Capítulo XXIX

A falta del descontento de los protestantes, contaba Gabriel con otro recurso probable de venganza: la ambición del duque de Guisa.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, acudía exacto a la cita que Francisco de Lorena le había dado en el palacio de las Tournelles.

Como se le esperaba, el joven conde de Montgomery fue conducido, en cuanto llegó, a presencia del que, merced a su audacia temeraria, era llamado entonces el conquistador de Calais.

El Acuchillado salió a recibir a Gabriel; le estrechó efusivamente la mano diciéndole:

—¡Gracias a Dios que os veo aquí, olvidadizo amigo! Me habéis obligado a buscaros, a perseguiros en vuestro escondite; y si así no lo hubiese hecho, sabe Dios cuándo os hubiera vuelto a ver. ¿A qué es debido eso? ¿Por qué motivo no habéis venido a verme desde que regresé a París?

—Monseñor —contestó Gabriel— dolorosas preocupaciones…

—¡Vaya! ¡Estaba seguro de ello! —le interrumpió el duque de Guisa—. También os han mentido, ¿verdad? ¿No han cumplido las promesas que os habían hecho? ¿Os han engañado, herido, lastimado el corazón? ¡Ciegos, que no han sabido ver que sois el libertador de Francia! ¡Ah! ¡Me temía que os hubieran hecho víctima de alguna infamia! Mi hermano el cardenal, que presenció vuestra entrada en el Louvre y oyó pronunciar vuestro verdadero título de Condé de Montgomery, adivinó, ya sabéis que es sagaz como el que más, que ibais a ser el juguete o la víctima de esa gente. ¿Por qué no os dirigisteis a él? En mi ausencia, él habría podido ayudaros.

—Con toda mi alma agradezco vuestro interés, monseñor —contestó Gabriel con grave entonación—, pero os aseguro que os equivocáis: han cumplido con exactitud los compromisos que contrajeron conmigo.

—¡Lo decís con un tono, amigo mío…!

—Lo digo tal como lo siento, monseñor; pero es deber mío repetir que no me quejo, que me han cumplido al pie de la letra las promesas que me hicieron. Os suplico que no hablemos de mí, pues ya sabéis que, ordinariamente, me agradan poco las conversaciones cuyo tema es mi persona, y hoy, con más razón que nunca, me es penoso hablar de mí. Por lo mismo, monseñor, os suplico que no insistáis en vuestras benévolas preguntas.

Al duque de Guisa le llamó la atención el acento doloroso de Gabriel.

—Hablaremos de otra cosa, amigo mío —dijo—. Después de haberos oído, temería abrir alguna de vuestras cicatrices mal cerradas.

—Gracias, monseñor —contestó Gabriel con dignidad.

—Pero quiero que sepáis, que siempre, en todo lugar, y sea el que sea el motivo, mi influencia, mi fortuna y mi vida están a vuestra disposición, y que, si algún día tengo la suerte de que me necesitéis para algo, bastará tender la mano para que encontréis la mía.

—Gracias, monseñor —repitió Gabriel.

—Y puesto que estamos de acuerdo sobre este punto, decidme, si os place, de qué queréis que hablemos.

—De vos, monseñor; de vuestra gloria, de vuestros proyectos. Esto es lo que me interesa, el imán que me ha hecho acudir a vuestro primer llamamiento.

—¡Mi gloria…! ¡Mis proyectos…! —exclamó Francisco de Lorena moviendo la cabeza—. ¡Ah! ¡Habéis cogido una conversación harto penosa para mí!

—¿Qué decís, monseñor?

—La verdad, amigo mío. Creía, lo confieso sin inconveniente, haber conquistado alguna reputación; me parecía que mi nombre podía ser pronunciado en Francia con algún respeto y con cierto terror en Europa. Mi pasado brillante me obligaba a pensar en el porvenir, y armonizando mis proyectos con mi renombre, soñaba cosas muy grandes para mi patria y para mí mismo. Creo que las hubiese realizado…

—¿Y qué, monseñor?

—Pues bien, Gabriel; hace seis semanas que regresé a la corte, y ya he dejado de creer en mi gloria, ya he renunciado a todos mis proyectos.

—¿Y por qué, Dios mío?

—En primer lugar, noticias tenéis indudablemente del tratado casi vergonzoso en que han venido a parar nuestras victorias. Si nos hubiésemos visto obligados a levantar el sitio de Calais, y los ingleses continuasen siendo dueños de las puertas de Francia, y nos hubieran infligido derrotas y más derrotas, y hubiera quedado demostrado en todas partes la insuficiencia de nuestras fuerzas y la imposibilidad de continuar una lucha desigual, seguramente no habríamos firmado un tratado de paz más desventajoso, más bochornoso debiera decir, más infamante que el de Cateau-Cambrésis.

—Verdad es, monseñor; todo el mundo deplora que se hayan recogido frutos tan mezquinos de una cosecha tan magnífica.

—Pues bien: ¿cómo queréis que siga sembrando para gentes incapaces de llevar a cabo la recolección? Eso sin contar con que me han encadenado, reducido a la inacción con su decantado tratado de paz. Aquí me tenéis condenado a no desenvainar en mucho tiempo la espada. La guerra, que han extinguido en todas partes sin reparar en el precio, era el fundamento de todos mis ensueños de gloria… Aquí, para entre nosotros, añadiré que uno de los objetivos que perseguían era acabar con mis proyectos de gloria.

—Pero aun en la inacción, monseñor, sois tan poderoso como siempre. La corte os respeta, el pueblo os adora, el extranjero os teme…

—Creo, en efecto, que soy estimado dentro del reino y temido fuera; pero no digáis, amigo mío, que me respeta la corte. A la par que reducían públicamente a la nada los resultados visibles y palpables de nuestros triunfos, minaban solapadamente mi influencia particular. ¿A mi vuelta de allá, a quién he encontrado encaramado en lo más alto del favor? ¡Al insolente vencido de San Quintín, a Montmorency, a quien detesto!

—¡No tanto como yo, seguramente! —murmuró Gabriel sin poder contenerse.

—Él es el autor y el beneficiario de esa paz que tanto nos avergüenza. No contento de provocar la firma de un tratado que implica una confesión tácita de la ineficacia de mis esfuerzos, ha sabido favorecer sus intereses personales, haciendo que le restituyan, creo que por segunda o tercera vez, la cantidad con que pagó la libertad que perdió en la desastrosa jornada del día de San Lorenzo. ¡Hasta con la derrota y la vergüenza especula ese hombre!

—¿Y el duque de Guisa concede beligerancia a un rival como ese? —preguntó Gabriel sonriendo con desdén.

—El duque de Guisa se estremece sólo al pensarlo, pero bien veis, amigo mío, que se lo imponen. Sabéis como yo que el condestable disfruta de la protección de algo que se estima, o que estiman en más que la gloria, de una persona más poderosa que el mismo rey… ¡Claro! ¡Mis servicios nunca podrán igualarse con los de Diana de Poitiers…! ¡Por qué no la pulveriza un rayo!

—¡Oh! ¡Por qué no os escuchará Dios! —murmuró Gabriel.

—¡Qué habrá hecho esa mujer al rey! —continuó el de Guisa—. ¿Lo sabéis vos, amigo mío? ¿Tendrá razón el pueblo para hablar de filtros y sortilegios? De mí puedo decir que sospecho que les une un lazo más fuerte que el amor. No es, no puede ser la pasión la que de ese modo los encadena, sino el crimen. ¡Lo juraría! ¡En sus recuerdos hay algún remordimiento, y no son sencillamente amantes, son algo más… son cómplices!

El conde de Montgomery se estremeció de pies a cabeza.

—¿No lo creéis así, Gabriel? —preguntó el de Guisa.

—Sí, monseñor, lo creo —respondió Gabriel con voz apagada.

—Y para colmo de humillaciones —prosiguió Francisco de Lorena—, ¿sabéis, amigo mío, qué recompensa he recibido a mi regreso a París, además de lo consiguiente al tratado de Cateau-Cambrésis? Me han despojado inmediatamente de mi dignidad de Teniente General del Reino. Firmada la paz, las funciones propias de mi dignidad resultaban inútiles, no tenían razón de ser, según me han dicho, y sin tener la atención de prevenirme, sin darme las gracias, el rey me ha retirado el título, tratándome como a mueble inservible que se arrincona.

—¿Será posible? ¿No han tenido con vos ningún miramiento? —preguntó Gabriel, cuyo objeto era atizar el fuego que ardía en aquella alma irritada.

—¿Qué miramientos han de tener con un servidor superfluo? —replicó el duque de Guisa rechinando los dientes—. Tratándose del señor de Montmorency, ya es otra cosa; sigue siendo condestable. Disfruta de una dignidad que ni el rey puede retirarle, que por algo la conquistó con cuarenta años de derrotas. ¡Pero por la cruz de Lorena juro que si el viento de la guerra sopla de nuevo, y vienen a suplicarme, a implorar de mí que salve a la patria, he de enviarles a su condestable! ¡Que la salve él, si puede! ¡Es su deber inherente a su cargo! En cuanto a mí, puesto que a la ociosidad me han condenado, acepto la sentencia, y mientras no lleguen tiempos mejores, me propongo descansar.

Gabriel, después de una pausa, dijo con gravedad:

—Con toda mi alma deploro esa determinación, que me contraría en extremo, pues precisamente venía a someteros una proposición…

—Es inútil, amigo mío, completamente inútil. Mi resolución es irrevocable. Además, ya sabéis como yo que la paz concertada nos arrebata todos los pretextos que pudiéramos invocar para conquistar otro poco de gloria.

—Dispensad, monseñor —replicó Gabriel—; pero precisamente la paz hace viable mi proposición.

—¿De veras? —exclamó el duque de Guisa sintiendo el soplo de la tentación—. ¿Se trata de algo tan atrevido como la toma de Calais?

—Se trata de algo incomparablemente más atrevido, monseñor.

—¿Qué decís? Habéis excitado vivamente mi curiosidad, lo confieso.

—Entonces, ¿me permitís que hable?

—No sólo os lo permito; os lo ruego.

—¿Estamos solos?

—¡En absoluto! Nadie puede oírnos.

—Monseñor: he aquí lo que deseaba deciros: Puesto que el rey y el condestable prescinden de vos, prescindid vos de ellos: os han arrebatado el título de Teniente General del Reino; recobradlo.

—¡Cómo! ¡Explicaos, amigo mío!

—Monseñor —repuso resueltamente Gabriel—; los príncipes extranjeros os temen, el pueblo os adora, el ejército es vuestro, sois en Francia más rey que el mismo rey, porque vos reináis por vuestro genio, y él porque ciñe corona. Hablad como amo y señor, y todos os escucharán como súbditos. ¿Será más fuerte Enrique II en su palacio del Louvre que vos en vuestro campo de batalla? La dicha mayor del que tiene el honor de dirigiros la palabra sería poder ser el primero que os llamase Majestad.

—Osado es el proyecto, no hay duda —dijo el duque de Guisa.

En sus palabras no había ni sombra de irritación. Su rostro reflejaba sorpresa, acaso fingida, y una sonrisa vagó por sus labios.

—Presento un proyecto osado a un alma extraordinaria —dijo con entereza Gabriel—. Hablo por el bien de Francia, necesita de que en su trono se siente un hombre verdaderamente grande. ¿No es desastroso que todas vuestras ideas de grandeza y de conquista hayan volado como partícula de arena que arrastra el viento ante los caprichos de una cortesana y el hálito emponzoñado de la envidia de un favorito? Si un día llegaseis a ser libre, a disponer como señor, ¿hasta dónde llegaría vuestro genio? ¡Volveríamos a los felices tiempos de Carlomagno!

—Ya sabéis que de Carlomagno desciende la Casa de Lorena —dijo vivamente el de Guisa.

—Haced que nadie lo ponga en duda al ver vuestras obras —insistió Gabriel—. Sed para los Valois un Hugo Capeto.

—¿Y si no fuese más que un condestable de Borbón?

—Os calumniáis, monseñor. El condestable de Borbón llamó en su auxilio al extranjero, al enemigo, pero vos no utilizaríais más que las fuerzas de la patria.

—Pero esas fuerzas de que, según vos, puedo disponer, ¿dónde están?

—Dos partidos se ponen a vuestra disposición, monseñor.

—¿Qué partidos son esos? Ya veis que os dejo hablar como si lo que decimos no fuera una quimera… ¿Qué partidos son esos?

—El ejército y la Reforma, monseñor. Ante todo, podéis ser un caudillo militar.

—¡Un usurpador!

—¡No! ¡Un conquistador! Pero, si os repugna poneros al frente del ejército, sed el rey de los Hugonotes.

—¿Y el príncipe de Condé? —preguntó sonriendo el duque de Guisa.

—Posee el atractivo, no carece de habilidad, pero vos tenéis grandeza, esplendor. ¿Creéis que Calvino dudaría si le dieran a escoger entre los dos? Porque fuerza es reconocer que el hijo del tonelero es el amo y señor del partido. Pronunciad una palabra, y mañana podréis disponer de treinta mil protestantes.

—Pero yo me precio de ser un príncipe católico, Gabriel.

—La religión de los hombres como vos, monseñor, debe de ser la gloria.

—Me enemistaría con Roma.

—Y así tendríais un pretexto para conquistarla —replicó Gabriel.

—¡Amigo… amigo! —exclamó el duque de Guisa mirando fijamente a Gabriel—. ¡Odiáis con toda vuestra alma a Enrique II!

—Le odio con tanta intensidad como os quiero y aprecio a vos, monseñor; lo confieso —contestó Gabriel con noble franqueza.

—Estimo esa sinceridad, Gabriel —repuso Francisco de Lorena con seriedad—, y para demostrároslo, voy a hablaros con el corazón en la mano.

—El mío se cerrará al punto, y jamás dejará escapar lo que le confiéis.

—Escuchad, pues —continuó el duque de Guisa—. En sueños he vislumbrado algunas veces el objetivo que acabáis de exponer ante mis ojos; pero sin duda opinaréis conmigo, amigo mío, que cuando uno se pone en marcha para alcanzar ese objeto, debe abrigar la seguridad de llegar a él, y que, arriesgar prematuramente una partida de esa importancia, es lo mismo que resignarse a perderla.

—Es cierto.

—Ahora bien: ¿creéis, efectivamente, que mi ambición ha llegado a completa madurez y que la ocasión es oportuna? ¡Sacudidas tan gigantescas exigen larga preparación; exigen que los ánimos estén ya dispuestos a soportarlas! Y puesto que estamos de perfecto acuerdo en esto, decidme: ¿creéis que hoy en día está la nación habituada a pensar en un cambio de dinastía?

—¡Se habituaría! —contestó Gabriel.

—Lo dudo mucho —replicó el duque—. He mandado ejércitos, he defendido a Metz, he tomado a Calais, pero esto no es bastante; no me he acercado lo suficiente a la dignidad real. No dudo que hay descontentos, pero los partidos no son el pueblo. Enrique II es joven, inteligente, bravo, y por añadidura, hijo de Francisco I. Es seguro que nadie piensa en deponerle.

—¿Es decir, que vaciláis, monseñor?

—Hago más, amigo mío; me niego. Otra cosa sería si mañana, el día menos pensado, una enfermedad, un accidente imprevisto, arrebatase la vida a Enrique II

—¡También piensa él en eso! —se dijo mentalmente Gabriel—. ¿Qué haríais, monseñor, si sobreviniese el desenlace imprevisto de que habláis? —preguntó en alta voz.

—Entonces —contestó el duque de Guisa—, como ocuparía el trono un rey niño y sin experiencia, confiado a mi discreción, sería yo, en cierto modo, regente del reino. Y si la reina madre o el condestable intentaban oponérseme, o bien si se rebelaban los protestantes, y por último, si la nación se hallaba en peligro y fuese precisa una mano firme para que empuñase el timón y dirigiese el rumbo, la ocasión se presentaría por sí sola, yo sería casi necesario, y entonces, acaso me decidiría a acoger vuestros proyectos, amigo mío, entonces escucharía seguramente vuestras proposiciones.

—Pero hasta entonces, hasta que muera el rey, lo cual es muy improbable…

—Me resignaré, amigo Gabriel; me contentaré con preparar el porvenir. Si los sueños sembrados en mi pensamiento no germinan, si no dan frutos más que para mi hijo, diré que así lo ha querido el Señor.

—¿Es vuestra última palabra, monseñor?

—La última, sí; pero no por eso agradezco menos la fe que tenéis en mi destino.

—Y yo, monseñor, os agradezco la confianza que os inspira mi discreción.

—Sí: cuanto hemos hablado, debe quedar entre nosotros.

—Ahora, monseñor, permitidme que me retire —dijo Gabriel levantándose.

—¡Cómo! ¿Tan pronto?

—Sí, monseñor: he sabido todo cuanto deseaba saber. No olvidaré vuestras palabras, aunque duermen seguras dentro de mi corazón, pero las tendré siempre presentes. Perdonadme, monseñor: necesitaba convencerme de que la ambición del duque de Guisa continuaba adormecida. ¡Adiós, monseñor!

—Hasta la vista, amigo mío.

Gabriel salió del palacio de las Tournelles más triste y desalentado que cuando entró en él.

—Contaba con dos auxiliares humanos —murmuraba para sí—, y ninguno de los dos me ayudará. ¡Ya no me queda más que Dios!