Capítulo XXVI

EFECTIVAMENTE: Arnaldo de Thill estaba perdido sin remedio. Los jueces deliberaron rápidamente, y, al cabo de un cuarto de hora, fue llamado el acusado para leerle la sentencia, que copiamos literalmente de los registros de la época:

«Visto el interrogatorio de Arnaldo de Thill, conocido por Sancette, y supuesto Martín Guerra, preso en la cárcel de Rieux.

»Vistas las deposiciones de varios testigos, de Martín Guerra, de Beltrana de Rolles, de Carbón Barreau, etc., etc., y especialmente la del señor conde de Montgomery.

»Vista la confesión del acusado mismo, el cual, después de haber intentado negar inútilmente, declaró al fin su crimen.

»De cuyo interrogatorio, deposiciones y confesión aparece:

»Que el mencionado Arnaldo de Thill está convicto y confeso de impostura, de falsedad, de suplantación de persona y de nombre, de adulterio, de rapto, de sacrilegio, de plagio, hurto y otros.

»El tribunal ha condenado y condena al repetido Arnaldo de Thill:

»Primero: A que haga retractación pública de todos sus delitos delante de la puerta de la iglesia de Artigues, de rodillas, en camisa, con la cabeza y los pies desnudos, con una soga en el cuello y teniendo en sus manos una vela de cera encendida.

»Segundo: A que pida públicamente perdón a Dios, al rey y a la justicia, así como también a los mencionados Martín Guerra y Beltrana de Rolles, casados.

»Cumplida esta parte de la sentencia, Arnaldo de Thill será entregado al verdugo para que este le lleve por las calles y sitios de costumbre del citado pueblo de Artigues, siempre con la soga al cuello, terminando su exposición delante de la casa de Martín Guerra.

»Allí, en una horca que previamente habrá sido levantada, se le ahorcará y estrangulará, y una vez ajusticiado, su cadáver será quemado.

»Además: el tribunal declara absueltos y libres a los susodichos Martín Guerra y Beltrana de Rolles, y ordena que Arnaldo de Thill sea enviado al juez de Artigues, para que este disponga que la presente sentencia sea ejecutada en forma y con arreglo a derecho.

»Dado en Rieux el día doce del mes de julio de 155».

Arnaldo de Thill escuchó la sentencia, que ya tenía prevista, taciturno y sombrío. Sin embargo, confesó de nuevo sus crímenes, reconoció la justicia del fallo y dio pruebas de algún arrepentimiento.

—Imploro —dijo— la clemencia de Dios y el perdón de los hombres, y estoy dispuesto a sufrir mi castigo con la resignación de un cristiano.

Martín Guerra, que estaba presente, dio nuevas pruebas de su identidad deshaciéndose en lágrimas al escuchar las palabras, tal vez hipócritas, de su enemigo.

Hizo más: se sobrepuso a su timidez habitual para preguntar al presidente si no habría algún medio de obtener el perdón de Arnaldo de Thill, a quien él, por su parte, perdonaba de todo corazón.

Pero contestaron a Martín Guerra que únicamente el rey tenía el derecho de perdonar, y que, tratándose de crímenes tan enormes era indudable que se negaría a indultar, aun cuando el tribunal se atreviese a solicitar su perdón.

—¡Sí! —murmuraba mentalmente Gabriel—. El rey negaría el indulto, no concedería el perdón, y sin embargo, él también necesitaría que le perdonasen. Con razón se mostraría inflexible… ¡No! ¡No hay perdón! ¡Justicia… hágase justicia!

Es lo probable que Martín Guerra no pensase como su señor, porque arrastrado por el deseo de perdonar que le animaba, abrió sus brazos a Beltrana de Rolles, que estaba contrita y arrepentida.

Ni siquiera tuvo necesidad Beltrana de repetir las súplicas y protestas que, errando hasta el fin, había dirigido a Arnaldo de Thill, creyendo que hablaba con su marido. No le dio Martín Guerra tiempo para deplorar de nuevo sus errores y debilidades, sino que le atajó la palabra con un beso y se la llevó, rebosando alegría, a su casita de Artigues, que no había vuelto a ver en tanto tiempo.

Delante de aquella misma casita, que al fin volvía a poder de su poseedor legítimo, sufrió Arnaldo de Thill, a los ocho días de ser sentenciado, la pena que merecían sus crímenes.

De veinte leguas a la redonda acudieron para presenciar la ejecución, y las calles del pueblo de Artigues estuvieron aquel día más concurridas que las de la capital.

Justo es decir que el reo desplegó algún valor en sus últimos momentos, y que supo coronar con una muerte ejemplar una existencia indigna.

Después que el verdugo gritó por tres veces, según costumbre: ¡Se ha hecho justicia!, mientras las turbas se retiraban silenciosas y aterradas, en la casa de la víctima del ajusticiado había un hombre que lloraba y una mujer que rezaba: Martín Guerra y Beltrana de Rolles.

Los aires de su país, la vista de los lugares donde se había deslizado su juventud, el cariño de sus padres y de sus amigos y, más que nada, los cuidados solícitos de Beltrana, borraron en muy pocos días de la frente de Martín Guerra hasta la sombra de sus pasados pesares.

Estaba el leal escudero sentado a la puerta de su casa, una tarde del mismo mes de julio, debajo de la parra, después de un día feliz y tranquilo. Su mujer estaba entretenida, dentro de la casa, en sus faenas domésticas, pero Martín, si no la tenía delante, la oía ir y venir: ¡no estaba solo!, y miraba a su derecha al sol, que se acercaba en todo su esplendor a su lecho de púrpura.

Martín Guerra, embebecido en esta contemplación, no vio a un caballero que se acercaba por su izquierda y que llegó hasta él sin hacer ruido.

El caballero se detuvo un instante mirando con grave sonrisa a Martín, y luego alargó una mano y, sin decir palabra, la colocó sobre un hombro del escudero.

Martín Guerra se volvió con rapidez y dijo con acento conmovido:

—¡Vos aquí, monseñor! ¡Perdonadme que no os haya visto venir!

—No te disculpes, mi querido Martín, que no he venido para turbar tu tranquilidad, sino para cerciorarme de que eres feliz —contestó Gabriel, pues él era.

—Entonces, monseñor, con que me miréis basta.

—Es lo que estaba haciendo, Martín. ¿Conque eres feliz?

—¡Oh! ¡Más feliz, monseñor, que la golondrina en el aire y el pez en el agua!

—Lo creo: has encontrado en tu casa la abundancia y el reposo.

—Cierto, monseñor, y esa es, sin duda, una de las causas de mi satisfacción. He corrido ya bastante mundo, he visto bastantes batallas, he velado, he ayunado, he sufrido bastante para tener cierto derecho, ¿verdad que sí, monseñor?, a descansar algunos días. En cuanto a la abundancia —continuó con entonación más grave—, efectivamente he encontrado rica mi casa, más rica de lo que conviene a mi tranquilidad de conciencia, porque hay en ella dinero que no me pertenece y que no he de tocar. Lo trajo Arnaldo de Thill, y mi intención es devolverlo a quien en derecho corresponda. En su mayor parte es vuestro, monseñor, porque se trata del importe de vuestro rescate, que debió ir a Calais y no llegó. He separado ya esa cantidad y la tengo a vuestra disposición, monseñor. En cuanto al sobrante, ignoro si Arnaldo de Thill lo robó o si lo adquirió legalmente, pero es igual, pues en uno y otro caso opino que es un dinero que debe de manchar los dedos. Carbón Barreau piensa como yo, y como es un hombre honrado y tiene lo necesario para vivir, se niega a recoger la herencia de su sobrino. He pensado, pues, repartirlo entre los pobres, después de pagar las costas de justicia.

—¿Entonces te quedará muy poca cosa, mi pobre Martín? —preguntó Gabriel.

—Perdonad, monseñor, que os contradiga, pero no se sirve tantos años como he servido yo a un señor tan generosa como vos sin hacer algunas economías. En mi maleta traje de París una cantidad bastante respetable: además, la familia de Beltrana poseía algunos bienes y le ha legado un patrimonio muy regularcito. En una palabra: después de pagadas nuestras deudas y de hechas las restituciones, aún seremos los ricachones del pueblo.

—A propósito de las restituciones, Martín, espero que aceptaras de mí lo que hubieses rechazado viniendo de Arnaldo. Te ruego, mi fiel servidor, que te quedes con la cantidad que dices que me pertenece, guardándola y disfrutándola como recuerdo mío y como recompensa.

—¡Es posible, monseñor! —exclamó Martín—. ¿Cómo he de aceptar un regalo de tanta importancia?

—¡Vamos, Martín! ¿Crees que mi intención es pagar tu lealtad, tu abnegación? ¡No! En ese caso sería yo siempre deudor tuyo. Tratándose de mí, deja a un lado el orgullo, y no hablemos más del asunto. Quedamos en que aceptas lo que te ofrezco, no tanto por ti cuanto por mí, puesto que ya me has dicho que no te es necesaria esa cantidad para vivir rico en tu país, y mi regalo en nada puede aumentar tu dicha. Y a propósito de tu dicha, es posible que tú no hayas caído en la cuenta de que, en gran parte, la debes a haber vuelto a los lugares donde se deslizó tu niñez y donde pasaste los primeros años de tu juventud: ¿no te parece?

—Verdad es, monseñor. Me encuentro muy a gusto desde que llegué, solamente por el hecho de verme en mi pueblo y en mi casa. No podéis figuraros con cuánto embelesamiento contemplo las calles, los árboles, los caminos, en los cuales ni repararán siquiera los extraños. Decididamente creo que sólo se respira bien el aire que se respiró al nacer.

—¿Y qué me dices de tus amigos, Martín? Ya antes te manifesté que el objeto de mi venida ha sido convencerme por mis propios ojos de tu dicha. ¿Has vuelto a encontrar a tus amigos antiguos?

—¡Ay, monseñor! Algunos han muerto ya, pero aún he encontrado a muchos y todos me quieren como me quisieron antes. Todos ellos reconocen con satisfacción mi sinceridad y se acuerdan de mi buena amistad y de mi abnegación. Hasta se avergüenzan de haberme podido confundir con Arnaldo de Thill, quien parece que les dio algunas pruebas de tener un carácter muy diferente del mío. Hay dos o tres que riñeron con el falso Martín Guerra a causa del mal proceder de este. ¡Hay que ver lo orgullosos y lo contentos que ahora están! Para abreviar, monseñor: me colman a porfía de demostraciones de aprecio, deseosos probablemente de recuperar el tiempo perdido, y ya qué tenéis interés por saber los motivos de mi dicha, os aseguro, monseñor, que este es uno de los más gratos.

—Te creo, mi buen Martín, te creo… Pero entre los que tantas pruebas de cariño te dan, no me hablas de tu mujer.

—¿De mi mujer? —preguntó Martín rascándose una oreja.

—Naturalmente, Martín —añadió Gabriel con cierta inquietud—. ¿Te mortifica quizás Beltrana como en otro tiempo? ¿No se ha suavizado su genio? ¿Es acaso ingrata y no reconoce tus bondades ni da gracias a Dios, que le deparó un marido tan cariñoso, tan leal como tú? ¡Habla, hombre, habla! ¿Por ventura va a obligarte, con sus modales ásperos y sus pendencias continuas, a que abandones por segunda vez el pueblo y la vida que tanto te agradan?

—Todo lo contrario, monseñor; gracias a ella, el pueblo y la vida que aquí llevo tienen para mí mil atractivos más. Me cuida, me mima, me besa, ya no tiene caprichos, se acabaron sus rebeldías, y su carácter es tan pacífico y tan igual, que yo mismo me maravillo. Apenas abro la boca, acude corriendo a servirme. Pero digo poco, pues sin esperar a que yo deje traslucir mis deseos, los previene. ¡Os digo, monseñor, que es admirable! Y como yo no he sido nunca, ni soy imperioso y despótico, sino, por el contrario, complaciente y flexible, disfrutamos de una vida deliciosa y somos el matrimonio más unido del mundo.

—¡Sea enhorabuena! —dijo Gabriel—. Casi me habías asustado antes, Martín.

—Es que, monseñor, si he de ser franco, experimento cierta confusión, cierto reparo, cuando me hablan de ese punto. Si me pregunto, si sondeo las profundidad de mi corazón encuentro un sentimiento muy singular que me causa cierta vergüenza; pero con vos, puedo explicarme con toda ingenuidad, ¿verdad?

—¡Pues no faltaba más, Martín!

Martín Guerra dirigió en torno suyo una mirada tímida, contó para cerciorarse de que estaba solo con Gabriel, y sobré todo, para asegurarse de que su mujer no podía escucharle, y, bajando la voz, dijo:

—Sabed, monseñor, que no solamente perdono al pobre Arnaldo de Thill, sino que, a estas horas, le bendigo. ¡Qué favor me ha hecho! ¡No hay dinero en el mundo con que pagárselo! De un tigre ha hecho una oveja, de un demonio un ángel. Yo estoy recogiendo el fruto bendito de sus crueles tratamientos sin tener que reprochármelos. A todos los maridos contrariados y atormentados por sus mujeres, ¡y cuidado que abundan!, les deseo… un suplantador… siempre que sea tan persuasivo como el mío. En una palabra, monseñor: Arnaldo de Thill me ha ocasionado muchas molestias, perjuicios y tormentos, pero los ha compensado con exceso puesto que, merced a su sistema enérgico, me ha asegurado la felicidad doméstica y la tranquilidad para el resto de mis días.

—Tienes razón —contestó sonriendo el conde de Montgomery.

—Y también la tengo para bendecir a Arnaldo —prosiguió con gravedad Martín Guerra—, aunque sólo pueda hacerlo en secreto, puesto que disfruto de las afortunadas ventajas de su colaboración. Sabéis, monseñor, que soy un poquito filósofo, y que siempre fue mi costumbre mirar y tomar las cosas por su mejor lado; pues bien: he de reconocer que Arnaldo me ha prestado mayores beneficios que perjuicios me causó. Cierto que interinamente ha sido el marido de mi mujer, pero no lo es menos que me la ha devuelto más apacible que un día de mayo. Me ha robado momentáneamente los bienes y los amigos, pero gracias a él, mis bienes vuelven a mi poder aumentados y mis amistades consolidadas. Por último: me ha hecho pasar por pruebas harto duras, principalmente en Noyón y en Calais; pero por lo mismo me parece más agradable mi existencia actual. Todo esto me induce a bendecir a Arnaldo.

—Tienes un corazón agradecido, Martín —dijo Gabriel.

—Sí; pero a quien debo venerar mientras viva —repuso Martín—, a quien debo eterno agradecimiento no es a Arnaldo de Thill, mi bienchechor involuntario, sino a vos, monseñor, a quien en realidad soy deudor de cuanto tengo, de mis bienes, de mi patria, de mi fortuna, de mis amagos y de mi mujer.

—Vuelvo a repetir que no hablemos más de eso, Martín, que lo único que yo deseo es que disfrutes de esos bienes que posees y que seas feliz. Lo eres, ¿verdad? Repíteme que eres dichoso.

—Os lo repito, monseñor; soy feliz como no lo he sido nunca.

—Es cuanto deseaba saber: ahora, puedo marcharme tranquilo.

—¡Cómo marcharos, monseñor! —exclamó Martín—. ¿Tan pronto?

—Sí, Martín; nada me retiene ya aquí.

—Tenéis razón… ¿Y cuándo pensáis marcharos?

—Esta misma noche.

—¡Y no me lo habéis advertido, monseñor! —exclamó Martín—. ¡Y yo aquí descuidado, dormido, sin acordarme de nada! ¡Pero aguardad un momento, monseñor que no tardaré mucho!

—¿Qué estás diciendo?

—Que en un abrir y cerrar de ojos hago todos los preparativos.

Se levantó ágil y corrió presuroso hacia la puerta de la casa gritando:

—¡Beltrana! ¡Beltrana!

—¿Para qué llamas a tu mujer, Martín? —preguntó Gabriel.

—Para que arregle mi maleta y para despedirme de ella, monseñor.

—Es inútil, mi buen Martín, porque no vienes conmigo.

—¿Que no me lleváis con vos, monseñor?

—No, amigo mío; me voy solo.

—¿Para no volver?

—A lo menos, para no volver en mucho tiempo.

—¿Qué motivo de queja tenéis contra mí, monseñor? —preguntó Martín.

—Absolutamente ninguno, Martín; eres el mejor y más fiel de los servidores.

—¡Pues lo natural es que el servidor acompañe al señor, el escudero a su caballero, y sin embargo, no me lleváis!

—Para no llevarte, tengo tres motivos.

—¿Será mucho atrevimiento preguntaros cuáles son, monseñor?

—En primer lugar, sería una crueldad arrebatarte esa dicha que has venido a disfrutar tan tarde y ese reposo que tan bien te has ganado.

—Ese motivo no me convence, monseñor; mi deber es acompañaros y serviros hasta que suene mi última hora, y es un deber que cumpliría gustoso, porque creo que por vos renunciaría hasta al paraíso.

—Sí, Martín, lo sé; pero también es deber mío no abusar de ese celo, de esa abnegación que tanto te honran y que con toda mi alma te agradezco. Pasemos al segundo motivo: el doloroso accidente de que fuiste víctima en Calais no te permite, mi pobre Martín, desplegar en mi servicio la actividad a que me tienes acostumbrado.

—¡Razón tenéis, monseñor! ¡Ya no puedo, pobre de mí, combatir a vuestro lado ni montar con vos a caballo! Pero en París, en Montgomery y aun en el mismo campamento, hay cargos de confianza que podríais, creo yo, encomendar a este pobre inválido, seguro de que procuraría cumplirlos del mejor modo posible.

—Tan persuadido estoy de ello, Martín, que es posible que mi egoísmo me obligase a aceptar tus servicios si no existiese el tercer motivo.

—¿Puedo saber cuál es, monseñor?

—Sí —contestó Gabriel con gravedad melancólica—, pero a condición de que no trates de saber más de lo que yo te diga, de que te darás por satisfecho y de que no insistirás en seguirme.

—¡Grave será el motivo cuando tan desmesuradas son las condiciones!

—Es triste, Martín, muy triste, y no admite réplica —contestó Gabriel con voz profunda—. Hasta aquí, Martín, ha sido mi vida una cadena de honores, y, si yo hubiera querido que mi nombre se pronunciase con más frecuencia, podría vanagloriarme de haber vivido una existencia gloriosa. Creo honradamente que he prestado servicios inmensos a mi patria y al rey, creo que, aun cuando en mi haber no tuviese otros méritos que los contraídos en San Quintín y en Calais, habría pagado mi deuda a Francia.

—Nadie lo sabe mejor que yo, monseñor.

—Sí, Martín; pero si ha sido leal y generosa esta primera parte de mi existencia, si los años anteriores de mi vida pueden y merecen exhibirse a la luz del día, los que me restan serán sombríos, espantosos, y buscarán el secreto y las tinieblas. Claro está que tendré que desplegar la misma energía que desplegué hasta aquí, pero será en defensa de una causa que nunca confesaré, en defensa de un fin que ocultaré celoso. Hasta hoy quería ganar un premio trabajando en campo abierto, ante Dios y ante los hombres; en lo sucesivo, me consagraré a la venganza de un crimen moviéndome en la oscuridad. Antes me batía; ahora mi misión es castigar. He sido soldado de Francia; ahora seré verdugo de Dios.

—¡Jesús! —exclamó Martín Guerra juntando las manos.

—Por eso tengo que estar solo; para realizar esa obra siniestra que yo quisiera llevar a cabo, y así lo pido al Cielo, como instrumento ciego, y no como ser dotado de inteligencia y de voluntad. Ahora bien: si yo pido a Dios, si yo anhelo y espero que en el cumplimiento de mi terrible misión solamente la mitad de mi ser tome parte, ¿cómo quieres, Martín, que te asocie a mi obra?

—Tenéis razón, monseñor —respondió el escudero bajando la cabeza—. Os agradezco que os hayáis dignado darme esta explicación, aunque me aflige en extremo, y me someto y resigno, conforme os había prometido.

—Y yo, a mi vez, te doy las gracias por tu sumisión. Dadas las circunstancias en que me encuentro, el verdadero afecto para mí consiste en no añadir peso a la carga de responsabilidad que me abruma.

—¿Y nada absolutamente puedo hacer en vuestro servicio, monseñor?

—Sí, Martín: puedes pedir a Dios que, oyendo benigno mis ruegos, me libre de la necesidad de tomar una iniciativa que tanto me repugna. Tienes un corazón piadoso, amigo mío; tu vida fue siempre honrada y pura; y tus oraciones podrán servirme más que tu brazo.

—¡Rezaré, monseñor; rezaré con todo el fervor de mi alma!

—Adiós, Martín; necesito dejarte y volver a París, a fin de encontrarme dispuesto y en mi sitio el día que Dios se sirva señalar. Defendí hasta hoy lo justo; me batí siempre en favor de la equidad: ¡quiera el Señor tenerlo presente el día supremo de que hablo! ¡Ojalá haga justicia a su servidor, como he hecho yo que se la hicieran al mío!

Y levantando los ojos al cielo, repitió el noble joven:

—¡Justicia, Señor, justicia!

Desde hacía seis meses, siempre que Gabriel abría los ojos los clavaba en el cielo pidiendo justicia, y siempre que los cerraba veía la tétrica prisión del Chatelet proyectada en su pensamiento, más tétrico aún que aquella, y entonces gritaba:

—¡Venganza, Señor, venganza!

Diez minutos después se despedía Gabriel de Martín Guerra y de Beltrana, llamada por su marido.

—¡Adiós, mi fiel amigo! ¡Adiós, mi buen Martín! —dijo, separando casi a viva fuerza sus manos de las del escudero, que las besaba sollozando—. Tengo que marcharme… ¡Adiós…! ¡Hasta la vista!

—¡Adiós, monseñor… y que Dios os guarde! ¡Oh, sí! ¡Qué os guarde, monseñor!

Fue lo único que pudo decir el pobre Martín, medio sofocado por las lágrimas.

Llorando a mares vio a su amo montar a caballo y desaparecer entre las tinieblas, por instantes más densas, que muy en breve le hicieron perder de vista al sombrío caballero, del mismo modo que otras le habían ocultado su vida durante mucho tiempo.