Capítulo XXXI

GABRIEL entró en el Louvre sin ninguna dificultad. Desde la toma de Calais, había sido pronunciado con demasiada frecuencia el nombre del joven conde de Montgomery para que nadie pensase en negarle la entrada en los aposentos de la señora de Castro.

Bordaba Diana en compañía de una de sus doncellas. Con frecuencia suspendía la labor para recapacitar sobre la conversación que aquella mañana había tenido con Aloísa.

De pronto entró Andrés en la cámara, y visiblemente azorado, anunció:

—¡Señora… el señor vizconde de Exmés!

El paje no había perdido la costumbre de llamar así al que fue su amo.

—¿Quién? ¿El señor de Exmés aquí? —exclamó Diana aterrada.

—Me sigue, señora… aquí le tenéis.

Gabriel apareció en el dintel, dominando su emoción lo mejor que pudo. Saludó inclinándose profundamente ante Diana, la cual, en el primer momento, ni siquiera le contestó: tan completa era su confusión.

No tardó, sin embargo, en despedir con una leve indicación a la doncella y al paje.

Cuando quedaron solos Diana y Gabriel, se acercaron una a otro y se estrecharon las manos.

Durante un minuto se miraron en silencio con las manos cogidas, hasta que al fin, dijo Gabriel con voz profunda:

—Has tenido la bondad de ir a mi casa, Diana; manifestaste deseos de verme, de hablarme, y aquí me tienes.

—¿Es decir, que ha sido el paso, acaso imprudente, que he dado lo que te ha hecho conocer que necesitaba verte? ¿No lo sabías ya antes de que yo fuera a tu casa?

—Diana —contestó Gabriel sonriendo con tristeza—, como he dado en varias ocasiones pruebas de valor, puedo decir sin inconveniente que me daba miedo venir al Louvre.

—Miedo… ¿de quién?

—Te tenía miedo a ti… y miedo a mí mismo.

—¿Y el miedo te hizo olvidar nuestro afecto? Hablo de un afecto puro y santo —se apresuró a añadir.

—Confesaré que hubiese preferido olvidarlo todo, Diana, a entrar voluntariamente y espontáneamente en el Louvre. Pero no he podido, bien lo ves, y la prueba…

—La prueba, sí; explícamela.

—La prueba es que ando buscándote por todas partes, y que, a pesar de que me daba miedo tu presencia, habría dado todos los tesoros del mundo por verte durante un minuto, aunque fuera desde lejos. La prueba es que, en mis correrías por París, Fontainebleau y todos los sitios reales, en lugar de desear encontrarme con lo que creen las gentes que ando buscando, eras tú, tu rostro dulce y encantador, tu vestido vislumbrado entre las ramas de los árboles o en alguna azotea, lo que yo anhelaba ver. Por último: la prueba es que, apenas has dado un paso hacia mí, he olvidado la prudencia, el deber, los terrores, todo, y aquí me tienes en el Louvre, de donde debería huir. Otra prueba más: contesto todas tus preguntas, aunque comprendo muy bien que contestarlas es altamente peligroso… pudiera añadir insensato. ¿Te parecen bastantes las pruebas presentadas, Diana?

—¡Sí… sí, Gabriel! —contestó la joven con voz conmovida.

—¡Ah! —prosiguió Gabriel—. ¡Cuánto más prudente habría sido persistir en mi firme resolución, no verte, huir si me llamabas, sellar mis labios si me preguntabas! ¡Hubiera sido mejor para ti y para mí, Diana, créelo! ¡Bien sabía yo lo que me hacía! Prefería que vivieras intranquila a que te atormentasen dolores… ¿Por qué, Dios mío, carezco de fuerzas para resistir el encanto de tu voz, el atractivo de tus miradas?

Diana empezaba a comprender que cometió un error al intentar salir de su indecisión mortal. Cualquier tema de conversación que abordasen sería fuente de sufrimientos, y cualquiera pregunta que formulase encerraba terribles peligros. Entre aquellos dos seres, creados por Dios para ser felices, quizás, sólo podía haber ya, gracias a los hombres, desconfianzas, peligros y desventuras.

Pero Diana había provocado a la suerte, y ya no era caso de intentar esquivar su encuentro. Así lo pensó Diana, que resolvió sondear el abismo cuyas profundidades había tanteado aunque en estas encontrase la desesperación y la muerte.

—Deseaba verte por dos motivos principales, Gabriel —dijo Diana después de una pausa—. Primera: porque tenía que darte una explicación; segunda: porque deseaba exigirte otra.

—Habla, Diana; corta y desgarra a tu sabor mi corazón, que ya sabes que es tuyo.

—Deseaba explicarte ante todo, Gabriel, por qué, tan pronto como recibí tu mensaje, no tomé el velo que me devolvías, entrando sin dilación en un convento cualquiera, conforme ofrecí hacerlo en Calais, el día que celebramos nuestra última y dolorosa entrevista.

—¿Te he dirigido la menor reconvención porque no lo hayas hecho, Diana? —contestó Gabriel—. Te hice saber por conducto de Andrés que te devolvía tus promesas, y puedes creer que lo hacía sinceramente.

—No fui menos sincera yo cuando hablé de hacerme religiosa, y bueno es que sepas, Gabriel, que mi propósito subsiste, aunque por el momento esté aplazado.

—¿Por qué has de renunciar, Diana, a un mundo en el que estás destinada a brillar?

—Tranquiliza tu conciencia sobre este particular, Gabriel, que si estoy decidida a abandonar un mundo donde he sufrido ya demasiado, lo haré no tanto por cumplir el juramento que te hice, cuanto por satisfacer los deseos de mi alma. Necesito paz, descanso, calma, y no podría encontrarlos más que en el seno de Dios. No me envidies, pues, mi último refugio.

—¡Sí, sí! ¡Sí que te lo envidio!

—No he realizado aún mi irrevocable designio por una razón, porque deseaba velar por el cumplimiento de la súplica que te dirigí en mi última carta, esto es, que no te arrogues la misión de juez y de verdugo, porque usurparías un derecho privativo de Dios, o por lo menos, te anticiparías a su voluntad.

—¡No es posible anticiparse a su voluntad!

—Deseaba también interponerme, en caso de necesidad, entre los que amo y se odian, y tal vez impedir una desgracia o un crimen. ¿Me guardarás rencor porque he abrigado este pensamiento, Gabriel?

—A los ángeles no se les puede guardar rencor porque obren en armonía con lo que les dicta su natural, Diana. Has sido generosa, y la generosidad no puede molestar ni a quien no la comparte.

—¡Generosa! ¿Sé yo, por ventura, si lo he sido, si lo soy? Suponiendo que lo sea, ¿puedo precisar la extensión de mi generosidad? ¡Perdono a ciegas, al azar! Y ya hemos llegado al punto que va a ser objeto de mis preguntas, Gabriel, porque quiero conocer mi destino en todo su horror.

—¡Diana, Diana! ¡Refrena tu curiosidad, porque es funesta, te lo aseguro!

—¡No importa! ¡No ha de continuar un día más en la horrible perplejidad que me atormenta, que me mata! Dime, Gabriel; ¿adquiriste ya la convicción de que soy tu hermana? ¿O bien has perdido hasta la última esperanza de llegar a penetrar el fondo de nuestro extraño secreto? ¡Contéstame! ¡Te lo exijo…! ¡Te lo suplico!

—Te contestaré, Diana —respondió con triste acento Gabriel—. Hay un proverbio español que dice que debe uno ponerse siempre en lo peor. Desde que nos separamos, he querido ir acostumbrándome a contemplarte en mi pensamiento como a una hermana, pero la verdad es que no he adquirido nuevas pruebas. Lo único que hay de positivo es que ya no tengo esperanzas ni medios de averiguar lo que tanto me interesaría saber.

—¡Dios del cielo! —exclamó Diana—. ¿El… el que debía proporcionarte esas pruebas no existía ya cuando regresaste de Calais?

—Existía, Diana.

—¡Entonces, es que no te han cumplido la promesa que te hicieron! ¿Quién, pues, me aseguró que el rey te había recibido admirablemente?

—Todo cuanto me prometieron, Diana, lo han cumplido… al pie de la letra.

—¡Oh Gabriel! ¡Qué tono tan siniestro descubro en tus palabras! ¡Qué espantoso enigma encierra lo que me dices!

—Ya que me lo has exigido, vas a saberlo todo, Diana, vas a compartir conmigo el peso de un secreto espantoso. Después de todo, no me será desagradable saber qué opinas después que oigas mi revelación, cerciorarme de si persistes en ser clemente, escudriñar tu semblante, mirar tus ojos, ver si los gestos de aquel, la expresión de estos, desmienten tus palabras de perdón. Escúchame:

Entonces contó Gabriel con voz temblorosa cuanto había pasado: el recibimiento que le dispensó el rey, la reiteración de la promesa hecha por este, las representaciones del condestable y de Diana de Poitiers, los detalles de la noche de agonía y de ansiedad que pasó Gabriel, su segunda visita al Chatelet, su bajada al infierno de la mazmorra pestífera, el relato lúgubre del señor de Sazerac… todo, en una palabra.

Diana escuchó sin interrumpirle una sola vez, sin lanzar una exclamación, sin pestañear, muda y rígida como una estatua de piedra, con los ojos inmóviles y el cabello erizado.

Cuando Gabriel acabó su lúgubre historia, sobrevino una larga pausa. Después, intentó hablar Diana y no pudo. Gabriel se daba cuenta de su espanto experimentando algo así como una alegría terrible. Al fin pudo la joven exhalar el siguiente grito:

—¡Perdona al rey!

—¡Ah! —exclamó Gabriel—. ¿Me pides que perdone al rey? Luego también tú le juzgas criminal. ¿Su perdón? ¡Luego le condenas! ¿Pides gracia para él? ¡Luego merece morir! ¿Estamos de acuerdo?

—¡Yo no he dicho eso, Virgen Santa! —exclamó Diana alarmadísima.

—¡Sí… lo has dicho… eres de mi misma opinión, Diana… lo estoy viendo! Piensas y sientes como yo, aunque de ello nazcan deducciones distintas, fruto natural de nuestra índole respectiva: ¡la mujer pide gracia y el hombre exige justicia!

—¡Oh! ¡Qué imprudente, que loca he sido! ¿Por qué te hice venir al Louvre?

En aquel momento llamaron discretamente a la puerta.

—¿Quién es? ¿Qué quieren de mí. Dios mío? —preguntó Diana.

Andrés entreabrió la puerta y dijo:

—Perdonadme, señora; traigo un mensaje del rey.

—¡Del rey! —repitió Gabriel con ojos centelleantes.

—¿Por qué me traes esta carta, Andrés? ¿No podías esperar?

—Me han dicho que era urgente, señora.

—¡Dámela… dámela, pues! ¿Qué querrá el rey…? Vete, Andrés, vete; si tiene contestación, yo te llamaré.

Salió Andrés. Diana abrió la carta, y leyó para sí con terror creciente lo que sigue:

Mi querida Diana:

Me dicen que estás en el Louvre, y te ruego que no salgas hasta que yo pase a verte. Estoy en el Consejo, que terminará de un momento a otro. Al salir, iré en derechura a tus habitaciones. Espérame, que no tardaré en llegar.

¡Hace ya tanto tiempo que no te he visto a solas! Estoy triste, y tengo mucha necesidad de departir un rato con mi queridísima hija. Hasta luego, pues,

Enrique.

Diana, que se había puesto muy pálida, arrugó la carta, una vez leída, entre sus manos crispadas.

No sabía qué hacer. ¿Despediría al momento a Gabriel? Podía encontrarse al salir con el rey, que llegaría de un momento a otro. ¿Le retendría a su lado? El rey le vería al entrar. Prevenir al rey era excitar sus sospechas, y prevenir a Gabriel era encender su cólera.

Parecía inevitable un choque entre aquellos dos hombres que tan peligrosos eran el uno para el otro, y era ella, Diana, la misma que hubiese querido salvarlos a costa de su sangre, la que había dado ocasión a aquel encuentro fatal.

—¿Qué te dice el rey, Diana? —preguntó Gabriel con calma fingida, que desmentía el temblor de su voz.

—En realidad, nada… nada de particular —contestó Diana—. Me recomienda que no falte a la recepción de esta noche.

—Creo que te estoy molestando, Diana; me retiro.

—¡No, no! ¡No salgas! —contestó vivamente Diana—. Sin embargo, si algún asunto urgente reclama tu presencia en otra parte, no quisiera detenerte.

—La carta te ha turbado, Diana; temo ser importuno, y por eso deseo despedirme de ti.

—¡Importuno tú, amigo mío! ¿Puedes pensar semejante cosa? ¿Olvidas que he sido yo, hasta cierto punto, la que he ido a buscarte? ¡Por cierto que temo que, al hacerlo, cometí una imprudencia imperdonable! Nos volveremos a ver, pero no aquí, sino en tu casa. En cuanto pueda escaparme, iré a verte y continuaremos esta conversación, dulce y terrible a la vez; te lo prometo. Por el momento, tienes razón; te confieso que estoy un poco preocupada, que no me siento bien… creo que tengo fiebre.

—Bien lo veo, Diana; por eso te dejo.

—Hasta pronto, pues, Gabriel… ¡Vete, sí, vete!

Diana acompañó a Gabriel hasta la puerta de la cámara.

—Si le retengo —pensaba—, es seguro que verá al rey, mientras que, si le alejo al instante, hay a lo menos alguna probabilidad de que no se encuentren.

Sin embargo, titubeaba, dudaba, temblaba todavía.

—Permíteme que te diga una palabra, Gabriel —le dijo en el umbral de la puerta, sin ser dueña de sí misma—, una palabra que será… ¡Dios mío! Tu relato me ha trastornado en tales términos, que… me cuesta trabajo coordinar las ideas… ¿Qué iba yo a pedirte? ¡Ah, sí; ya caigo! Una palabra solamente, pero de mucha importancia. Siempre me has declarado tus intenciones; pues bien: yo pedí gracia y tú pediste justicia; ¿cómo esperas obtener esa justicia?

—No lo sé todavía —respondió Gabriel con expresión sombría—. Confío en Dios, en los acontecimientos, en la ocasión.

—¿En la ocasión? —repitió Diana estremecida de horror—. ¿En la ocasión, dices? ¿Qué entiendes por ocasión? ¡Ah! ¡Entra… entra! ¡No quiero que te vayas, Gabriel! ¡Quiero que me expliques qué entiendes por ocasión! ¡Entra, te lo suplico!

Asiéndole de la mano le llevó de nuevo a su aposento.

—Si encuentra al rey fuera de aquí —pensaba la infeliz— se verán a solas, el rey sin acompañamiento, Gabriel con una espada al cinto. A lo menos estando yo presente, podré precipitarme entre los dos, suplicar a Gabriel, parar con mi cuerpo el golpe fatal. Es preciso que Gabriel no salga.

—Me encuentro mejor —dijo a Gabriel—. No te vayas ya; reanudaremos la conversación y me explicarás la palabra que antes pronunciaste… Me siento infinitamente mejor.

—No, Diana; estás infinitamente más agitada que antes —contestó Gabriel—. ¿Quieres que te diga qué pensamiento se me viene a la mente, a qué causa atribuyo tus errores?

—La verdad, Gabriel… no sé qué quieres…

—Pues bien: si antes, al pedir perdón, confesaste sin quererlo que el delito, el crimen era evidente, tus aprensiones de ahora, Diana, proclaman que el castigo del mismo será legítimo a tus ojos. Temes que me vengue en la persona del criminal; luego comprendes mi venganza. Me retienes aquí para prevenir probables represalias que te asustan, pero que no te extrañarían… es más, que te parecerían lógicas y naturales; ¿no es cierto?

Diana tembló como una azogada, tan certero había sido el tiro. Sin embargo, reuniendo todas sus energías, replicó:

—¡Oh, Gabriel! ¿Crees que yo pueda imaginar semejante cosa de ti? ¡Tú, mi amigo de la infancia, mi querido Gabriel, un asesino! ¡Tú herir por sorpresa, alevosamente, a quien no podría defenderse! ¡Si es imposible, Gabriel! ¿Tú cometer lo que sería más que un crimen, lo que con justicia se llamaría felonía? ¡Nunca! ¿Dices que te retengo? ¡Pues no hay tal! ¡Vete! ¡Vete ya! ¡Yo misma te abro las puertas! Estoy tranquila… completamente tranquila, a lo menos acerca de ese particular. Si algo me turba, no es la idea que supones, no; te lo aseguro. Vete, y sal del palacio del Louvre en paz. Yo volveré a tu casa y continuaremos la conversación que dejamos interrumpida. Vete, pues. ¿Te convences de que no quiero retenerte?

Hablando de esta suerte, le había llevado hasta la puerta de su cámara.

Allí esperaba el paje. Diana pensó mandarle que acompañase a Gabriel hasta dejarle fuera del Louvre, pero temió que semejante precaución delataría la falsedad de su confianza. Sin embargo, no pudo menos de hacerle una seña y de decirle al oído:

—¿Sabes si ha terminado el Consejo?

—No, señora —respondió con voz muy baja Andrés—. No he visto salir de la gran cámara a los consejeros.

—¡Adiós, Gabriel! —dijo Diana con vivacidad—. Casi me obligas a echarte para probarte que no te retengo. ¡Adiós… pero hasta dentro de muy poco!

—Hasta dentro de muy poco —repitió Gabriel con sonrisa melancólica.

Salió el conde de Montgomery. Diana no se alejó del dintel hasta que Gabriel franqueó la última puerta que tenía que atravesar.

Entró entonces en su cámara y se hincó de rodillas ante su reclinatorio, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón palpitante.

—¡Dios mío… Dios mío! —decía—. ¡Velad, en nombre del divino Jesús, por el que quizá sea mi hermano, y por el que es tal vez mi padre! ¡Librad, Virgen Santa, al uno de las manos del otro, porque son los dos seres a quienes amo más en el mundo! ¡Sólo Vos, Dios mío, podéis hacerlo!