Capítulo XXXIII

LOS contratos matrimoniales de Isabel y de Margarita de Francia debían ser firmados en el Louvre el día 28 de junio. El rey había regresado el 25 a París, más triste y preocupado que nunca.

Sobre todo desde la última aparición de Gabriel, su vida era un suplicio. Le asustaba la soledad y trataba por todos los medios de distraer el sombrío pensamiento que, por decirlo así, le poseía por completo.

A nadie había hablado de su segundo encuentro con Gabriel; al mismo tiempo que lo deseaba, temía confiarse con nadie, por leal que fuera. No sabía qué creer ni qué resolver, y a fuerza de dar vueltas en su imaginación a la idea funesta que se había apoderado de él, concluyeron por confundirse todas las de su mente.

Al fin decidió espontanearse con Diana de Castro.

Daba por cierto que su hija había vuelto a ver a Gabriel; de las habitaciones de aquella salía, a no dudar, este el día que le encontró por primera vez a solas en la gran galería. Diana quizá tuviera noticias de sus propósitos, y en este caso, podía y debía tranquilizar o prevenir a su padre. Enrique II, a pesar de las amargas dudas que le asaltaban, no podía creer que su queridísima hija fuese culpable o cómplice de una traición contra él.

Un instinto secreto parecía advertirle que Diana sufría las mismas inquietudes que él, y así era en verdad, porque si la hija del rey no tenía noticia de ninguno de los dos encuentros sobrevenidos entre su padre y Gabriel, es lo cierto que ignoraba qué había sido del último. Andrés, a quien había enviado varias veces al palacio de la calle de los Jardines de San Pablo para que le trajera noticias, volvía siempre sin traerlas. Gabriel había desaparecido otra vez de París. Nosotros le hemos visto en el bosque de Fontainebleau, siguiendo las huellas del rey.

El día 26 de junio por la tarde, estaba Diana completamente sola en su habitación. Una de sus doncellas entró precipitadamente y le anunció la visita del rey.

Enrique II se presentó grave, como de ordinario. Después de los saludos de rigor, entró en materia, como si anhelase desembarazarse cuanto antes de sus importunos temores.

—Mi querida Diana —dijo, fijando sus ojos en los de su hija—; hace tiempo que no hemos hablado del vizconde de Exmés, que ha tomado recientemente el título de Condé de Montgomery. ¿Hace también mucho tiempo que no le ves?

Palideció y se estremeció Diana al oír el nombre de Gabriel, pero, serenándose lo mejor que pudo, contestó:

—Tan sólo le he visto una vez desde mi regreso de Calais, señor.

—¿Dónde le has visto, Diana?

—Aquí, en el Louvre, señor.

—Hará unos quince días, ¿no es cierto?

—En efecto, señor; hará quince días aproximadamente.

—Lo sospechaba.

El rey hizo una pausa como si tratara de examinar de nuevo sus pensamientos.

Diana le contemplaba con atención y temor, procurando adivinar el motivo de aquel interrogatorio imprevisto. La grave fisonomía de su padre oponía a sus investigaciones un muro infranqueable.

—Perdonadme, señor —dijo, haciendo un llamamiento a todo su valor—. ¿Me será permitido preguntar a vuestra majestad por qué, después del dilatado silencio que conmigo ha guardado acerca del hombre que me libró en Calais de la infamia, me concede hoy el honor de esta visita, cuyo objeto exclusivo es, según imagino, preguntarme por él?

—¿Deseabas saberlo, Diana?

—Tengo ese atrevimiento, señor.

—Está bien; lo sabrás todo, y ojalá mi confianza despierte la tuya. Me has dicho repetidas veces que me quieres entrañablemente, ¿no es cierto?

—Lo he dicho muchas veces y lo repito una más, señor; os amo como a rey, como a bienhechor y como a padre.

—Entonces, sin inconveniente puedo revelarlo todo a mi tierna y leal hija. Escúchame bien, Diana.

—Os escucho con toda mi alma, señor.

Enrique contó entonces los dos encuentros que había tenido con Gabriel: el primero en la galería grande del Louvre y el segundo en el bosque de Fontainebleau. Habló a Diana de la extraña actitud de muda rebelión en que se había colocado el joven, explicando que en el primer encuentro no quiso saludar a su rey y en el segundo no quiso salvarle.

Al oír aquel relato, Diana no supo disimular su tristeza y su espanto. El conflicto entre Gabriel y el rey, que tanto temía, se había producido en dos ocasiones y podía reproducirse en otra más peligrosa con desenlace más terrible.

—Son ofensas demasiado graves, ¿no te parece, Diana? ¡Casi crímenes de lesa majestad! Sin embargo, a nadie he hablado de semejantes ultrajes, he disimulado mi resentimiento en atención a que ese joven ha sufrido por culpa mía, no obstante haber prestado a mi reino gloriosos servicios, que sin duda merecían mejor recompensa…

Clavando en Diana una mirada penetrante, añadió:

—Ignoro, y no quiero saber, Diana, si tienes noticia de las injusticias de que he hecho objeto al señor de Exmés, pero quiero que sepas que el sentimiento, el pesar que me ha producido mi injusto proceder, ha sido el que dictó y dicta mi silencio. ¿Pero no será imprudente guardarlo por más tiempo? ¿Los ultrajes que he recibido no serán presagio de otros más graves? ¿Debo, en una palabra, guardarme del señor de Exmés? He aquí lo que amistosamente he venido a consultarte, Diana.

—Os doy gracias por esa confianza, señor —contestó Diana con acento de dolor, nacido de la crítica posición en que la colocaban dos afectos y dos deberes contrarios.

—Confianza muy natural, Diana. Ahora bien; ¿qué me dices? —preguntó el rey viendo la indecisión de su hija.

—Digo, señor… que quizá… vuestra majestad tiene razón… y que obrará con prudencia guardándose del señor de Exmés…

—¿Luego opinas que mi vida corre peligro?

—¡Oh, señor! ¡No digo eso! —exclamó vivamente Diana—. Quiero decir que, como parece que el señor de Exmés ha sido ofendido gravemente, es de temer…

La pobre Diana se detuvo temblorosa y con la frente bañada en sudor. Aquella especie de denuncia que le arrancaba una violencia moral repugnaba a su noble corazón.

Enrique II dio a su sufrimiento otra interpretación, y dijo, levantándose y paseándose agitado por la estancia:

—¡Te comprendo, Diana! ¡Sí… lo presentía! ¡Debo desconfiar de ese hombre! ¡Vivir viendo constantemente esa espada de Damocles suspendida sobre mi cabeza es imposible! Los reyes tenemos obligaciones que no comprenden a los demás caballeros… Tomaré mis medidas a fin de que no pueda volver a molestarme el señor de Exmés.

Dio un paso como para salir.

¡Terrible situación la de Diana! Comprendió que Gabriel iba a ser acusado, preso tal vez, y sería ella la que le hacía traición… No pudo soportar esa idea… Las palabras que Gabriel había pronunciado no eran, después de todo, tan amenazadoras.

Cerrando el paso al rey, exclamó:

—¡Aguardad un momento, señor! ¡Me habéis interpretado mal! ¡Os juro que no quise decir lo que habéis pensado! Yo no he dicho, ¡nada más lejos de mi ánimo!, que corra el menor peligro vuestra vida, doblemente sagrada. Las confidencias que el señor de Exmés me ha dicho no han podido sugerirme la sospecha de que pudiera maquinar semejante crimen. Si así hubiese sido, ¡Dios mío…!, ¿no comprendéis que me habría apresurado a revelároslo todo?

—Es verdad —respondió Enrique II deteniéndose—. Entonces, ¿qué fue lo que quisiste decirme, Diana?

—Quise decir, señor, que vuestra majestad haría bien evitando dentro de lo posible esos encuentros desagradables que hacen que un súbdito ofendido pueda olvidar el respeto que a su rey y señor debe. ¡Pero entre una falta de respeto y un regicidio, señor, media una distancia inmensa! Ahora bien: ¿sería digno de vos reparar un primer agravio con una iniquidad?

—¡Ciertamente que no! Nunca fue esa mi intención, y la prueba es que me he callado. Puesto que disipas mis sospechas, Diana, puesto que me respondes de mi seguridad personal ante Dios y ante tu conciencia, puesto que me aseguras que puedo vivir tranquilo…

—¡Vivir tranquilo! —repitió Diana estremeciéndose—. ¡Yo no he afirmado tanto, señor! ¿Qué espantosa responsabilidad queréis colocar sobre mis hombros? Mi parecer es que vuestra majestad debe velar, estar prevenido…

—¡No! ¡Yo no puedo estar temiendo, temblando a todas horas! —replicó el rey—. Hace ya dos semanas que mi vida no es vida, y es preciso acabar de una vez. Para ello, una de dos: o confiando en tu palabra me abandono tranquilo a mi suerte, pienso en el reino y no en mi enemigo, no me ocupo para nada del vizconde de Exmés, o bien adopto mis medidas para que el hombre que me aborrece no pueda hacerme el menor daño; denuncio sus insultos a quien tiene poder y derecho para castigarlos, y como ocupo un puesto demasiado elevado y tengo demasiado orgullo para descender hasta el nivel de quien me ofende, dejo el cuidado de defenderme a quien tiene la obligación de velar por mi persona.

—¿A quién os referís, señor?

—En primer lugar, a Montmorency, condestable y primer jefe del ejército.

—¡Montmorency! —repitió Diana aterrada.

Aquel nombre aborrecido le recordaba al mismo tiempo todas las desventuras del padre de Gabriel, su largo y duro cautiverio y su horrible muerte. Si Gabriel caía en manos del condestable, le esperaba una suerte idéntica, estaba perdido.

Con los ojos de la imaginación vio Diana al hombre que tanto amaba sepultado en un calabozo hediondo, sin aire que respirar, muriendo una noche cualquiera, tal vez al cabo de veinte años de sufrimientos espantosos, y muriendo acusando a Dios, a los hombres y sobre todo a Diana, que por haberle oído pronunciar algunas palabras equívocas y de sentido incierto, le había vendido cobardemente.

Nada probaba que la venganza de Gabriel intentara o pudiera alcanzar al rey; en cambio, era seguro que Montmorency sacrificaría a Gabriel.

Todos estos pensamientos se le ocurrieron a Diana en un instante.

El rey formuló definitivamente su pregunta, diciendo:

—Conque, Diana, ¿qué me aconsejas? Como tú puedes apreciar mejor que yo la importancia de los peligros que corro, tu palabra será ley para mí. ¿Debo dejar de ocuparme del señor de Exmés o, por contrario, ocuparme de él de una manera especial?

—Señor —contestó Diana, asustada por el acento con que el rey pronunció las últimas palabras—, el único consejo que puedo y debo dar a vuestra majestad es que obre inspirándose en los dictados de su conciencia. Si un hombre cualquiera, un hombre a quien vos no hubieseis ofendido, os hubiera faltado al respeto al pasar a vuestro lado o, viéndoos en peligro, villana y traidoramente os hubiese dejado en él, creo que no hubierais venido a pedirme consejo para imponer el justo castigo a que se habría hecho acreedor el culpable. Infiero, pues, que algún motivo muy poderoso ha movido a vuestra majestad a callar y a perdonar, y no veo motivo alguno que aconseje un cambio de conducta. Es mi opinión que debéis continuar obrando como habéis empezado, porque en realidad, si al señor de Exmés se le hubiera ocurrido el pensamiento de cometer un crimen, se me figura que no podía apetecer dos ocasiones más favorables que las que se le ofrecieron en la galería solitaria del palacio y en el bosque de Fontainebleau, al borde de un precipicio…

—Esto me basta, Diana —dijo Enrique—; es cuanto te pedía. Has borrado de mi alma una preocupación muy grave, y te doy las gracias. Desde hoy podré pensar con toda libertad en las fiestas que van a celebrarse con motivo de nuestros casamientos. Quiero que sean espléndidas y que tú te presentes en ellas radiante de belleza y de alegría. ¿Me prometes hacerlo así, Diana?

—Dispénseme vuestra majestad, pero precisamente deseaba pedirle permiso para no asistir a esas fiestas. Preferiría, si he de hablar con franqueza, permanecer en mi soledad.

—¡Diana, por Dios! ¿Pues no sabes que vamos a desplegar una pompa enteramente regia? Habrá juegos y torneos, los más entretenidos del mundo, y yo seré uno de los mantenedores. ¿Qué ocupaciones, hija mía, puedes tener, que te obliguen a renunciar a espectáculos tan…?

—Señor —interrumpió Diana con tristeza infinita—, ¡tengo que rezar!

Algunos minutos después, el rey se separaba de Diana de Castro con el alma aliviada de parte de sus angustias.

Verdad es que estas angustias, al dejar libre el corazón de Enrique II, pasaron a gravitar sobre el de Diana.