Capítulo XXVIII

LA casa número 11 de la Plaza de Maubert, en la que La Rénaudie citaba a Gabriel en su carta, era el domicilio de un abogado llamado Trouillard. Se susurraba ya entre el pueblo que la casa en cuestión era un centro donde se reunían los herejes. Los cánticos que algunas noches oían los vecinos dieron consistencia a estos rumores, ciertamente peligrosos, pero en definitiva no habían pasado de rumores, y la policía no había pensado aún en comprobarlos.

Sin dificultad alguna encontró Gabriel la puerta de color oscuro y, siguiendo las instrucciones de la carta, dio sobre aquella tres golpes, separados entre sí por intervalos regulares.

Se abrió la puerta como automáticamente, pero una mano asió la de Gabriel y una voz le dijo al oído:

No subáis, porque no veréis claro.

Traigo conmigo una luz —contestó Gabriel ateniéndose a la fórmula.

—En ese caso, entrad, y seguid a la mano que os guía —repuso la voz.

Obedeció Gabriel, y cuando hubo dado algunos pasos, la mano le soltó y la voz dijo:

—Subid ya.

Gabriel tocó con el pie el primer peldaño de la escalera. Subió diecisiete y se detuvo.

—¿Qué queréis? —le preguntó otra voz.

Lo que es justo —contestó Gabriel.

Al momento se abrió una puerta y Gabriel entró en una cámara débilmente iluminada.

Había allí un hombre solo, el cual se acercó a Gabriel y le dijo en voz baja:

Ginebra.

Gloria —respondió al punto el visitante.

El hombre tocó un timbre y La Rénaudie entró en seguida por una puerta secreta.

Se acercó a Gabriel y le estrechó la mano con cariño, preguntándole:

—¿Sabéis lo que ha sucedido hoy en el Parlamento?

—No he salido de mi casa —respondió Gabriel.

—Entonces, vais a saberlo aquí —repuso La Rénaudie—. No os habéis comprometido todavía con nosotros, pero no importa: nos comprometeremos nosotros con vos. Sabréis todos nuestros proyectos, contaréis nuestras fuerzas, os haremos dueño de todos los secretos de nuestros partido, y esto sin obligaros a nada, dejándoos en libertad absoluta de obrar solo o con nosotros, como os acomode. Me habéis dicho que con el corazón sois nuestro, y esto me basta. Ni siquiera os pido vuestra palabra de caballero de que no revelaréis nada de cuanto vais a ver y a oír: con vos, las precauciones son innecesarias.

—Os doy las gracias por vuestra confianza —contestó Gabriel conmovido—. No os arrepentiréis de ella.

—Entrad conmigo y permaneced a mi lado —continuó La Rénaudie—. Os iré diciendo los nombres de los hermanos a quienes no conocéis, y en cuanto a lo demás, juzgaréis con arreglo a vuestro criterio. Venid.

Tomó la mano de Gabriel, oprimió el resorte de la puerta secreta y entró con nuestro protagonista en un salón de forma oblonga, donde había reunidas sobre doscientas personas.

Algunas luces colocadas en distintos sitios iluminaban a medias los movibles grupos. No había muebles, ni colgaduras, ni bancos, ni otro objeto que una tribuna de madera tosca, sin labrar, para el orador o el ministro.

La presencia de veinte o más mujeres explicaba, si no justificaba, las sospechas a que daban lugar los conciliábulos secretos de los reformados.

Nadie advirtió la entrada de Gabriel y de su guía: los ojos y las imaginaciones de todos estaban concentrados en el hombre que en aquel instante ocupaba la tribuna, el cual era un protestante de aspecto triste y de palabra grave.

La Rénaudie dijo a Gabriel a media voz:

—Es el consejero del Parlamento, Nicolás Duval. Ha empezado a hacer historia de lo ocurrido en los Agustinos; prestad atención.

Gabriel escuchó.

—Como el salón ordinario de sesiones del palacio —decía el orador— está en la actualidad dedicado a los preparativos de fiesta con que proyectan solemnizar el matrimonio de la princesa Isabel, nos hemos reunido provisionalmente y por primera vez en los Agustinos, y yo no sé por qué, pero es lo cierto que, al entrar en aquella sala, presentimos vagamente que iba a tener lugar un suceso inesperado.

»El presidente Gil Lemaitre abrió la sesión como de costumbre, sin que se advirtiesen motivos que pudiesen servir de base a las aprensiones que algunos sentíamos.

»Volvió a hablarse del asunto discutido el miércoles último: las opiniones religiosas. Antonio Fumée, Pablo de Foix y Eustaquio de la Porte abogaron sucesivamente por la tolerancia, y sus discursos, elocuentes y enérgicos, produjeron, al parecer, viva impresión en la mayoría.

»Eustaquio de la Porte acababa de sentarse escuchando nutridos aplausos, y Enrique Dufaur había pedido la palabra para acabar de conquistarse los ánimos vacilantes, cuando se abrió la puerta principal, y el ujier del Parlamento anunció con voz recia: “Su majestad el rey”.

»El presidente, sin manifestar la menor sorpresa, dejó apresuradamente su escaño para salir al encuentro del rey. Todos los consejeros se pusieron en pie en medio del mayor desorden, los unos con la estupefacción reflejada en sus rostros, los otros tranquilos, como si hubiesen sido prevenidos de lo que iba a ocurrir.

»El rey entró acompañado por el cardenal de Lorena y por el condestable.

»—No vengo a interrumpir vuestras tareas, señores del Parlamento, sino a ayudaros —principió diciendo el rey.

»Y después de algunos cumplidos sin importancia, concluyó de esta suerte:

»—Se ha firmado el tratado de paz con España; pero, con motivo de las guerras, se ha introducido la herejía en nuestro reino, y es preciso extinguirla, como hemos extinguido la guerra. ¿Por qué no habéis promulgado el edicto contra los luteranos, conforme os ordené? Pero repito que continuéis deliberando con toda libertad en mi presencia.

»Enrique Dufaur, que había principiado apenas a hacer uso de la palabra, volvió a tomarla con valor, y no contento con defender la causa de la libertad de conciencia, añadió a su osada peroración algunas consideraciones tan tristes como severas acerca de la conducta del gobierno del rey.

»—¿Os quejáis de los desórdenes? —exclamó—. ¡Pues bien! ¡Nosotros conocemos perfectamente al autor! Podríamos contestaros con las palabras que el profeta Elías dirigió a Acab: “Sois vos el que atormentáis a Israel”.

»Enrique II se mordió los labios, palideció, pero guardó silencio.

»Se levantó entonces Anne Dubourg, y lanzó acusaciones más directas y más severas todavía que las anteriores.

»—Comprendo, señor —dijo—, que se castigue sin compasión ciertos crímenes gravísimos, tales como el adulterio, la blasfemia, el perjurio, que por lo contrario se ven constantemente protegidos por los que viven vida desordenada y se entregan a amores culpadles. ¿Pero de qué delito acusan a los que se pretende entregar al verdugo? ¿Del de lesa majestad? ¡Jamás omitieron en sus oraciones el nombre de su rey! ¡Jamás fomentaron rebeliones y favorecieron traiciones! ¿Se les quiere condenar a la hoguera porque, habiendo descubierto abusos en la Iglesia Romana, piden que sean corregidos?

»El rey no decía palabra, no pestañeaba, pero se veía que le ahogaba la cólera.

»El presidente Gil Lemaitre se encargó de atizar la muda indignación del rey, exclamando con ira fingida:

»—¡Se trata de herejes, y basta! ¡Se debe acabar con ellos como se acabó con los albigenses! ¡Seiscientos de estos hizo quemar Felipe Agusto en un solo día[21]!

»El rey, temiendo quizás que la violencia de lenguaje del presidente favoreciese nuestra causa, quiso precipitar el desenlace sin consideración a nada y dijo:

»—El señor presidente tiene razón; es preciso acabar de una vez con los herejes, escóndanse donde se escondan. Y para principiar, señor condestable, prended al instante a esos dos rebeldes.

»Señaló con la mano a Enrique Dufaur y a Anne Dubourg y salió precipitadamente, como si le fuera imposible contener la tempestad de ira que bramaba en su pecho.

»No creo necesario deciros, amigos y hermanos, que el condestable de Montmorency se apresuró a obedecer las órdenes del rey. Dubourg y Dufaur fueron presos en pleno Parlamento y arrancados de sus escaños en medio de la consternación general.

»Gil Lemaitre fue el único que tuvo valor para añadir:

»—¡Es un acto de justicia! ¡Así deben ser castigados todos los que tengan la osadía de faltar al respeto a la majestad real!

»Como para desmentirle, entraron en el acto en el santuario de las leyes unos guardias y prendieron, en virtud de órdenes que exhibieron, a Foix, Fumée y la Porte, que habían hecho uso de la palabra antes de la llegada del rey, y se habían limitado a defender la tolerancia religiosa sin aludir directa ni indirectamente al soberano.

»Quedaba, por lo tanto, demostrado que la causa de la prisión de los cinco miembros inviolables del Parlamento no habían sido sus representaciones contra el rey, sino sus opiniones religiosas.

Calló Nicolás Duval. Los murmullos de dolor y de cólera de la asamblea habían interrumpido más de veinte veces el relato de la sesión borrascosa que a nosotros nos parece como preludio de otra, más tumultuosa todavía, que debía tener lugar doscientos treinta años más tarde.

Cuando dejó de hablar Duval, subió a la tribuna el ministro evangélico David.

«—Hermanos míos —dijo—; antes de deliberar, elevemos a Dios nuestro pensamiento y entonemos un salmo para que se digne iluminarnos con la antorcha de la verdad».

—¡El salmo cuarenta! —gritaron varios reformados.

Inmediatamente cantaron a coro el salmo expresado.

A decir verdad, no pudieron escoger otro menos indicado para restablecer la calma, pues se trata de un salmo que más bien es canto de amenazas que himno religioso.

Cantado el salmo, se restableció el silencio y pudo comenzar la deliberación.

La Rénaudie fue el primero que tomó la palabra con objeto de precisar los términos y orientación del debate.

«—Hermanos —dijo—; en vista de un hecho tan inaudito, que echa por tierra todas las ideas del derecho y de la equidad, tenemos que determinar la línea de conducta que habrá de seguir el partido de la Reforma. ¿Continuaremos sufriendo con paciencia, o nos decidiremos a obrar? Si optamos por lo segundo, ¿qué es lo que debemos hacer? He aquí las preguntas que cada uno debe dirigirse y resolver con arreglo a los dictados de su conciencia. Veis que nuestros perseguidores hablan nada menos que de una matanza general, y pretenden borrarnos del libro de la vida como si fuéramos una palabra mal escrita. ¿Esperaremos con docilidad el golpe mortal? O bien, en vista de que la justicia y la ley son violadas por los mismos que están en el deber de protegerlas, ¿intentaremos hacernos justicia a nosotros mismos, substituyendo momentáneamente la fuerza a la ley? A vosotros os toca responder ahora, amigos y hermanos».

La Rénaudie hizo una pausa, como para dar tiempo a que se fijase en los ánimos de todos el terrible dilema, y luego prosiguió así, como queriendo a la vez esclarecer la cuestión y apresurar su desenlace:

—Todos sabemos que el partido de la reforma está dividido, por desgracia, en dos bandos: el partido de la nobleza y el ginebrino, pero entiendo que, ante el enemigo común, no debe haber entre nosotros más que un corazón y una voluntad. Los miembros de una y otra fracción están en el caso de exteriorizar su opinión y de proponer los medios que consideren convenientes. El consejo que ofrezca mayores garantías de éxito, venga del partido que venga, deberá ser adoptado por unanimidad. Y ahora, amigos y hermanos, hablad con entera libertad, con confianza absoluta.

Al discurso de La Rénaudie siguió un período de vacilaciones. Precisamente lo que faltaba a los que le escuchaban eran la libertad y la confianza.

La indignación fermentaba en todos los corazones, pero el trono conservaba demasiado prestigio para que los reformados, novicios en el arte de conspirar, se atreviesen a manifestar con franqueza y sin reservas sus ideas, abogando por una rebelión armada. En masa, juntos, eran resueltos y abnegados, pero aislados, particularmente, retrocedían asustados ante la responsabilidad de una iniciativa. Todos estaban dispuestos a seguir el movimiento, pero ninguno a iniciarlo.

Además, conforme había dicho La Rénaudie, desconfiaban unos de otros; ninguno de los dos partidos sabía adonde pretendía llevarle el otro, y sus objetivos respectivos eran muy distintos para que les fuera indiferente la elección del camino y de los guías.

El partido ginebrino se inclinaba, aunque en secreto, hacia la república, al paso que el de la nobleza sólo aspiraba a un cambio de dinastía. El sistema electivo del calvinismo y las doctrinas igualitarias que predican la nueva religión conducían en derechura a una república semejante a la adoptada por los Cantones suizos; pero la nobleza no quería ir tan lejos, y se contentaba, de acuerdo con la reina Isabel de Inglaterra, con la deposición de Enrique II y la proclamación de un rey calvinista. Reservadamente se indicaba para subir al trono francés al príncipe de Condé.

Se ve, pues, que era sumamente difícil lograr que concurriesen a una obra común dos elementos opuestos entre sí.

Con hondo pesar observó Gabriel, después del discurso de La Rénaudie, que los dos bandos, casi enemigos, se miraban con desconfianza, y que no pensaban en sacar las deducciones naturales de unas premisas sentadas con tanta osadía.

Uno o dos minutos transcurrieron en medio de murmullos confusos y de indecisiones manifiestas. La Rénaudie temía haber destruido involuntariamente con su sinceridad el efecto producido por el discurso de Nicolás Duval, pero esto no obstante, ya que se había aventurado por el camino de la franqueza, quiso llegar hasta el fin, resuelto a arriesgarlo todo para salvarlo todo, y a un hombrecillo flaco y enteco, de espesas cejas y rostro bilioso, que se hallaba en un grupo inmediato, le dijo:

—Y vos, Ligniéres, ¿no vais a dirigir la palabra a nuestros hermanos, exponiendo con toda claridad vuestra manera de pensar?

—No tengo inconveniente —contestó el interpelado, cuyos mortecinos ojos se animaron—; hablaré, pero sin ocultar ni atenuar nada.

—¡Sí, sí! ¡Estáis entre amigos! —dijo La Rénaudie.

Mientras Ligniéres subía a la tribuna, La Rénaudie dijo a Gabriel al oído:

—He recurrido a un medio muy peligroso, porque Ligniéres es un fanático, yo no sé si de buena o de mala fe, que lleva las cosas al último extremo y excita más repulsión que simpatía; pero no importa: a toda costa necesitamos saber a qué atenernos; ¿no os parece?

—Sí; que salga de una vez la verdad de esos corazones cerrados hasta ahora como sepulcros —contestó Gabriel.

—Podéis estar tranquilo, que Ligniéres y sus doctrinas ginebrinas van a levantar como por encanto las losas de esos sepulcros.

El orador, en efecto, principió con un exabrupto.

—¡La ley acaba de ser pisoteada! —dijo—. ¿Qué recurso nos queda? ¡Uno solo; el de la fuerza! ¿Preguntáis que es lo que debemos hacer? No contestaré esa pregunta, pero sí os exhibiré un objeto que responderá por mí.

Presentó a su auditorio una medalla de plata, y continuó de esta suerte:

—Esta medalla hablará un lenguaje más elocuente que el de la palabra. Como algunos de vosotros no podréis verla, por estar lejos de mí, voy a deciros lo que representa: es una espada flamígera que siega una flor de lis, cuyo tallo se inclina y cae. Cerca de la flor segada, un cetro y una corona ruedan por el suelo.

Y como si el orador temiese que no le hubieran comprendido bien, añadió:

—Ordinariamente, las medallas sirven para conmemorar hechos realizados: ¡que sea esta la profecía de un hecho venidero! ¡He terminado!

Había dicho bastante, quizás demasiado.

Bajó de la tribuna entre los aplausos de una parte, poco numerosa de la reunión, y los murmullos de desaprobación de la mayoría de los concurrentes. La impresión general que produjo su discurso fue de estupor mudo.

—¡Vaya! —dijo en voz baja La Rénaudie a Gabriel—. Hay que herir otra cuerda; la que hemos tocado no vibra.

Alzando la voz, y dirigiéndose a un joven elegante y pensativo, que estaba apoyado contra la pared a unos diez pasos de distancia, añadió:

—Señor barón de Castelnau, ¿nada tenéis que decir?

—Probablemente no habría hablado, pero una vez interrogado, mi deber es contestar —respondió el joven.

—Os escuchamos —dijo La Rénaudie—. Este —prosiguió bajando la voz en forma que únicamente Gabriel pudiera oír sus palabras— pertenece al partido de los nobles. Indudablemente le veríais en el Louvre el día que trajisteis la noticia de la toma de Calais. Es un hombre franco, leal y bravo. Desde luego afirmo que tremolará su bandera con tanta osadía como Ligniéres. Pronto veremos si le acogen con más simpatía que a aquel.

Castelnau se subió a una de las gradas de la tribuna, y desde allí habló así:

—Voy a empezar como los oradores que me han precedido en el uso de la palabra. Se nos ha herido con iniquidad, y con iniquidad debemos defendernos. ¡Contesten las corazas en el campo de batalla a la afrenta que en el Parlamento nos infirieron el manto de armiño y los ropones colorados! Pero, si hasta aquí estoy conforme con lo propuesto por el señor de Ligniéres, difiero en todo lo demás. También yo quiero enseñaros una medalla. ¡Hela aquí! No es como la que visteis hace un momento. Vista desde cierta distancia, os parecerá tal vez una de las monedas de escudo que llevamos en nuestros bolsillos, y en realidad eso es: representa la efigie de un rey coronado. Media, sin embargo, entre el escudo corriente y mi medalla una pequeña diferencia: en el primero se lee la inscripción siguiente: «Enrique II, rex Gálliae», al paso que la inscripción de la que os presento dice así: «Ludovicus XIII, rex Galliae». He dicho.

El barón de Castelnau descendió con la frente erguida. La alusión al príncipe Luis de Condé no podía ser más explícita y terminante. Los que habían aplaudido a Ligniéres murmuraron, y los que murmuraron entonces aplaudieron ahora.

La masa, empero, continuaba inmóvil, muda, indiferente, entre las dos minorías.

—¿Pero, qué quieren? —preguntó Gabriel a La Rénaudie.

—¡Voy temiendo que no quieran nada! —contestó La Rénaudie.

Pidió entonces la palabra el abogado Des Avenelles.

—Creo que ese es el hombre de la mayoría —prosiguió La Rénaudie—. Me hospedo en la casa de Des Avenelles siempre que vengo a París. Es un hombre de talento, honrado, pero prudente en demasía, casi tímido. La opinión que exponga será ley para la masa.

Desde que principió su discurso, justificó Des Avenelles las previsiones de La Rénaudie.

—Acabamos de oír —dijo— discursos audaces y valientes; ¿pero llegó ya la ocasión más oportuna para pronunciarlos? ¿No os parece que quizá sea eso caminar demasiado de prisa? Se nos habla de un objetivo elevado, pero nadie nos indica los medios que debemos emplear para alcanzarle, y nadie nos lo indica, porque esos medios han de ser forzosamente criminales. Tengo el alma dolorida, más dolorida tal vez que ninguno de los que escucháis, por la persecución de que se nos hace víctimas; ¿pero, es prudente que nosotros, teniendo necesidad de vencer tantos prejuicios, arrojemos sobre la causa de la Reforma la mancha de un odioso asesinato? ¡Sí! ¡Repito que de un asesinato, porque no tenéis otro medio para llegar a la consecución del fin que nos proponéis!

Aplausos unánimes obligaron al orador a hacer una pausa.

—¿Qué os decía yo? —murmuro La Rénaudie en el oído de Gabriel—. Este abogado expresa el verdadero sentir de las masas.

Des Avenelles prosiguió así:

—El rey se encuentra en todo el vigor de la edad. Para arrancarle del trono, será preciso precipitarle violentamente de él. ¿Qué mortal se atreverá a echar sobre sus hombros la responsabilidad de tamaña violencia? ¡Los reyes son divinos, y únicamente Dios tiene derecho sobre ellos! ¡Ah! ¡Si un accidente cualquiera, una enfermedad imprevista, un atentado particular, privasen de la vida al rey, y fuese a parar la tutela de un rey niño a manos de los que nos oprimen… entonces sería esa tutela y no el trono, los Guisa y no Francisco II, el blanco de nuestros ataques! La rebelión, entonces, sería laudable, santa guerra civil, y yo sería el primero que gritase: ¡A las armas!

Este rasgo de energía, que podríamos llamar de la timidez, llenó de admiración a la asamblea, y nuevas muestras de aprobación premiaron el prudente valor de Des Avenelles.

—Siento haberos traído aquí —dijo La Rénaudie a Gabriel—. Razón os sobra para tenernos lástima.

Gabriel se decía mentalmente:

—No… no puedo censurar su debilidad, porque se parece a la mía. Yo contaba con ellos, y no parece sino que ellos cuentan conmigo.

—¿Qué os proponéis hacer? —preguntó La Rénaudie al abogado.

—Permanecer dentro de los límites de la legalidad; esperar —contestó resueltamente el abogado—. Han sido presos Anne Dubourg, Enrique Dufaur y tres de nuestros amigos del Parlamento; ¿pero, quién nos dice que les condenarán, que les acusarán siquiera? Mi opinión es que nuestras violencias no servirán más que para provocar las del poder. ¡Quién sabe si de nuestra prudencia depende la salvación de las víctimas! Tengamos la calma que da la fuerza, y la dignidad que nace del derecho, y dejemos toda la sinrazón a nuestros perseguidores. Esperemos. Cuando vean nuestra moderación y nuestra firmeza, se mirarán muy mucho antes de declararnos la guerra, de la misma manera que os suplico, amigos y hermanos míos, que vosotros reflexionéis bien antes de dar la señal de las represalias.

Calló Des Avenelles y empezaron de nuevo los aplausos.

El abogado, envanecido, con justicia, quiso dejar bien sentada su victoria.

—¡Qué levanten las manos los que piensen como yo! —dijo.

Casi todas las manos se levantaron para demostrar que la opinión del abogado era la de la asamblea.

—Decidimos, pues… —añadió.

—No decidáis nada —interrumpió Castelnau.

—Dejar para mejor ocasión los recursos extremos —prosiguió Des Avenelles dirigiendo una mirada furiosa a quien le había interrumpido.

El ministro evangélico David propuso que se cantase otro salmo para pedir a Dios la libertad de los pobres presos.

—¡Vámonos! —dijo La Rénaudie a Gabriel—. Me indigna y me irrita lo que aquí sucede. Esta gente no sabe más que cantar. Lo único que tienen de sedicioso son los salmos.

Cuando estuvieron en la calle, fueron caminando en silencio.

Se despidieron en el puente de Nuestra Señora, tomando La Rénaudie la dirección del Arrabal de Saint-Germain y Gabriel la del Arsenal.

—Adiós, señor de Exmés —dijo La Rénaudie—. Siento haberos hecho perder el tiempo, pero os ruego que creáis que no hemos pronunciado aún la última palabra. Han faltado a la reunión de esta noche el príncipe, Coligny y nuestros mejores miembros.

—No he perdido el tiempo, amigo mío —contestó Gabriel—. Es posible que dentro de poco os convenzáis de ello.

—¡Tanto mejor! Sin embargo, dudo…

—Pues no dudéis. Tenía necesidad de saber si los protestantes principiaban a perder la paciencia, y ha sido para mis planes más útil de lo que os figuráis comprobar que no están aún desesperados.