Capítulo XXXVI

PARA la favorita, como para el favorito de un rey, la verdadera muerte no es la muerte, sino la desgracia.

El hijo del conde de Montgomery habría vengado suficientemente en las personas del condestable y de Diana de Poitiers la muerte de su padre, si conseguía que los dos culpables pasasen del poder al destierro, del brillo y el esplendor al olvido.

Este era el resultado que esperaba aún Gabriel en la triste y melancólica soledad de su palacio, adonde se había retirado desde el fatal 30 de junio. Y no era ciertamente su propio suplicio lo que temía, si Montmorency y su cómplice continuaban disfrutando del poder; era la impunidad de estos. En su incertidumbre, esperaba con ansiedad los acontecimientos.

Durante los once días de agonía de Enrique II, el condestable de Montmorency puso en juego todos los resortes de que disponía para conservar su influencia en el gobierno. Escribió a los príncipes de la sangre, exhortándoles a que fuesen a ocupar su puesto en el Consejo del joven rey, y dirigió principalmente sus instancias a Antonio de Borbón, rey de Navarra, el heredero más inmediato del trono después de los hermanos del rey, recomendándole que no se descuidase, porque la menor dilación podría dar a los extraños una superioridad que luego sería imposible arrancarles. En una palabra: despachó ejércitos de correos, excitando a unos, solicitando a otros, y nada omitió de cuanto sirviera para formar un partido capaz de neutralizar o anular la influencia de los Guisa.

Diana de Poitiers, a pesar de su dolor, le secundó con todas sus fuerzas, pues ya su propia fortuna estaba ligada a la de su viejo amante.

Con él, todavía podía reinar, si no directa, al menos eficazmente.

Cuando el día 10 de julio de 1559, el heraldo de armas proclamó rey al primogénito de Enrique II bajo el nombre de Francisco II, el joven príncipe no tenía más que diez y seis años, y aunque la ley le declaraba mayor de edad, su inexperiencia y su delicada salud le condenaban a abandonar durante mucho tiempo la dirección de los negocios a un ministro que, a su sombra y amparado por su nombre, sería más rey que el rey mismo.

¿Quién sería ese ministro, o más bien ese tutor? ¿El duque de Guisa o el condestable de Montmorency? ¿Catalina de Médicis o Antonio de Borbón?

He aquí la cuestión palpitante que embargaba no pocos ánimos, la que debía resolverse la mañana del día siguiente al de la muerte del rey.

A las tres del día indicado, Francisco II debía de recibir a los diputados del Parlamento. Sin inconveniente podían estos saludar como a su verdadero rey al hombre a quien Francisco II les presentase como su ministro.

Se trataba, pues, de ver quién ganaba la partida, y atentos a ella, Catalina de Médicis y Francisco de Lorena se habían presentado independientemente aquella mañana al rey, a pretexto de darle el pésame, pero en realidad, con objeto de darle consejos.

En aras de un motivo tan poderoso, la viuda de Enrique II infringió la etiqueta, que la obligaba a vivir durante cuarenta días en sus habitaciones sin dejarse ver.

Desde hacía doce días, se había despertado en el alma de Catalina de Médicis, vejada y preterida sistemáticamente por su difunto marido, aquella ambición vasta y profunda que llenó todo el resto de su vida. Penetrada, sin embargo, de que no podía ser regente de un rey mayor de edad, vio que la única probabilidad de reinar sería hacerlo por medio de un ministro afecto a sus intereses.

No podía ser este ministro el condestable de Montmorency, quien durante el reinado que acababa de terminar enderezó todos sus esfuerzos a minar la legítima influencia de Catalina de Médicis para favorecer la de Diana de Poitiers. La reina madre no le perdonaba sus intrigas, antes por el contrario sólo pensaba en castigar su comportamiento, siempre duro y con frecuencia inhumano, observado con ella.

Antonio de Borbón habría sido en sus manos un instrumento más dócil, pero profesaba la religión reformada; su mujer, Juana de Albret, era una ambiciosa de peligro, y por otra parte, su rango de príncipe de la sangre, podía, unido a su poder efectivo, inspirarle peligrosas veleidades.

Quedaba el duque de Guisa; ¿pero reconocería gustoso Francisco de Lorena la autoridad moral de la reina madre, o bien se negaría a compartir el poder con ella?

Fácil era averiguarlo, por eso Catalina de Médicis bendijo la casualidad que la colocó delante del rey y de Francisco de Lorena en el momento decisivo.

Iba a buscar o a crear ocasiones de examinar al Acuchillado y de sondear su actitud con respecto a ella.

Pero el duque de Guisa, tan hábil en política como en la guerra, estuvo constantemente en guardia.

Este prólogo de la comedia se representó en el Louvre, en la cámara real donde Francisco II había sido instalado la víspera, y no había más actores que la reina madre, el Acuchillado, el joven rey y María Estuardo.

Francisco y la reina, al lado de las ambiciones egoístas y frías de Catalina y del duque de Guisa, eran sencillamente dos niños encantadores, inocentes y enamorados, cuya confianza poseería el primero que supiera ganarse con destreza sus corazones.

Lloraban sinceramente la muerte del rey, y Catalina les encontró tristes y desolados.

—Hijo mío —dijo a Francisco—; apruebo que derrames lágrimas por la memoria de aquel cuya pérdida debes llorar más que nadie; yo comparto ese dolor amargo. Sin embargo, debes tener presente que, además de los deberes de hijo, pesan sobre ti otros no menos sagrados. También tú eres padre, sí; el padre de tu pueblo. Después de haber concedido al triste pasado ese legítimo tributo de sentimiento, vuelve los ojos hacia el porvenir. Acuérdate de que eres rey, hijo mío, o mejor dicho, acordaos de que sois rey, señor, y no extrañe vuestra majestad que emplee un lenguaje que os recuerde al mismo tiempo vuestras obligaciones y vuestros derechos.

—¡Ah! —exclamó Francisco II moviendo tristemente la cabeza—. ¡Pesada carga es el cetro de Francia para las manos de un niño de diez y seis años, que no pensaba que tan pronto pudiera gravitar peso tan enorme sobre su juventud, falta de experiencia y falta de gravedad!

—Señor —repuso Catalina de Médicis—, aceptad con resignación y a la par con reconocimiento la carga que Dios os impone; a los que os rodean y os quieren bien les corresponderá después aliviaros de su peso con todo su poder, y unir sus esfuerzos a los vuestros para ayudaros a sostenerlo dignamente.

—Gracias… gracias, madre mía —murmuró el joven rey, sin saber cómo contestar a aquellas iniciativas.

Maquinalmente volvió los ojos hacia el duque de Guisa, como para pedirle consejo.

Era el primer paso que daba desde que subió al trono, y a pesar de hallarse en presencia de su madre, instintivamente conocía el pobre adolescente coronado que le tendía una celada.

El duque de Guisa, sin titubear, dijo:

—Sí, señor; vuestra majestad tiene razón. Dad efusivamente las gracias a la reina por las cariñosas y alentadoras frases que os dirige; pero no os contentéis, señor, con darle las gracias: decidle también que entre las personas que os quieren y a quienes vos queréis, ocupa ella el primer lugar, y que, por lo tanto, debéis contar y contáis con su eficaz y maternal cooperación en la difícil tarea que, contando tan pocos años, habéis sido llamado a realizar.

—Mi tío, el duque de Guisa, ha sido fiel intérprete de mis pensamientos, madre mía —dijo entonces Francisco II a su madre—. No repito sus frases, porque pronunciadas por mi lengua perderían gran parte de su vigor, pero recibidlas como dichas por mí y dignaos prometer a mi debilidad vuestro precioso apoyo.

La reina madre había dirigido ya al duque de Guisa una mirada llena de benevolencia y de asentimiento.

—Señor —contestó a su hijo—, vuestras son las escasas luces que yo poseo; me consideraré dichosa cada vez que os dignéis consultarme. Pero tened en cuenta que no soy más que una mujer, y que necesitáis tener junto a vuestro trono un defensor capaz de esgrimir la espada. Ese defensor, ese brazo vigoroso, esa energía varonil que a mí me faltan, los encontrará indudablemente vuestra majestad entre los mismos que, por alianza o parentesco, son ya vuestros apoyos naturales.

Catalina de Médicis pagaba en el acto al duque de Guisa sus buenos oficios.

Fue aquello algo a manera de pacto mudo concertado con una sola mirada, pero que, no nos importa confesarlo, ni era sincero por ninguna de las dos partes, ni estaba llamado, como se verá muy pronto, a ser de larga duración.

El rey comprendió a su madre, y animado por una mirada que le dirigió María Estuardo, tendió su mano al Acuchillado.

Con aquel apretón de mano le confería el gobierno de Francia.

Catalina de Médicis, sin embargo, no quiso que su hijo se comprometiera demasiado, sin que el duque de Guisa le diera a ella prendas seguras de su buena voluntad. Con este propósito, se adelantó al rey, que probablemente iba a confirmar la demostración primera de confianza con alguna promesa formal, y dijo:

—Antes de que tengas un ministro, hijo mío, tu madre se ve en el caso, no de pedirte un favor, sino de hacerte una reclamación.

—Decid mejor una orden que darme, madre mía —respondió Francisco—. Hablad; os lo suplico.

—Se trata, hijo mío, de una mujer que me ha hecho daños sin cuento, y que los ha hecho mayores y más numerosos a Francia —repuso Catalina—. No nos toca a nosotros censurar las debilidades del que hoy nos es más sagrado que nunca, pero vuestro padre, señor, no existe ya, por desgracia; su voluntad no reina ya en este palacio, y sin embargo, esa mujer, cuyo nombre no quiero pronunciar, se atreve a permanecer todavía en él, infligiéndome hasta el fin el suplicio ultrajante de su presencia. Durante el prolongado letargo del rey, se le hizo comprender que no era conveniente que continuase en el Louvre. «¿Ha muerto ya el rey?», preguntó. «No; respira todavía», le contestaron. «Siendo así —replicó—, de nadie más que del rey recibo órdenes». Y se quedó en el palacio con la mayor impudencia.

El duque de Guisa se apresuró a decir, interrumpiendo con respeto a la reina madre:

—Perdonad, señora, que os diga que creo conocer las intenciones de su majestad a propósito del asunto de que habláis.

Y sin más preámbulos dio un golpe sobre el timbre y apareció un criado.

—Que avisen a la señora de Poitiers que el rey quiere hablarle al momento —dijo.

El criado hizo una reverencia y salió a ejecutar la orden.

El joven rey no pareció extrañarse ni menos inquietarse de que usurpasen su autoridad sin su consentimiento, al contrario; se alegraba de ello, le satisfacía todo lo que fuera encaminado a disminuir su responsabilidad y a ahorrarle el trabajo de mandar y de obrar.

El Acuchillado, sin embargo, quiso dar a su iniciativa la sanción del consentimiento real.

—¿He sido temerario, señor —preguntó—, al afirmar que conocía las intenciones de vuestra majestad acerca de este asunto?

—¡De ningún modo, mi querido tío! —contestó presuroso Francisco II—. Obrad y disponed, que de antemano sé que cuanto hagáis estará bien hecho.

—Y lo que acabas de decir está pero que muy bien dicho, querido mío —susurró María Estuardo al oído de su marido.

El orgullo y la satisfacción tiñeron de suaves tonos de carmín el rostro del rey. No es de admirar: por una palabra de aprobación, por una mirada de María Estuardo, hubiese comprometido y entregado todos los tronos de la tierra.

La reina madre esperaba con impaciente curiosidad la determinación que iba a tomar el duque de Guisa.

Creyó, empero, que, tanto para interrumpir el silencio, cuanto para dejar patente su intención, debía añadir lo siguiente:

—La persona a quien acabáis de mandar llamar, señor, puede muy bien, en mi opinión, abandonar el Louvre a la única reina legítima del pasado y a la encantadora reina del presente —dijo, inclinándose con gracia ante María Estuardo—. La opulenta y bella dama tiene para retiro y consuelo suyo el suntuoso y regio palacio de Anet, más suntuoso y más regio que mi humilde residencia de Chaumont-sur-Loire.

No contestó el duque de Guisa, pero tomó nota mental de la insinuación.

Bueno será hacer constar que detestaba a Diana de Poitiers tanto como pudiera detestarla Catalina de Médicis. Había sido la de Poitiers la que, atenta a complacer a su condestable, había entorpecido hasta entonces con todo su poder la marcha del carro de la fortuna del Acuchillado; ella era la que había malogrado sus proyectos de gloria, y ella la que habría concluido por sepultarle para siempre en el olvido, si la lanza de Gabriel no hubiese quebrado, a la par que la existencia de Enrique II, el poder de la encantadora.

Pero al fin llegaba el momento del desquite, y Francisco de Lorena sabía odiar con tanta intensidad como querer.

Un ujier anunció en aquel momento en alta voz:

—La señora duquesa de Valentinois.

Entró Diana de Poitiers, turbada e intranquila, desde luego, pero arrogante y altanera.