IANA de Poitiers hizo una inclinación ligera al rey, otra más ligera a Catalina de Médicis y a María Estuardo, y no se dignó advertir la presencia del duque de Guisa.
—Señor —dijo—; vuestra majestad me ha mandado comparecer ante su presencia…
No pudo terminar. Francisco II, irritado y turbado a la vez al ver la arrogante actitud de la exfavorita, titubeó, enrojeció, y concluyó por decir:
—Nuestro tío, el señor duque de Guisa, ha tenido la bondad de encargarse de haceros saber nuestras intenciones, señora.
Y desentendiéndose del asunto, se puso a hablar en voz baja con María Estuardo.
Diana se volvió lentamente hacia el Acuchillado, y al ver la sonrisa astuta y burlona que vagaba por sus labios, intentó oponerle la más imperiosa de sus miradas de Juno irritada.
El Acuchillado, que no se intimidaba tan fácilmente como su real sobrino, dijo a Diana después de saludarla con una inclinación profunda:
—Señora; el rey está enterado del profundo pesar que os ha causado la terrible desgracia que a todos nos ha herido. Su majestad os da las gracias y cree anticiparse a vuestros más caros anhelos permitiéndoos que abandonéis la corte y os retiréis a la soledad. Podéis marcharos cuando lo juzguéis oportuno… esta tarde, por ejemplo.
Diana devoró una lágrima de rabia, y contestó:
—Su majestad colma, en efecto, mis más ardientes deseos. ¿Qué lazos me unen hoy a este lugar? Ninguno. Nada ansío tanto como retirarme a mi destierro, señor, y vos, caballero, podéis tener la seguridad de que lo haré lo más pronto posible.
—Perfectamente —repuso el duque de Guisa, con tono ligero, jugando con los cordones de su capa de terciopelo—. Pero, señora —añadió con más seriedad, y dando a sus palabras el acento y la significación de una orden—, vuestro palacio de Anet, que debéis a la generosidad del rey difunto, es tal vez un retiro harto mundano y alegre para una solitaria desolada como vos. Comprendiéndolo así, la reina Catalina se digna ofreceros en cambio el suyo de Chaumont-sur-Loire, más alejado de París que el de Anet, y por lo tanto, más conforme, según creo, a vuestros gustos y necesidades del momento. En cuanto lo deseéis, estará a vuestra disposición.
Comprendió perfectamente Diana de Poitiers que el pretendido cambio era sencillamente una confiscación arbitraria; ¿pero, qué le había de hacer? ¿Cómo resistirse? ¡Ya no tenía influencia, ya no gozaba de poder! ¡Todos sus amigos de la víspera eran hoy sus enemigos! La ahogaba la rabia; pero comprendió que debía ceder, y cedió.
—Me consideraré dichosa —dijo— si me es permitido ofrecer a la reina el magnífico palacio que debo, en efecto, a la generosidad de su noble esposo.
—Acepto esa reparación, señora —dijo con sequedad Catalina de Médicis, dirigiendo a Diana una mirada fría y desdeñosa y otra de gratitud al duque de Guisa.
Parecía como si fuese este último quien le regalaba el palacio de Anet.
—Vuestro es desde ahora, señora —repuso la reina madre—, el palacio de Chaumont-sur-Loire, que quedará muy pronto en disposición de recibir dignamente a su nueva propietaria.
—Allí —prosiguió el duque de Guisa, quien quiso contestar con una burla inocente a las furibundas miradas que le asestaba Diana—, allí, en aquella soledad, en aquella calma, podréis descansar como mejor os acomode, señora, de las fatigas que, en estos días últimos, os han ocasionado, según me han dicho, las innumerables cartas y conferencias celebradas por vos de acuerdo con el señor condestable de Montmorency.
—Creía servir bien al que entonces era rey —interrumpió Diana—, entendiéndome y poniéndome de acuerdo con el gran hombre de Estado, con el gran caudillo de los ejércitos del reino, para todo cuanto con el bien de este tenía relación.
En su aturdimiento, en sus ansias de contestar cuanto antes a una frase acerada con otra punzante, Diana de Poitiers no supo ver que suministraba armas a sus enemigos, armas contra ella misma, ni se dio cuenta de que recordaba a la rencorosa Catalina de Médicis a su segundo enemigo, el condestable.
—Tenéis razón —dijo la implacable reina madre—. Olvidaba que el señor condestable de Montmorency ha derramado torrentes de gloria y esmaltado con el lustre de sus altos hechos de armas dos reinados enteros. Hora es ya, hijo mío —continuó dirigiéndose hacia el rey—, de que penséis en asegurarle también el honroso retiro que tan trabajosamente ha ganado.
—El señor de Montmorency —contestó Diana con amargura— esperaba, lo mismo que yo, que le fueran recompensados de esta manera sus dilatados servicios. Cuando su majestad me mandó venir, se hallaba en mis habitaciones, donde supongo que debe continuar. Voy, pues, a reunirme con él, para participarle las excelentes disposiciones que se abrigan hacia su persona. No dudo que vendrá en seguida a ofrecer sus respetos al rey, a darle las gracias por la merced que le hace y a despedirse. Él es hombre, él es condestable, él es uno de los señores más poderosos del reino, y, sin duda alguna, encontrará, más tarde o más temprano, la ocasión de demostrar mejor que con palabras el profundo reconocimiento que le merecen un rey tan clemente con el pasado y unos consejeros que tan útilmente cooperan a la obra de justicia y de interés público que desean realizar.
—¡Una amenaza! —dijo para sí el Acuchillado—. ¡La víbora, aun sintiendo la presión del pie que la aplasta se atreve a levantar la cabeza! ¡Mejor que mejor! ¡Prefiero que sea así!
—El rey estará siempre dispuesto a recibir al condestable —dijo Catalina de Médicis, pálida de indignación—. Si el señor de Montmorency tiene alguna cosa que reclamar o alguna observación que dirigir a su majestad, puede venir cuando guste, que se le escuchará y hará justicia.
—Voy a decirle que venga —contestó Diana de Poitiers en tono de reto.
Saludó con arrogancia al rey y a las dos reinas y salió con la frente erguida y el corazón destrozado, con el orgullo en el rostro y la muerte en el alma.
Si Gabriel la hubiese visto entonces, se habría creído suficientemente vengado de ella.
La misma Catalina de Médicis estaba dispuesta a odiarla menos después de haberla sometido a tamaña humillación.
Bueno será decir que la reina madre había observado, no sin inquietud, que el duque de Guisa había callado al escuchar el nombre del condestable y no recogió las insolentes provocaciones de Diana de Poitiers.
¿Temería, por ventura, el Acuchillado al señor de Montmorency y sería su deseo contemporizar con él? ¿Se decidiría, en caso de necesidad, a formar una alianza con el antiguo enemigo de Catalina de Médicis?
Importaba mucho a la florentina saber a qué atenerse con respecto a este particular antes de dejar que el duque de Guisa se apoderase del poder, y con este objetivo a la vista, a fin de sondearle, y de sondear al mismo tiempo al rey, dijo, no bien salió Diana:
—¡La señora de Poitiers es harto impertinente y parece que cuenta demasiado con el poder del condestable! Quizá no le falte razón, porque si conferís al condestable alguna autoridad, hijo mío, será lo mismo que darle a Diana la mitad de aquella.
El duque de Guisa continuó guardando silencio.
—En cuanto a mí —prosiguió Catalina—, me atrevo a aconsejar a vuestra majestad que no divida su confianza entre varias personas, sino que la deposite entera en un solo ministro, sea este el condestable de Montmorency, sea el duque de Guisa o vuestro tío de Borbón, según mejor os parezca, pero que sea uno, y no varios. Que sólo una voluntad ordene y disponga en el Estado, una sola voluntad unida e identificada con la del rey aconsejado por el reducido número de personas cuyo interés único es la gloria y el esplendor del monarca… ¿No sois de mi misma opinión, señor de Lorena?
—Sí, señora, puesto que es la vuestra —respondió el duque de Guisa como condescendiendo.
—¡No me cabe duda! —pensaba Catalina—. ¡Lo había adivinado! Contaba con el apoyo del condestable; pero le he puesto en la precisión de decidirse por él o por mí, y no creo que titubee siquiera.
—Me parece, duque —continuó Catalina en voz alta—, que debéis compartir mi opinión, con tanto mayor motivo, cuanto que favorece vuestros intereses. El rey, que conoce mi pensamiento, sabe que no he de proponerle ni al condestable de Montmorency ni a Antonio de Navarra. Al aconsejar la exclusión, creed que no me declaro contra vos.
—Señora —respondió el duque de Guisa—, a la par que mi gratitud más profunda, os ofrezco el testimonio de mi adhesión no menos exclusiva.
El astuto político recalcó estas palabras últimas, como si acabase de adoptar la resolución inquebrantable de sacrificar al condestable en aras de Catalina.
—¡Sea en buena hora! —contestó la reina madre—. Cuando lleguen los señores del Parlamento, encontrarán por fortuna entre nosotros esa conmovedora identidad de miras y de intereses que tan poco frecuente es.
—¡Nadie se regocija tanto como yo de esa conformidad de opiniones! —exclamó el rey palmoteando—. Con un consejero como mi madre, y un ministro como mi tío, ya puedo reconciliarme con esta dignidad real que tanto me asustó al principio.
—Gobernaremos en familia —observó alegremente María Estuardo.
Sonreían Francisco de Lorena y Catalina de Médicis en vista de las esperanzas, de las ilusiones, mejor, que se hacían sus jóvenes soberanos. Uno y otra habían conseguido lo que deseaban: el primero la certidumbre de que la reina madre no se opondría a que le fuera confiada la soberanía, por decirlo así, del reino, y la segunda, la creencia de que el ministro compartiría con ella aquella soberanía.
Así las cosas, anunciaron al condestable de Montmorency.
Justo es hacer constar que el condestable se condujo, al principio, con mayor dignidad y moderación que Diana de Poitiers. Prevenido por aquella de lo que le esperaba, ya que iba a caer, quería hacerlo con honor.
Se inclinó respetuosamente ante Francisco II y dijo con extremada cortesía:
—Señor: sospechaba que el viejo servidor de vuestro padre y de vuestro abuelo gozaría cerca de vos de poco favor. No me quejo, señor, de este cambio de mi fortuna, que tenía previsto. Me retiro sin murmurar. Si el rey o Francia me necesitan algún día, me encontrarán en Chantilly, y todo cuanto poseo, señor, mis bienes, mis hijos, mi propia vida, estarán siempre al servicio y a la disposición de vuestra majestad.
La moderación del condestable conmovió algún tanto al joven rey, el cual, más confuso que nunca, se volvió hacia su madre, sin saber qué responder.
El duque de Guisa, seguro de que su intervención convertiría en cólera tumultuosa la prudencia del condestable, dijo con entonación de refinada cortesía:
—Puesto que el señor de Montmorency abandona la corte, no dudo que tendrá la bondad, antes de marcharse, de devolver a su majestad el sello real que le fue confiado por nuestro difunto rey, y que nos hará falta desde hoy.
No se había engañado el duque de Guisa; sus palabras encendieron un volcán de ira en el pecho del envidioso condestable.
—¡Aquí está el sello! —dijo con aspereza, sacándolo de su ropilla—. Iba a devolverlo a su majestad sin necesidad de que me hubiese sido pedido; pero veo que su majestad se encuentra rodeado de personas atentas a aconsejarle que afrente a los que tienen derecho a ser tratados con benevolencia, a los que tienen títulos sobrados a su gratitud.
—¿A quiénes alude Montmorency? —preguntó con altanería Catalina.
—Me parece que la alusión es clara, toda vez que hablé de los que rodean a su majestad —replicó el condestable abandonándose a su natural adusto y brutal.
Mal había escogido la ocasión, porque Catalina no deseaba más que un pretexto para desahogar su rabia.
Se puso en pie y, sin ningún miramiento, principió a echar en cara al condestable los modales bruscos y despectivos con que siempre la había tratado, su hostilidad declarada hacia todo lo florentino, la preferencia que públicamente concedió a la manceba sobre la esposa legítima. Catalina no ignoraba que Montmorency había sido el causante de todas las humillaciones que apuraron los emigrados que la habían seguido a Francia durante los primeros años siguientes a su matrimonio; sabía que el condestable tuvo la osadía de aconsejar a Enrique II que la repudiase por estéril, que después la calumnió villanamente…
El condestable, poco acostumbrado a oír reconvenciones de nadie, al escuchar el último cargo, se puso furioso, y contestó con una sonrisita burlona que era un nuevo insulto.
Entretanto, el duque de Guisa había tenido tiempo para recibir órdenes dictadas en voz baja por Francisco II, o hablando con más propiedad, para dictarlas al rey, y a su vez, elevando tranquilamente la voz, aplastó a su rival con indecible satisfacción de Catalina de Médicis.
—Señor condestable —le dijo con su cortesanía irónica—, vuestros amigos y hechuras… me refiero a los que tenían asiento en el Consejo, tales como Gochetel, Aubespine y otros, pero de una manera especial su eminencia el guardasellos[23] Juan Bertrandi, querrán probablemente retirarse, siguiendo vuestro ejemplo. El rey os encarga que de parte suya les deis las gracias. Podéis participarles que su dimisión ha sido aceptada, que mañana serán reemplazados, y que quedan, por lo tanto, en libertad completa.
—¡Está muy bien! —contestó el condestable entre dientes.
—En cuanto al señor de Coligny, vuestro sobrino, actualmente gobernador de la Picardía y de I’lle-de-France —continuó el Acuchillado— considera el rey que dos gobiernos representan una carga demasiado pesada para una sola persona, y quiere aliviar al señor almirante del peso de uno de ellos, dejando a su elección el que haya de conservar. Tendréis, ¿no es verdad?, la bondad de hacérselo saber.
—¡Cómo no! —contestó el condestable con risa feroz.
—Respecto a vos, señor condestable… —repuso con tranquilidad el duque de Guisa.
—¿Se me desposee también del bastón de Condestable? —interrumpió con acento brutal el señor de Montmorency.
—Sabéis perfectamente que es imposible —contestó Francisco de Lorena—; que el cargo de Condéstable no es como el de Teniente General del Reino, porque aquel es inamovible y este no. ¿Pero, no opináis que es incompatible con el de gran maestre, que ostentáis a la par que aquel? Por lo menos, si no la vuestra, es la opinión de su majestad, que os reclama esta última dignidad para concedérmela a mí, que no tengo otra.
—¡Mejor que mejor! —gruñó el condestable rechinando los dientes—. ¿Hay algo más?
—No… creo que no —respondió el duque de Guisa volviendo a sentarse.
Comprendió el condestable que le sería muy difícil contener por más tiempo su rabia, que corría peligro de estallar de un momento a otro, que acaso faltaría al rey al respeto y que de cortesano en desgracia se convertiría en rebelde… y no quiso dar esta satisfacción a su triunfante enemigo. Saludó brevemente y se dispuso a salir.
Antes de hacerlo, sin embargo, como mudando de parecer, se dirigió al rey en estos términos:
—Señor; réstame decir una palabra más, cumplir un último deber con la memoria de vuestro glorioso padre. El hombre que le hirió mortalmente, el autor de nuestra desolación, el causante del dolor que a todos nos aflige, no fue torpe únicamente; tengo motivos para creerlo así, señor. En aquella funesta casualidad pudo tener parte, y a mi modo de ver la tuvo, una intención criminal. El hombre a quien acuso creía haber recibido agravios del rey; me consta. No dudo que vuestra majestad se servirá mandar que se practique una severa información sobre…
Se estremeció el duque de Guisa al oír aquella acusación terminante y realmente peligrosa dirigida contra Gabriel; pero Catalina de Médicis se encargó de contestar así:
—Sabed, señor condestable, que no era necesaria vuestra intervención para llamar acerca de tal hecho la atención de las personas para quienes no ha sido menos preciosa que para vos la existencia real tan cruelmente arrebatada. Yo, la viuda de Enrique II, no puedo consentir que nadie en el mundo tome la iniciativa en este deplorable asunto. Retiraos tranquilo, caballero, pues hay quien se ha anticipado a vuestra solicitud.
—Entonces, nada tengo que decir —contestó el condestable.
¡Ni aun le era permitido satisfacer personalmente el insano rencor contra el conde de Montgomery que corroía sus entrañas! ¡Se le negaba la pobre satisfacción de ser el denunciador del culpable y el vengador de su señor!
Abrasado por la vergüenza y la cólera, salió de la cámara como un loco.
Aquella noche emprendía la marcha hacia sus posesiones de Chantilly.
El mismo día salía Diana de Poitiers del Louvre, del palacio donde había reinado sobre la reina legítima, para sepultarse en el triste y lejano retiro de Chaumont-sur-Loire, de donde no debía salir hasta su muerte.
La venganza de Gabriel sobre Diana de Poitiers fue completa.
Verdad es que la exfavorita tenía reservada otra muy terrible al que le había precipitado de las cumbres deslumbradoras del poder.
En cuanto al condestable, Gabriel volvería a tropezar con él el día que el primero recobrase su valimiento.
Pero no adelantemos los sucesos, y volvamos al Louvre a fin de oír a los diputados del Parlamento, que acaban de ser anunciados a Francisco II.