Capítulo XXVII

A continuación del proceso, tan difícil como felizmente terminado, de los dos Martín Guerra, Gabriel de Montgomery desapareció de nuevo por espacio de varios meses, y reanudó su existencia errante, indecisa y misteriosa. Lo mismo que antes, le encontraban en veinte sitios diferentes, pero nunca se alejaba de las inmediaciones de París y de la corte, sino que se movía entre sombras, procurando verlo todo sin ser visto.

Acechaba los acontecimientos, pero estos no se presentaban a medida de su deseo. El alma del joven, entregada a una idea única, no vislumbraba aún el resultado que esperaban sus ansias de venganza.

El único hecho de importancia que acaeció en el mundo político durante aquellos meses fue la conclusión del tratado de paz de Cateau-Cambrésis.

El condestable de Montmorency, envidioso de las victorias que alcanzaba el duque de Guisa y de los nuevos derechos que todos los días adquiría su afortunado rival al agradecimiento de la nación y al favor del soberano, arrancó al fin a Enrique II la oportuna conformidad con la paz, poniendo en juego toda la influencia de la omnipotente Diana de Poitiers.

Fue firmado el tratado el día 3 de abril de 1559, y aunque ultimado en ocasión en que las armas francesas arrancaban victoria tras victoria al enemigo, en manera alguna fue ventajoso para Francia.

Francia conservaba los tres obispados de Metz, Toul y Verdún con sus territorios anejos; retenía a Calais sólo por ocho años y se comprometía a pagar a Inglaterra ochocientos mil escudos de oro, si no restituía la plaza a la expiración del plazo convenido (esta plaza, llave de Francia, no ha sido devuelta hasta hoy, ni pagados los ochocientos mil escudos de oro), y, por último, volvía a poseer a San Quintín y a Ham y conservaba interinamente, en el Piamonte, a Turín y Pignerol.

Pero Felipe II obtuvo, en plena soberanía, las plazas fuertes de Thionville, Marienburgo y Hesdin; mandó arrasar a Thérouanne e Yvoy; hizo que Bouillon fuese devuelto al obispo de Lieja, la isla de Córcega a los genoveses, y a Filiberto Emmanuel de Saboya la mayor parte de la Saboya y del Piamonte conquistadas durante el reinado de Francisco I. Finalmente, estipuló su casamiento con Isabel, hija del rey, y el del duque de Saboya con la princesa Margarita, ventajas tan enormes para él como no podía soñarlas ni aun a raíz de su victoria de San Quintín.

El duque de Guisa acudió furioso abandonando su ejército, y denunció públicamente y en voz alta, y no sin fundamento, la traición de Montmorency y la debilidad del rey, que cedía de una plumada lo que difícilmente hubiesen arrancado a Francia las armas españolas al cabo de treinta años de victorias consecutivas.

Pero el daño estaba hecho, y todo el malhumor del Acuchillado no podría evitarlo ni repararlo.

También lo sintió Gabriel, porque su venganza perseguía en el rey al hombre y no al soberano de Francia, y si ansiaba llevarla a cabo con su patria, nunca pensó en realizarla contra ella.

Tomó, sin embargo, nota del descontento que debió de sentir, y que sintió en efecto el duque de Guisa, al ver que las sordas maquinaciones de la intriga había destruido los sublimes esfuerzos de su genio, y tomó nota, porque la cólera de un Coriolano emparentado con la casa reinante podía ser útil, en tiempo oportuno, a los intentos de Gabriel.

No era, por otra parte, Francisco de Lorena el único descontento que había en el reino.

Un día, Gabriel encontró en el Pré-aux-Clercs al barón de La Rénaudie, a quien no había vuelto a ver desde el día en que tuvo con él una conferencia en la casa de la calle de Saint Jaques.

En vez de evitar su encuentro, como hacía cuantas veces tropezaba con una cara conocida, se acercó a él.

Eran dos hombres nacidos para entenderse. Sus caracteres se parecían en muchas cosas, pero principalmente, por lo leales y enérgicos. Uno y otro eran partidarios de la acción y apasionados por la justicia.

Cambiados los primeros saludos, preguntó La Rénaudie resueltamente:

—Sois de los nuestros, ¿verdad? He visto a Ambrosio Paré.

—Mi corazón es vuestro: mi brazo todavía no —contestó Gabriel.

—¿Y cuándo nos perteneceréis por completo?

—No voy a emplear ahora el lenguaje egoísta que empleé en otro tiempo, lenguaje que tal vez os molestó; por lo contrario, hoy os digo que seré vuestro el día que vosotros me necesitéis y yo no os necesite a vosotros.

—¡Rasgo sublime de generosidad, que admira el caballero y que no puede imitar el hombre de partido! Si esperáis el día en que tengamos necesidad de todos nuestros amigos, sabed que ha llegado ya.

—¿Pues qué pasa?

—Se prepara un golpe contra nuestros correligionarios. Intentan acabar de una vez con todos los protestantes.

—¿Qué indicios os inducen a suponerlo así?

—¡A fe que no se recatan de nada! Antonio Minard, el presidente del Parlamento, ha dicho con todas sus letras, en un consejo celebrado en Saint-Germain, que es preciso descargar un golpe certero, si no se quería sufrir una especie de república como la de los Cantones Suizos.

—¡Cómo! ¿Ha pronunciado la palabra república? —preguntó Gabriel sorprendido—. Sin duda exageran el peligro para justificar la demasía del remedio, ¿no es cierto?

—¡No lo exageran! —exclamó La Rénaudie bajando la voz—. Si he de hablar con franqueza, confieso que no lo exageran mucho, porque también nosotros hemos variado bastante desde que nos reunimos en la cámara de Calvino. Las teorías de Paré nos parecen hoy mucho menos atrevidas que en otro tiempo; esto por una parte, y por otra, viendo estáis que nos obligan a adoptar resoluciones extremas.

—En ese caso —respondió Gabriel—, quizá seré de los vuestros antes de lo que yo pensaba.

—¡Sea en buena hora!

—¿Hacia qué lado debo mirar?

—Hacia el Parlamento, que allí es donde se entablará la partida. Contamos con una minoría formidable, integrada por Anne Dubourg, Enrique Dufaur, Nicolás Duval, Eustaquio de la Porte y una porción más, que replican a los que existen que se lleve a efecto la persecución de los herejes pidiendo que se convoque un Concilio General, único que tiene derecho a resolver en materia de asuntos religiosos según los decretos de los Concilios de Constanza y Basilea. Nosotros representamos, a nuestro entender, el derecho, y por consiguiente, para combatirnos, tendrán que apelar a la violencia. Por eso estamos alerta, y os recomiendo que también lo estéis vos.

—No necesito saber más —dijo Gabriel.

—Permaneced en París y en vuestro palacio a fin de que podamos avisaros en caso de necesidad.

—Mucho me contraría, pero permaneceré, siempre que no me dejéis mucho tiempo en la inacción. Creo que habéis escrito y hablado demasiado, y que es llegada la ocasión de obrar.

—Ese es también mi parecer. Estad dispuesto y descuidad.

Se separaron. Gabriel se fue pensativo.

¿Le cegarían sus ansias de venganza, torciendo la rectitud de su conciencia? Quizá; porque ello era que tomaba parte en maquinaciones enderezadas a encender la guerra civil.

Pero pensó que, puesto que los sucesos no venían espontáneamente a su encuentro, forzosamente debía él ir en busca de los sucesos.

Aquel mismo día volvió Gabriel a su palacio de los Jardines de San Pablo.

No encontró más que a su fiel Aloísa; Martín Guerra se hallaba, como sabemos, en su pueblo, Andrés había vuelto al servicio de Diana de Castro, y Babette y Juan Peuquoy habían regresado a Calais, para desde aquí ir a fijar su residencia a San Quintín, cuyas puertas abría al tejedor patriota el tratado de paz de Cateau-Cambrésis.

El regreso del amo a su desierta mansión fue esta vez más triste todavía que de ordinario; ¿pero no le quería por todos su nodriza, su madre, mejor dicho; que madre era por el cariño que le profesaba? Renunciamos a describir el júbilo que inundó el alma de aquella ejemplar mujer cuando Gabriel le dijo que venía para permanecer algún tiempo a su lado. Cierto que iba a vivir completamente aislado, recluido en la soledad más absoluta; pero estaría en casa, de la que saldría raras veces, y Aloísa le vería y le cuidaría. Hacía mucho tiempo que no había conocido la pobre mujer tanta felicidad.

Gabriel contemplaba sonriendo tristemente aquella felicidad, y la envidiaba, pero ¡ay!, sin poder compartirla. Su vida era ya, y sería en adelante, un enigma terrible, cuya solución anhelaba y temía a la vez.

Sufriendo estas impaciencias y estas aprensiones pasó más de un mes, siempre inquieto y siempre fastidiado.

Cumpliendo la promesa hecha a su nodriza, muy contadas veces salía de su palacio. Sólo algunas noches iba a rondar como alma en pena por las inmediaciones del Chatelet para encerrarse, a su regreso, en la cripta funeraria a la cual, unos enterradores desconocidos, condujeron furtivamente una noche el cadáver de su desventurado padre.

Experimentaba Gabriel un placer sombrío cuando se trasladaba con el pensamiento al día en que fue cometido el ultraje, para así espolear su valor con su cólera.

Cuantas veces veía de nuevo los sombríos muros del Chatelet, cuantas veces se acercaba a la urna de mármol a la cual habían ido a parar los sufrimientos de una vida tan noble, se reproducían en su alma con todo su horror las escenas de aquella mañana espantosa en que cerró los ojos a su padre asesinado de la manera más inicua.

Sus puños se crispaban entonces, se erizaban sus cabellos, su pecho se hinchaba, y el término de su contemplación horrenda era invariablemente el acrecentamiento del odio antiguo y el nacimiento del otro odio nuevo.

Sentía Gabriel en aquellos momentos haber supeditado su venganza a las circunstancias, y la espera se le hacía intolerable. ¡Mientras él esperaba con paciencia, los asesinos triunfaban y vivían dichosos! ¡El rey gozaba tranquilo en su soberbio palacio del Louvre! ¡El condestable se enriquecía explotando las miserias del pueblo! ¡Diana de Poitiers se embriagaba entregándose sin freno a sus amores infames!

¡No! ¡Semejante estado de cosas no podía durar! ¡Puesto que el rayo de Dios dormía, puesto que el dolor de los oprimidos temblaba, Gabriel prescindiría de Dios y de los hombres, o por mejor decir, sería el instrumento de la justicia del Cielo y de los rencores de la tierra!

Cuando estos pensamientos se agitaban en su ardiente mente, cediendo a un impulso irresistible, llevaba la diestra al puño de su espada y daba un paso para salir a la calle…

Pero su conciencia espantada le recordaba entonces la carta de Diana de Castro, aquella carta escrita en Calais, en la cual su amada le suplicaba que no castigase por sí mismo, que se abstuviese, no siendo en calidad de instrumento involuntario, de herir a nadie, ni siquiera a los culpables.

Gabriel volvía a leer aquella carta conmovedora y dejaba caer la espada en la vaina.

Sus remordimientos le desesperaban, le llenaban de indignación, pero se resignaba a esperar.

Era Gabriel ciertamente hombre de acción, pertenecía al número de los que obran, pero no podía figurar entre los que dirigen. Poseía una energía asombrosa cuando tenía a su lado un ejército, un partido o un hombre de talla, pero ni tenía iniciativas ni carácter para ejecutar por sí solo cosas extraordinarias, aun tratándose de hacer el bien, mucho menos, por consiguiente, si se trataba de un crimen. Ni nació para ser un príncipe poderoso ni para brillar como gran genio; le faltaban a la vez el poder y la voluntad para tomar iniciativas.

Al lado de Coligny y del duque de Guisa acometió y acabó con toda felicidad empresas maravillosas, pero las circunstancias habían variado, su empeño, tal como él mismo había dicho a Martín Guerra, era muy distinto: en vez de combatir con un enemigo, tenía que castigar al rey, y si para combatir al enemigo contó con muchos poderosos auxiliares, para castigar a su rey, para llevar a cabo su misión terrible, no contaba, no podía contar con nadie más que con el esfuerzo de su brazo.

Pero decimos mal: confiaba en los mismos hombres que en otras ocasiones pusieron a su disposición todo su poder; confiaba en Coligny el protestante, y en el duque de Guisa el ambicioso.

Que el conflicto religioso encendiese la hoguera de la guerra civil, que la ambición apelase a las armas para sacar triunfante la usurpación de un verdadero genio; tales eran las secretas esperanzas de Gabriel. Cualquiera de estos dos acontecimientos daría como resultado la muerte o la deposición de Enrique II, es decir, su castigo, que era lo que anhelaba Gabriel. Él figuraba en segunda fila, aunque obraría como los de la primera, y cumpliría hasta el fin el juramento que había hecho al mismo rey, es decir, castigar al perjuro en su persona y en las de sus hijos y nietos.

Si resultaban fallidas estas dos probabilidades, Gabriel, acostumbrado a ir a remolque de los acontecimientos, variaría de conducta y tendría que dejar su venganza encomendada a Dios.

Pero no parecía que hubiesen de faltarle ninguna de las dos probabilidades. Un día, el 13 de junio, recibió casi simultáneamente dos cartas. La primera se la llevó, a eso de las cinco de la tarde, un hombre misterioso que no quiso entregarla a nadie más que a él, y que no la dejó en sus manos hasta después de haber cotejado su rostro con las señas precisas que sin duda traía perfectamente grabadas en su memoria.

He aquí los términos en que estaba concebida:

Amigo y hermano:

Llegó la hora. Los perseguidores han arrojado la careta. ¡Bendigamos a Dios! ¡El martirio conduce a la victoria!

Esta noche, a las nueve, buscad, en la Plaza de Maubert una puerta de color oscuro señalada con el número 11.

Llamaréis a esa puerta dando tres golpes con intervalos regulares. Os abrirá un hombre y os dirá: «No entréis, porque no veréis claro»; a quien contestaréis: «Traigo conmigo una luz». El hombre os conducirá a una escalera de diez y siete peldaños, que subiréis a obscuras. Una vez arriba, se os acercará otro individuo, diciendo. «¿Qué queréis?». Contestadle: «Lo que es justo». Entonces os llevarán a una cámara desierta, donde alguien susurrará en vuestro oído la seña: «Ginebra. Gloria los que hoy necesitan de vos».

Hasta la noche, amigo y hermano. Quemad este billete. ¡Discreción y valor!

Gabriel pidió una luz y quemó la carta en presencia del mensajero, a quien dijo por toda contestación:

—Iré.

El mensajero saludó y se retiró.

Serian próximamente las ocho, y estaba Gabriel meditando todavía sobre la convocatoria de La Rénaudie, cuando entró en su cámara Aloísa, acompañando a un paje que ostentaba las armas de la Casa de Lorena.

El paje era portador de otra carta, concebida en los siguientes términos:

«Mi querido compañero:

»Hace seis semanas que estoy en París, después de haber dejado al ejército con el cual nada tenía que hacer.

»Me aseguran que debéis estar en vuestra casa desde hace algún tiempo. ¿Cómo no os he visto? ¿Me habréis olvidado también vos, en estos tiempos de desmemoriados y de ingratos? ¡No! Os conozco bien, y me consta que es imposible.

»Venid, pues; os espero mañana, a las diez de la mañana, en mi alojamiento de las Tournelles.

»Venid, aunque no sea más que para consolarnos mutuamente de lo que han hecho de nuestras victorias.

»Vuestro afectísimo amigo,

Francisco de Lorena.

—Iré —dijo sencillamente Gabriel al paje.

Así que este se retiró, añadió Gabriel:

—¡Vaya! ¡Estamos en el despertar del ambicioso!

Animado por esta doble esperanza, un cuarto de hora después salía de su palacio en dirección a la casa de la Plaza de Maubert.