ASARON siete u ocho meses sin que ocurrieran sucesos dignos de ser recordados.
Sin embargo, durante ese lapso de tiempo, se prepararon acontecimientos de cierta gravedad.
Para ponernos al corriente de todo, nos bastará trasladarnos, el día 25 de febrero de 1560, al lugar donde se tiene o se debe tener noticia de todo, es decir, al despacho del señor teniente de policía, cargo que desempeñaba por aquella fecha un señor de Braguelonne.
En la noche del referido día, el señor de Braguelonne, negligentemente arrellanado en su sillón de cuero de Córdoba, escuchaba el informe de uno de sus secretarios llamado Arpión.
He aquí lo que leía este último:
Hoy ha sido preso en el salón grande de palacio el famoso ladrón Gilles Rose en el acto de estar cortando una faja guarnecida de oro a un canónigo de la Santa Capilla.
—¡A un canónigo de la Santa Capilla! —repitió el señor de Braguelonne.
—¡Un acto que revela una impiedad inconcebible! —dijo el secretario.
—Y una destreza más inconcebible aún, porque los canónigos son desconfiados. Después os diré, Arpión, lo que debe hacerse con ese astuto ratero.
«Las señoritas de vida alegre de la calle de Grand-Heuleu —continuó Arpión— se han declarado en rebelión abierta».
—¡Santo Dios! ¿Por qué?
—Dicen que han dirigido una exposición al rey nuestro señor solicitando que se las respete en sus casas, y mientras esperan la contestación, han arrollado o hecho arrollar a la ronda.
—¡Qué picaruelas! —exclamó riendo el señor de Braguelonne—. Restableceremos el orden… ¡Pobres niñas! A otra cosa.
«Habiéndose presentado los señores diputados de la Sorbona en el domicilio de la señora princesa de Condé con objeto de recordarle que no debe comer carne durante la santa Cuaresma, han sido recibidos burlescamente por el señor de Sechelles, quien les dijo, entre otras frases ultrajantes, que le hacían la misma gracia, poco más o menos, que una verruga en la nariz, y que nunca había visto unos embajadores tan parecidos a becerros como ello».
—¡Eso es más grave! —dijo el señor de Braguelonne levantándose—. ¡No tiene perdón de Dios negarse a comer en vigilia y ultrajar encima a esos dignos representantes de la Sorbona! Es esta una partida nueva que añadiremos a vuestra cuenta, señora princesa, y cuando os presentemos el total… ¿Hay algo más, Arpión?
—Nada más por hoy —contestó el secretario—. Pero todavía no me ha indicado monseñor qué es lo que debemos hacer con Gilles Rose.
—Escuchad: le sacaréis de la cárcel, juntamente con todos los rateros más hábiles que le acompañen, y enviaréis a todos esos buenos perillanes a Blois, a fin de que, en la fiesta que se prepara en honor del rey, diviertan a su majestad con lo más selecto de sus juegos de manos.
—¡Pero, monseñor! ¿Y si se quedan con los objetos que roben en broma?
—Si toman en serio lo que se les consiente en broma, serán ahorcados.
En aquel momento se presentó un ujier anunciando:
—El señor inquisidor de la fe.
El secretario, sin esperar a que le mandaran salir, se inclinó profundamente y desapareció.
El que entraba era, en efecto, una persona importante y temible. A sus títulos ordinarios de doctor de la Sorbona y de canónigo de Noyón, reunía el extraordinario de inquisidor de la fe de Francia. No es de admirar, pues, que, en su deseo de que su nombre fuera tan retumbante como sus títulos, se hiciese llamar Démocharés, aunque se llamaba sencillamente Antonio de Mouchy. El pueblo bautizó a sus emisarios con el remoquete de Moscardones, y desde entonces, se da ese nombre en Francia a los espías o soplones, en el argot picaresco.
—¡Hola, señor teniente de policía! —dijo el inquisidor.
—¡Hola, señor gran inquisidor! —respondió el señor de Braguelonne.
—¿Qué hay de nuevo en París?
—Iba a dirigiros la misma pregunta.
—Lo que quiere decir que no hay nada —dijo Démocharés exhalando un suspiro—. ¡Ah! ¡Malos tiempos corremos! ¡La paralización es desesperante! ¡Ni un mal complot… ni un ligero atentado! ¡Qué cobardes son esos hugonotes! ¡Nuestro oficio está en baja, señor de Braguelonne!
—Eso no, señor inquisidor; los gobiernos pasan, pero la policía perdura.
—Sin embargo, ved de qué nos ha servido vuestra incursión a mano armada en el centro de los reformados de la calle de los Marais. Yo creí que, conforme me habíais anunciado, les sorprenderíais comiendo cerdo en vez del cordero pascual, pero el único botín que trajisteis de tan brillante expedición fue un mísero pollo asado. ¿Creéis, señor teniente de policía, que empresas tan gloriosas como esta hacen mucho honor a vuestra institución?
—No siempre se consigue lo que se desea, señor inquisidor. ¿Estuvisteis vos más afortunado en vuestro asunto con ese abogado de la Plaza de Maubert, ese abogado llamado Trouillard, si mal no recuerdo? Sin embargo, os prometíais grandes resultados.
—Confieso que así era.
—Dabais por cierto y averiguado que podríais probar, tan claro como la luz del día, que Trouillard, a la terminación de una orgía espantosa, había entregado a sus dos hijas a los apetitos de sus correligionarios. Contáis con testigos que os prometen declararlo así, y en efecto: llegado el momento de declarar, afirman todo lo contrario.
—¡Traidores!
—En cambio se ha probado hasta la saciedad que no ha recibido detrimento alguno la virtud de esas jóvenes.
—¡Es verdad… es verdad!
—¡Una operación fracasada, señor inquisidor, una operación fracasada!
—¡Cierto! —gritó el inquisidor—. ¡Fracasada, pero por culpa vuestra!
—¿Por culpa mía? ¿Cómo?
—¡Claro que por culpa vuestra! ¡Si no hicierais caso de informes, de retractaciones, de tonterías…! ¿Qué importa que nieguen? ¡Se les condena, y asunto terminado!
—¿Sin pruebas?
—¡No hacen falta!
—¿Aunque sean inocentes?
—No lo son.
—¿Y los clamores y las iras que se desencadenarían contra nosotros?
—¡Ahí es dónde yo os esperaba! —exclamó Démocharés con expresión triunfante—. ¡Ya estamos en la piedra de toque de todo mi sistema! ¿Cuál es la consecuencia natural de los clamores de que habláis? ¡Las conjuraciones! ¿Qué resultado dan las conjuraciones? ¡Los trastornos y revueltas! ¿Y para qué sirven los trastornos y las revueltas? Para demostrar la utilidad de nuestras funciones.
—Desde ese punto de vista, es cierto… —contestó riendo el señor de Braguelonne.
—Tened siempre presente este axioma: Para cosechar crímenes, es preciso sembrarlos. Además: la persecución es una fuerza.
—¡Me parece que no hemos hecho otra cosa que sembrar desde el comienzo de este reinado! Tampoco hemos sido parcos en la persecución, y hubiera sido difícil excitar y provocar a los descontentos de toda clase más de lo que hemos hecho.
—¡Bah! ¿Qué se ha hecho en total?
—En primer lugar, visitas diarias a las casas de los hugonotes.
—Todo eso es nada, desde el momento en que las sufren resignados.
—¿Es nada también el suplicio de Anne Dubourg, sobrina del canciller de Francia, a quien quemamos hace dos meses en la Plaza de la Gréve?
—Habría sido algo, si el suplicio hubiese tenido consecuencias, pero no las tuvo, porque no llamo consecuencias al asesinato del presidente Minard, uno de los jueces, y a una pretendida conspiración cuyas huellas no ha sido posible hallar.
—¿Y qué juicio os merece el último edicto, que no sólo ataca a los hugonotes sino a toda la nobleza del reino? De mí puedo decir, y así lo hice presente al señor cardenal de Lorena, que le encuentro atrevido en exceso.
—¿Os referís a la disposición que ha suprimido las pensiones?
—Me refiero a la que prescribe a todos los pretendientes, nobles o plebeyos, que abandonen la corte dentro del plazo de veinticuatro horas, bajo pena de ser ahorcados. Medir con la misma vara a los caballeros y a los plebeyos resulta duro.
—Sí… la medida es atrevida, lo reconozco. Hace cincuenta años, habría bastado para que se sublevase en masa toda la nobleza del reino; pero hoy, ya lo veis: han gritado, pero sin obrar. Nadie se mueve.
—Puede que os equivoquéis —dijo el señor de Braguelonne bajando la voz—. No se mueven en París, pero, si no me equivoco, se agitan demasiado en provincias.
—¡Ah! ¿Tenéis noticias?
—Todavía no; pero las espero.
—¿De dónde?
—Del Loire.
—¿Tenéis allí emisarios?
—Uno solo, pero bueno.
—¡Uno solo! ¡Algo arriesgado es eso!
—Prefiero pagar un solo emisario, siempre que sea inteligente y seguro, aunque me cueste tanto como veinte tunantes estúpidos. Tengo ese modo de ver las cosas.
—Sí… ¿pero, quién os responde de ese hombre?
—Su cabeza, en primer lugar, y en segundo, los servicios que me ha prestado. No me fiaría si no me hubiese dado pruebas.
—Con todo, no deja de ser arriesgado.
No había terminado de hablar Démocharés, cuando entró sin hacer ruido Arpión y deslizó algunas palabras al oído de su jefe.
—¡Ah! —exclamó el teniente de policía—. Que pase Ligniéres al momento, Arpión… Sí; no importa que esté el señor inquisidor.
Arpión hizo una reverencia y salió.
—Ese Ligniéres es precisamente el hombre de quien os estaba hablando —repuso el señor de Braguelonne frotándose las manos—. Vais a oírle. Llega en este instante de Nantes. Entre nosotros creo que no debe haber secretos. Además, celebro poder demostraros que mi sistema vale tanto, por lo menos, como cualquier otro.
Arpión abrió la puerta para que entrase Ligniéres.
Era este un hombrecillo flaco, negro y desmedrado, el mismo a quien conocimos en la asamblea protestante de la Plaza de Maubert, el mismo que con tanta osadía presentó la medalla republicana, el que habló de flores de lis cortadas y de cetros y coronas hollados.
Como se ve, si por aquellos tiempos no existían todavía los agentes provocadores, la familia empezaba ya a florecer.