ESDE el torneo fatal del 30 de junio, Gabriel había hecho una vida tranquila, retirada y triste. Aquel hombre enérgico, infatigable y de acción, cuyos días fueron en otro tiempo tan movidos y apasionados, se complacía entonces en la soledad y en el olvido.
Nunca se presentaba en la corte, ni visitaba a un amigo; apenas salía de su palacio donde veía pasar sus horas largas y tediosas entre su nodriza Aloísa y su paje Andrés, que había vuelto a su servicio cuando Diana de Castro se refugió bruscamente en el convento de Benedictinas de San Quintín.
Gabriel, joven aún por los años, era un viejo por el dolor. Tenía recuerdos, pero no esperanzas.
¡Con cuánta frecuencia, durante aquellos meses, más largos que años, lamentó no haber muerto! ¡Cuántas veces se preguntó con dolor por qué el duque de Guisa y María Estuardo se habían interpuesto entre él y la cólera de Catalina de Médicis, imponiéndole de este modo el amargo beneficio de la vida! ¿Qué hacía él, en efecto, en el mundo? ¿Para qué era ya útil? ¿No era la existencia en que vegetaba más estéril todavía que la tumba? ¡Su existencia…! ¿Podía, acaso, llamarse existencia?
Tenía, no obstante, momentos en que su juventud y su vigor protestaban en él contra él mismo, y cuando esto sucedía, Gabriel erguía altivo la frente, extendía el brazo y miraba su espada.
Sentía vagamente que no había terminado su vida, que le quedaba un porvenir, y que en el reloj de su existencia sonaría tarde o temprano la hora cálida de la lucha, acaso de la victoria.
Meditándolo bien, tan sólo veía dos probabilidades de volver a la verdadera vida, es decir, a la acción: una guerra contra el extranjero o la persecución religiosa.
Si Francia, si el rey, se veían comprometidos o arrastrados a una guerra nueva, de conquista o de defensa, bien para intentar una invasión, bien para rechazarla, el conde de Montgomery se decía que renacerían al punto sus ardores juveniles, y que le sería dulce y agradable morir como había vivido: luchando.
Aparte de su inclinación natural a la lucha, deseaba pagar así la deuda involuntaria que había contraído con el duque de Guisa y con Francisco II.
También creía Gabriel que sería hermoso perder la vida en defensa de la causa de la Reforma; y es que su corazón noble y generoso necesitaba consagrarse a alguien o a algo, a una persona o a una cosa. En otro tiempo, se jugó cien veces la vida por salvar o vengar a su padre y a su querida Diana… ¡Crueles y eternos recuerdos para su alma destrozada! Ahora, a falta de aquellos seres queridos, hubiera deseado defender ideas religiosas. En vez de su padre, la patria, en vez de Diana, una religión.
Se dirá que no era lo mismo; que el entusiasmo que despiertan las abstracciones no iguala, ni con mucho, sea en los sufrimientos, sea en las alegrías, al que nace de la ternura hacia las criaturas. No discutimos esta verdad: pero insistimos en declarar que Gabriel se habría sacrificado gustoso por cualquiera de las dos ideas abstractas, de patria o de religión, y que en uno de estos dos sacrificios confiaba para llegar al anhelado desenlace de su suerte.
El día 6 de marzo por la mañana, Gabriel, sentado en un sillón cerca de la lumbre, estaba absorto en sus reflexiones habituales, cuando Aloísa le presentó un mensajero calzado con botas de camino y cubierto de barro, como quien llega de un largo viaje.
El correo, pues correo era, venía de Amboise con numerosa escolta, y era portador de varias cartas del señor duque de Guisa, teniente general del reino.
Una de las cartas iba dirigida a Gabriel, y estaba concebida así:
Mi querido compañero:
Os escribo precipitadamente, sin disponer de tiempo ni poder explicarme. Nos habéis dicho al rey y a mí que nos erais adicto, y que, cuando tuviéramos necesidad de vuestra adhesión, no tendríamos más que llamaros.
Así lo hacemos hoy.
Salid al instante para Amboise, donde acaban de instalarse, con ánimo de residir algunas semanas, el rey y la reina. Yo os diré, cuando lleguéis, en qué forma podéis servirles.
Os anticipo que quedaréis en libertad absoluta de acción, es decir, que podréis obrar o no, según os convenga. Aprecio en mucho vuestro celo para que trate de abusar de él o de comprometerle. Pero, tanto si os colocáis decididamente a nuestro lado, como si permanecéis neutral, creería yo faltar a mi deber si desconfiase de vos.
Venid inmediatamente, y seréis bien recibido como siempre.
Vuestro afectísimo,
Francisco de Lorena.
Amboise 4 de febrero de 1560.
P. D. Es adjunto un salvoconducto por si la casualidad hiciera que fueseis detenido en el camino por algunas tropas reales.
Cuando Gabriel terminó de leer la carta, el mensajero del duque de Guisa se había ido ya a fin de evacuar las demás comisiones.
Inmediatamente se levantó el impetuoso joven y, sin vacilar, dijo a su nodriza:
—Mi buena Aloísa; llama a Andrés, y dile que ensille mi caballo tordo y que prepare mi maleta de campaña.
—¿Os vais otra vez, monseñor? —preguntó Aloísa.
—Dentro de dos horas, a Amboise.
La buena mujer, comprendiendo que nada debía replicar, salió triste, pero sin decir palabra, para cumplimentar la orden de su amo.
Pero mientras se hacían los preparativos, llegó un segundo mensajero que solicitó una conferencia reservada con el conde de Montgomery.
Este segundo mensajero llegó sin ruido y sin escolta, entró en la casa con modestia y procurando no llamar la atención, y entregó a Gabriel, sin despegar los labios, una carta dirigida a su nombre.
Estremecióse Gabriel al creer reconocer en el mensajero al mismo que en otra ocasión le llevó, de parte de La Rénaudie, la invitación para asistir al conciliábulo protestante de la Plaza de Maubert.
Era, efectivamente, el mismo hombre, y la carta llevaba la misma firma que la invitación. En cuanto al contenido, helo aquí:
Amigo y hermano:
No quería salir de París sin haberos visto antes, pero me faltó tiempo. Los sucesos se precipitan y me impelen; es indispensable que me marche al instante, y no os tengo a mi lado para estrecharos la mano y para poder comunicaros nuestros proyectos y nuestras esperanzas.
Pero sabemos que sois de los nuestros, y yo me precio de conoceros a fondo. Con hombres como vos no hacen falta preparativos, asambleas ni discursos: una sola palabra basta.
He aquí, pues, esa palabra: Os necesitamos; venid.
Del 10 al 12 de este mes de marzo estad en Noizai, cerca de Amboise. Allí encontraréis a nuestro valiente y noble amigo Castelnau. Por él sabréis de qué se trata, pues yo no puedo confiarlo al papel.
No necesito advertiros que no tenéis ningún compromiso, que podéis permanecer alejado de nosotros, en la seguridad de que jamás sospecharemos de vuestra lealtad ni os haremos cargo alguno.
Pero no dejéis de ir a Noizai. Allí nos encontraremos, y ya que no vuestra cooperación, reclamaremos vuestros consejos.
El partido no realizará nada sin que os informemos de ello.
Hasta nuestra próxima vista en Noizai, pues, a lo menos, contamos con vuestra presencia.
L. R.
P. D. Si tropezaseis en el camino con algunas patrullas nuestras, nuestra seña es Ginebra, como en otro tiempo, y nuestra contraseña Gloria de Dios.
—Saldré dentro de una hora —dijo Gabriel al mensajero taciturno, el cual hizo una reverencia y salió.
—¿Qué significa todo esto? —se preguntó Gabriel al quedar solo—. ¿Qué quieren decir estas dos citas, que llegan de procedencias tan opuestas, pero que casi son para el mismo sitio? ¡Ello dirá! Me ligan obligaciones iguales para con el omnipotente duque que goza del poder y para con los protestantes. Mi deber es partir sin tardanza, y luego, que suceda lo que Dios quiera. Mi posición es difícil, muy difícil, pero por mucho que se complique y embrolle, mi conciencia me dice que nunca seré traidor.
Una hora después, Gabriel se ponía en camino, acompañado de Andrés solamente.
No adivinaba la extraña y terrible alternativa en que pronto se vería colocada su propia lealtad.