Capítulo XXV

SE comprenderá fácilmente que Arnaldo de Thill durmió muy poco aquella noche. Tendido en su lecho de paja, se la pasó entera con los ojos abiertos, calculando las probabilidades que tenía de salir con bien de su apuro, combinando los recursos que a mano tenía y fraguando planes. Atrevido era, a no dudar, el proyecto que había concebido de suplantar una vez más al infeliz Martín Guerra, pero acaso en el mismo atrevimiento estuviera el secreto de su triunfo.

¿Retrocedería ante un golpe más o menos de audacia el hombre a quien la casualidad servía tan admirablemente? ¡Nunca! Arnaldo tomó al momento su partido, dispuesto a acomodar su conducta a los incidentes que pudieran sobrevenir y a las circunstancias imprevistas.

En cuanto amaneció, pasó revista a su indumentaria y la encontró irreprochable. Satisfecho de su examen, dedicó algún tiempo a ensayar de nuevo el modo de andar y los movimientos de Martín Guerra. La imitación era perfectísima, aunque quizás adoleciese de un pequeño defecto: el de exagerar el aire bonachón de su alter ego. Aquel bribón habría sido un cómico excelente.

Serían las ocho de la mañana cuando la puerta de su celda giró sobre sus goznes.

Arnaldo de Thill refrenó un estremecimiento y procuró adoptar una actitud indiferente y tranquila.

El carcelero con quien había hablado la víspera entró acompañando al conde de Montgomery.

—¡Diantre! —se dijo Arnaldo—. Se precipita la crisis; recibámosla con serenidad.

Aguardaba con verdadera ansiedad la primera palabra que le dirigiera el conde.

—Buenos días, mi pobre Martín Guerra —le dijo Gabriel.

Respiró Arnaldo de Thill. El conde de Montgomery, al llamarle Martín, le miraba a la cara. El error se repetía. ¡Arnaldo se había salvado!

—Buenos días, mi bueno y querido señor —contestó Arnaldo con efusión de agradecimiento no del todo fingido—. ¿Qué novedades hay, monseñor? —tuvo la audacia de preguntar.

—Hoy por la mañana se dictará probablemente sentencia —dijo Gabriel.

—¡Loado sea Dios! Estoy deseando que acabe pronto esto. Supongo que no habrá ya nada que temer en lo sucesivo, ¿verdad, monseñor? ¡Triunfará la razón!

—Así lo espero —contestó Gabriel, mirando a Arnaldo con más fijeza que nunca—. El infame Arnaldo ha recurrido a medios desesperados.

—¡Es posible! ¿Y qué maquina ahora el miserable?

—¡No lo vas a creer! El traidor quiere repetir los quid pro quo de marras.

—¡Virgen Santa! —exclamó Arnaldo, alzando los brazos al cielo—. ¿Qué ha hecho?

—Tiene la osadía de sostener que ayer, a la salida de la sala de justicia, los carceleros se equivocaron conduciéndole al calabozo de Arnaldo, a quien, debido al mismo error, llevaron al tuyo.

—¡Qué atrevimiento, Dios mío! —dijo Arnaldo, aparentando sorpresa e indignación—. ¿Y en qué funda ese desventurado su insolente afirmación?

—Vas a saberlo: ni él ni tú fuisteis ayer conducidos directamente, como de ordinario, a vuestros calabozos. Como el proceso estaba terminado, mientras los jueces deliberaban, mandaron a los carceleros que os dejasen en el edificio del juzgado, por si tenían necesidad de interrogar al uno o al otro. A Arnaldo le llevaron al vestíbulo y a ti te dejaron en el patio. Pues bien: jura y perjura Arnaldo que de esto ha provenido el error, porque cuantas veces se dio ese caso, llevaban a Arnaldo al patio y a ti al vestíbulo. Los carceleros, al ir a buscar a los presos para conducirlos a sus celdas respectivas, los confundieron, según él. Los carceleros son los mismos de siempre, pero pretende el muy tunante que, como máquinas humanas que son, y no hombres, solamente saben conocer al preso que les está confiado, pero no distinguir a las personas. Estas son las razones, pobres por cierto, en que Arnaldo apoya su nueva pretensión. Grita, llora y dice que quiere verme.

—¿Le habéis visto, monseñor? —preguntó vivamente Arnaldo.

—¡No por cierto! Me dan miedo sus astucias y sus embrollos. Sería muy capaz de volverme a seducir, de engañarme una vez más. ¡Tiene tanto talento y es tan ladino el muy bribón!

—¡Cómo! ¿Le defendéis, monseñor? —interrogó Arnaldo fingiendo descontento.

—No le defiendo, Martín; pero convengamos en que su ingenio es inagotable, y reconozcamos que si se hubiese dedicado al bien, en vez de aplicarse al mal, con la mitad de su habilidad habría…

—¡Es un infame! —interrumpió Arnaldo.

—¡Con qué rigor le juzgas hoy, Martín! —repuso Gabriel—. Viniendo aquí, iba pensando por el camino que, después de todo, no ha causado la muerte de nadie, y que, si es condenado dentro de algunas horas, morirá en la horca antes de ocho días, pena que me parece exorbitante, porque sus delitos acaso no merezcan pena capital. Se me ha ocurrido, suponiendo que tú, principal agraviado, quieras pedir su perdón…

—¡Pedir su perdón! —repitió Arnaldo con cierta indecisión.

—Eso se me ha ocurrido, pero es asunto que debe meditarse mucho antes, lo reconozco: ¿qué opinas tú, Martín?

Arnaldo de Thill permaneció algunos momentos reflexionando, puesta la barbilla sobre la palma de la mano. Decidiéndose al fin, dijo:

—¡No! ¡Nada de perdón! ¿Compasión con ese miserable? ¡No, no!

—No te creía tan implacable, Martín. Ayer, sin ir más lejos, te compadecías del que había usurpado tu nombre, y tu mayor gusto habría sido salvarle.

—¡Ayer…! ¡Ayer! —gruñó Arnaldo—. ¡Ayer no nos había jugado esta mala pasada, más odiosa, a mi entender, que todas las anteriores!

—Verdad es —dijo Gabriel—. ¿Según eso, estás decidido a que el culpable muera?

—¡Dios mío! —contestó Arnaldo con aire compungido—. Nadie mejor que vos, monseñor, sabe cuánto repugna a mi natural la venganza, la violencia, el derramamiento de sangre. Sufro horriblemente, tengo el alma dolorida, me espanta pensar que he de aceptar una necesidad tan cruel, pero comprendo que es una necesidad. Considerad, monseñor, que mientras ese hombre viva, no puedo yo estar tranquilo. El nuevo prodigio de audacia que prepara demuestra palpablemente que es incorregible. Si le condenan a presidio, se evadirá; si a destierro, volverá; y mi existencia será un infierno, porque siempre temeré verle reaparecer para continuar turbando la paz de mi vida. Mis amigos, mi mujer, no podrán estar seguros de que tratan conmigo; la desconfianza será perpetua, los conflictos se sucederán con desesperante frecuencia y todos los días tendremos controversias, litigios y discusiones. En una palabra, mientras viva ese embaucador, yo no seré dueño de mí mismo. Debo, pues, bien a pesar mío, violentar y torcer mi carácter, monseñor. Claro está que será para mí motivo de tristeza, de desesperación eterna el haber causado la muerte de un hombre, pero no hay más remedio. La impostura de hoy disipa mis últimos escrúpulos… ¡Que muera Arnaldo de Thill! ¡Me resigno!

—¡Sea! ¡Morirá! —dijo Gabriel—. Es decir, morirá si le condenan, pues no ha recaído sentencia todavía.

—¡Cómo! ¿Pero no es segura la condena?

—Probable, muy probable, pero no segura. Ese Arnaldo es el mismo demonio: ayer dirigió a los jueces un discurso muy sutil y extraordinariamente persuasivo.

—¡Qué estúpido fui! —pensó Arnaldo.

—En cambio, tú, Martín —repuso Gabriel—, tú, que acabas de demostrarme con elocuencia y serenidad admirables la necesidad de que Arnaldo muera, no supiste, bien lo sabes, ofrecer al tribunal un solo argumento, un solo hecho en favor de la verdad. No pudiste sobreponerte a tu turbación y callaste obstinadamente, a pesar de mis instancias, y eso que te habían hecho el favor de ponerte al tanto de los medios de defensa empleados por tu adversario. Yo esperaba que los triturarías, pero nada: me llevé chasco.

—Consiste eso, monseñor —contestó Arnaldo—, en que delante de vos estoy tranquilo, al paso que la presencia de los jueces me intimida y aturde. Además, confesaré que fiaba en el derecho que me asiste, y me parecía que la justicia abogaría en favor mío mejor que yo mismo. Ahora veo que no basta esto para convencer a los encargados de administrar justicia, que quieren palabras y nada más que palabras… ¡Ah, si ahora estuviese a tiempo! ¡Si quisieran oírme otra vez!

—¿Qué les dirías, Martín?

—Sacaría fuerzas de mi flaqueza y hablaría; ¡ya lo creo que hablaría! Así como así, no es tan difícil reducir a la nada todas las pruebas y alegatos de Arnaldo de Thill.

—A mí me parece punto menos que imposible.

—Dispensadme, monseñor, pero yo os aseguro que veía con toda claridad los puntos flacos de sus astucias, con tanta claridad como pudiera verlos él mismo, y si yo hubiese sido menos tímido y no hubieran faltado palabras, habría dicho a los jueces…

—¿Qué les habrías dicho? Veamos… habla.

—¿Que qué les habría dicho? Nada más sencillo, monseñor; escuchadme.

No transcribiremos el discurso que pronunció Arnaldo de Thill; diremos, y esto basta a nuestro propósito, que refutó de una manera elocuente todo cuanto ante el tribunal había manifestado la víspera. Desenmarañó los enredos y deshizo todos los equívocos a que había dado lugar la doble existencia de Martín Guerra y de Arnaldo con tanta mayor facilidad, cuanto que él mismo los había enredado. El conde de Montgomery dejó sin aclarar en el ánimo de los jueces ciertos puntos obscuros en extremo que no había conseguido explicarse a sí mismo, pero Arnaldo de Thill los envolvió en raudales de luz maravillosa. En una palabra: dejó claramente separados y perfectamente deslindados los dos destinos del hombre de bien y del pícaro, haciendo que los viese tan claros en su confusión como el aceite cuando se mezcla con agua.

—¿Por lo visto has practicado en París serios trabajos de investigación? —preguntó Gabriel.

—¡Claro que sí, monseñor! —contestó Arnaldo—. Debo añadir que, en caso de necesidad, puedo presentar pruebas de cuanto afirmo. Soy tardo en mis movimientos, no me excito fácilmente, pero cuando me apuran, encuentro tantos recursos como otro hombre cualquiera.

—Sin embargo, ten presente que Arnaldo ha invocado el testimonio del señor condestable de Montmorency, y contra el testimonio de ese señor nada puedes decir.

—Sí que puedo, monseñor. Es cierto que Arnaldo ha servido al condestable, pero no lo es menos que le prestaba servicios vergonzosos. Era así como espía suyo, circunstancia que explica perfectamente cómo y por qué entró a serviros, pues quería observaros y seguiros a todas partes. Ahora bien: a gente semejante se la emplea, pero ninguna persona de prestigio confiesa que la ha utilizado. ¿Creéis que el condestable de Montmorency aceptará la responsabilidad de los desafueros cometidos por su espía? ¡No, no! ¡Ni por pienso! Arnaldo de Thill, ni aun puesto entre la espada y la pared, se atrevería a invocar sinceramente el nombre del condestable, y si en último extremo, arrastrado por su desesperación, osase a tanto, su vergüenza y su confusión serían mayores, pues el condestable de Montmorency renegaría de él. Continúo, pues…

Y resumiendo sus afirmaciones con lógica irrebatible y claridad meridiana, acabó de pulverizar el edificio soberbio de imposturas que con habilidad diabólica había erigido la víspera.

Con la facilidad para convencer y la fluidez de expresión que poseía Arnaldo en nuestros días habría sido un criminalista notabilísimo. ¡Compadezcamos su memoria, porque tuvo la desgracia de venir al mundo trescientos años antes de lo que debía!

—Yo creo que lo que acabo de exponer no tiene réplica —dijo a Gabriel—. ¡Lástima que no me hayan oído los jueces!

—Alégrate, porque te han oído —replicó Gabriel.

—¡Cómo!

—¡Mira!

Abrióse en aquel momento la puerta del calabozo, y Arnaldo, tan sorprendido como alarmado, vio en el dintel, inmóviles y graves, al presidente del tribunal y a dos de sus jueces.

—¿Qué significa esto? —preguntó Arnaldo volviéndose hacia Gabriel.

—Significa —contestó Gabriel— que yo desconfiaba de la timidez de mi pobre Martín Guerra, y he querido que sus jueces, sin él saberlo, pudieran escuchar la defensa sin réplica que acabas de hacer.

—¡Magnífico! —exclamó Arnaldo de Thill respirando a sus anchas—. Os doy un millón de gracias, monseñor.

Volviéndose hacia sus jueces, prosiguió con entonación que procuró hacer temerosa:

—¿Puedo creer, puedo esperar que mis palabras han llevado al ánimo de mis jueces, en cuyas manos está hoy mi suerte, el convencimiento de la justicia de mi causa?

—Las pruebas que acabáis de ofrecernos son convincentes —respondió el presidente del tribunal.

—¡Ah! —exclamó Arnaldo con expresión triunfante.

—Pero otras pruebas, no menos ciertas, no menos convincentes —repuso el presidente—, nos permiten afirmar que ayer, al conducir a los dos presos a sus respectivos calabozos, padecieron los encargados de hacerlo cierta distracción, y Martín Guerra fue llevado a vuestro calabozo, y vos, Arnaldo de Thill, ocupáis en este momento el de Martín Guerra.

—¡Cómo…! —exclamó Arnaldo aterrado—. ¿Qué decís ante esta nueva infamia, monseñor? —preguntó a Gabriel.

—Digo que lo sabía —respondió Gabriel con severidad—, y añado, Arnaldo, que he querido que tú mismo presentases las pruebas de la inocencia de Martín y las de tu culpabilidad. Me has obligado a hacer un papel que me repugna, pero tu insolencia me demostró ayer que, cuando se acepta una lucha con gente como tú, no hay más remedio que apelar a las mismas armas que aquellas. A los que engañan se les vence con engaños; nada más justo. Por lo demás, nada he tenido que hacer yo; tal prisa te has dado en perjudicarte, que tu misma infamia te ha precipitado en el lazo.

—¡En el lazo! —repitió Arnaldo—. ¡Luego se trata de un lazo! ¡Pero tened en cuenta, monseñor, que es vuestro Martín el que cae en ese lazo! ¡Reflexionad, porque os juro que os engañáis, monseñor!

—Es inútil insistir, Arnaldo de Thill —dijo el presidente—. La confusión y el error fueron combinados y preparados por el mismo tribunal. Os habéis desenmascarado de tal modo, que huelgan todos los subterfugios.

—Pero, puesto que vos mismo afirmáis que ha habido error y confusión, ordenadas por el mismo tribunal —replicó el desvergonzado Arnaldo—, ¿quién os asegura que no las hubo también en la ejecución de las órdenes?

—El testimonio de los guardias y el de los carceleros —respondió el presidente.

—¡Pues se engañan todos ellos —gritó Arnaldo—, porque yo soy Martín Guerra, el escudero del señor de Montgomery! ¡No dejaré que me condenen así, a la ligera! Careádme con el otro preso, ponednos juntos, y veremos quién es el que se atreve a escoger, a distinguir a Arnaldo de Thill de Martín Guerra. ¡Veremos si hay quien diga, este es el culpable, y este el inocente! Como si no hubiesen surgido bastantes confusiones en esta causa, os habéis complacido en aumentarlas; pero vuestra misma conciencia impedirá que deis el paso definitivo. Yo gritaré hasta el fin, a pesar de todo y contra todos, que soy Martín Guerra, y desafío al mundo entero a que me contradiga y desmienta.

Los jueces y Gabriel movieron la cabeza y sonrieron con tristeza al ver la obstinación de aquel miserable sin pudor ni vergüenza.

—Repito por última vez, Arnaldo de Thill —replicó el presidente—, que no hay confusión posible entre vos y Martín Guerra.

—¿Por qué? ¿En qué se nos conoce? ¿En qué se nos distingue?

—¡Vas a saberlo, bribón! —gritó Gabriel, indignado.

A una señal suya, apareció en el umbral del calabozo Martín Guerra, pero Martín Guerra sin capa, Martín Guerra mutilado, Martín Guerra con una pierna de palo.

—Martín, mi buen escudero —repuso Gabriel—, escapó de la horca en la que le dejaste colgado en Noyón, pero no pudo librarse en Calais de una venganza demasiado legítima, dirigida contra una de tus infamias. En lugar tuyo fue precipitado a un abismo, y hubo necesidad de amputarle una pierna fracturada, que la Providencia utiliza hoy para establecer una diferencia entre el perseguido y su víctima. Ningún peligro corren los jueces aquí presentes; quienes de hoy en adelante, reconocerán siempre al criminal por su imprudencia, y al inocente por su herida.

Arnaldo de Thill, pálido, anonadado al oír las terribles palabras de Gabriel, no trató de defenderse ni de negar: el aspecto de Martín Guerra mutilado destruía de antemano todas sus mentiras.

Se dejó caer en tierra como una masa inerte, y murmuró:

—¡Estoy perdido…! ¡Perdido sin remedio!