Capítulo XXXVIII

A tenor del voto formulado por Catalina de Médicis, los diputados del Parlamento encontraron en el Louvre la armonía más perfecta. Francisco II, sentado entre su esposa y su madre, les presentó al duque de Guisa como Teniente General del Reino, al cardenal de Lorena como superintendente de Hacienda y a Francisco Olivier como guardasellos. El Acuchillado triunfaba en toda la línea; la reina madre se sonreía halagada por su triunfo y todo marchaba a las mil maravillas. Ningún síntoma de discordia turbaba, al parecer, los sonrosados albores de un reinado, que prometía ser dilatado y feliz.

Creyó, sin duda, uno de los consejeros del Parlamento que no sería mal recibida una idea de clemencia por los que respiraban aquella atmósfera de bienestar, y al efecto, al pasar por delante del rey, exclamó desde el centro del grupo de que formaba parte:

—¡Perdón para Anne Dubourg!

Olvidaba por lo visto el consejero el celo por la causa católica que animaba al nuevo ministro. El Acuchillado, según tenía por costumbre cuando le convenía, fingió haber oído mal, y, sin consultar al rey ni a la reina madre, de cuyo asentimiento estaba seguro, contestó con voz recia y severa:

—¡Sí, señores, sí! ¡Se proseguirá con toda actividad el proceso incoado contra Anne Dubourg y los demás acusados, y quedará terminado a la mayor brevedad! ¡Podéis estar tranquilos!

Con esta seguridad, salieron del Louvre los diputados del Parlamento, alegres o tristes según la opinión religiosa de cada uno, pero convencidos de que jamás hubo gobernantes tan identificados como aquellos a quienes acababan de felicitar.

Se habían ido ya los diputados, y el duque de Guisa continuó viendo en los labios de Catalina de Médicis la misma sonrisa que parecía estereotipada en aquellos cada vez que la miraba.

Francisco II, cansado de la recepción, se levantó diciendo:

—Ya estamos libres por hoy, si no me engaño, de todos esos negocios y de todas esas ceremonias. Decidme, madre, y vos, tío: ¿no podremos salir de París uno de estos días, para terminar el período de nuestro luto en Blois, por ejemplo, a orillas del Loire, que tanto agrada a María?

—¡Ah! ¡Procurad entre todos que sea posible lo que pide mi marido! —exclamó María Estuardo—. ¡Es París tan aburrido en estos hermosos días de verano, y los campos, en cambio, tan alegres!

—El señor duque de Guisa resolverá ese punto —contestó Catalina de Médicis—. Vos, hijo mío, no habéis terminado las tareas de hoy. Antes de que podáis entregaros al descanso, necesito pediros media hora de vuestro tiempo, porque os resta cumplir un deber sagrado.

—¿Cuál es, madre mía? —preguntó Francisco.

—Un deber de justicia, señor —repuso Catalina—; el mismo en cuyo cumplimiento creyó anticiparse a mí el condestable, sin tener en cuenta que la justicia de la esposa es más rápida que la del amigo.

—¡Qué querrá decir! —se preguntó el duque de Guisa alarmado.

—Señor —continuó Catalina—, vuestro augusto padre ha muerto violentamente. ¿Es sencillamente desgraciado el que le infirió la herida mortal, o es culpable? Yo me inclino hacia la última suposición, pero, de todos modos, creo que la cuestión merece ventilarse. Si aceptamos con indiferencia un atentado de esta naturaleza, sin tratar a lo menos de indagar si fue voluntario o no, ¿a cuántos peligros no se verán expuestos todos los reyes, y vos el primero? Considero, pues, indispensable la formación de una sumaria que esclarezca lo que se ha dado en llamar el accidente del día treinta de junio.

—Pero, entonces —observó el Acuchillado—, sería preciso, si aceptamos como base vuestra opinión, mandar detener inmediatamente al señor de Montgomery, como presunto regicida.

—El señor de Montgomery está detenido desde esta mañana —contestó Catalina.

—¡Preso! —exclamó el duque de Guisa—. ¿Por orden de quién?

—Por orden mía —contestó la reina madre—. Aún no había autoridad alguna constituida, y he tomado por mí la iniciativa. El señor de Montgomery podía huir de un momento a otro, y consideré urgente prevenirlo. Ha sido conducido al Louvre sin ruido ni escándalo. Te ruego, hijo mío, que le interrogues tú mismo.

Sin esperar la contestación del rey, dio un golpe en un timbre con objeto de llamar, tal como había hecho dos horas antes el duque de Guisa.

El Acuchillado frunció el entrecejo: se preparaba la tormenta.

—Haced que traigan al prisionero —ordenó Catalina al ujier que se presentó a su llamamiento.

En la cámara reinó un silencio embarazoso luego que desapareció el ujier. El rey apareció indeciso, María Estuardo inquieta, el duque de Guisa descontento: sólo la reina madre afectaba dignidad y confianza.

El duque de Guisa dijo estas sencillas palabras:

—Me parece que si el señor de Montgomery hubiese querido escapar, nada le habría sido más fácil; ha dispuesto de quince días para hacerlo.

Catalina no tuvo tiempo para contestar porque introdujeron a Gabriel en aquel momento.

Estaba pálido, pero tranquilo. Aquella mañana, muy temprano, habían ido a buscarle a su palacio cuatro guardias, que proporcionaron a Aloísa un susto terrible. Gabriel les siguió sin oponer la menor resistencia y esperó los acontecimientos tranquilo y sin desconfianza aparente.

Cuando Gabriel entró en la cámara con paso firme y tranquila apostura, mudó de color el rey, fuese por la emoción que le produjo la presencia del que había herido de muerte a su padre, fuese por el terror que le inspiraba tener que cumplir por vez primera con el deber de justicia de que su madre le había hablado poco antes, deber en efecto el más formidable de cuantos el Señor impone a los reyes.

Con voz tan apagada que apenas se ponía oír, dijo a su madre:

—Hablad, señora; a vos os corresponde.

Catalina de Médicis hizo inmediatamente uso del permiso que le concedía el rey. Creíase ya segura de su omnímoda influencia sobre su hijo y sobre su ministro. Dirigiéndose a Gabriel, díjole con entonación soberbia y magistral:

—Antes de ordenar que fuese practicada una información oficial, hemos querido, caballero, haceros comparecer ante su majestad, e interrogaros personalmente, a fin de evitarnos la necesidad de daros una reparación, si resultabais inocente, y de que la justicia brillara con mayor intensidad, si resultáis culpable. Los delitos extraordinarios requieren jueces extraordinarios. ¿Estáis dispuesto a contestarnos, caballero?

—Estoy dispuesto a escucharos, señora —contestó Gabriel.

La tranquilidad de aquel hombre irritó más bien que satisfizo a Catalina. Era de esperar. Aborrecía al acusado antes de que este la hubiese dejado viuda, le aborrecía con la misma intensidad con que le había amado en algún tiempo.

Poniendo en sus palabras acentos de amargura ofensiva, continuó:

—Concurren circunstancias singulares que os acusan, caballero: vuestras repetidas y largas ausencias de París, vuestro destierro voluntario de la corte de dos años a esta parte, vuestra presencia y vuestra actitud misteriosa en el torneo fatal, hasta vuestra negativa a entrar en la liza con el rey. ¿Cabe imaginar que vos, acostumbrado a estos ejercicios de armas, olvidaseis la precaución obligada y necesaria de arrojar a la vuelta el asta de vuestra lanza? ¿Cómo explicáis tan inconcebible olvido? Contestad. ¿Qué decís?

—Nada, señora —respondió Gabriel.

—¿Nada? —interrogó la reina madre asombrada.

—Absolutamente nada.

—¡Cómo…! Entonces… convenís… confesáis…

—No confieso nada y en nada convengo.

—¿Negáis, pues?

—Tampoco niego: callo.

María Estuardo no pudo contener un movimiento de aprobación: Francisco escuchaba con avidez y arrobamiento, y el duque de Guisa permanecía mudo e inmóvil.

Catalina insistió con voz más áspera:

—¡Tened cuidado, caballero! ¡Quizá os conviniera más intentar defenderos o justificaros! Sabed que el señor de Montmorency, a quien en caso de necesidad oiremos como testigo, afirma que le consta que abrigabais contra el rey motivos de queja y de animosidad personal.

—¿Qué motivos eran esos, señora? ¿Los mencionó el señor de Montmorency?

—No, pero los especificará seguramente.

—¡Que los especifique… si se atreve! —contestó Gabriel con sonrisa tranquila y llena de orgullo.

—Según eso, ¿os negáis en absoluto a hablar? —insistió Catalina.

—Me niego en absoluto.

—¿Olvidáis que el tormento podría desatar vuestra lengua?

—Lo dudo mucho, señora.

—Os advierto que vuestra vida corre peligro si persistís en vuestra actitud.

—No pienso defenderla, señora: no merece la pena.

—¿Estáis decidido? ¿Ni una palabra?

—Ni una, señora.

—¡Muy bien! ¡Pero que muy bien! —exclamó María Estuardo, como impulsada por un acceso de entusiasmo irresistible—. ¡Es un silencio noble, magnífico, encantador! ¡He aquí un caballero que no quiere rechazar la sospecha, porque teme que al rechazarla puede tocarle y empañar su inmaculado honor! Yo, la reina, digo que ese silencio es la más elocuente de las justificaciones.

Catalina de Médicis miró a la reina joven con semblante airado.

—Quizá no debí hablar así —prosiguió María Estuardo—, pero peor para mí si no he aprendido a decir más que aquello que siento y pienso. Mi corazón nunca podrá sellar mis labios. Siento siempre necesidad imperiosa de exteriorizar mis impresiones y mis emociones. Mi única política es mi instinto, y este me dice con voz clara y terminante que el señor de Exmés no ha concebido a sangre fría ni ejecutado voluntariamente el crimen que se le imputa, sino que ha sido sencillamente un instrumento ciego de la fatalidad; me dice asimismo que el señor de Exmés se juzga muy por encima de toda suposición en contrario, y que no se justifica porque creería rebajarse haciéndolo. Todo esto me lo dice mi instinto con voz muy bajita y yo lo repito en alta voz: ¿por qué no había de hacerlo?

El rey contemplaba a su queridita, como él la llamaba, con alegría y amor; le deleitaba oírla expresarse con aquella elocuencia y aquella animación que la hacían aparecer cien veces más hermosa que de ordinario.

Gabriel exclamó con voz conmovida y profunda:

—¡Gracias, señora, gracias! ¡Digno de vos es pensar como pensáis, no por mí, sino por vos misma!

—¡Claro! ¡Ya lo sé! —dijo María Estuardo con gracia indescriptible.

—¿Han terminado ya las niñerías sentimentales? —preguntó Catalina irritada.

—No, señora —contestó María Estuardo, herida en su amor propio de mujer joven y de reina—. No han terminado. Si para vos pasaron ya esas niñerías sentimentales, para nosotros, que somos, gracias a Dios, jóvenes, apenas han hecho más que principiar. ¿No es verdad, mi dulce esposo? —terminó, volviéndose con gracia hacía el rey.

Este no contestó; pero imprimió un dulce beso en la mano que le tendió María.

La cólera de Catalina de Médicis, a duras penas contenida hasta entonces, se desbordó. No había podido acostumbrarse aún a tratar como a rey a un hijo casi niño; considerábase fuerte con el apoyo del duque de Guisa, que hasta entonces no se había pronunciado en favor de nadie, y de quien no sabía que fuera protector decidido, y hasta cómplice tácito, por decirlo así, del conde de Montgomery, y segura de su poder, se atrevió a dar rienda suelta a su furor.

—¡Está muy bien! —exclamó, contestando a las últimas palabras de María—. ¡Reclamo un derecho y os burláis de mí! ¡Pido, con toda moderación, que el asesino de Enrique II sea, a lo menos, interrogado, y cuando aquel se niega a justificarse, aprobáis su silencio; es más, le alabáis! ¡Está muy bien, repito! Puesto que las cosas toman ese giro, ¡basta ya de reservas, que serían cobardías; basta ya de términos medios! ¡Me constituyo en acusadora pública y formal del conde de Montgomery! ¿Negará el rey justicia a su madre, porque es su madre? ¡Declarará el condestable, declarará, si es preciso, Diana de Poitiers! ¡Brillará la verdad, y si median compromisos secretos en este asunto que puedan comprometer al Estado, se celebrarán juicios secretos y secreta quedará la sentencia, pero al menos será vengada la muerte de un rey villanamente asesinado!

Mientras de este modo se desahogaba la reina madre, por los pálidos labios de Gabriel vagaba un sonrisa triste y resignada.

Recordaba los dos últimos versos de la predicción de Nostradamus:

… después os dará la muerte

la hermosa dama del rey.

¡Aquella predicción, tan exacta hasta entonces, debía cumplirse exactamente hasta el fin! ¡Catalina de Médicis haría condenar a muerte al mismo a quien tanto había amado! Gabriel lo esperaba así, y estaba dispuesto a todo.

La florentina, sin embargo, temiendo acaso que había ido demasiado lejos, hizo una pausa, y volviéndose con la mayor amabilidad hacia el duque de Guisa, que continuaba taciturno, preguntó:

—¿Nada decís, duque? Mi opinión es la vuestra, ¿no es cierto?

—No, señora —contestó lentamente el Acuchillado—. Confieso que no comparto vuestra opinión, y por eso no decía nada.

—¡Ah! ¡Vos también! ¡Vos también en contra mía! —gritó Catalina con voz sorda y amenazadora.

—Por esta vez, señora, tengo ese sentimiento —respondió el duque de Guisa—. Habéis visto que hasta aquí, he coincidido con vos, y que en todo lo referente al condestable y a Diana de Poitiers, he defendido vuestros puntos de vista.

—¡Sí… porque os convenía! —murmuró Catalina—. ¡Lo reconozco ahora, aunque demasiado tarde!

—Por lo que respecta al señor de Montgomery —continuó tranquilamente el duque de Guisa—, en conciencia, no puedo compartir vuestra opinión, señora. Me parece absurdo hacer responsable de un accidente fortuito a un caballero bravo y leal. Un proceso sería un triunfo brillante para él, porque resultarían confundidos sus acusadores. Y en cuanto a esos peligros que, según vos, señora, correría la vida de los reyes de resultas de una indulgencia que prefiere creer en la desgracia a sospechar la existencia del crimen, opino, por el contrario, que lo peligroso sería habituar demasiado al pueblo a la idea de que las existencias reales son menos invulnerables y sagradas para todo el mundo como él supone…

—¡Grandes máximas políticas las vuestras, señor duque! —interrumpió Catalina con amarga ironía.

—Yo, por lo menos, las creo verdaderas y sensatas, señora, y por todas estas razones, y otras que me callo, soy de parecer de que nuestro deber es disculparnos con el señor de Montgomery por haberle detenido arbitrariamente, aunque en secreto, por fortuna para nosotros, que no para él, y una vez aceptadas nuestras excusas, dejarle en libertad, tan honrado como era ayer, como será mañana y siempre. He dicho.

—¡Muy bien! —exclamó Catalina con risa burlona.

Dirigiéndose con brusquedad al rey, le preguntó:

—¿Será por casualidad esa vuestra opinión, hijo mío?

La actitud de María Estuardo, que con la mirada y la sonrisa daba las gracias al duque, debía disipar toda clase de vacilaciones del ánimo del rey.

—Sí, madre mía —contestó—; declaro que soy de la misma opinión que mi tío.

—¿Es decir, que hacéis traición a la memoria de vuestro padre? —repuso Catalina con voz trémula y profunda.

—Al contrario, señora; la respeto —replicó Francisco II—. Las primeras palabras que pronunció mi padre después de caer herido, fueron recomendar que no se molestase al señor de Montgomery. Y durante los intervalos lúcidos de su agonía, ¿no reiteró varias veces la misma súplica, mejor dicho, la misma orden? Permitid, señora, que su hijo la obedezca.

—¡No me parece mal! ¡Y entretanto, para empezar, despreciáis la santa voluntad de vuestra madre!

—Permitidme, señora —terció el duque de Guisa—, que os recuerde vuestras mismas palabras: una sola voluntad en el Estado.

—Pero añadí que la del ministro debía someterse a la del rey —replicó Catalina.

—Cierto, señora —dijo María Estuardo—; pero creo recordar que dijisteis también que la del rey podía ser ilustrada por las personas cuyo interés único fuese el de su prosperidad y gloria. Ahora bien: nadie como yo, que soy su esposa, tendrá ese interés, según presumo; y yo, su mujer, le aconsejo, con mi tío el duque de Guisa, que crea en la lealtad mejor que en la felonía de un súbdito valiente y cien veces probado, y que no inaugure su reinado con una iniquidad.

—¿Daréis oídos a semejantes sugestiones, hijo mío? —preguntó Catalina.

—Cedo a la voz de mi conciencia, señora —contestó Francisco II con entereza que no era de esperar de él.

—¿Es esa tu última resolución, Francisco? —gritó Catalina—. ¡Cuidado con lo que haces! Si niegas a tu madre la primera súplica que te dirige, si te declaras independiente de ella para convertirte en instrumento dócil de los demás, te dejaré que reines solo, sin o con tus fieles ministros; no volveré a ocuparme nunca más en nada de cuanto tenga relación contigo o con tu reino, te retiraré los consejos de mi experiencia y de mi adhesión, volveré a mi retiro, te abandonaré, hijo mío… ¡Piénsalo bien…!

—Deploraríamos esa retirada, pero nos resignaríamos a ella —murmuró María Estuardo con voz tan baja que únicamente la oyó el rey.

El enamorado e incauto joven, como si fuera un eco fiel, repitió en alta voz:

—Deploraríamos esa retirada, pero nos resignaríamos a ella, señora.

—¡Está bien! —dijo Catalina.

Y añadió en voz baja, designando a Gabriel:

—¡En cuanto a ese, yo volveré a encontrarle tarde o temprano!

—Lo sé, señora —contestó Gabriel, que estaba pensando en su horóscopo.

Catalina no le oyó.

Ardiendo en ira, lanzó una mirada furiosa y viperina a la real pareja y al duque de Guisa, mirada terrible y asesina que dejó traslucir los crímenes cometidos por la ambición de la florentina y toda la tenebrosa historia de los últimos Valois… y salió de la cámara sin añadir una palabra más.