Capítulo XLI

LO primero que hizo Ligniéres al entrar fue dirigir a Démocharés una mirada de desconfianza; saludó después al señor de Braguelonne, y finalmente quedó silencioso, inmóvil, esperando prudentemente que le interrogasen.

—Me alegro infinito de veros, señor Ligniéres —dijo el señor de Braguelonne—. Podéis hablar sin temor delante del señor gran inquisidor de la fe en Francia.

—¡Oh, sin la menor duda! —exclamó presuroso Ligniéres—. Si yo hubiese sabido que me hallaba en presencia del ilustre señor Démocharés, creed, monseñor, que no hubiera titubeado un instante.

—Muy bien —dijo Démocharés, aprobando con movimientos de cabeza la respetuosa deferencia del espía.

—¡Hablad… hablad pronto! —repuso el teniente de policía.

—Pero es el caso que tal vez el señor no esté muy al corriente de lo que pasó en el penúltimo conciliábulo de los protestantes celebrado en la Ferté —observó Ligniéres.

—En efecto, no sé gran cosa —respondió Démocharés.

—Entonces —dijo el espía—, si me lo permitís, haré historia sucinta de los graves hechos de que me he enterado en estos últimos días, y así mi relación resultará más clara y ordenada.

Braguelonne hizo una seña de asentimiento. La pequeña dilación no agradaba al teniente de policía, cuya impaciencia por saber era muy viva, pero lisonjeaba su orgullo, porque hacía ver al inquisidor general la capacidad superior y demostraba la elocuencia extraordinaria de sus agentes.

A decir verdad, Démocharés quedó sorprendido y extraordinariamente bien impresionado al encontrar, él, que era hábil conocedor, un instrumento mejor y más a propósito que todos los que hasta entonces había él utilizado.

Ligniéres, excitado por el alto honor que se le dispensaba, quiso aparecer digno de él, y lo consiguió.

—En realidad —dijo—, no ha sido muy grave la primera asamblea reunida en la Ferté, pues se han limitado a decir y a hacer cuatro tonterías. Yo propuse el destronamiento de su majestad y la proclamación en Francia de la Constitución de los Cantones suizos, y no coseché más que una tempestad de injurias. Tan sólo se acordó, y aun eso con carácter provisional, dirigir al rey una exposición, suplicándole que ponga término a las persecuciones contra los protestantes, que despida de su lado a los Guisa, llame a los príncipes de la sangre y convoque inmediatamente Estados Generales. Poca cosa, nada, mejor dicho, es una simple solicitud. Sin embargo, se hizo recuento de fuerzas y se trató de la organización de las mismas, y eso ya es algo. También se trató de nombrar jefes, y mientras la cuestión estuvo reducida a la elección de jefes secundarios de distritos, no surgieron dificultades; pero, en cambio, costó gran trabajo nombrar jefe supremo, designar al que había de ser la cabeza de la conspiración. El almirante Coligny y el príncipe de Condé han declinado por medio de sus representantes el peligroso honor que querían conferirles designándoles para tan alto cargo. Sus representantes manifestaron que sería más acertado escoger un hugonote de posición menos elevada que la suya, a fin de que el movimiento ofreciera el carácter de una empresa popular. El pretexto es bueno para los tontos, pero es lo cierto que se conformaron con él, acabando por elegir, no sin largos debates, a Godofredo de Barry, señor de La Rénaudie.

—¡La Rénaudie! —repitió Démocharés—. Sí; es, en efecto, uno de los agitadores más ardientes de esos imbéciles. Me consta que es hombre enérgico y activo.

—Dentro de poco os constará también que es un Catilina[24] —dijo Ligniéres.

—¡Oh, oh! —exclamó Braguelonne—. Me parece que exageráis su mérito.

—Pronto veréis que no exagero —replicó Ligniéres—. Pero pasemos ahora a nuestra segunda asamblea, celebrada en Nantes, el día cinco de febrero último.

Los dos oyentes se acercaron a Ligniéres con muestras de viva curiosidad.

—Allí —prosiguió el espía— no se han conformado con discursos y tonterías. Escuchadme… ¿Pero, desean vuestras señorías que les cuente todos los pormenores con sus pruebas correspondientes, o bien que pase, haciendo caso omiso de aquellas, a los resultados? —añadió el bribón, como si se propusiera prolongar todo el tiempo posible la especie de posesión que en aquel momento ejercía sobre las almas de sus oyentes.

—¡Hechos… hechos! —gritó con impaciencia el teniente de policía.

—Helos aquí, y, o mucho me engaño, o van a haceros temblar. Después de algunos discursos y preliminares insignificantes, tomó la palabra La Rénaudie y dijo: «El año pasado, cuando la reina de Escocia quiso que los ministros protestantes fueran juzgados en Stirling, todos los feligreses de aquellos decidieron seguirles a la ciudad mencionada, y aunque lo hicieron sin armas, la reunión de tanta gente bastó para intimidar a la regente, que renunció a la violencia que meditaba. Propongo que empecemos en Francia del mismo modo; que una muchedumbre inmensa de protestantes se dirija a Blois, residencia actual del rey, y que se presenten sin armas para entregarle una solicitud pidiendo que revoque los edictos de persecución, que conceda a los reformados el libre ejercicio de su religión, y que, puesto que sus asambleas nocturnas y secretas han dado margen a tantas calumnias, que se les autorice para reunirse en sus templos a la luz del sol y a presencia de las autoridades».

—¡Bah! ¡Siempre lo mismo! —exclamó Démocharés desilusionado—. ¡Manifestaciones pacíficas que a nada conducen! ¡Peticiones… protestas… súplicas…! ¿Y esas son las nuevas terribles que nos anunciabais, Ligniéres?

—¡Aguardad… aguardad! Comprenderéis que la inocente proposición de La Rénaudie me ha producido tanta o más risa que a vos. Pero fue el caso que quisieron saber hasta dónde podrían llegar con aquellas medidas; varios protestantes pidieron que se les dijese qué harían si aquellas no daban el resultado apetecido, y entonces, La Rénaudie descubrió todo su pensamiento y reveló el atrevido proyecto que ocultaba bajo apariencias tan humildes.

—Veamos ese atrevido proyecto —dijo Démocharés, con el tono de quien no se asusta fácilmente.

—Mientras la turba de solicitantes tímidos y desarmados, que se acercan en actitud suplicante a las gradas del trono, embargan la atención general —explicó Ligniéres—, quinientos caballeros y mil soldados… ¿qué os parece, señores?, quinientos caballeros y mil soldados, es decir, mil quinientos hombres, los más resueltos y los más aferrados a la causa de la Reforma y a los príncipes, se reunirán en diversas provincias, bajo las órdenes de treinta capitanes escogidos, y avanzarán sigilosamente hacia Blois, por diferente caminos, penetrarán en la ciudad de grado o por fuerza… tened presente que digo de grado o por fuerza, se apoderarán del rey, de la reina madre y del duque de Guisa, los juzgarán y sentenciarán, conferirán la autoridad a los príncipes de la sangre, y dejarán a la decisión de los Estados Generales la misión de decretar la forma administrativa que convenga adoptar… Este es el complot, señores. ¿Qué os parece? ¿Es una niñería? ¿Una inocentada que no merece ser tenida en cuenta? ¿Soy o no soy útil para algo?

Calló Ligniéres saboreando su triunfo. El gran inquisidor y el teniente general de policía le miraban admirados y alarmados. Hubo una pausa de bastante duración, durante la cual las dos autoridades se entregaron a meditaciones de todo género.

—¡Por Dios vivo que es admirable! —exclamó al fin Démocharés.

—¡Decid más bien que es espantoso! —replicó Braguelonne.

—¡Al freír será el reír! —dijo Démocharés con tono de suficiencia.

—Conocemos únicamente los proyectos que La Rénaudie confiesa, pero aun sin saber qué medidas adoptarán los de la parte contraria, fácil es adivinar que los Guisa se defenderán con tesón, que se dejarán hacer pedazos antes que soltar el poder, y que si su majestad nombra ministro al príncipe de Condé, sólo será cediendo a la violencia.

—Pero como estamos advertidos —observó Démocharés—, todo lo que esos incautos intenten contra nosotros, se volverá contra ellos. Desde luego puede asegurarse que caerán en sus propias redes. Yo apostaría a que el señor cardenal ha de alegrarse cuando lo sepa, como apostaría a que hubiese pagado a peso de oro la ocasión que le presentan de acabar de una vez con todos sus enemigos.

—¡Quiera Dios que la alegría le dure hasta el final! —dijo Braguelonne.

Y dirigiéndose a Ligniéres, que iba convirtiéndose en hombre importante, añadió:

—En cuanto a vos, señor marqués (era, en efecto, marqués aquel miserable), os diré que habéis prestado al rey y al Estado un servicio eminentísimo, que os será dignamente recompensado: podéis estar tranquilo.

—¡Sí por cierto! —dijo Démocharés—. Sois verdaderamente digno de alabanza, y por lo tanto, de hoy en adelante podéis contar con mi aprecio. También a vos, señor de Braguelonne, he de felicitaros por lo acertado de la elección de las personas que empleáis. ¡Ah! El señor de Ligniéres tiene derecho a toda mi consideración.

—Me recompensáis con esplendidez excesiva lo poco que he hecho —contestó con modestia Ligniéres.

—Pruebas tenéis de que no somos ingratos, señor de Ligniéres —continuó el teniente de policía—. El servicio que… Pero veamos, porque, si no me engaño, todavía no lo habéis dicho todo. ¿No han señalado fecha? ¿Punto de reunión?

—Deben reunirse en los alrededores de Blois el día quince de marzo —contestó Ligniéres.

—¡El día quince de marzo…! —repitió el señor de Braguelonne—. ¡No disponemos más que de veinte días…! ¡Y el señor cardenal de Lorena se encuentra en Blois! ¡Necesitamos casi dos días para advertirle y recibir sus órdenes! ¡Qué responsabilidad la mía!

—¡Pero qué triunfo al final! —exclamó Démocharés.

—Veamos, mi querido señor de Ligniéres: ¿conocéis los nombres de los jefes? —preguntó Braguelonne.

—Los traigo por escrito —contestó Ligniéres.

—¡Sois un tesoro! —exclamó Démocharés, admirado—. Esto me reconcilia un poco más con la humanidad.

Ligniéres descosió por un lado el forro de su ropilla y, sacando un papel, lo desdobló y leyó en alta voz:

«Lista de los jefes con los nombres de las provincias que deben dirigir:

»Castelnau de Chalosses: La Gascuña.

»Mazéres: Bearn.

»Du Mesnil: Périgord.

»Maulé de Brenzé: Poitou.

»La Chesnaye: Maine.

»Sainte-Marie: Normandía.

»Cocqueville: La Picardía.

»De Ferriéres-Maligny: Ile-de-France y la Champagne.

»Châteauvieux: La Provenza, etc.

—Vos leeréis y comentaréis a vuestro gusto esta lista —dijo Ligniéres, entregando el papel al teniente de policía.

—¡Esto es la guerra civil organizada! —exclamó el señor de Braguelonne.

—Y tened en cuenta —añadió Ligniéres— que al mismo tiempo que esas bandas avanzarán sobre Blois, otros jefes, que habrá en cada una de las provincias, se encargarán de contener cualquier movimiento que pudiera producirse en favor del gobierno de los señores de Guisa.

—¡Soberbio! ¡Todos caerán en nuestra red! —exclamó Démocharés, frotándose de gusto las manos—. ¡Pero, qué os pasa, señor de Braguelonne! ¡No parece sino que estáis aterrado! Por mi parte, os declaro que, ahora que pasó el primer momento de sorpresa, sentiría en el alma que no fuera cierto todo lo que acabamos de oír.

—¡Pero tened presente que disponemos de poquísimo tiempo! —replicó el teniente de policía—. No quisiera, mi excelente Ligniéres, haceros objeto de la menor reconvención, pero la verdad es que, desde el día cinco de lebrero, habéis tenido tiempo sobrado para avisarme.

—¿Podía hacerlo, por ventura? —contestó Ligniéres—. La Rénaudie me encargó más de veinte comisiones que debía cumplir en mi viaje desde Nantes a París. Pero a bien que nada hemos salido perdiendo, pues gracias a ellas, he podido adquirir datos preciosos, y olvidar o aplazar comisiones sin despertar sospechas. Pude escribiros una carta o enviaros un mensajero, pero temí comprometer nuestros secretos, y preferí no hacerlo.

—Tenéis razón… como soléis tenerla siempre —contestó el señor de Braguelonne—. No hablemos más de lo hecho, sino de lo que debemos hacer. Nada nos habéis dicho del príncipe de Condé: ¿no estaba en Nantes?

—Estaba, sí —respondió Ligniéres—, pero antes de decidirse, deseaba entrevistarse con Chaudieu y con el embajador inglés, y dijo que con este objeto acompañaría a La Rénaudie a París.

—¿Vendrá el príncipe a París? ¿Vendrá también La Rénaudie?

—Deben haber llegado ya.

—¿Y dónde se hospedan?

—Lo ignoro. He preguntado con disimulo donde podría encontrar a nuestro jefe por si tenía algo urgente que comunicarle, pero tan sólo me han indicado un medio indirecto de comunicación. Sin duda La Rénaudie no quiere comprometer al príncipe.

—¡Es una verdadera lástima! —exclamó el teniente de policía—. Nos convendría averiguar su paradero y seguirles la pista hasta el final.

En este punto estaba la conversación, cuando entró Arpión con la cautela de siempre.

—¿Qué hay, Arpión? —preguntó con impaciencia Braguelonne—. ¿No sabéis que estamos tratando asuntos de excepcional importancia? ¿Qué diablos pasa?

—No me hubiese atrevido a entrar si el motivo que me trae no fuera también de importancia excepcional —contestó Arpión.

—¡Sepamos qué es… pronto! ¡En voz alta, que aquí todos somos de confianza!

—Un tal Pedro des Avenelles…

Braguelonne, Démocharés y Ligniéres gritaron a la vez, interrumpiendo a Arpión:

—¡Pedro des Avenelles!

—Es el abogado de la calle de los Marmoussets, en cuya casa se albergan ordinariamente los reformados en París —observó Démocharés.

—¡Casa que no pierdo de vista hace mucho tiempo! —dijo Braguelonne—. El buen hombre es cauteloso y prudente, y burla siempre mi vigilancia. ¿Qué quiere de mí, Arpión?

—Hablar a monseñor sin pérdida de momento —contestó el secretario—. Viene como asustado.

—¡No puede saber nada! —dijo vivamente Ligniéres—. Además —añadió con tono desdeñoso—, es un hombre honrado.

—Arpión —dijo el señor de Braguelonne—, que pase al instante ese hombre.

—Ahora mismo —contestó Arpión saliendo.

—Dispensadme, mi querido marqués —continuó Braguelonne, dirigiéndose a Ligniéres—, pero Avenelles os conoce, y pudiera muy bien estorbarle vuestra inesperada presencia. Aparte de esto, ni a vos ni a mí nos conviene que sepa que sois de los nuestros. Os ruego, pues, que mientras dure la conferencia, esperéis en el despacho de Arpión, que está al extremo de ese corredor. Yo os llamaré cuando hayamos terminado. Vos, señor inquisidor general, podéis quedaros; vuestra imponente presencia quizás nos sea útil.

—Me quedaré por complaceros —contestó Démocharés.

—Y yo me retiro —dijo Ligniéres—. Tened presente lo que os digo, señor de Braguelonne: no sacaréis nada que valga la pena del abogado Avenelles. Es un infeliz, un hombre tímido y probo que no sirve para nada.

—Pondremos los medios para sacar, y veremos… Pero salid, mi querido Ligniéres, que ya está aquí nuestro hombre.

Apenas tuvo tiempo de salir. Ligniéres… No bien desapareció de la estancia, entró un hombre pálido, agitado, presa de terrible temblor nervioso, acompañado y casi llevado por Arpión.

Era el abogado Pedro des Avenelles, a quien vimos por primera vez con el señor de Ligniéres en el conciliábulo de la Plaza de Maubert, donde alcanzó, según recordará el lector, el mayor, o quizá el único éxito de la noche, por su discurso de tonos tan valientemente tímidos.