UÉ es esto, señor cardenal! —exclamó con vivacidad el joven rey—. ¿No se me ha de conceder un solo instante de descanso y de libertad, ni siquiera en este sitio?
—Señor —contestó Carlos de Lorena—; siento mucho contravenir las órdenes dadas por vuestra majestad; pero el asunto que aquí nos trae a mi hermano y a mí es de tal gravedad, que no admite dilación.
Entró entonces el duque de Guisa con paso mesurado, saludó en silencio al rey y a la reina, y permaneció en pie detrás de su hermano, mudo, inmóvil y serio.
—¡Vamos! ¡Os escucho, señor cardenal! —dijo Francisco—. ¡Hablad!
—Señor —repuso el cardenal—: Acaba de ser descubierta una conspiración tramada contra vuestra majestad. Vuestra vida no está segura en este palacio, y es preciso abandonarlo inmediatamente.
—¡Una conspiración! ¡Salir inmediatamente de Blois! —exclamó Francisco II—. ¿Pero qué quiere decir eso?
—Quiere decir, señor, que hay malvados que atentan contra la vida y el trono de vuestra majestad.
—¡Cómo! ¿Odian a un niño que subió ayer al trono, a un niño que jamás hizo daño a nadie, al menos voluntariamente y a sabiendas? ¿Quiénes son esos malvados, señor cardenal?
—¿Quiénes han de ser, señor, sino esos malditos hugonotes y herejes?
—¡Siempre los herejes! ¡Siempre los hugonotes! —exclamó el rey—. ¿Estáis bien seguro, señor cardenal, de que no os dejáis arrastrar contra ellos por sospechas sin fundamento?
—¡Ah! ¡Esta vez, desgraciadamente, no hay lugar a duda, señor!
El rey, interrumpido tan intempestivamente en sus sueños de dicha por una realidad desoladora, estaba al parecer vivamente contrariado. El mal humor del rey se contagió a María Estuardo, la cual no podía disimular su impaciencia. El cardenal dejaba ver la contrariedad que le producían las noticias que era portador, y únicamente parecía tranquilo el Acuchillado, quien, perfectamente dueño de sí mismo, esperaba inmóvil e impasible el resultado de la escena.
—¿Qué he hecho yo a mi pueblo para que me aborrezca? —preguntó Francisco despechado.
—Creo haber dicho a vuestra majestad que la conspiración la han fraguado únicamente los hugonotes —contestó el cardenal.
—¡Franceses son, aunque sean hugonotes! —replicó el rey—. La verdad es, señor cardenal, que os confié el poder, esperando que hicierais la felicidad de mi reino, y no veo en derredor mío más que turbulencias, quejas y descontentos.
—¡Oh, señor… señor! —exclamó María Estuardo como reconviniéndole.
El cardenal de Lorena replicó con alguna sequedad:
—Sería injusto, señor, hacernos responsables de lo que sólo debe atribuirse a la influencia malsana de la época.
—Sin embargo —insistió el rey—, yo quisiera conocer a fondo la situación, saber a ciencia cierta si el objeto de aborrecimiento de mi pueblo soy yo o bien vos, y para conseguirlo, se haría indispensable que os alejaseis de mi lado durante algún tiempo.
—¡Oh, señor… señor! —repitió María Estuardo, dolorosamente afectada.
Francisco se detuvo, lamentando haber dicho demasiado. El duque de Guisa no reveló la menor turbación. El cardenal, después de un rato de silencio penoso y glacial, contestó poniendo en sus palabras ese tono digno y resignado del hombre injustamente ofendido.
—Señor: ya que tenemos el sentimiento de ver desconocidos nuestros esfuerzos, sólo nos resta, cual cumple a súbditos leales y a parientes que profesan a su rey la más firme adhesión, retirarnos y dejar el puesto a otros más dignos o afortunados…
Calló el rey, porque realmente no supo qué contestar. El cardenal, después de una pausa, repuso:
—Basta que vuestra majestad se digne decirnos a qué personas hemos de entregar nuestros cargos. En cuanto al que yo he desempeñado, sencillísimo es encontrarme substituto: puede escoger vuestra majestad entre el señor canciller Olivier, el señor cardenal de Tournon y el señor de L’Hópital…
María Estuardo escondió su frente entre sus manos. Francisco, arrepentido, anhelaba vivamente deshacer los efectos de su cólera infantil, pero le intimidaba el imponente silencio del gran Acuchillado.
—Pero el cargo de gran maestre —continuó Carlos de Lorena— y la dirección de los asuntos militares exigen talentos tan excepcionales y una ilustración tan poco común, que separado mi hermano, apenas si encuentro dos hombres capaces de desempeñarlos… Tal vez el señor de Brissac…
—¡Brissac… el gruñón eterno… el que riñe y se enoja por todo…! ¡Imposible! —contestó el rey.
—Tenemos al señor de Montmorency, quien ya que no buenas cualidades, tiene por lo menos fama.
—¡No! El condestable es demasiado viejo, y además trató en otro tiempo con ligereza excesiva al delfín para que hoy pueda servir respetuosamente al rey. ¿Pero, por qué no hacéis mención, señor cardenal, de otros parientes míos, de los príncipes de la sangre, del príncipe de Condé, por ejemplo?
—Señor —contestó el cardenal—; con vivo dolor he de deciros a vuestra majestad que, entre los nombres de los jefes secretos de la conspiración fraguada, figura, en primer término, el del señor príncipe de Condé.
—¡Será posible! —exclamó el rey.
—Señor, es absolutamente cierto.
—¿Pero, tan grave es ese complot tramado contra el Estado?
—Es casi una rebelión, señor —respondió el cardenal—; y puesto que vuestra majestad nos exime a mi hermano y a mí de la más terrible responsabilidad que hasta hoy pesó sobre nosotros, mi deber me obliga a suplicar a vuestra majestad que se sirva nombrarnos sucesores lo más pronto posible, porque dentro de breves días, los protestarles estarán a las puertas de Blois.
—¡Qué decís, tío mío! —exclamó María Estuardo.
—La verdad, señora.
—¿Son muy numerosos los rebeldes? —preguntó el rey.
—Se habla de dos mil hombres, señor —contestó el cardenal—. Noticias que yo no habría creído, de no haberme avisado desde París el señor de Mouchy, dándome detalles de la conspiración, afirmaban que habían sido vistas las vanguardias cerca de la Carrellére… Pero con vuestra venia, señor, mi hermano y yo nos retiramos.
—¡Cómo! —exclamó Francisco II—. ¿Me abandonáis ambos ante un peligro tan grave?
—Creí entender, señor, que así lo deseaba vuestra majestad.
—¡Qué queréis! —dijo Francisco—. ¡Siento tanta pena cuando veo que no creáis… digo, que tengo enemigos! Pero pelillos a la mar, mi querido tío; no hablemos más de esto. Dadme detalles acerca de esa insolente tentativa de los rebeldes… ¿Qué pensáis hacer para desbaratarla?
—Perdonad, señor —contestó el cardenal, cuyo resentimiento no se había aplacado—. Después de las palabras que tuvo a bien pronunciar vuestra majestad, creo que otros, más afortunados que nosotros…
—¡Pero, mi querido tío! ¡Os ruego que olvidéis un acceso de vivacidad que lamento! —exclamó Francisco II—. ¿Qué más exigís de mí? ¿Queréis que me excuse, que os pida perdón?
—¡Oh, señor! Con que vuestra majestad nos devuelva su preciosa confianza…
—¡Completa y de todo corazón! —repuso el rey, tendiendo su mano al cardenal.
—¡Cuánto tiempo perdido inútilmente! —dijo con gravedad el duque de Guisa.
Era la primera frase que pronunciaba desde el principio de la entrevista.
Adelantó entonces hacia el rey, como si lo pasado hubiese sido un prólogo enojoso o preliminares insignificantes acerca de los cuales cedió al cardenal el principal papel, y que, una vez terminados aquellos debates pueriles, recabase para sí la iniciativa. Con acento altanero, dijo al rey:
—Señor; he aquí de lo que se trata: dos mil rebeldes, mandados por el barón de La Rénaudie, y apoyados secretamente por el príncipe de Condé, saldrán un día de estos del Poitou, del Bearn y de otras provincias, con ánimo de sorprender a Blois y apoderarse de la persona de vuestra majestad.
Francisco hizo un movimiento de indignación y de sorpresa.
—¡Apoderarse del rey! —exclamó María Estuardo.
—Y de vos, señora —repuso el Acuchillado—; pero, tranquilizaos, porque nosotros velamos por vuestras majestades.
—¿Qué medidas vais a adoptar? —preguntó el rey.
—No hace más que una hora que hemos recibido la noticia —contestó el duque de Guisa—. Lo primero es poner en salvo la preciosa persona de vuestra majestad. Es indispensable que hoy mismo salgáis, señor, de esta ciudad abierta y os retiréis a Amboise, cuyo fuerte castillo os pone a cubierto de un golpe de mano.
—¡Cómo! —exclamó la reina—. ¡Encerrarnos en el horroroso castillo de Amboise, tan tétrico y triste…!
—¡Niña! —dijo el Acuchillado a su sobrina, si no de palabra, con su severa mirada.
Contestó sencillamente:
—Es preciso.
—¡Pero eso es huir ante los rebeldes! —dijo el rey temblando de ira.
—Señor —replicó el duque de Guisa—; no se huye de un enemigo que no ataca, que no ha declarado siquiera la guerra. Nosotros ignoramos, o debemos ignorar, los designios de esos revoltosos.
—Los conocemos, sin embargo —objetó Francisco II.
—Tranquilo puede vuestra majestad fiarse de mí en lo referente a cuestiones de honor —dijo el duque de Guisa—. No esquivamos el combate; nos limitamos a variar el campo de batalla. Yo espero que los rebeldes se tomarán la molestia de seguirnos hasta Amboise.
—¿Por qué decís que lo esperáis, tío?
—¿Por qué? —contestó el Acuchillado con su arrogante sonrisa—. Porque nos depararán la ocasión de acabar, de una vez y para siempre, con los herejes y con la herejía, porque es hora ya de herir con armas más contundentes que las ficciones y alegorías, porque habría dado dos dedos… dos dedos de mi mano izquierda, a trueque de empeñar, alejando de nosotros la responsabilidad, la lucha decisiva que los imprudentes provocan para nuestro triunfo.
—¡Ah! —exclamó el rey—. ¡Pero esa lucha es la guerra civil!
—Aceptémosla para terminarla, señor —respondió el duque de Guisa—. He aquí mi plan, en dos palabras: Ante todo, no olvide vuestra majestad que los enemigos que nos provocan son facciosos. Excepción hecha de la retirada que propongo como medida indispensable, que no les preocupará ni dará en qué pensar, si no me equivoco, fingiremos para con ellos la seguridad más completa y la ignorancia más absoluta. Cuando ellos avancen como traidores para sorprendernos, les sorprenderemos nosotros, prendiéndoles en sus propias redes. A toda costa hay que evitar las apariencias de alarma, es preciso que nadie sospeche que vuestra marcha a Amboise tiene carácter de fuga; a vos principalmente, señora, os hago esta recomendación —dijo, dirigiéndose a María—. Yo daré las órdenes oportunas, yo prevendré a vuestra servidumbre, pero en secreto. Que nada se trasluzca fuera de aquí, que queden en el misterio nuestros preparativos y nuestras aprensiones, y yo respondo de todo.
—¿Qué hora habéis fijado para la marcha? —preguntó Francisco con expresión de resignación y abatimiento.
—Las tres de la tarde, señor —respondió el duque de Guisa—. He adoptado ya de antemano las disposiciones necesarias.
—¿Cómo de antemano? —preguntó el rey.
—De antemano, señor —replicó con entereza el Acuchillado—, porque de antemano sabía que vuestra majestad aceptaría los consejos de la prudencia y del honor.
—¡Sea en buena hora! —dijo con débil sonrisa el rey, completamente subyugado—. Estaremos dispuestos a las tres, pues en vos depositamos toda nuestra confianza.
—Os agradezco esa confianza, señor —contestó el duque de Guisa—, y sabré hacerme digno de ella. Vuestra majestad me perdonará, en atención a las circunstancias: no puedo disponer de un minuto más, he de escribir veinte cartas y dar cien encargos. En consecuencia, mi hermano y yo nos despedimos humildemente de vuestra majestad.
Saludó ligeramente al rey y a la reina y salió con el cardenal.
Francisco y María se miraron un instante en silencio, poseídos de intensa tristeza.
—¿Qué te parece, María? —dijo el rey—. ¿Qué ha sido de nuestro soñado viaje a Roma?
—¡Se ha trocado en una fuga a Amboise! —exclamó suspirando María Estuardo.
Entró en aquel momento la señora Dayelle, primera camarista de la reina.
—¿Es cierto, señora, lo que nos han dicho? —preguntó después de las reverencias de etiqueta—. ¿Tenemos que salir inmediatamente de Blois para dirigirnos a Amboise?
—Demasiado cierto, mi buena Dayelle —contestó la reina.
—¿Pero, sabe vuestra majestad que en aquel castillo no hay nada? No encontrará vuestra majestad ni un espejo en buen estado.
—Será preciso llevarlo todo de aquí, Dayelle —respondió la reina—. Haced al momento una lista de las cosas indispensables… Voy a dictarla yo… En primer lugar, mi vestido nuevo de damasco carmesí bordado de oro…
Y dirigiéndose al rey, que había quedado de pie, triste y pensativo, en el hueco de una ventana, dijo:
—¿Concebís, señor, la audacia de esos reformados? ¿No os parece…? ¡Pero, perdón! Vos también tendréis que ocuparos de los objetos que necesitaréis en Amboise.
—No —contestó Francisco II—: Eso queda al cuidado de Aubert, mi ayuda de cámara. Yo no estoy en disposición de pensar en otra cosa que en mi pena.
—¿Creéis que la mía es menos viva que la vuestra? —replicó María—. Señora Dayelle… anotad mi toca color violeta con adornos de oro y mi vestido de damasco blanco bordado de plata… pero es necesario vivir dentro de la realidad —prosiguió dirigiéndose al rey—, y no exponerse a carecer de las cosas de primera necesidad… Señora Dayelle… apuntad mi capa de noche de tela plateada, forrada con pieles de lobos cervales… Hace siglos que no ha sido habitado por la corte ese castillo de Amboise, ¿no es verdad, señor?
—Desde Carlos VII hasta hoy —respondió el rey—, no creo que ningún monarca de Francia haya permanecido en él más de dos o tres días.
—¡Y quién sabe si nosotros estaremos condenados a vivir allí un mes! —exclamó María—. ¡Ah, condenados hugonotes! ¿Creéis, Dayelle, que la alcoba, por lo menos, no estará tan desprovista como todo lo demás?
—Lo más seguro, señora, será obrar como si allí no hubiésemos de encontrar nada —respondió la camarista.
—Anotad, pues, el espejo con marco de oro —repuso la reina—, el cofrecillo de noche de terciopelo violeta, la alfombra para los pies de la cama… ¿Pero, cuándo se ha visto, señor —añadió dirigiéndose al rey—, que los vasallos se rebelen de este modo contra su señor natural, y traten de echarle de su casa, por decirlo así?
—Yo creo que nunca, María —respondió con triste acento Francisco—. Se ha visto algunas veces a ciertos malvados que han osado desobedecer las órdenes del rey, como ocurrió, por ejemplo, hará unos quince años, en Merindol y en La Cabrièrê; pero atreverse a atacar al rey… ¡Vamos! ¡Jamás lo hubiera imaginado, lo confieso!
—Mi tío el duque de Guisa tiene razón; por muchas precauciones que tomemos, nunca serán bastantes tratándose de esos rebeldes furiosos… Señora Dayelle; añadid una docena de zapatos, otra de almohadas, otra de sábanas… ¿Está todo? ¿Faltará algo? ¡Creo que voy a perder la cabeza! ¡Ah! Poned el acerico de terciopelo, la palmatoria de oro, el punzón, la aguja dorada… ¡Creo que no olvido nada…!
—¿No lleva su majestad los dos aderezos de pedrería? —preguntó la camarista.
—¡Claro que sí! ¡Los llevo! ¡Cómo iba a dejarlos aquí! ¡Para que cayesen tal vez en manos de esos descreídos! ¿Verdad, señor, que debo llevarlos?
—No está de más la precaución —respondió el rey.
—Me parece que hemos puesto todo lo que puede hacerme más falta, ¿no es cierto, Dayelle? —preguntó María Estuardo, buscando con la mirada en derredor.
—Supongo que vuestra majestad se acuerda de sus libros de devoción —contestó la camarista.
—¡Ah! ¡Tenéis razón! Llevad los más bonitos, el que me regaló mi tío el cardenal, y el encuadernado en terciopelo escarlata con adornos de oro. Todo esto lo dejo a vuestra discreción, señora Dayelle, pues ya veis que el rey y yo tenemos que pensar en mil cosas relacionadas con nuestro repentino viaje.
—No necesita vuestra majestad estimular mi celo… ¿Cuántos cofres serán necesarios para llevar todo esto? Yo creo que con cinco habrá suficientes.
—Pedid seis —contestó la reina—. En trances como estos, no conviene andar con escaseces. Seis, sin contar los de mis damas, desde luego. Ellas se las arreglarán por otra parte, pues mi cabeza no está ahora para ocuparme en nimiedades… La verdad es, Francisco, que me sucede lo que a ti: no tengo pensamiento ni facultades más que para esos hugonotes… Podéis retiraros, Dayelle.
—¿Desea vuestra majestad dar alguna orden acerca de los lacayos y muleteros?
—Únicamente que vistan sus trajes de paño. Adiós, Dayelle, adiós; daos prisa.
La camarista saludó y dio tres o cuatro pasos en dirección a la puerta.
—Dayelle —llamó de nuevo la reina—; al decir que la servidumbre vista sus trajes de paño, supongo que habréis comprendido que me referí tan sólo al camino. Que no se olviden de llevar sus uniformes color violeta, con sus capas de terciopelo, también violeta, forradas de terciopelo amarillo: ¿lo entendéis?
—Está bien, señora. ¿No tiene vuestra majestad otra cosa que mandarme?
—No; nada más, sino que todo se haga con la mayor actividad, porque salimos a las tres. No olvidéis las capas de los lacayos.
Dayelle salió esta vez definitivamente.
María Estuardo, volviéndose hacia el rey, le dijo:
—¿Verdad que apruebas lo que he dispuesto acerca de la indumentaria de la servidumbre? Los señores reformados, ya que nos molestan, tendrán la dignación de permitirnos que nuestros criados vistan con el decoro debido. ¡La dignidad real no debe rebajarse nunca, pero menos ante los rebeldes! Hasta abrigo mis esperanzas que podremos dar en Amboise, a pesar de lo feo que es, algunas fiestas en las propias barbas de los revoltosos.
Francisco bajó tristemente la cabeza.
—¡Oh! —exclamó María—. ¡Si desprecias mi idea, haces mal! Una fiesta les intimidaría más de lo que parece, porque les demostraría que no les tememos. Un baile, por ejemplo, en tales circunstancias, sería un golpe político de grandes resultados, golpe que no desdeñaría tu propia madre, que, como sabes, goza fama de ser entendida en la materia… Pero esto no quiere decir que mi corazón deje de estar afligido, porque lo está, y mucho, mi querido Francisco… ¡Ah, infames hugonotes!