de los protestantes, si llegaba el caso de que tomaran las armas. Saben, porque así se los he declarado yo, que para mí la religión no es un partido. Con ellos, lo mismo que con vos, he estipulado el mantenimiento estricto de mi libre albedrío, y a ellos, lo mismo que a vos, puedo, con derecho, negarles mi concurso. En el triste conflicto que me crean mi gratitud y mi nueva religión, mi corazón sentirá las heridas de todos, pero mi brazo no producirá ninguna. Y ya tenéis demostrado, monseñor, que vos no me conocéis bien, y que yo, permaneciendo neutral, espero poder continuar siendo honrado y digno de que por tal se me tenga.
Gabriel había hablado con animación y altivez. El Acuchillado, que gradualmente había recobrado la calma, no pudo menos de admirar la franqueza y la nobleza de su antiguo compañero de armas.
—¡Sois un hombre misterioso, Gabriel! —le dijo pensativo.
—¿Por qué soy misterioso, monseñor? ¿Acaso porque digo lo que hago y hago lo que digo? Desconocía en absoluto la existencia de esa conspiración de los protestantes, os lo juro. Diré, sin embargo, que recibí en París, al mismo tiempo que vuestra carta, otra de ellos, pero esta, como la vuestra, no me daba explicación alguna; me decía sencillamente: Venid. He previsto la dura alternativa en que iba a encontrarme, y con todo, he acudido al doble llamamiento, para no faltar a ninguno de mis dos compromisos. He venido para deciros a vos: No puedo desenvainar mi espada contra mis hermanos; y para decirles a ellos: No puedo combatir contra los que me hicieron merced de la vida.
El duque de Guisa tendió la mano al conde de Montgomery.
—He hecho mal —dijo cordialmente—. Atribuid mi movimiento de despecho al disgusto que me produjo encontraros entre mis enemigos cuando contaba con vos.
—¡Enemigo! ¡No lo soy, no lo seré vuestro, monseñor! He declarado con franqueza mis opiniones; ¿pero, soy por esta causa más enemigo vuestro que el príncipe de Condé y que el señor de Coligny, que no os han hecho esa declaración, y son, como yo, protestantes no armados?
—¡Ellos son protestantes armados! ¡Me consta, lo sé muy bien, lo sé todo! Esconden sus armas, pero son armados. Ello no obstante, si nos encontramos, disimularé, como disimulan ellos, les daré el nombre de amigos, y, en caso de necesidad, saldré oficialmente, garante de su inocencia. ¿Comedia? Desde luego; pero comedia necesaria.
—Pues bien, monseñor: ya que conmigo sois bondadoso en extremo y prescindís algunas veces de los convencionalismos usuales, decidme que, fuera de nuestra diferencia política, continuaréis creyendo en mi adhesión, en la adhesión de un hugonote; decidme, sobre todo, que si algún día volviera a estallar la guerra exterior, me otorgaríais el favor de reclamar mi palabra y de enviarme al ejército a morir por mi patria y por mi rey.
—Sí, Gabriel —contestó el duque de Guisa—. Aunque deploro la lamentable diferencia que nos separa, fío y fiaré siempre en vos, y para probaros, para demostraros, y a la par para satisfaceros por la sospecha momentánea que abrigué, y que lamento, quiero que toméis esto y hagáis de ello el uso que os convenga.
Y dirigiéndose a una mesa, escribió una palabra en un papel, firmó y entregó el papel al conde.
—Es la orden para que podáis salir cuando os plazca de Amboise y dirigiros a donde os parezca —añadió—. Con este papel, sois libre en absoluto. Y esta prueba de estimación y de confianza sabed que no la daría al príncipe de Condé, a quien me citasteis hace un momento, el cual, por el contrario, en cuanto ponga el pie en este castillo, será vigilado disimuladamente como un enemigo y guardado como un prisionero.
—Monseñor; estimo en mucho esta prueba de estimación y de confianza, pero la rehúso —contestó Gabriel.
—¿Por qué? —preguntó asombrado el duque de Guisa.
—Si me dejáis salir de Amboise, ¿sabéis, monseñor, adónde iré en seguida?
—Cuenta vuestra es, y no os lo pregunto.
—Pero yo os lo voy a decir, aunque no me lo preguntéis. Al separarme de vos, monseñor, iré adonde me reclama el otro deber, iré a encontrar a uno de los rebeldes en Noizai…
—¿Noizai? Castelnau es quien manda en aquel punto.
—¡Oh! ¡Bien informado estáis, monseñor!
—¿Y qué vais a hacer en Noizai?
—¿Preguntáis qué voy a hacer en Noizai? Decirles: Me habéis llamado y aquí estoy, pero en nada puedo ayudaros. Si me preguntan acerca de lo que haya podido ver u oír en el camino, mi obligación será callarme, no podré ni siquiera aludir al lazo que les habéis tendido, porque vuestras confianzas me han arrebatado hasta ese derecho. En vista de esto, monseñor, os pido una gracia…
—¿Cuál?
—Retenedme prisionero aquí, y libradme así de una perplejidad cruel, porque si me dejáis partir, iré, ya que no a otra cosa, a hacer acto de presencia entre los que ciegos corren a su perdición, y si voy, no seré libre de salvarles.
—Gabriel —contestó el duque de Guisa después de haber reflexionado—; no puedo ni quiero manifestaros desconfianza. Os he revelado todo mi plan de batalla, me decís que vais a reuniros con vuestros amigos, cuyo interés capital sería conocer este plan, y sin embargo, quiero que aceptéis este pase.
—Entonces, monseñor —dijo Gabriel abatido—, concededme al menos un último favor. Lo imploro en nombre de lo que yo pude contribuir a vuestra gloria en Metz, en Italia, en Calais, en nombre de lo que después he sufrido, ¡qué ha sido mucho, monseñor!
—¿De qué se trata? Si me es posible, lo haré, amigo mío.
—Posible os es, monseñor, puesto que en vuestra mano está, y quizá hasta debéis otorgármelo, porque franceses son aquellos contra los cuales vais a combatir. ¡Pues bien! Permitidme que les disuada de su fatal proyecto, pero no revelándoles el desenlace fatal que les espera, sino aconsejándoles, suplicándoles, conjurándoles.
—¡Cuidado, Gabriel, cuidado! —contestó con entonación solemne el duque de Guisa—. Una sola palabra que se os escape acerca de nuestras disposiciones, bastará para que los rebeldes persistan en sus proyectos, pero modificando su ejecución, y entonces, el rey, María Estuardo, yo, estaremos perdidos. Pensadlo bien, y decidme si os comprometéis bajo palabra de honor y de caballero a no dejarles adivinar ni sospechar siquiera por una palabra, por una alusión, por un gesto insignificante, nada de lo que aquí pasa.
—Me comprometo bajo mi palabra de honor y de caballero —contestó el conde de Montgomery.
—Id, pues, y procurad hacerles renunciar a su criminal intento, y yo, por mi parte, renunciaré con júbilo a mi fácil victoria, que ocasionaría derramamiento de sangre francesa. Sin embargo, si mis últimas noticias no mienten, los rebeldes tienen una confianza demasiado ciega y demasiado obstinada en el feliz éxito de su empresa, y casi me atrevo a asegurar que fracasaréis, Gabriel. Pero, no importa: id e intentad el último esfuerzo. Por ellos, y principalmente por vos, no quiero oponerme.
—Os lo agradezco por ellos y por mí, monseñor.
Un cuarto de hora después, Gabriel emprendía la marcha a Noizai.