pesar de los esfuerzos hechos por Diana para impedirlo, o mejor dicho, a consecuencia de aquellos mismos esfuerzos, sucedió lo que la conturbada joven había previsto y temido.
Gabriel salió de su aposento triste y abatido; como si la fiebre de Diana se le hubiese contagiado, su vista estaba ofuscada y embrolladas sus ideas.
Caminaba como un autómata, bajaba maquinalmente las escaleras y cruzaba los corredores del Louvre sin cuidarse de los objetos exteriores.
Sin embargo, en el momento de abrir la puerta de la gran galería, se acordó de que, a su regreso de San Quintín, había encontrado allí a María Estuardo, y que merced a la intervención de la joven delfina, había conseguido llegar hasta la persona del rey, que le tenía preparado el primer desengaño.
¡Porque no le habían engañado y ultrajado una vez sola! ¡Eran varias las heridas de muerte que habían causado a sus esperanzas! ¡Después de la primera burla, debió haberse acostumbrado a las interpretaciones caprichosas, cobardes de la letra de un convenio sagrado!
Gabriel abría la puerta y entraba en la gran galería resolviendo en su imaginación aquellos recuerdos irritantes.
De pronto se estremeció; retrocedió un paso, y quedó como petrificado.
Acababan de abrir la puerta paralela del extremo opuesto de la galería.
Entró un hombre, y aquel hombre era Enrique II, el autor, y si no el autor, el cómplice principal de las criminales decepciones que habían amargado y perdido para siempre el alma y la vida de Gabriel.
El rey iba solo, sin armas ni acompañamiento.
El ofensor y el ofendido se encontraban, por vez primera después del ultraje, frente a frente, solos, separados uno de otro por una distancia de cien pasos escasos, que podía salvarse en veinte segundos.
Hemos dicho que Gabriel había quedado inmóvil, petrificado, como una estatua… ¡cómo una estatua, sí! ¡Cómo la estatua de la Venganza, como la estatua del Odio!
También se paró el rey al ver de improviso al hombre que, desde hacía un año, sólo veía en sus pesadillas.
Cerca de un minuto permanecieron aquellos dos hombres sin moverse, sin respirar casi, fascinados.
En el torbellino de sensaciones y de ideas que llenaban de tinieblas el corazón de Gabriel, no acertaba este a hacer una reflexión ni sabía qué resolver: esperaba.
En cuanto a Enrique II, a pesar de su valor en cien ocasiones probado, tenía miedo. Sin embargo, no bien se dio cuenta de ello, alzó la frente, sacudió su indecisión y adoptó un partido.
Llamar equivalía a confesar su temor, y retirarse era tanto como huir. Avanzó, pues, en dirección a la puerta junto a la cual estaba Gabriel como clavado.
Verdad es que no tuvo necesidad de hacer grandes esfuerzos, pues una fuerza superior, una especie de atracción invencible y fatal le llamaba, le empujaba hacia el fantasma pálido que parecía esperarle.
Empezaba a sufrir el vértigo de su destino.
Gabriel le veía caminar hacia él con una especie de satisfacción ciega e instintiva, pero sin conseguir arrancar ninguna idea precisa de entre las nubes que obscurecían su mente. Lo único que hizo fue llevar la mano a la empuñadura de la espada.
Cuando el rey se vio a muy corta distancia de Gabriel, el miedo que poco antes había conseguido desechar le invadió de nuevo y le oprimió el corazón como si fuese un torno.
Pensaba de una manera vaga que había llegado su última hora y que era justo que llegase.
Sin embargo, seguía avanzando. Sus pies le llevaban hacia adelante sin que en sus movimientos tuviese parte su adormecida voluntad. Sin duda los sonámbulos deben de andar como andaba el rey de Francia en aquel instante.
Cuando se encontró frente a Gabriel, a distancia tan corta que podía sentir su aliento o tocar su mano, en su extraña turbación, sin saber qué hacía, llevó la mano a su birrete de terciopelo y saludó al joven.
No le devolvió Gabriel el saludo. Conservó su actitud marmórea y no separó su mano petrificada del puño de la espada para llevarla a su sombrero.
En cuanto al rey, no veía ya en Gabriel a un súbdito, sino a un representante de Dios ante quien deben inclinarse todas las cabezas aunque ciñan corona. De la misma manera, para Gabriel, Enrique II no era un rey, sino un hombre que había matado a su padre y hacia el cual solamente odio podía y debía sentir.
Dejóle pasar, sin embargo, sin hacer ni decir nada.
El rey pasó sin volver la cabeza, sin admirarse de aquella tremenda falta de respeto y hasta de cortesía.
Cuando se cerró la puerta entre aquellos dos hombres y quedó deshecho el encanto, uno y otro despertaron, se frotaron los ojos y se dirigieron la misma pregunta:
—¿Habrá sido un sueño?
Gabriel salió con paso lento del Louvre, sin sentir el haber dejado escapar la ocasión ni arrepentirse de no haberla aprovechado. Más bien sentía una especie de alegría confusa.
—La presa viene hacia mí —pensaba—; revolotea en derredor de mis redes, se pone al alcance de mi venablo.
Aquella noche durmió como no había dormido en mucho tiempo.
¡Menos tranquilo estaba el rey! Entró en la cámara de Diana, que le esperaba con ansiedad y le recibió con transportes que adivinará el lector, pero lo hizo inquieto, turbado. No se atrevió a hablar del conde de Montgomery. Desde luego suponía que aquel salía de las habitaciones de su hija cuando le encontró, pero no quiso preguntar, no quiso profundizar el asunto. El resultado fue que el rey, que iba a visitar a su hija para pasar un rato entregado a las efusiones de la confianza, mantuvo durante su visita una expresión marcada de reserva y de recelos.
Volvió luego a su cámara sombrío y triste, descontento de sí mismo y de los demás. Aquella noche no pudo dormir.
Le pareció que se había internado en un laberinto del que no saldría con vida.
—Sin embargo —se decía—, me he entregado hoy, por decirlo así, a la espada de ese hombre, y no ha querido matarme.
El rey, en su deseo de distraerse y de olvidar, no quiso permanecer en París. Durante los días que siguieron a su encuentro con el conde de Montgomery, estuvo sucesivamente en Saint-Germain, en Chambord y en el Castillo de Anet, propiedad de Diana de Poitiers.
A fines de junio se hallaba en Fontainebleau.
En todas partes desplegaba toda la actividad posible, como si quisiera ahogar sus pensamientos a fuerza de ruido, de movimiento y de acción.
Las fiestas próximas a que daría lugar el matrimonio de su hija Isabel con Felipe II de España eran un pretexto para su febril actividad.
En Fontainebleau quiso obsequiar al embajador de España con una gran cacería, y dispuso que esta tuviera lugar el día 23 de junio.
El día se anunció caluroso y pesado. Amenazaba tormenta. Enrique, sin embargo, no dio contraorden. Necesitaba ruido, y una tempestad, al fin y al cabo, ruido hace.
Quiso montar el caballo más fogoso, el más rápido, y se entregó a la caza con verdadero frenesí.
Hubo un momento en que, llevado de su ardor y de la fogosidad de su corcel, dejó atrás a todos los que iban a su lado, perdió de vista la caza y se extravió en el bosque.
Las nubes se amontonaban en el cielo, y a lo lejos se oían sordos bramidos. La tempestad iba a estallar.
Enrique, inclinado sobre su caballo cubierto de espuma, en lugar de moderar su carrera, animaba al animal con la voz y con la espuela, y corría, veloz como el viento, saltando sobre las piedras y cruzando entre la espesura del bosque. Aquel galope vertiginoso le agradaba, y el rey reía a carcajadas no obstante verse solo.
Durante algunos minutos, consiguió olvidar.
De pronto se encabritó su caballo. Un relámpago acababa de rasgar las negruzcas nubes, y en el ángulo del sendero que recorría apareció como un fantasma amenazador una de esas rocas blancas que tanto abundan en el bosque de Fontainebleau.
El estampido del trueno aumentó el pavor del caballo, que, de suyo asustadizo, emprendió una carrera fantástica. El brusco movimiento de retroceso que hizo al espantarse rompió las riendas junto al bocado, y Enrique II quedó indefenso, sin medios de gobernar al animal.
Y el corcel, a partir de aquel instante, corrió de un modo furioso, terrible, insensato. Con las crines encrespadas, despidiendo vapores por los ijares, aquel animal soberbio, de extremidades de acero, hendía el aire con la rapidez de la flecha.
El rey, tendido sobre el cuello del caballo para no caerse, con el cabello erizado y el traje en desorden, intentaba en vano recobrar la rienda, que de nada hubiese podido servirle ya.
Si alguien les hubiera visto cruzar de aquella suerte en medio de la tempestad, a buen seguro que les habría tomado por una visión infernal y no hubiera pensado sino en hacerles la señal de la cruz.
¡Pero allí no había nadie! ¡Ni un leñador, ni una choza habitada! ¡La última esperanza de salvación que la presencia de un semejante ofrece a un hombre en peligro faltaba al jinete coronado!
¡Ni un carbonero, ni un mendigo, ni siquiera un malhechor había allí para salvar a aquel rey!
La lluvia, que caía a torrentes, y los truenos, que resonaban con estruendo, por momentos más próximos, eran a manera de acicates que aceleraban más y más el galope espantoso del desbocado bruto.
Enrique, con los ojos fuera de las órbitas, parecía que recordaba vagamente el sendero del bosque por donde volaba su caballo. Al fin, la vista de un claro del bosque hizo que conociera el lugar donde se hallaba, y su miedo se trocó en terror. ¡El sendero terminaba en la cima de una roca escarpada, cortada a plomo sobre un agujero profundo, sobre un abismo!
Hizo el rey esfuerzos sobrehumanos para contener al caballo, recurriendo a la mano, a la voz, pero nada consiguió.
Dejarse caer, era tanto como correr el peligro inminente de romperse la cabeza contra el tronco de algún árbol o contra el pico saliente de alguna roca; preferible era, pues, dejar aquel recurso desesperado para el último apuro.
De cualquier modo que fuese, Enrique II se consideraba perdido sin remedio, y encomendaba a Dios su alma llena de remordimientos y de terrores.
No sabía a punto fijo en qué parte del sendero se hallaba y de consiguiente, ignoraba si el precipicio estaba cerca o lejos.
Supuso que lo tenía muy cerca, y el rey, jugándose el todo por el todo, iba a dejarse caer en el suelo.
Antes, sin embargo, tendió una mirada a lo lejos, y vio, al final del sendero, a un hombre a caballo, que estaba parado al abrigo de una encina.
No era posible conocer al jinete a aquella distancia, aparte de que lo impedían también la larga capa que le cubría desde los hombros hasta los pies y el sombrero de ancha ala muy inclinado sobre el rostro, pero seguramente sería uno de los caballeros que siguieron al rey en la cacería y que, como este, se había extraviado.
Enrique II se consideró salvado. El sendero era estrecho y bastaba que el desconocido avanzase unos pasos para que cerrase el paso al rey, o bien que el caballero alargase una mano y detuviese su caballo al pasar.
Nada más fácil que esto; pero, aunque hubiese algún peligro en hacerlo, el desconocido, al reconocer a su rey, se apresuraría a afrontarlo para salvar a su señor.
En veinte veces menos tiempo del que ha necesitado el lector para leer estas líneas, franqueó Enrique II la distancia que le separaba de su providencial salvador.
Para que estuviera prevenido, el rey levantó el brazo y gritó pidiendo socorro.
El hombre oyó el grito, vio al comprometido jinete e hizo un movimiento. Se aprestaba sin duda a socorrerle.
¡Cuál no sería el estupor del rey cuando vio que su desbocado caballo pasaba por delante del misterioso jinete sin que este hiciera nada para detenerlo! ¡Hasta le pareció que había retrocedido aquel a fin de evitar un choque posible!
El rey lanzó un segundo grito, pero no pidiendo socorro, sino de rabia, de desesperación.
A todo esto, los cascos de su caballo ya no sonaban sobre tierra, sino sobre roca.
Llegaba ya a la cortadura fatal.
Encomendóse a Dios, sacó los pies de sus estribos y, ante una muerte cierta, se dejó caer en tierra.
Su cuerpo recorrió una trayectoria de quince pasos, pero por un verdadero milagro, fue a dar sobre un colladito cubierto de musgo y de hierba y no se hizo ningún daño. ¡Era ya tiempo, porque el abismo no distaba más de veinte pasos!
Su caballo, al no sentir el peso del jinete, disminuyó la velocidad de la carrera y, al llegar al borde del precipicio, pudo medirlo con la vista, obedeció a un resto de instinto y retrocedió violentamente, con la mirada dilatada, echando humo por las narices, y con las crines erizadas.
Si el rey hubiese continuado a caballo, aun suponiendo que este se hubiera detenido, lo brusco de la parada le habría despedido de la silla, precipitándolo al abismo.
Después de haber dado gracias a Dios, que de un modo tan visible le había favorecido, se acercó el rey al caballo, le calmó, recompuso la rienda y montó de nuevo. Lo primero que entonces acudió al pensamiento del rey fue el deseo de volver, rugiendo de furor, a donde había quedado el hombre que, de no haber sido por la intervención divina, le hubiese dejado perecer de una manera tan cobarde.
El desconocido permanecía en el mismo sitio, siempre inmóvil y embozado en su negra capa.
—¡Miserable! —gritó el rey cuando creyó que podría ser oído—. ¿No has visto el peligro que corría? ¿No me has reconocido, regicida? Y aun cuando yo no fuese el rey, ¿no era tu obligación salvar a cualquier semejante tuyo, tanto más cuanto podías hacerlo con sólo extender el brazo? ¡Infame…!
El desconocido no se movió, no contestó. Lo único que hizo al cabo de breves segundos fue levantar la cabeza, que Enrique no podía ver porque se lo impedían las alas de su sombrero.
El rey se estremeció al reconocer el rostro pálido y sombrío de Gabriel. Bajó la cabeza y murmuró:
—¡El conde de Montgomery! ¡No tengo derecho a decir nada…!
Y sin añadir una palabra más, espoleó a su caballo y penetró a galope en el bosque.
—¡No me mataría, pero, según parece, me dejaría morir! —pensaba el rey, sobrecogido por un terror mortal.
Gabriel, en cuanto quedó solo, dijo con lúgubre sonrisa:
—¡La presa viene hacia mí…! Presiento que se acerca la hora.