IVÍA Diana de Castro en el Louvre sufriendo vivos pesares y mortales angustias.
También esperaba, pero su papel era tal vez más cruel que el del mismo Gabriel.
No se habían roto por completo los lazos que la unían al que tanto la había amado, pues todas las semanas iba el paje Andrés al palacio de la calle de los Jardines de San Pablo a preguntar a Aloísa por el conde.
No eran muy tranquilizadoras las noticias que Andrés le llevaba: el joven conde de Montgomery continuaba tan taciturno, tan sombrío, tan triste como siempre, la nodriza no hablaba de él más que con lágrimas en los ojos y con el rostro pálido.
Diana vaciló durante bastante tiempo, pero al fin, una mañana del mes de junio adoptó un partido decisivo para poner término a sus dolores.
Envuelta en un manto sencillo, cubrióse el rostro con un velo, y cuando todos dormían en el Louvre, se dirigió al domicilio de Gabriel acompañada por Andrés.
Ya que él evitaba encontrarla y callaba obstinadamente, ella iría a buscarle y sabría a qué atenerse. ¿Por qué no había de ir una hermana a visitar a su hermano? ¿Acaso no era obligación suya advertirle o consolarle?
Desgraciadamente iba a resultar inútil todo el valor que necesitó Diana para dar aquel paso. Gabriel, entregado a sus correrías cuya costumbre no había perdido, buscaba también las horas solitarias, y cuando Diana de Castro llamaba a la puerta de su palacio con mano temblorosa, aquel había salido hacía ya más de media hora.
¿Le esperaría? No se sabía nunca cuándo volvería Gabriel a su casa, y si Diana permanecía mucho rato fuera del Louvre se exponía a las calumnias…
¡Pero no importaba! ¡Esperaría! ¡Esperaría al menos durante el tiempo que tenía intención de dedicarle si le hubiese hallado en casa!
Andrés hizo entrar a su ama en una habitación apartada y corrió a avisar a Aloísa.
Años hacía que no se veían Aloísa y Diana, la mujer del pueblo y la hija del rey, pero si no se habían visto desde los tiempos felices de Montgomery y Vimoutiers, un mismo pensamiento había llenado las vidas de las dos, y una misma inquietud llenaba todavía de temores sus días y de pesadillas sus noches.
Así pues, cuando Aloísa, que corrió presurosa a la habitación donde esperaba Diana, quiso inclinarse ante ella, la de Castro se arrojó en sus brazos, como solía hacer en otro tiempo, y la abrazó exclamando:
—¡Mi querida nodriza!
—¡Ah, señora! —dijo Aloísa con lágrimas de gratitud en los ojos—. ¿Todavía os acordáis de mí? ¿Todavía me conocéis?
—¡Que si me acuerdo de ti! ¡Que si te conozco! ¿Crees que puedo olvidarme de la casa de Enguerrando? ¿Crees que no conocería ya el castillo de Montgomery?
Aloísa contemplaba a Diana con suma atención; al cabo de algunos momentos de muda contemplación, juntando las manos, sonriendo y suspirando a la vez, exclamó:
—¡Qué hermosa sois!
Sonreía la buena mujer porque quería a la niña que hoy era una dama bellísima, y suspiraba porque, viéndola, apreciaba toda la extensión del dolor de Gabriel.
Diana comprendió la significación de aquella mirada melancólica y a la par alegre, y se apresuró a decir, ruborizándose un poco:
—No es de mí de quien he venido a hablar, querida nodriza.
—De él, ¿verdad? —preguntó Aloísa.
—¿De quién hacía de ser? A ti puedo descubrirte mi corazón… ¡Cuanto siento no haberle encontrado en casa! Venía a consolarle consolándome a mí misma… ¿Cómo está? Muy triste, muy afligido, ¿no es cierto? ¿Por qué no ha ido una vez siquiera a verme al Louvre? ¿Qué dice? ¿Qué hace? ¡Habla, Aloísa, habla!
—¡Ay, señora! ¡Razón tenéis al suponerle triste y afligido!, figuraos…
—Espera, Aloísa —interrumpió Diana—. Antes de que empieces, quiero hacerte una recomendación. Yo estaría aquí escuchándote hasta mañana, sin cansarme, sin advertir que el tiempo pasa, pero, como comprenderás, es preciso que vuelva al Louvre antes de que adviertan mi ausencia. Vas a prometerme una cosa: cuando haya transcurrido una hora, tanto si él ha venido como si no, me lo advertirás para que me vaya.
—Es que también yo soy capaz de olvidar que pasa el tiempo, porque tampoco yo me cansaría nunca de hablaros y de escucharos.
—Entonces, ¿qué hacemos? Ya no tengo confianza en ninguna de las dos.
—Podemos dar tan penoso encargo a otra persona…
—¡Es verdad! ¡A Andrés!
El paje, que había quedado en la estancia contigua, prometió que avisaría cuando hubiese transcurrido una hora.
—Ahora —dijo Diana, volviendo a sentarse junto a la nodriza—, podemos hablar con tranquilidad y confianza, ya que no puede ser con alegría.
Desgraciadamente, aquella conversación, que tan del agrado era de las dos afligidas mujeres, ofrecía muchas dificultades y no pocas amarguras.
En primer lugar, ninguna de las dos sabía hasta qué punto estaba enterada la otra de los terribles secretos de la Casa de los Montgomery, y en segundo, existían en la vida de su joven señor muchas y muy intranquilizadoras lagunas que Aloísa no conocía y que ella misma tenía miedo de conjeturar. ¿Cómo explicar sus ausencias, sus regresos repentinos, sus preocupaciones, su mutismo?
Aloísa, sin embargo, contó a Diana todo lo que sabía, o a lo menos, todo cuanto veía, y Diana, escuchando a la nodriza, experimentaba viva satisfacción porque oía hablar de Gabriel, y vivo dolor porque lo que de Gabriel escuchaba era bien triste.
En efecto: las confidencias de Aloísa no eran muy a propósito para calmar la ansiedad de Diana, sino más bien para reavivarla, y aquel testigo apasionado de los sufrimientos y de la desesperación del joven conde hacía que la pobre Diana creyese estar viendo los tormentos de la agitada vida de Gabriel.
Diana se convenció más y más de que, si había de salvar a las personas a quienes quería, debía intervenir activamente y sin demora.
Cuando se cambian confidencias, una hora se pasa muy pronto, aunque aquellas sean tristes. Diana y Aloísa quedaron asombradas cuando oyeron que Andrés llamaba a la puerta.
—¿Ya? —preguntaron las dos a la vez.
—¡Vaya! Me estaré un cuarto de hora más —dijo Diana.
—¡Tened cuidado, señora! —advirtió la nodriza.
—Tienes razón, Aloísa; debo irme y me voy, pero oye una palabra más: en todo lo que me has dicho de Gabriel, has omitido… me parece que no… en una palabra: ¿es que nunca habla de mí?
—Nunca, señora; lo confieso.
—¡Oh! ¡Hace bien! —exclamó Diana suspirando.
—¡Mejor haría si tampoco pensase en vos!
—¿Crees, pues, que piensa en mí, Aloísa? —preguntó vivamente Diana.
—No sólo lo creo; de ello estoy más que segura, señora.
—Sin embargo, pone los medios para no encontrarse conmigo… nunca va al Louvre…
—No es la persona que él ama —dijo Aloísa moviendo dolorosamente la cabeza— la causa de que no vaya al Louvre.
—Comprendo —pensó Diana estremeciéndose—; la causa es la persona que odia… ¡Necesito verle! —prosiguió en voz alta—. ¡Es de todo punto necesario!
—¿Queréis que le diga de parte vuestra que vaya a visitaros al Louvre?
—¡No, no! ¡Al Louvre, de ningún modo! —exclamó Diana con terror—. ¡Que no vaya al Louvre! Yo veré… acecharé, aprovecharé una ocasión, como la he aprovechado esta mañana, y vendré aquí.
—¿Y si ha salido como hoy? ¿Qué día, qué semana vendréis? ¿Podéis decírmelo, poco más o menos? Porque en este caso esperaría, como comprenderéis.
—¡Pobre de mí! —exclamó Diana—. ¡Hija del rey de Francia, no puedo saber en qué día, en qué hora, en qué instante disfrutaré de un minuto de libertad! Sin embargo, si es posible, yo enviaré con la anticipación debida a Andrés.
El paje llamó por segunda vez a la puerta de la estancia.
—Señora —dijo—; empiezan a llenarse de gente las calles y los alrededores del Louvre.
—¡Voy… voy! —respondió Diana.
Dirigiéndose a la nodriza, repuso:
—Abrázame, mi querida Aloísa; abrázame muy fuerte, como cuando era niña, como cuando era dichosa.
Mientras Aloísa, cuya emoción le impedía pronunciar palabra, la tenía entre sus brazos, repetía Diana:
—¡Vela por él… cuídale mucho…!
—¡Como cuando era niño… como cuando era dichoso! —dijo la nodriza.
—¡Más todavía, Aloísa, mucho más, porque entonces no lo necesitaba tanto como hoy!
Diana salió del palacio de los Montgomery antes de que Gabriel hubiese vuelto.
Sobre media hora después se encontraba en sus habitaciones del Louvre. Ningún tropiezo desagradable había tenido, pero si estaba tranquila con respecto a las consecuencias del arriesgado paso que acababa de dar, es lo cierto que habían aumentado sus temores con respecto a los misteriosos proyectos de Gabriel.
Los presentimientos de una mujer enamorada suelen ser las profecías más claras y evidentes.
Estaba bastante avanzado el día cuando Gabriel volvió a su palacio, rendido de cuerpo y postrado de ánimo, de resultas de sus pensamientos y del calor del día, que era sofocante. Sin embargo, no bien Aloísa pronunció el nombre de Diana y dijo que había ido a visitarle, se incorporó sin muestras de fatiga, se reanimó, y palpitante de emoción preguntó:
—¿Qué quería? ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha hecho? ¡Oh…! ¡Por qué habré salido hoy…! ¡Pero, habla… dímelo todo, Aloísa! ¡Repíteme todas sus palabras… hasta sus gestos!
La pobre nodriza no podía casi contestar las preguntas que en serie rapidísima le dirigía Gabriel.
—¿Quiere verme? ¿Desea decirme algo? ¡Ah! ¿No sabe cuándo podrá volver? ¡Pero es el caso que yo no puedo esperar en esta incertidumbre! ¡Comprendes, Aloísa, que es imposible! ¡Voy al momento al Louvre!
—¿Al Louvre? ¡Jesús! —exclamó Aloísa con espanto.
—Al Louvre, sí; ¿por qué no he de ir? —replicó Gabriel con calma—. ¡Supongo que no me han prohibido la entrada, y me parece que el hombre que en Calais libertó a la señora Diana de Castro, derecho tiene a ofrecerla sus homenajes en el Louvre!
—Sin duda, sí… —respondió Aloísa con voz temblorosa—; pero la señora de Castro me ha recomendado mucho que no vayáis a verla al Louvre.
—¿Tengo, acaso, por qué temer? —replicó Gabriel con altivez—. Y si lo tuviera, sería doble motivo para que fuese.
—No creo que lo haya dicho por vos, sino por ella…
—Mucho más padecería su reputación si se supiera que había venido a visitarme en secreto, que yendo yo a sus habitaciones públicamente y a la luz del día, que es lo que voy a hacer ahora mismo.
Inmediatamente llamó a su criado para que le preparase un vestido nuevo.
—¡Pero, monseñor! —exclamó la pobre Aloísa, no sabiendo ya a qué argumento recurrir para disuadir a Gabriel—. Hasta hoy, vos mismo huíais del Louvre; lo ha observado la misma señora de Castro. No habéis querido visitarla una sola vez desde que regresasteis.
—No iba a visitar a la señora de Castro porque ella no me llamaba —replicó Gabriel—. Evitaba el Louvre porque ningún motivo tenía para ir a él, pero hoy, sin yo haber hecho nada en ese sentido, me invita a ir una razón irresistible: la señora de Castro desea verme. He jurado, Aloísa, que dejaría dormir mi voluntad, pero no me resistiría a los designios de Dios y del destino, y ahora mismo me voy al Louvre.
He aquí cómo el paso dado por Diana iba a producir el resultado contrario al que ella deseaba.