Capítulo XLII

VOLVEMOS a encontrar a Avenelles tan tímido como el día que le conocimos, pero sin sombra de la energía que entonces desplegó.

Después de haber saludado a Démocharés y al señor de Braguelonne, inclinando su frente casi hasta tocar el suelo, dijo con voz temblorosa:

—¿Estoy, sin duda, en presencia del señor teniente de policía…?

—Y del señor gran inquisidor de la fe —añadió Braguelonne señalando a Démocharés:

—¡Jesús! —exclamó el pobre Avenelles, palideciendo, si era posible, más y más—; monseñores, tenéis en vuestra presencia a un gran culpable, sí, a un gran culpable. ¿Puedo esperar indulgencia? ¡No lo sé! ¿Podrá atenuar mis culpas una confesión sincera? Vuestra clemencia contestará.

El señor de Braguelonne, comprendiendo al momento con qué clase de hombre se las había, contestó con voz áspera:

—No basta la confesión; es precisa la reparación.

—¡Oh! ¡Si en mi mano está, repararé, monseñor! —exclamó Avenelles.

—Para ello sería preciso que nos prestaseis algún servicio, que nos hicierais alguna revelación importante —repuso el teniente de policía.

—Procuraré hacerlas, monseñor.

—Difícil será —replicó con indiferencia Braguelonne—, porque lo sabemos todo.

—¡Cómo! ¿Sabéis…?

—¡Todo, repito! Terrible es el trance en que os encontráis, porque es muy difícil que vuestro arrepentimiento tardío pueda salvar vuestra cabeza.

—¡Mi cabeza! ¡Cielos…! ¿Mi cabeza está en peligro? Sin embargo, puesto que he venido…

—Demasiado tarde —interrumpió el inexorable Braguelonne—. No podéis sernos útil, porque sabemos de antemano todo cuanto pudierais revelarnos.

—¡Tal vez…! Perdonad que os pregunte: ¿Qué sabéis?

—En primer lugar, que sois uno de los condenados herejes —terció con voz de trueno Démocharés.

—¡Ay! ¡Ay de mí! ¡Es verdad…! ¡Demasiado verdad! ¡Sí… soy protestante! ¿Por qué? ¡Lo ignoro! Pero abjuraré, monseñor, si me hacéis gracia de la vida. Mi pecado me expone a muchos peligros… Abjuraré, abjuraré.

—Hay más, mucho más —añadió Démocharés—. Vuestra casa es centro y refugio de hugonotes.

—No han podido hallar uno siquiera en los diferentes registros que han practicado —respondió el abogado.

—Sí —dijo Braguelonne—; vuestra casa tiene, a no dudar, alguna salida secreta, alguna galería oculta, algún medio desconocido de comunicación con el exterior; pero uno de estos días demoleremos ese cubil hasta no dejar piedra sobre piedra, y quiera o no habrá de descubrirnos su secreto.

—Lo descubriré yo mismo —respondió el abogado—. Confieso, monseñor, que he admitido y hospedado alguna vez en mi casa a protestantes. Pagan bien su hospedaje y los pleitos producen hoy muy poco. ¡Comprenderéis que es preciso vivir! Pero no volverá a suceder, y si abjuro, de seguro que ningún hugonote vuelve a llamar a mi puerta.

—Sabemos también que habéis hecho uso frecuente de la palabra en los conciliábulos protestantes —añadió Démocharés.

—Soy abogado —observó con acento lastimero Avenelles—. He hablado con frecuencia, lo reconozco, pero siempre abogué por las medidas moderadas. Debéis saberlo, puesto que nada ignoráis.

Y atreviéndose a alzar la vista hasta los rostros de los dos siniestros personajes, repuso:

—Pero, perdonadme si digo que creo que no lo sabéis todo. Tan sólo habéis hablado de mí, sin aludir a los asuntos generales del partido, que tienen mucha más importancia que mi humilde persona, de lo que infiero con placer que ignoráis muchas cosas.

—Estáis completamente equivocado —replicó el teniente de policía—, y voy a demostraros lo contrario.

Démocharés le hizo una seña para que tuviese cuidado con lo que iba a decir.

—Os comprendo, señor gran inquisidor —dijo Braguelonne—; pero sin pecar de imprudente puedo descubrir nuestro juego al abogado, toda vez que no ha de salir de aquí en algún tiempo.

—¡Cómo! ¿Que no saldré en algún tiempo de aquí? —preguntó Pedro des Avenelles aterrado.

—Naturalmente que no —contestó con calma Braguelonne—. ¿Os habéis figurado que es tan fácil presentarse aquí pretextando que venís a hacer revelaciones, cercioraros con toda tranquilidad de lo que sabemos y pensamos, y luego ir a contarlo todo a vuestros cómplices? No, amigo mío, no; el oficio tiene sus quiebras. Desde este momento sois nuestro prisionero.

—¡Prisionero! —repitió Avenelles consternado.

Luego reflexionó un instante y adoptó su partido. Ya sabemos que nuestro hombre poseía en grado superlativo el valor de la cobardía.

—¡Mejor! —exclamó de pronto—. ¡Lo prefiero! ¡Más seguro estoy aquí que mi casa, en medio de sus complots! Y puesto que estáis decidido a tenerme recluido, señor teniente de policía, creo que ningún inconveniente tendréis en contestar a algunas preguntas que me tomaré la libertad de dirigiros. Mi opinión es que vuestros informes no son tan completos como suponéis, y que encontraré manera de demostraros, con alguna revelación importante, mi buena fe y mi lealtad.

—¡Hum! ¡Lo dudo mucho! —murmuró Braguelonne.

—Ante todo, monseñor: ¿qué sabéis de las últimas asambleas de los hugonotes? —preguntó el abogado.

—¿Os referís a la de Nantes? —interrogó el teniente de policía.

—¡Ah! También sabéis… ¡Pues bien, sí! ¿Qué ocurrió en la de Nantes?

—¿Aludís, sin duda, a la conspiración que allí se fraguó?

—¡Ay de mí! ¡Sí! ¡Voy viendo que no podré deciros mucho más de lo que sabéis! ¿Y esa conspiración…?

—Tiene por objeto apoderarse de la persona del rey, destituir violentamente a los señores de Guisa, reemplazarlos por los príncipes de la sangre, convocar Estados Generales, etcétera, etcétera. Todo esto pertenece ya a la historia antigua, señor des Avenelles, pues data del cinco de febrero.

—¡Y los conjurados que creen tan seguro el secreto! —exclamó el abogado—. ¡Están perdidos! ¡Irremisiblemente, perdidos… y yo también, porque ya no dudo que conocéis los nombres de los jefes del movimiento!

—Los de los jefes ocultos y los de los jefes declarados. Los primeros son el príncipe de Condé y el almirante Coligny; los segundos, La Rénaudie, Castelnau, Mazéres… pero no continúo, porque la enumeración es demasiado larga. Aquí tenéis la lista de sus nombres con expresión de las provincias que deben sublevar.

—¡Santo Dios! ¡Veo que la policía es tan hábil como imbéciles los conspiradores! ¿Pero no he de poder deciros una sola cosa que ignoréis? Vamos a ver: ¿sabéis dónde están el príncipe de Condé y La Rénaudie?

—Juntos en París.

—¡Esto es espantoso! ¡Ya no me queda más remedio que encomendar a Dios mi pobre alma! Pero todavía preguntaré otra cosa: ¿sabéis en qué sitio de París se hallan?

Braguelonne tardó esta vez en contestar, pero su mirada penetrante parecía querer sondear el alma de Avenelles.

Este, respirando apenas, repitió la pregunta:

—¿Sabéis en qué sitio de París se hallan el príncipe de Condé y La Rénaudie?

—Poco trabajo nos costará encontrarles —contestó Braguelonne.

—¡Ah! ¡Pero todavía no les habéis encontrado! —exclamó con júbilo el abogado—. ¡Loado sea Dios! ¡Aún puedo ganar mi perdón! ¡Yo sé dónde están, monseñor!

Brillaron los ojos de Démocharés, pero el teniente de policía disimuló su gozo.

—¿Dónde están? —preguntó con la mayor indiferencia.

—¡En mi casa, señores, en mi casa! —contestó con orgullo Avenelles.

—Ya lo sabía —dijo tranquilamente el teniente de policía.

—¿Qué decís? ¿También sabíais eso? —interrogó Avenelles palideciendo.

—Naturalmente. He querido probaros, ver si sois sincero… ¡Vaya! ¡Está bien! ¡No estoy descontento de vos! Pero vuestra situación es muy grave… ¡Haber dado asilo a tan grandes culpables…!

—¡Os habéis hecho tan culpable como ellos! —tronó Démocharés.

—¡Oh! ¡No me lo digáis, monseñor! —exclamó Avenelles—. Ya me maliciaba yo los peligros que corría, tanto, que desde que tuve noticia de los horribles proyectos de mis dos huéspedes, puedo decir que no vivo. Diré, sin embargo, que tan sólo hace tres días que los conozco, lo juro. Sabéis, sin duda, que yo no asistí a la asamblea de Nantes. Cuando el príncipe de Condé y La Rénaudie llegaron a mi casa, en los primeros días de esta semana, creí que admitía en ella a dos reformados, pero no a dos conspiradores. Me horrorizan los conspiradores y las conspiraciones. Nada me dijeron, y esto es causa de que mi indignación sea mayor, porque es inhumano comprometer así a un infeliz que sólo servicios les ha prestado. Su comportamiento es odioso… ¡Pero a bien que los grandes personajes nunca se portan de otro modo!

—¿Cómo? —preguntó el señor de Braguelonne, que se tenía por personaje de los más grandes.

—Me refiero a los grandes personajes de la Reforma —se apresuró a explicar el abogado—. Empezaron ocultándomelo todo; pero como se pasaban el día cuchicheando, y escribían a todas horas, y recibían visitas a cada minuto, aceché, escuché, adiviné al principio, y al fin se vieron en el caso de descubrírmelo todo, su asamblea de Nantes, su conspiración, todo, en una palabra, lo que sabéis perfectamente y que ellos creen que duerme en el mayor secreto. Pero desde el instante en que me hicieron la revelación, yo no dormía, ni comía, ni vivía. Cada vez que alguien entraba en mi casa, y Dios sabe que incesantemente llamaban a la puerta, imaginaba que venían a buscarme para llevarme arrastrando a presencia de mis jueces. Por las noches, en mis breves momentos de sueño febril, no veía más que tribunales, mazmorras, cadalsos y verdugos. Despertaba bañado en fríos sudores y era peor, porque medía, pesaba y aquilataba los horribles peligros que se cernían sobre mi cabeza.

—El primero de todos la prisión —dijo Braguelonne.

—A continuación el tormento —tercio Démocharés.

—Seguidamente la horca —añadió el teniente de policía.

—O acaso la hoguera —continuó el inquisidor.

—Y quién sabe si también la rueda —dijo Braguelonne.

—¡Encarcelado, torturado, ahorcado, quemado y enrodado! —exclamó Avenelles, estremeciéndose al pronunciar cada una de aquellas palabras, como si sufriera ya los suplicios que iba enumerando.

—Abogado sois, ¡diantre!, y conocéis la ley —observó Braguelonne.

—¡Ojalá no la conociera tanto! Por eso, al cabo de tres días de angustias horribles, he comprendido que semejante secreto era carga demasiado pesada para mi responsabilidad y he venido a depositarla en vuestras manos, señor teniente de Policía.

—Era lo más prudente; y aunque vuestras revelaciones, como veis, no nos sean de grande utilidad, tendremos en cuenta vuestros buenos deseos.

Departió durante algunos instantes en voz baja con Démocharés, quien consiguió, al parecer, no sin trabajo, dictarle la resolución que debía adoptar.

—Ante todo —les dijo Avenelles en tono de súplica—, os pediré, como gracia especial, que no descubráis mi defección a mis antiguos… cómplices, porque los que… asesinaron al presidente Minard, pudieran jugarme una mala pasada.

—Guardaremos el secreto —contestó el teniente de Policía.

—Pero me retenéis prisionero, ¿no es verdad? —preguntó el abogado con acento humilde y tímido.

—No; podéis volver libremente a vuestra casa cuando gustéis: ahora mismo.

—¿De veras? ¡Ah, ya caigo! ¡Vais a mandar prender a mis cómplices… digo, a mis huéspedes!

—Tampoco: quedan en libertad como vos.

—¿Pues cómo? —preguntó Avenelles estupefacto.

—Escuchad —contestó Braguelonne con expresión de gravedad—. Escuchad, y retened bien mis palabras. Vais a volver inmediatamente a vuestro domicilio, porque no quiero que una ausencia demasiado prolongada excite sospechas. No hablaréis con vuestros huéspedes ni de vuestros temores ni de vuestros secretos. Obraréis y dejaréis que obren ellos como si no hubierais entrado hoy en este despacho. ¿Me comprendéis bien? Nada impidáis y de nada os asombréis. Dejad que cada cual obre como le plazca.

—Eso es muy fácil —dijo Avenelles.

—Pero si necesitásemos alguna noticia, os la pediríamos por mediación de tercera persona, o bien os llamaríamos aquí, a cuyo efecto, estaréis siempre a nuestra disposición. Si se considerase oportuno hacer alguna visita a vuestra casa, nos auxiliaréis.

—Puesto que he empezado, acabaré mi obra —contestó Avenelles suspirando.

—Muy bien. Sabed, por último, que si el curso de los sucesos nos demuestra que habéis cumplido fiel y lealmente nuestras instrucciones, os entregaremos el perdón, pero si sospechamos que habéis cometido alguna indiscreción, vos seréis el primer castigado, y el que reciba el castigo más duro.

—¡Os asaremos a fuego lento! —añadió Démocharés con voz lúgubre y profunda.

—Pero… —quiso decir el abogado.

—¡Basta! —interrumpió Braguelonne—. Sabéis lo que debéis saber, tenedlo muy presente, y hasta la vista.

Hízole con la mano un gesto imperioso, y el abogado, miedoso y prudente, salió tranquilizado y aterrado a la vez.

A la salida del abogado siguió un silencio de bastante duración, que interrumpió el teniente de Policía, diciendo:

—Vos lo habéis querido, y cedo; pero confieso que tengo mis dudas sobre la conveniencia de este modo de proceder.

—Es el más conveniente —contestó Démocharés—. Es preciso que el asunto siga su curso, y para ello, preciso era no dar la voz de alarma a los conspiradores. Mientras crean bien guardado su secreto, seguirán trabajando. No ha de presentarse otra ocasión como esta para descargar el golpe de gracia a la herejía. Además, conozco muy bien el pensamiento de su eminencia el señor cardenal de Lorena.

—Mejor que yo; lo reconozco —contestó Braguelonne—. ¿Qué hemos de hacer ahora?

—Vos os quedaréis en París, y vigilaréis constantemente, por medio de Ligniéres y de Avenelles, a los dos jefes de la conspiración. Yo, dentro de una hora, me pondré en camino para Blois con objeto de advertir a los señores de Guisa. El cardenal se asustará al principio, pero el Acuchillado le tranquilizará, y una vez tranquilo, seguramente se alegrará de lo que pasa. Cuenta de los dos hermanos será reunir en quince días y sigilosamente las fuerzas de que puedan disponer. Los hugonotes, que no podrán sospechar nada, irán cayendo unos tras otros en la red que se les habrá tendido. ¡No escapará uno solo! ¡Todos quedarán en nuestro poder!

El gran inquisidor paseaba agitado por la estancia frotándose las manos de gozo.

—¡Quiera Dios que no sobrevenga algún cambio imprevisto que eche por tierra este magnífico proyecto! —exclamó Braguelonne.

—¡Imposible! —contestó Démocharés—. ¡Son nuestros…! ¡Todos… todos nuestros! ¡Les tenemos en las manos! Si os place, llamad a Ligniéres a fin de que complete las noticias que debo llevar al cardenal de Lorena. La herejía podemos darla por aplastada.