Capítulo XXXIV

LIBRE el rey desde entonces de casi todas las preocupaciones que le entristecían, apresuró, con la actividad que le era característica, los preparativos de las magníficas fiestas que quería dar a su buena ciudad de París, con motivo de las bodas de su hija Isabel con Felipe II, y de su hija Margarita con el duque de Saboya.

Bodas brillantes, brillantísimas más bien, dignas de ser celebradas con tantos festejos. Acerca de la primera, y de los resultados de la primera, el poeta del Don Carlos ha escrito cuanto podía escribirse, y lo ha hecho en forma tan hermosa que fuera vano intento pretender igualarle. Nos ocuparemos de los incidentes y consecuencias de los preparativos de la segunda.

Había sido señalada para el día 28 de junio la firma del contrato matrimonial de Filiberto Emmanuel con la princesa Margarita.

Enrique II anunció que el día mencionado y los dos siguientes se celebrarían en las Tournelles torneos y otros juegos caballerescos, y a pretexto de honrar más y más a los dos esposos, pero en realidad con objeto de satisfacer su decidida afición a aquella clase de justas, declaró que él sería uno de los mantenedores.

El 28 de junio por la mañana, la reina Catalina de Médicis, que por aquel entonces salía muy contadas veces de sus habitaciones, pidió con insistencia al rey una entrevista.

Inútil es decir que Enrique II se apresuró a acceder a los deseos de su esposa.

Catalina entró conmovida en la cámara del rey.

—¡Ah, señor… mi querido señor! —exclamó—. ¡En nombre de Jesucristo os pido que no salgáis del Louvre hasta que haya terminado este mes!

—¿Por qué razón, señora? —preguntó Enrique, admirado de aquella repentina e imprevista súplica.

—Porque si salís, señor, os ocurrirá una desgracia.

—¿Quién os lo ha dicho?

—Vuestra estrella, señor: esta noche la hemos observado mi astrólogo italiano y yo, y hemos descubierto en ella presagios ciertísimos de peligro, y no de un peligro cualquiera, sino de muerte.

Conviene saber que Catalina de Médicis comenzaba por entonces a entregarse a prácticas de magia y de astrología judiciaria que, si no mienten las Memorias de su tiempo, rara vez la engañaron durante el curso de su vida.

Pero Enrique II, poco crédulo en lo referente a los astros, contestó riendo a la reina:

—¡No hagáis caso, señora! Si mi estrella me anuncia un peligro, lo correré lo mismo dentro que fuera del palacio.

—¡Os equivocáis, señor! El peligro únicamente al aire libre os amenaza.

—¿De veras? Entonces, se tratará de seguro de alguna ráfaga de viento.

—¡Señor! ¡No os burléis de estas cosas! Los astros son la palabra escrita de Dios.

—Habrá que reconocer que la escritura divina es harto obscura y embrollada, señora.

—¿Por qué decís eso, señor?

—Porque la infinidad de borrones que presenta hacen tan ininteligible el texto, que cada uno de los que pretenden leerlo puede interpretarlo a su capricho. Habéis leído en esa jerigonza celeste que, si salgo del Louvre, mi vida corre peligro, ¿no es cierto?

—Certísimo.

—Pues bien: Forcatel leyó el mes pasado otra cosa enteramente distinta. Creo que os merece alguna autoridad Forcatel, ¿verdad?

—Sí; es un verdadero sabio, que lee de corrido aquello que nosotros apenas si sabemos deletrear.

—Sabed, pues, señora, que Forcatel leyó en los astros el siguiente verso, al que no le encuentro más que un defecto: el de no ser inteligible:

No siendo a Marte,

temed a su imagen.

—¿Y en qué contradice esta predicción a lo que yo os digo?

—Esperad, señora. Debo de tener por ahí, no sé dónde, mi horóscopo, que fue hecho el año pasado. ¿Recordáis lo que presagia?

—Sí, pero muy vagamente, señor.

—Yo os lo diré: según ese horóscopo, debo morir en duelo, y a fe que sería suceso extraño y nunca visto que un rey muriese así. Pero es el caso que un duelo, en mi humilde opinión, no es la imagen de Marte, sino Marte en persona, por decirlo así.

—¿Y qué inferís de ello, señor?

—Infiero que, toda vez que me hallo entre predicciones contradictorias, lo cuerdo y lo acertado es no hacer el menor caso de ninguna de ellas. Bien veis, señora, que son unas señoras embusteras que se desmienten bonitamente unas a otras.

—¿Y vuestra majestad saldrá en estos días del Louvre?

—En cualquiera otra circunstancia, sería para mí una felicidad complaceros permaneciendo a vuestro lado; pero he prometido y anunciado oficialmente que asistiría a los festejos, y no tengo más remedio que asistir.

—Prometedme al menos, señor, que no os presentaréis en el palenque.

—La palabra que tengo empeñada me obliga, bien a pesar mío, a no acceder tampoco a esta demanda. Además, ¿qué peligro puede haber en esos juegos? Con todo mi corazón os agradezco el interés que me demostráis, pero me permitiréis que os diga que vuestro temores son quiméricos, y que ceder a ellos sería tanto como reconocer que considero peligrosos esos agradables torneos que no quiero que por mi causa sean abolidos.

—Señor —dijo Catalina de Médicis—, estoy acostumbrada a respetar vuestra voluntad. También hoy me resigno, pero lo hago con el espanto y el dolor en el alma.

—¿Pero asistiréis a los torneos, verdad, señora? —preguntó el rey besando la mano a Catalina—. Asistiréis, sí, aunque no sea más que para aplaudir los botes de mi lanza y convenceros por vuestros propios ojos de lo ilusorio de vuestros temores.

—Os obedeceré en todo —contestó Catalina retirándose. Catalina de Médicis asistió, en efecto, al torneo del primer día, con toda la corte, excepción hecha de Diana de Castro, y el rey rompió lanzas animosamente con todo el que se presentó.

Aquella noche dijo el rey riendo a la reina:

—Ya veis, señora, que las estrellas mentían como bellacas.

Catalina movió tristemente la cabeza y contestó: El segundo día, 29 de junio, sucedió lo mismo; Enrique II no abandonó el palenque, y tuvo tanta suerte como osadía.

—También se han engañado hoy los astros, señora —dijo a Catalina cuando regresaron al Louvre.

—¡Ah, señor! —exclamó la reina—. ¡No por eso me da menos miedo el tercer día!

El tercer día de torneo, es decir, el viernes 30 de junio, debía de ser el más brillante de los tres, a fin de poner digno coronamiento a los primeros festejos.

He aquí los nombres y los colores de los cuatro mantenedores:

El rey Enrique II, cuyo traje era blanco y negro, colores de la favorita Diana de Poitiers.

El duque de Guisa, que vestía de blanco y encarnado. Alfonso de Este, duque de Ferar, cuyo traje era amarillo y rojo.

Y Santiago de Saboya, duque de Nemours, que lo lucía amarillo y negro.

«Aquellos cuatros príncipes eran —dice Brantóme— los mejores campeones que había no sólo en Francia, sino en las demás naciones. Así que durante toda la justa hicieron verdaderas maravillas y no se sabía a quién adjudicar el premio, a pesar de ser el rey uno de los jinetes más diestros del reino».

Efectivamente: las probabilidades de triunfo eran iguales para los cuatros afamados mantenedores, y las carreras se sucedían unas otras, y el día avanzaba sin que fuera posible conjeturar a quien correspondería la gloria del torneo.

Enrique II estaba animado y febril como nunca. Los torneos eran su elemento, y tenía tanto empeño en vencer en ellos como en una batalla.

Iba declinando el día, y las trompetas y clarines anunciaron la última carrera.

Triunfó en ella el duque de Guisa, quien escuchó estruendosos aplausos de las damas y del gentío allí reunido.

La reina, tranquila ya, se levantó:

Era la señal de que el espectáculo había terminado.

—¡Cómo! —exclamó el rey—. ¿Se ha acabado ya? ¡Esperad, señoras, esperad! ¡Me toca correr a mí!

El señor de Vieilleville hizo presente al rey que había inaugurado él la liza y corrido igual número de lanzas que los demás mantenedores; que era cierto que ninguno de los cuatro había obtenido ventajas sobre los otros, y por consiguiente que no había vencedor, pero que el palenque quedaba cerrado y terminado el torneo.

—¡Ah, no! —replicó con impaciencia Enrique II—. El rey, por lo mismo que entró el primero, debe salir el último. No quiero que esto acabe así… Me quedan todavía dos lanzas intactas…

—Pero, señor —observó el señor de Vieilleville—, no quedan tampoco justadores[22].

—¡Sí tal! —contestó el rey—. Allá tenéis uno que ha permanecido con la visera baja y todavía no ha corrido. ¿Quién es, Vieilleville?

—Señor… no puedo decirlo… ni siquiera había reparado en él.

—¡Eh, caballero! —gritó Enrique II, avanzando hacia el desconocido—. Me vais a hacer el favor de romper una lanza conmigo.

El desconocido tardó algún tiempo en contestar, pero al fin, con voz grave, profunda y conmovida, respondió:

—Suplico a vuestra majestad que me permita declinar esa honra.

Sin que Enrique supiera por qué, el sonido de aquella voz turbó de un modo extraño la febril agitación que le dominaba.

—¿Qué os permita rehusar? ¡Ah, no, caballero! —dijo el rey, haciendo un movimiento nervioso de cólera—. ¡De ningún modo os lo permito!

El desconocido levantó silenciosamente la visera de su casco.

Por tercera vez en quince días, el rey pudo ver el rostro pálido y sombrío de Gabriel de Montgomery.