IGUIÓ un silencio de algunos momentos a la salida de Catalina de Médicis. El rey parecía asombrado de su propia audacia, y María, inspirándose en el delicado instinto de su ternura, pensaba con terror en la última mirada cargada de amenazas de la reina madre. El duque de Guisa, en cambio, se alegraba en secreto de verse libre, desde el momento en que subía al poder, de una asociada ambiciosa y peligrosa.
Gabriel, causa ocasional de aquella perturbación, habló el primero.
—Os doy las gracias, señor —dijo—, y a vos, señora, por las excelentes y generosas intenciones que abrigáis para con un desventurado a quien hasta el cielo abandona. Pero, a pesar de la profunda gratitud que os profesa mi corazón, os diré que de nada sirve que alejéis los peligros y la muerte de una existencia tan triste y precaria como la mía. A nadie puede ser útil mi vida, ni siquiera a mí mismo. No la hubiera disputado a la señora Catalina de Médicis, porque de hoy más y para siempre es completamente inútil… ¡y podría ser perjudicial algún día! —añadió con el pensamiento.
—Gabriel —contestó el duque de Guisa—; vuestra vida ha sido gloriosa y digna hasta aquí, y digna y gloriosa será en lo sucesivo. Sois hombre de energía, como necesitarían tener muchos y tienen muy pocos los que gobiernan los imperios.
—Además —dijo con voz dulce y consoladora María Estuardo—, tenéis un corazón noble y generoso, Montgomery. Os conozco desde hace mucho tiempo, y mi conocimiento no es superficial, que no en vano hemos hablado frecuentemente con vos Diana de Castro y yo.
—Y por otra parte —añadió Francisco II—, vuestros servicios anteriores, caballero, son prenda segura de vuestros servicios futuros. Pueden encenderse de nuevo las guerras hoy felizmente extinguidas, y no quiero que un momento de desesperación, sea el que sea el motivo, prive para siempre a la patria de un defensor tan leal como valiente.
Gabriel escuchaba con melancólica sorpresa aquellas palabras de aliento y de esperanza; miraba sucesivamente a los elevados personajes que se las dirigían y parecía meditar profundamente.
—Pues bien, sí —dijo al fin—, las bondades inesperadas de que me hacéis objeto los que tal vez deberíais odiarme, cambian completamente el destino de mi vida. Mientras yo viva, vuestra será, señor, vuestra, señora, vuestra, monseñor, la existencia que, por decirlo así, me habéis regalado. ¡Yo no nací malo, no! El beneficio que me otorgáis conmueve mi corazón. Nací para consagrarme, para sacrificarme por otros, para servir de instrumento a los grandes ideales y a los grandes hombres… instrumento muchas veces afortunado… ¡funesto otras! ¡Ay! ¡Bien lo sabía la cólera de Dios! Pero no hablemos de un pasado lúgubre, ya que tenéis la bondad de abrir ante mis ojos un porvenir. Este porvenir no es mío, os pertenece a vosotros, es propiedad de los objetos de mi admiración y de mi convicción. Desde hoy hago renuncia absoluta de mi voluntad: hagan de mí lo que quieran los seres y las cosas en las cuales creo. Mi espada, mi sangre, mi vida, todo lo que soy y valgo es suyo, y sin reservas y por siempre consagro mi brazo a vuestro genio, monseñor, como consagro mi alma a la religión.
No dijo a cuál, pero ninguno de sus oyentes sospechó que pudiera referirse a la protestante.
La elocuente abnegación del conde les conmovió a todos. María vertía lágrimas, el rey se felicitaba de haber tenido entereza bastante para salvar aquel corazón tan rico en agradecimiento, y en cuanto al duque de Guisa, creía saber mejor que nadie hasta donde podía llegar el ardiente espíritu de sacrificio de Gabriel.
—Sí, amigo mío —le dijo—; desde luego os anuncio que os necesitaré. Algún día reclamaré en nombre de Francia y del rey la valiente espada que nos prometéis.
—Hoy, mañana, siempre la encontraréis dispuesta, monseñor.
—Dejadla tranquila en la vaina durante algún tiempo —añadió el duque de Guisa—. Conforme os ha dicho el rey, hoy todo está tranquilo; las guerras y las facciones duermen. Descansad, pues, Gabriel, y dejad que poco a poco duerman también los rumores funestos que han acompañado a vuestro nombre en estos últimos días. Claro está que ninguno que tenga un corazón noble y generoso ha de pensar en acusaros de lo que sólo es imputable a vuestra desgracia, pero vuestra gloria exige que se extinga poco a poco la cruel reputación de que injustamente gozáis. Más adelante, dentro de uno o dos años, yo pediré al rey para vos el cargo de capitán de guardias, del cual no habéis dejado de ser digno.
—¡Ah! —contestó Gabriel—. No son honores los que yo anhelo, sino ocasiones de ser útil al rey y a Francia, ocasiones de combatir… y no me atrevo ya a decir, porque temería pasar plaza de ingrato, ocasiones de morir.
—No habléis así, Gabriel —replicó el Acuchillado—. Decidme tan sólo que cuando el rey os llame para marchar contra sus enemigos, acudiréis presuroso a su llamamiento.
—En dondequiera que esté, monseñor, me encontraréis siempre dispuestos a marchar al punto que se me designe.
—Está muy bien; no os pido otra cosa —dijo el de Guisa.
—Y yo —terció Francisco II—, os doy las gracias por vuestra promesa y procuraré que no os arrepintáis de haberla cumplido.
—Pues yo os aseguro que nuestra confianza corresponderá siempre a vuestra abnegación —dijo María Estuardo—, y que seréis para nosotros uno de esos amigos para quienes no se guardan secretos y a los cuales nada se les niega. El conde de Montgomery, más conmovido de lo que habría deseado, besó respetuosamente la mano que le presentó la reina, estrechó la del duque de Guisa y, despedido por el rey con una demostración de benevolencia, se retiró, ganado para siempre por medio de un beneficio a la causa del hijo de aquel a quien había jurado perseguir hasta en el último de sus descendientes.
Al llegar a su palacio, Gabriel encontró al almirante Coligny que le estaba esperando.
Había dicho Aloísa al almirante, que iba a visitar a su compañero de armas en San Quintín, que su amo había sido llamado al Louvre aquella mañana. La buena nodriza dio cuenta al almirante de sus temores, y Coligny decidió esperar hasta que el regreso de Gabriel llevara la tranquilidad al ánimo de la nodriza, y al suyo, puesto que también los abrigaba.
Recibió a Gabriel con efusión y le preguntó lo que le había sucedido.
Gabriel, sin entrar en detalles, le contestó que habiendo dado una explicación sencilla sobre la muerte de Enrique II, le habían mandado que se retirase, sin que ni su persona ni su honor hubiesen sufrido el menor detrimento.
—No podía ser de otra manera —dijo el almirante—. Toda la nobleza de Francia habría protestado contra una sospecha que hubiera ofendido a uno de sus representantes más dignos.
—Dejemos esto —dijo Gabriel con tristeza—. Tengo mucho gusto en veros, señor almirante. Sabéis que pertenezco a la religión reformada, puesto que así lo hice constar de palabra y por escrito. Ahora os repito que soy de los vuestros.
—¡Excelente noticia, que además no puede llegar más a tiempo! —exclamó el almirante.
—Tal vez convendría, por interés mismo de la causa, guardar secreta durante algún tiempo mi conversión. Hace un momento me hizo observar el duque de Guisa que debo evitar en le posible que suene mi nombre hasta que se extingan los rumores que le acompañan, consejo que me he propuesto seguir con tanto mayor motivo, cuanto que mi retraso se conciliará perfectamente con las nuevas obligaciones que me he impuesto.
—Tendríamos a mucho honor poderos nombrar entre los nuestros…
—Pero me interesa rehusar o aplazar por lo menos esa prueba de vuestro aprecio. Hoy, sólo aspiro a poderme llamar interiormente vuestro hermano.
—Perfectamente. Lo único que quisiera es que me autorizarais para comunicar a los jefes la preciosa conquista que ha hecho nuestro partido.
—Consiento con todo mi corazón.
—Así como así, os conocían ya el príncipe de Condé La Rénaudie, el barón de Castelnau y algunos otros, y todos aprecian en lo que vale vuestro valor.
—Temo mucho que lo exageren, señor almirante; sabed que mi valor ha disminuido notablemente.
—¡No, no! Yo os conozco también, y tengo motivos para saber que valéis mucho. Es posible que dentro de muy poco hayamos de poner a prueba vuestro celo.
—¿De veras? —preguntó Gabriel sorprendido—. Podéis contar conmigo, aunque con ciertas reservas, acerca de las cuales tendré el gusto de daros explicaciones.
—Todos tenemos nuestros secretos, Gabriel… Pero escuchadme, que no ha sido sólo el amigo quien vino a visitaros hoy, sino el correligionario, el hombre de partido. Hemos hablado de vos con el príncipe y con La Rénaudie. Os teníamos por un auxiliar de mérito excepcional y de probidad indiscutible antes de que hubieseis manifestado vuestro asentimiento decisivo a nuestros principios. En una palabra: unánimemente os hemos considerado como hombre capaz de servirnos, si podíais, pero incapaz de hacernos traición, suceda lo que suceda.
—Poseo esta última cualidad a falta de la primera. Podéis fiar siempre, si en mi ayuda no, a lo menos en mi palabra.
—Seguros de que así es, hemos resuelto no tener jamás secretos para vos. Seréis, como todos nuestros jefes, iniciado en todos nuestros proyectos, sin que pese sobre vos más obligación que la del silencio. No sois hombre como los demás, y con los hombres excepcionales debe obrarse de una manera excepcional. Así, pues, vos continuaréis siendo libre, y únicamente nosotros quedaremos comprometidos…
—¡Semejante confianza…!
—No os obliga más que a la discreción, amigo mío; os lo repito. Y para empezar, sabed lo siguiente: los proyectos que os fueron revelados en la asamblea de la Plaza de Maubert, y cuya realización hubo de ser aplazada, son viables hoy. La debilidad de un rey niño, la insolencia de los Guisa, las ideas de persecución contra nosotros, que no se toman la molestia de disimular, todo, en una palabra, nos incita a obrar, y por consiguiente, vamos…
—¡Perdonad! —interrumpió Gabriel—. Os he dicho, señor almirante, que soy vuestro, pero con ciertas reservas y hasta determinados límites. Antes de que paséis adelante en vuestras confidencias, es deber mío declararos que no tomaré parte en nada que tenga relación con el lado político de la reforma, a lo menos durante el presente reinado. Para la propaganda de nuestras ideas y para la extensión de nuestra influencia moral, ofrezco mi fortuna, mi tiempo, mi vida, pero hoy por hoy, veré en la reforma una religión, de ninguna manera un partido político. Francisco II, María Estuardo, y el mismo duque de Guisa acaban de portarse conmigo con generosidad y grandeza, y si obligado estoy a no traicionar vuestra confianza, no lo estoy menos a no abusar de la suya. Permitidme que me abstenga de la acción y que sólo me ocupe de la idea. Reclamad mi testimonio cuando os plazca, pero me reservo la independencia de mi espada.
Después de reflexionar un momento, dijo el señor de Coligny.
—Mis palabras, Gabriel, no eran vanas. Sois y seréis siempre libre. Seguid solo vuestro camino, si así lo deseáis; obrad sin nuestro concurso, o nada hagáis, que nosotros jamás os pediremos cuenta de vuestros actos ni de vuestra inactividad. Ya sabemos —añadió con acento significativo— que tenéis la costumbre de no admitir asociados ni consejeros.
—¿Qué me queréis decir? —preguntó Gabriel sorprendido.
—Yo me entiendo —respondió el almirante—. ¿No queréis, por el momento, tomar parte en nuestras conspiraciones contra la autoridad real? ¡Sea! Nos limitaremos a teneros al corriente de nuestros movimientos y proyectos, y vos podréis seguirnos o permanecer alejado de nosotros, según prefiráis. Por escrito o por medio de mensajero os haremos saber siempre cuándo, dónde y cómo nos seréis necesario, y luego que lo sepáis, seréis dueño de hacer lo que os acomode. Si venís, os recibiremos con los brazos abiertos, y en caso contrario, no se os hará cargo alguno. Esto es lo que se ha convenido con respecto a vos por los jefes del partido, aun antes de que me hubieseis enterado de vuestra actitud. Yo creo que aceptaréis estas condiciones.
—Las acepto y os doy las gracias —contestó Gabriel.
A la noche siguiente, Gabriel, arrodillado en la cripta funeraria donde dormían el sueño eterno los condes de Montgomery, delante de la tumba de su padre, hablaba a su querido muerto diciéndole:
—¡Sí, padre mío! Había jurado vengar vuestra muerte no sólo en la persona del que os asesinó, sino en las de los individuos de su raza. ¡Sí, padre mío, sí, es verdad, pero al prestar ese juramento, no pude prever lo que está pasando! ¿Por ventura no existen deberes acaso más sagrados que el mismo juramento? ¿Hay razón que obligue a herir a un enemigo que os pone la espada en la mano y ofrece el pecho desnudo a vuestros golpes? Si vivierais, padre mío, seguro estoy de que me aconsejaríais que adormeciese mi cólera y que no contestase a la confianza con la traición. Perdonadme, pues, muerto, lo que me habríais ordenado vivo. Por otra parte, el corazón, que no suele engañar, me dice que mi venganza no se diferirá mucho tiempo. Desde el cielo, donde os halláis, sabéis lo que los mortales apenas si acertamos a presentir, pero la palidez de nuestro débil rey, la mirada espantosa que le ha fulminado su madre, las predicciones, fieles hasta hoy, que me condenan a ser víctima del furor de esa mujer, las conjuraciones ya urdidas contra un reinado que principió ayer, todo me prueba que el joven de diez y seis años reinará menos tiempo que el hombre de cuarenta, y que podré muy pronto, padre mío, proseguir mi tarea y cumplir mi juramento de expiación en la persona de otro hijo de Enrique II.