I franqueamos con el pensamiento dos días y cuarenta leguas, nos encontraremos en 27 de febrero y en el suntuoso palacio de Blois, donde la corte estaba a la sazón reunida.
La víspera, habíanse celebrado en el palacio espléndidas fiestas y regocijos, con justas, danzas y alegorías, siendo su organizador el poeta Antonio de Baïf.
El rey y su bella esposa, en cuyo honor se habían celebrado las fiestas, se levantaron a la mañana siguiente más tarde que de costumbre, y algo cansados todavía a consecuencia de lo mucho que se habían divertido.
Por fortuna no tenían pendiente ninguna recepción, y pudieron descansar hablando y comentando las lindas distracciones de que habían disfrutado.
—De mí puedo decir que las fiestas me han parecido lo más bello y singular del mundo —decía María Estuardo.
—Sí —contestaba Francisco—; sobre todo, las danzas y las escenas que han representado. Confesaré, sin embargo, que los sonetos y los madrigales me han parecido largos y pesados.
—¡Cómo! —exclamó María Estuardo—. Te aseguro que eran muy galantes y muy inspirados.
—Pero empalagosamente aduladores, querida mía. No es muy divertido que digamos escuchar alabanzas exageradas durante horas enteras, tanto, que anoche se me ocurrió que nuestro buen Dios debe de sufrir algunos ratos de impaciencia en el empíreo. Añade a esto que esos señores, y particularmente Baïf y Maisonfleur, siembran en sus discursos con profusión desesperante palabras latinas que no siempre entiendo.
—Sí, pero es de muy buen gusto y denota erudición —replicó María.
—Para ti sí, María, porque has estudiado y sabes —contestó el rey suspirando—. Haces versos y entiendes el latín, fruta que yo nunca he podido morder.
—El saber es el recreo que se nos permite a nosotras las mujeres, al paso que vosotros, los hombres, y particularmente los príncipes, habéis nacido para la acción y el mando.
—A pesar de todo, yo quisiera, aunque no fuese más que para igualarte en algo, ser tan instruido como… ¿como quién diré? Como mi hermano Carlos, por ejemplo.
—A propósito de tu hermano Carlos: ¿le observaste ayer en el papel de la alegoría de la Religión defendida por las tres virtudes teologales?
—Sí; era uno de los caballeros que representaban las virtudes: la de la Caridad, si no recuerdo mal.
—En efecto. ¿No te llamó la atención el furor con que golpeaba la cabeza de la Herejía?
—Es verdad; cuando aquella avanzó en forma de serpiente, rodeada de llamas, Carlos se puso fuera de sí.
—Y dime, queridito: ¿no observaste que la cabeza de la Herejía se parecía a alguien?
—Justamente: yo creí que me engañaba, pero estoy por decir que tenía cierto parecido con el señor de Coligny; ¿es verdad?
—Di más bien que era el vivo retrato del almirante.
—¿Y aquella legión de diablos que se lo llevaron?
—¿Y la alegría de nuestro buen tío el cardenal?
—¿Y la sonrisa de mi madre?
—¡Daba espanto! —exclamó María Estuardo—. Pero de todos modos, Francisco, tu madre estaba ayer muy hermosa con su vestido bordado de oro y su rico velo de crespón. ¡Magnífico traje!
—Sí, queridita mía, por eso he hecho pedir a Constantinopla otro igual para ti. Te lo traerá Grandchamp, juntamente con un velo de gasa romana, parecido al de mi madre.
—¡Oh, gracias, gracias, mi galante rey! No envidio la suerte de nuestra hermana Isabel de España, de quien se dice que jamás se pone dos veces un mismo vestido. Sin embargo, no quisiera que en Francia, ninguna mujer, ni aun tu madre, te pareciese mejor adornada que yo.
—¿Y qué importa eso, después de todo, si para mí has de ser siempre la más hermosa?
—Anoche no debí parecértelo —replicó la reina un poquito enojada—; porque cuando terminé de bailar la danza de las antorchas, no me dijiste una sola palabra. Yo recelo que no te agradé.
—¡Y mucho! —exclamó con ardor Francisco—. ¿Pero qué podía yo decir, santo Dios, al lado de todos aquellos ingenios de la corte, que te cumplimentaban en prosa y en verso? Dubellay pretendía que tú no necesitabas antorcha como las demás damas, porque tenías sobrada luz y sobrado fuego en tus bellos ojos; Maisonfleur decía que temblaba al pensar en el peligro de tus pupilas, que podían reducir a pavesas la sala entera, a cuyo propósito añadía Ronsard que los astros de tus miradas debían ser las luminarias de la noche y los manantiales de luz que durante el día eclipsasen los rayos del sol. ¿Podía yo verter un jarro de agua fría sobre tan lindas frases poéticas diciendo, pues que otra cosa no habría podido decir, que me parecías, tú encantadora, y bellísima la danza?
—¿Por qué no? Esa sola frase me habría complacido más que todas las adulaciones que me prodigaron.
—Pues bien; te la digo ahora con todo mi corazón, queridita, porque tú estabas seductora, y bailaste con tanta gracia, que me hiciste olvidar la pavana de España, que tanto me gusta, y la pazzemení de Italia, que bailabas tan divinamente con nuestra querida Isabel. Verdad es que todo lo que tú haces, me parece, y es, más perfecto que lo que hacen las demás mujeres, porque eres la bella entre las bellas, y a tu lado, las jóvenes más lindas y graciosas, parecen insulsas y sin atractivo alguno. Sí: lo mismo ataviada con esplendor regio, como vestida con sencillez, eres siempre mi reina y mi amor. ¡Sólo para ti tengo ojos! ¡Sólo para ti tengo amor!
—¡Mi querido galán!
—¡Mi prenda adorada!
—¡Mi vida!
—¡Mi supremo bien! ¡Mira! Aunque vistieras la humilde basquiña[25] de una aldeana, te preferiría a todas las reinas de la tierra.
—Y yo, aunque fueses un pajecillo, te adoraría como al dueño único de mi corazón.
—¡Cuánto me gusta pasar mis dedos por entre tus cabellos rubios, suaves, sedosos! ¡Con qué placer los confundo y enredo, para desenredarlos luego! Comprendo que las damas te supliquen que las permitas besar ese cuello tan blanco y bien formado, ese brazo tan gracioso y torneado… ¡Pero no se lo permitas, María!
—¿Por qué?
—¡Porque tengo celos!
—¡Qué niño eres! —dijo María, con un gesto adorable de candor infantil.
—¡Mira! Si me colocasen en la alternativa de renunciar mi corona o a ti, María, ni por un instante dudaría en la elección.
—¡Qué locura! —exclamó María—. ¿Acaso es posible renunciar la corona de Francia, la más bella de todas, después de la del cielo?
—¡Para lo que sirve en mi frente! —dijo Francisco II, con sonrisa entre alegre y melancólica.
—Ahora recuerdo que teníamos que resolver un asunto… pero un asunto de la mayor importancia, que nos ha encargado mi tío el cardenal de Lorena.
—¡Bah! ¡Eso nos sucede con frecuencia!
—Nos encarga —repuso con gravedad María— que decidamos los colores del uniforme de nuestros guardias suizos.
—Es una prueba de confianza que nos honra… Deliberemos, pues: ¿Qué opina vuestra majestad sobre un asunto tan espinoso?
—No puedo opinar, señor, hasta después que hable vuestra majestad.
—Mi majestad opina que la forma del uniforme debe continuar siendo la misma: ropilla ancha, con mangas también anchas, con cuchillos de tres colores; ¿os parece bien, señora?
—Me parece muy bien, señor; ¿pero, cuáles han de ser esos colores? Esta es la cuestión.
—¡Y tan difícil por cierto! Pero vuestra majestad me ayudará. El primer color…
—Blanco; color de Francia.
—Entonces, el segundo debe de ser azul, el de Escocia.
—Conformes; ¿y el tercero?
—¿Te parece que sea amarillo?
—¡No, no! ¡Es el color de España! ¡Mejor verde!
—Es el color de los Guisa —objetó el rey.
—¡Y qué! ¡No creo que ese sea motivo de exclusión!
—De ningún modo, ¿pero se armonizarán bien esos tres colores?
—¡Se me ocurre una idea! —dijo María Estuardo—. Adoptemos el encarnado, que es el color de Suiza: será para los pobres guardias algo que les recuerde su patria.
—Esa idea es tan excelente como tu corazón, María. ¡He aquí, pues, gloriosamente terminado tan importante asunto! ¡Uf! ¡Cuánto nos ha hecho trabajar! Por fortuna, las cosas serias nos preocupan menos, y nuestros queridos tíos, María, me hacen el obsequio de cargar con todo el peso del gobierno. ¡Es encantador! Ellos escriben, y yo me despacho con firmar, la mayor parte de las veces sin leer lo que firmo. Mi corona, colocada sobre mi sillón real, me substituiría perfectamente… si me diesen intenciones de hacer un viaje.
—¿No sabes que el interés de mis tíos será siempre el tuyo y el de Francia?
—¿Cómo he de ignorarlo? Me lo repiten demasiadas veces para que yo lo ignore u olvide. Hoy precisamente es día de Consejo. Dentro de poco veremos llegar al señor cardenal de Lorena, con su actitud humilde y sus exagerados respetos que, si he de decir lo que siento, no siempre me agradan, y le oiremos decir con su voz dulce e inclinándose a cada palabra: «Señor; la proposición que someto a la aprobación de vuestra majestad no tiene otra finalidad que el honor de vuestra corona. Vuestra majestad no puede dudar del celo que nos anima por la gloría de su reinado y el bienestar de su pueblo. Señor; el esplendor del trono y de la Iglesia es el objeto único…, etc., etc.».
—¡Le imitas admirablemente! —exclamó María, riendo y palmeteando. Con tono más serio añadió:
—Conviene, sin embargo, ser indulgente y generoso, Francisco. ¿Crees, por ventura, que tu señora madre Catalina de Médicis me agrada mucho cuando, severa y pálida, con actitudes imponentes, me dirige sermones interminables acerca de mis vestidos y adornos, de mi servidumbre y de mis trenes? ¿No te parece que la estás oyendo decir con los labios fruncidos: «Hija mía; eres la reina; yo no soy actualmente más que la segunda dama del reino; pero si estuviera en tu lugar, exigiría a todas mis camaristas[26] que ni un solo día dejasen de asistir a la misa, a las vísperas y al sermón? Si estuviese en tu lugar, no vestiría nunca traje de terciopelo encarnado, porque el encarnado es color poco serio. Si estuviera en tu lugar, haría reformar el vestido de tisú de plata porque está excesivamente escotado. Si estuviera en tu lugar, no bailaría jamás; me contentaría con ver bailar. Si estuviera en tu lugar…».
—¡Oh! —exclamó el rey riendo a carcajadas—. ¡Si me parece que estoy oyendo a mi madre! ¡Pero ya ves, queridita mía! Es mi madre, y la he ofendido gravemente al quitarle toda participación en los asuntos del Estado que administran exclusivamente tus tíos. Justo es disimularle alguna cosa y soportar con resignación sus regaños. De mí, puedo decirte que no toleraría la tutela del cardenal de Lorena si no fuera tío tuyo; ¿comprendes?
—¡Gracias, mi querido galán! ¡Gracias por este sacrificio! —contestó María dándole un beso.
—Pero te aseguro que hay momentos en que siento tentaciones de abandonar hasta el nombre de rey, de la misma manera que he abandonado ya el poder.
—¡Qué dices! —exclamó María Estuardo.
—Lo que siento, María. ¡Ah! ¡Si pudiera ser tu esposo sin ser rey de Francia…! ¡Ya ves! De la realeza, únicamente tengo los fastidios y los sinsabores: el último de mis vasallos es más libre que yo. He tenido necesidad de incomodarme muy de veras para que no nos obligaran a vivir a ti y a mí en habitaciones separadas. ¿Sabes por qué? Pues porque dicen que es costumbre entre los reyes y reinas de Francia.
—¡Qué insoportables son los que a todas horas invocan precedentes, usos y costumbres! ¡Y qué absurdas las tales costumbres y usos! ¡Por supuesto que nosotros las modificaremos! Implantaremos otras nuevas que, a Dios gracias, serán mejores que las antiguas.
—Indudablemente, María. ¿A que no aciertas cuál es el secreto deseo que abrigo de algún tiempo a esta parte?
—No… no acierto…
—El de escaparnos, fugarnos, evadirnos, levantar juntos el vuelo, el de abandonar por algún tiempo los cuidados anejos al trono, el de huir de Blois, de Francia, e irnos… ¿adónde? No lo sé, pero lejos, muy lejos de aquí, a un sitio donde podamos respirar tranquilos, como respiran las demás personas. Dime, María, ¿no te agradaría un viaje de seis meses o un año?
—¡Sería mi mayor delicia! —exclamó la reina entusiasmada—. Me encantaría hacer ese viaje, no sólo por mí, sino por tu salud, que me causa no pocas inquietudes, por esos molestos dolores de cabeza que te aquejan. El cambio de aires, la novedad de los objetos y de vida te distraerían, y seguramente te sentarían bien. ¡Sí, sí! ¡Emprenderemos ese viaje…! ¿Pero nos lo permitirán el cardenal y la reina madre?
—¿Qué remedio? ¡En último caso, el rey soy yo! —contestó Francisco II—. El reino goza de paz y de tranquilidad, y puesto que prescinden de mi voluntad para gobernar, también sabrán prescindir de mi presencia. Emprenderemos el viaje antes del invierno, María, como las golondrinas. Vamos a ver: ¿adónde quieres que vayamos? ¿Te parece que visitemos nuestros Estados de Escocia?
—¡Pasar el mar…! ¡Ir a respirar aquellas nieblas, que seguramente serán peligrosas para tu delicado pecho! ¡No, no! Prefiero nuestra alegre Turena… ¿Y por qué no habíamos de ir a España a hacer una visita a nuestra hermana Isabel?
—El aire de Madrid no es sano para los reyes de Francia, María.
—Pues entonces, vayamos a Italia. El tiempo es siempre hermoso en los Estados de Italia; la temperatura templada… Allí veremos un cielo azul, una mar azul, naranjos floridos, oiremos música, asistiremos a fiestas…
—Aceptada Italia —contestó el rey—. Admiraremos la santa religión en toda su gloria, contemplaremos hermosos templos, veneraremos santas reliquias…
—¡Y los cuadros de Rafael, y la Basílica de San Pedro, y el Vaticano…!
—Y pediremos al Santo Padre la bendición…
—¡Será un encanto realizar este hermoso sueño juntos, encontrarnos siempre el uno al lado del otro, amantes y amados, recorriendo aquel país encantador bajo el dosel azul del cielo y flotando nuestros corazones en nubes del mismo tono que el dosel…!
—¡El paraíso! —exclamó Francisco II.
En el momento en que el rey hablaba así, la puerta del gabinete se abrió bruscamente; y el cardenal de Lorena, separando al ujier de servicio, entró pálido y sin aliento.
El duque de Guisa, más tranquilo que su hermano, pero no menos grave, seguía al cardenal a alguna distancia. Sus pasos firmes y mesurados resonaban ya en la antecámara.