Capítulo XXXV

AL ver el aspecto solemne y sombrío del joven conde de Montgomery, el rey sintió correr por sus venas un estremecimiento de sorpresa, y quizás de terror. No quiso, empero, confesárselo a sí mismo, y menos a los que le rodeaban: antes por el contrario, lo reprimió al instante. Reaccionó su alma contra el instinto, y precisamente porque sintió miedo durante un segundo, se mostró bravo y hasta temerario.

Gabriel le volvió a decir con voz lenta y grave:

—Suplico a vuestra majestad que no insista en su deseo.

—¡Insisto, sin embargo, señor de Montgomery! —replicó el rey.

La ofuscación que en el ánimo del rey determinaron tantas emociones hizo que creyese descubrir una especie de reto en las palabras y en el acento de Gabriel. Volvió a apoderarse de él la extraña intranquilidad que Diana de Castro consiguiera disipar momentáneamente, sintió miedo, y al darse cuenta de su estado de ánimo luchó enérgicamente contra su debilidad y quiso acabar de una vez con las cobardes inquietudes que juzgaba indignas de él, de Enrique II, de un hijo de Francia, de un rey.

Con arrogancia tal vez exagerada, dijo a Gabriel:

—Disponeos a romper una lanza conmigo, caballero.

Gabriel, cuya alma estaba tan conmovida, acaso más, que la del rey, se inclinó sin contestar.

En aquel momento se acercó al rey el señor de Boisy, el escudero mayor, y le dijo que le enviaba la reina para suplicar en su nombre a su majestad que, por amor a ella, no rompiese aquella lanza.

—Contestad a la reina que quiero romperla por amor a ella —respondió el rey.

Volviéndose hacia el señor de Vieilleville, añadió:

—¡Vamos, señor de Vieilleville; armadme al instante!

Debido a su preocupación, pedía al señor de Vieilleville un servicio que correspondía al escudero mayor, señor de Boisy. Así lo hizo observar respetuosamente al rey el señor de Vieilleville, a quien sorprendió la demanda del monarca.

—Tenéis razón —contestó el rey—. ¡Qué cabeza la mía!

Como su mirada se encontrase con la fría e inmóvil de Gabriel, repuso con impaciencia:

—¡Pero no! ¡Tenía yo razón! El señor de Boisy tiene que dar cumplimiento a la comisión que le ha confiado la reina, llevando a esta mi respuesta. ¡Bien sabía yo lo que hacía y lo que decía! Armadme, señor de Vieilleville.

—Siendo así, señor —contestó el señor de Vieilleville—, y puesto que vuestra majestad quiere romper esta última lanza, me permitiré hacer presente que me corresponde el honor de ser el adversario de vuestra majestad, y por lo tanto, reclamo mi derecho. El conde de Montgomery no se presentó en el palenque a su debido tiempo, sino que ha entrado en el campo cuando el torneo había terminado.

—Tenéis razón, caballero —dijo vivamente Gabriel—. Me retiro y os cedo mi puesto.

El interés con que el conde de Montgomery quería evitar su encuentro con el rey actuó en el ánimo de este a manera de acicate, porque creyó ver en aquel miramientos insultantes de un enemigo que suponía que le infundía miedo.

—¡No, no! —respondió al señor de Vieilleville, dando una patada en el suelo—. Quiero romper esta última lanza precisamente con el señor de Montgomery y con nadie más… ¡Y basta de dilaciones! ¡Armadme!

Cruzó una mirada altanera y orgullosa con la grave y serena del conde, y, sin añadir palabra, inclinó la cabeza para que el señor de Vieilleville le pusiera el casco.

Su destino le cegaba.

El duque de Saboya fue también a suplicarle, en nombre de Catalina de Médicis, que abandonara el palenque; y como Enrique no se dignase contestar a sus instancias, añadió el primero en voz baja:

—La señora Diana de Poitiers, señor, me ha encargado también que os advierta en secreto que os guardéis del adversario contra quien vais a combatir esta vez.

A pesar suyo se estremeció Enrique II al oír el nombre de Diana, pero reprimió una vez más su sobresalto.

—¿Voy a aparentar temor delante de mi dama? —se preguntó mentalmente.

Y continuó guardando el silencio altivo del hombre a quien importunan inútilmente.

El señor de Vieilleville, mientras le armaba, decíale en voz baja:

—Señor: ¡juro por Dios vivo que hace más de tres noches que sueño constantemente que ha de ocurriros hoy una desgracia, y que este día último de junio os ha de ser funesto!

El rey hizo como que no le oía. Estaba armado ya, y embrazó su lanza.

Gabriel tenía ya en sus manos la suya y penetró en la liza.

Una vez montados los dos campeones, se colocaron en los extremos del campo.

Reinó entonces entre los espectadores un silencio extraño y profundo. Todos los ojos miraron atentamente, todas las respiraciones quedaron suspensas.

Como el condestable de Montmorency y Diana de Castro no asistían al torneo, todo el mundo, a excepción de Diana de Poitiers, ignoraba que existiesen entre el rey y el conde de Montgomery motivos de odio y de venganza, y de consiguiente, nadie podía sospechar que un combate simulado tuviera un desenlace sangriento. El rey, habituado a aquella clase de juegos, que no ofrecían peligro, habíase presentado cien veces durante aquellos tres días en la arena en condiciones idénticas, al parecer, a las en que lo hacía en aquel momento.

Y sin embargo, en aquel adversario que hasta entonces había permanecido en actitud misteriosa, en la insistencia significativa que desplegó para excusarse de combatir, en la obstinación ciega del rey, palpitaba vagamente algo insólito y terrible, y ante aquel peligro desconocido pero presentido, todos callaban y todos esperaban. ¿Por qué? Nadie habría podido decirlo. Pero un extraño cualquiera que hubiese llegado en aquel instante, al ver la expresión de los rostros, se hubiese dicho: «Indudablemente va a ocurrir aquí un acontecimiento supremo».

Hasta en el aire había terror.

Una circunstancia notable hizo resaltar más todavía la siniestra disposición en que se hallaban los ánimos.

En las justas ordinarias, desde que los campeones tomaban campo, resonaban en el palenque las trompetas y los clarines, que venían a ser como la voz animada y bulliciosa del torneo. Pero cuando el rey y Gabriel entraron en la liza, trompetas y clarines callaron de repente como si obedecieran a una consigna, y aquel silencio insólito vino a centuplicar, sin que nadie se explicase el porqué, la ansiedad y el horror generales.

Los campeones sentían en sus almas en mayor grado que los circunstantes aquellas impresiones extrañas de espanto que, por decirlo así, saturaban la atmósfera.

Gabriel ni pensaba, ni veía, ni casi vivía. Movíase maquinalmente, como un sonámbulo, obraba por instinto, hacía maquinalmente lo que en cien ocasiones análogas había hecho, pero no le guiaba su propia voluntad, sino una influencia secreta y poderosa, que se había adueñado absolutamente de sus actos.

Más distraído, más turbado aún que Gabriel estaba el rey. Veía flotar ante sus ojos algo así como una nube, y él mismo creía que se movía en una fantasmagoría inaudita que ni era sueño ni realidad.

Tuvo, sin embargo, un intervalo de lucidez, durante el cual recordó perfectamente las predicciones que la reina le había hecho dos días antes, las contenidas en su horóscopo y las de Forcatel. Iluminadas de repente las tinieblas de su imaginación por un rayo intenso pero momentáneo de luz, comprendió el sentido, el alcance y la relación que guardaban entre sí aquellos siniestros augurios. Fríos sudores le inundaron de cabeza a pies, sintió tentaciones de abandonar la liza, de renunciar al combate… ¡Pero cómo huir, si millares de ojos fijos en él le clavaban en su puesto!

A mayor abundamiento, el señor de Vieilleville acababa de dar la señal.

—¡La suerte está echada! —pensó el rey—. ¡Adelante, y cúmplase la voluntad de Dios!

Los dos caballos salieron a galope, más inteligentes y menos ciegos seguramente en aquellos momentos que sus jinetes cubiertos de acero.

Gabriel y el rey se encontraron en el centro del palenque; las lanzas de ambos chocaron y se hicieron pedazos sobre sus corazas respectivas, pero los combatientes continuaron la carrera sin que hubiera ocurrido ningún accidente.

¡Los fúnebres presentimientos no se habían realizado! Un murmullo gigantesco de alegría escapó a la vez de todos los pechos, aliviados de la opresión que los atormentaba. La reina elevó al cielo una mirada llena de gratitud.

¡Por desgracia, la alegría era prematura!

Aún estaban los campeones en el palenque. Llegados ambos al extremo opuesto al de partida, debían volver a galope a su puesto inicial, y, por consiguiente, tener un segundo encuentro.

¿Pero qué peligro podrían correr ya, si en el segundo encuentro habrían de cruzar sin tocarse?

Fuese consecuencia de su turbación, fuese de intento o por desgracia involuntaria, pues sólo Dios sabe la verdad del hecho, es lo cierto que Gabriel, al volver, no arrojó, según costumbre, el pedazo de la lanza que le había quedado en la mano, sino que lo bajó enristrándolo, y, en medio de la veloz carrera, dio con dicho pedazo de lanza en la cabeza de Enrique II.

La astilla de lanza levantó la visera del casco del rey y penetró profundamente por el ojo saliendo por un oído.

Distraídos ya los espectadores, muchos de los cuales se habían levantado para salir, sólo la mitad o quizá menos de aquellos se dieron cuenta del golpe, pero el grito que lanzaron llamó la atención de los demás.

Enrique II había dejado caer las bridas y, abrazado al cuello de su caballo, terminó su carrera, yendo a dar en los brazos de los señores de Vieilleville y de Boisy.

—¡Me muero! —fueron las primeras palabras que pronunció.

Luego murmuró:

—¡Que no se moleste al señor de Montgomery… sería injusto… le perdono!

Seguidamente se desmayó.

No describiremos la confusión que siguió a la catástrofe. A Catalina de Médicis la llevaron al palacio medio muerta, y el rey fue transportado a su cámara del palacio de las Tournelles sin que hubiera recobrado el conocimiento.

Gabriel había echado pie a tierra y permanecía arrimado a la valla, inmóvil, petrificado y como herido por el mismo golpe que había dejado casi muerto al rey.

Las últimas palabras de Enrique II fueron oídas por varios y repetidas; de consiguiente, nadie se atrevió a molestar a Gabriel, pero cuchicheaban en torno suyo y todos le miraban con espanto.

El almirante de Coligny, que había asistido al torneo, fue el único que se atrevió a acercarse al joven. Cruzó por su lado diciéndole en voz muy baja:

—¡Terrible accidente, amigo! Sé muy bien que ha sido obra de la casualidad, que este acontecimiento fatal ninguna relación tiene con las ideas y los discursos que, según me ha informado La Rénaudie, oísteis en el conciliábulo de la Plaza de Maubert; pero, a pesar de todo, aunque nadie puede acusaros ni haceros responsable de un accidente fortuito, estad sobre aviso. Os aconsejo que desaparezcáis durante algún tiempo, que salgáis de París, y hasta de Francia. Contad siempre conmigo, y hasta la vista.

—Gracias —respondió Gabriel sin cambiar de actitud.

Una sonrisa triste y apagada asomó a sus pálidos labios mientras le hablaba el jefe protestante.

Coligny le hizo una seña con la cabeza y se alejó.

Momentos después, el duque de Guisa, que acababa de acompañar a los que condujeron al rey, se aproximó a su vez a Gabriel dando algunas órdenes, y al pasar por su lado, le dijo al oído:

—¡Desgraciado golpe, Gabriel! Pero sería injusto acusaros; lo único que cabe es compadeceros. Sin embargo, ¡ved lo que son las cosas! Si alguien hubiese oído la conversación que tuvimos en las Tournelles, ¡qué terribles conjeturas formarían los maliciosos sobre esta sencilla, pero funesta casualidad! Pero no os importe: contad en todo y para todo conmigo, ahora que soy más poderoso que nunca. Conviene que, durante algunos días, no os dejéis ver, pero no salgáis de París; sería una precaución inútil. Si alguien se atreviera a acusaros, no olvidéis lo que os he dicho: contad conmigo en todo, para todo, y siempre.

—Gracias, monseñor —contestó Gabriel y en el mismo tono y con la misma sonrisa melancólica.

Era evidente que el duque de Guisa y Coligny tenían, si no una convicción firme, una sospecha vaga de que el accidente que fingían deplorar no había sido tal accidente. El ambicioso y el protestante presumían, aunque sin querer confesarlo así ante sus respectivas conciencias, el primero, que Gabriel había aprovechado la ocasión de contribuir a la fortuna de un protector admirado, y el segundo, que el fanatismo del joven hugonote le había arrastrado a libertar de su perseguidor a sus hermanos oprimidos.

Entrambos, pues, se consideraron obligados a acercarse y decir algunas palabras afectuosas a su discreto y abnegado auxiliar, siendo esta la explicación de que se hubieran llegado hasta aquel en la forma que hemos visto. Gabriel, que leyó en el fondo de sus pensamientos, acogió su doble error con una sonrisa triste.

El duque de Guisa volvió a perderse entre los grupos que le rodeaban. Gabriel dirigió al fin una mirada en torno suyo, se dio cuenta de la curiosidad mezclada de espanto de que era objeto, suspiró, y decidió alejarse del sitio fatal.

Fuese en derechura a su palacio de la calle de los Jardines de San Pablo sin que nadie intentara detenerle ni le dirigiera la palabra.

En las Tournelles, las puertas de la cámara del rey se cerraron para todo el mundo excepto para la reina, sus hijos y los médicos que asistían al monarca herido.

Fernel y todos los cirujanos comprendieron desde el primer momento que no había esperanza alguna de salvar a Enrique II.

Ambrosio Paré se encontraba en Péronne; lo sabía el duque de Guisa, pero no pensó en llamarle.

Cuatro días permaneció el rey sin conocimiento.

El quinto día volvió un poco en sí, y dio algunas órdenes, encargando de una manera especial que se celebrase al punto el matrimonio de su hermana. Vio también a la reina y la hizo algunas recomendaciones acerca de sus hijos y de los asuntos del reino.

El intervalo de lucidez duró poco; pronto volvieron a apoderarse del rey la fiebre, el delirio, la agonía.

El día 10 de julio de 1559, siguiente al en que, conforme a su última voluntad, su hermana Margarita, hecha un mar de lágrimas, se había casado con el duque de Saboya, expiró Enrique II, después de once días de agonía.

Aquel mismo día partió, o mejor dicho, huyó Diana de Castro a su antiguo convento de Benedictinas de San Quintín, nuevamente abierto después de la paz de Cateau-Cambrésis.