Capítulo XXIV

ARNALDO, en vez de ser conducido directamente desde la sala del tribunal al calabozo que ocupaba en la cárcel, fue llevado a un patio interior que formaba parte del mismo edificio del juzgado, donde le dejaron solo durante algunos minutos, por si sus jueces creían conveniente llamarle de nuevo luego que terminase el interrogatorio de su contrario.

En cuanto se vio solo, entregóse a sus reflexiones y, por lo pronto, se felicitó por el efecto que su hábil defensa había producido en la sala de justicia. No estaría seguramente tan persuasivo Martín Guerra, pensaba el bribón de Arnaldo, no obstante tener toda la razón de su parte.

Que Arnaldo había ganado tiempo, no puede dudarse y no lo dudaba el interesado; pero, examinando las cosas con la atención debida, principiaba a comprender el falsario que no había ganado otra cosa, que la verdad, que con imprudencia tanta había embrollado y ocultado, concluiría por brillar. El mismo condestable de Montmorency, cuyo testimonio se había atrevido a invocar, difícilmente se prestaría a cubrir con su autoridad los desaguisados y fechorías de su espía.

Resultado: a fuerza de reflexionar, Arnaldo, tan alegre y pagado de sí mismo al principio, fue poco a poco perdiendo la esperanza y la serenidad, y al fin se dijo que su situación distaba mucho de ser tranquilizadora.

El desaliento, la zozobra, la intranquilidad, habían penetrado ya en su pecho cuando fueron a buscarle para conducirle al calabozo. ¡Nuevo motivo de ansiedad! El tribunal no consideraba necesario interrogarle después de las explicaciones de Martín Guerra.

La ansiedad de Arnaldo, con ser realmente muy grande, no le impidió observar que el carcelero que le había ido a buscar y le acompañaba no era el suyo.

¿A qué obedecería aquel cambio? ¿Sería que redoblaban las precauciones? ¿Intentarían hacerle hablar? Arnaldo hizo el firme propósito de estar en guardia, y no despegó los labios durante el camino.

¡Nuevo motivo de perplejidad para Arnaldo! ¡El nuevo carcelero le conducía a una celda distinta de la que hasta entonces había ocupado!

La de ahora tenía una ventana y una chimenea que no había en la primera.

Se advertía a primera vista que muy poco antes debió de estar ocupada aquella celda por otro preso, pues se reían esparcidas por el suelo migajas de pan tierno, un cántaro de agua, un lecho de paja y un cofre medio abierto que contenía trajes de hombre.

Arnaldo de Thill, acostumbrado a contenerse, no manifestó ninguna sorpresa, pero apenas se vio solo, corrió a registrar el cofre.

Encontró ropas, nada más que ropas, pero eran estas de un color y de una forma que Arnaldo creyó recordar. Sobre todo había dos casacas de paño pardo y dos calzones de punto amarillos, que llamaron su atención por el color y por el corte.

—¡Oh! —se dijo Arnaldo—. ¡Sería gracioso…!

No pudo continuar su soliloquio porque entró en aquel momento en su celda su desconocido carcelero.

—¡Hola, maese Martín Guerra! —dijo al preso dándole un golpecito en la espalda, como para probarle que si él no conocía a su carcelero, este en cambio le conocía a él perfectamente.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Arnaldo.

—Hay, amigo mío, que vuestro asunto, por las trazas, va admirablemente bien. ¿Sabéis quién ha obtenido de los jueces, y solicita ahora de vos el favor de conversar con vos durante algunos instantes?

—¡Por vida mía que no! ¿Cómo queréis que lo sepa? ¿Quién puede ser…?

—Vuestra mujer, amigo mío; vuestra mujer, Beltrana de Rolles en persona, que empieza a ver, sin duda, de parte de quién está la justicia y el derecho. Si yo estuviera en vuestro pellejo, no la recibiría.

—¿Por qué? —preguntó Arnaldo.

—¿Preguntáis por qué? Pues porque ha tardado una eternidad en rendirse a la evidencia. ¡A buena hora viene con su convencimiento! ¡Precisamente mañana dicta y publica oficialmente el tribunal la sentencia! Supongo que sois de mi opinión, ¿verdad? De consiguiente, voy a echar a cajas destempladas a la ingrata.

El carcelero dio un paso hacia la puerta; pero Arnaldo de Thill le detuvo diciendo:

—¡No, no, no! No la despidáis; quiero verla, sí, quiero verla. Puesto que tiene autorización de mis jueces, hacedla entrar, amigo mío.

—¡Siempre el mismo! —gruñó el carcelero—. ¡Siempre tan bonachón, tan generoso! ¡Bien dicen que genio y figura…! Si dejáis que vuestra mujer recobre el ascendiente que antes tenía sobre vos, mal os veo, amigo… Pero, en fin, cuenta vuestra es y no mía.

Salió el carcelero encogiéndose de hombros como compadeciendo al preso.

Dos minutos después volvía acompañando a Beltrana. Principiaba a anochecer.

—Os dejo solos —dijo el carcelero—, pero volveré a buscar a Beltrana antes de que cierre por completo la noche. Aprovechad bien el cuarto de hora que os conceden, para reñir o para reconciliaros, como mejor os convenga.

Inmediatamente salió de nuevo.

Beltrana se aproximó, avergonzada y con la cabeza inclinada, al que creía que era Martín Guerra, el cual permaneció sentado y silencioso.

—Martín —dijo la mujer con voz débil y tímida—; ¿me perdonas?

Temblaba de pies a cabeza y sus ojos se habían llenado de lágrimas.

—Perdonarte… ¿qué? —preguntó Arnaldo.

—Mi engaño, mi error grosero —contestó Beltrana—. Mal, muy mal he hecho en no conocerte, pero ten en cuenta que mi equivocación tenía motivos muy justificados, tanto, que, según parece, hubo un tiempo en que tú mismo te engañaste. Para salir de mi error he necesitado que todo el país, que el señor conde de Montgomery, que la justicia, que sabe muy bien lo que hace, me afirmen que tú eres mi verdadero marido y que el otro no era más que un impostor.

—¿Pero quién es el otro? ¿Quién es el impostor reconocido y declarado? ¿El que ha venido con el señor conde de Montgomery o el que se hallaba en posesión del nombre y de los bienes de Martín Guerra?

—¡El otro… el que me ha engañado… el falsario a quien la semana pasada llamaba yo, estúpida y ciega, mi marido!

—¿Según eso, ya no existe la menor duda? —preguntó con emoción Arnaldo.

—¡Absolutamente ninguna! —contestó Beltrana—. Los señores del tribunal y el señor conde de Montgomery, tu amo, me han asegurado hace un momento que están ciertos de que eres el verdadero Martín Guerra.

—¿Será verdad?

—Además, me han insinuado que debía pedirte perdón y procurar reconciliarme contigo antes de que dicten sentencia. Yo, siguiendo sus consejos, he solicitado y obtenido el permiso necesario para verte…

Beltrana hizo una pausa; pero, viendo que su pretendido marido no le contestaba, repuso:

—Es demasiado cierto, mi buen Martín, que mi conducta ha sido muy culpable, pero te ruego que consideres que mi falta no fue voluntaria. ¡Pongo por testigos a la Santísima Virgen y al Niño Jesús! Consiste mi culpa principal en no haber descubierto la superchería y desenmascarado a ese Arnaldo de Thill; pero ¿cómo había yo de suponer que pudiese haber en el mundo parecidos tan prodigiosos? ¿Se ha visto nunca que Dios crease dos criaturas tan exactamente iguales? Iguales en el rostro, iguales en la estatura, pero ¡ay!, opuestos en carácter, opuestos en corazón, y esta diferencia debió haberme hecho abrir los ojos, lo reconozco. ¿Pero tenía yo algún motivo para desconfiar? Arnaldo de Thill me hablaba del pasado como podías hacerlo tú, tenía tu anillo, tus papeles, ningún amigo, ningún pariente desconfió de él, y yo me dejé llevar de mi buena fe. Atribuía tus cambios de carácter a la experiencia que corriendo mundo habías adquirido. Sírvame de descargo, mi querido marido, que en la persona de ese desconocido que ostentaba tu nombre te amé siempre a ti, me sometí con gusto a ti, no a él. Considera esto, y me perdonarás seguramente un error fatal que me ha obligado a cometer, sin saberlo y sin quererlo, ¡Dios mío!, un pecado gravísimo, por el que pasaré el resto de mi vida pidiendo perdón a Dios y a ti.

Calló de nuevo Beltrana de Rolles, por si su marido se decidía a hablar y a consolarla; pero como aquel guardase silencio obstinado, la pobre mujer, con el corazón oprimido, continuó:

—Si es imposible, Martín, que me guardes rencor por mi primera falta, la segunda, por mi desgracia, es acreedora a todos tus reproches y a toda tu cólera. En ausencia tuya, pase que tomase a otro por ti; pero desde el momento que te presentaste, desde el momento en que pude hacer comparaciones, debí reconocerte al punto. He de suplicarte, sin embargo, que reflexiones y veas si también esta segunda falta merece alguna disculpa. En primer lugar, Arnaldo de Thill estaba en posesión del nombre y del título que te pertenecen, y me causaba repugnancia admitir una suposición que me declaraba culpable. En segundo lugar, apenas si he podido verte y hablarte; cuando me careaban contigo, vestías trajes que no eran los ordinarios y estabas embozado en una larga capa que me ocultaba tu cuerpo y no me permitía apreciar tu manera de andar. Me han tenido incomunicada casi con tanto rigor como a ti y a Arnaldo, y no os he visto a los dos juntos, sino siempre separados, y desde lejos. Dada la semejanza tan asombrosa que entre los dos existe, ¿qué medio tenía yo para averiguar la verdad? Me decidí, por consiguiente, casi a la ventura, por el hombre a quien la víspera llamaba todavía mi marido. Te suplico que no me guardes rencor por ello. Hoy me certifican los jueces que me he engañado, me aseguran que tienen pruebas convincentes de mi error, y en vista de declaración tan explícita, vengo a ti, arrepentida y confusa, confiando en tu bondad natural y en el cariño que en otro tiempo me tuviste. ¿Habré hecho mal en contar con tu indulgencia?

Calló Beltrana después de formular una pregunta tan directa, pero su supuesto marido continuó mudo.

Era evidente que Beltrana se proponía conmover a Martín Guerra. El medio empleado era algún tanto singular y extraño, pero como obraba de buena fe, visto el mutismo de su marido, insistió en la conducta que se había trazado, creyendo que era la más indicada para llegar hasta el corazón del hombre a quien suplicaba.

—A mí me encontrarás muy variada —repuso—. Ya no soy la mujer desdeñosa, caprichosa y colérica que tanto te hizo sufrir. Los malos tratos a que me ha sometido ese bribón llamado Arnaldo, y que debieron dármelo a conocer, han producido al menos un buen resultado, el de doblegarme y humillarme, tanto que has de encontrarme tan dócil y tan buena como eres tú… porque tú serás bueno y condescendiente conmigo y con el pasado, ¿verdad que sí? Vas a demostrarme que no me engaño perdonándome, y así te reconoceré por tu buen corazón, como te he reconocido ya por tu rostro.

—¿Luego me reconoces ahora? —preguntó al fin Arnaldo.

—¡Sí, sí! Lo que me avergüenza es no haberte reconocido al punto, sin necesidad de sentencias de jueces.

—¿Me reconoces? —insistió Arnaldo—. ¿Declaras que no soy ese intrigante que hace muy pocos días se fingía y pasaba por tu marido, sino el verdadero, el legítimo, el auténtico Martín Guerra, a quien no habías visto en muchos años? ¡Mírame bien! ¿Reconoces en mí a tu primero, a tu único esposo?

—Sin la menor duda.

—¿En qué lo conoces? ¡Veamos! ¿Qué señas sirven de base a tu seguridad?

—En cosas extrañas a tu persona, en indicios independientes de ti… Quiero decir, que no advierto en ti ninguna señal que me lo demuestre. Confieso que si te colocasen junto a Arnaldo de Thill, vestido como él, seguramente no te reconocería, porque vuestra semejanza es demasiado perfecta. Pero te conozco, sé que eres mi verdadero marido, porque me han dicho que me conducían a presencia de mi marido, porque te veo en tu celda y no en la de Arnaldo, y porque me recibes con la severidad que merezco, mientras que Arnaldo procuraría seducirme y engañarme.

—¡Miserable Arnaldo! —exclamó Arnaldo con voz severa—. ¡Y tú, mujer demasiado fácil, demasiado crédula…!

—¡Sí! ¡Dime cuanto quieras! —interrumpió Beltrana—. ¡Prefiero que me abrumes a fuerza de reproches a que me mates con tu silencio! Cuando hayas dado salida a la justa cólera encerrada en tu corazón, serás indulgente y cariñoso, te conozco bien, y me perdonarás.

—Veremos —contestó Arnaldo con menos dureza—. ¡No desesperes, Beltrana; he dicho que veremos!

—¡Oh! —exclamó Beltrana—. ¿No lo decía yo? ¡Ahora sí que no puedo dudar! ¡Tú eres mi verdadero, mi querido Martín Guerra!

Y se arrojó a sus plantas, y regó con lágrimas sus manos, creyendo de buena fe que hablaba con su marido. Arnaldo de Thill, que la observaba con cierta desconfianza, no pudo sorprender en ella nada que diese motivo a recelos. Las muestras de alegría y de arrepentimiento que daba no dejaban lugar a duda.

—¡Está bien! —decía para sus adentros Arnaldo—. ¡Día llegará, y no está lejano, en que me las pagues todas juntas, pérfida!

Fingiendo que se dejaba llevar de un impulso de cariño irresistible, dijo llevando la mano a sus ojos para secar una lágrima que no existía:

—Me abandona la entereza y conozco que voy a dejarme vencer.

Y como a su pesar, estampó un beso en la frente de Beltrana.

—¡Felicidad! —exclamó esta—. ¡Ya estoy casi perdonada!

Abrióse en aquel momento la puerta y entró el carcelero.

—¡Reconciliados! —exclamó con tono despectivo, al ver el grupo sentimental formado por los dos pretendidos esposos—. ¡Lo sabía de antemano! ¡Sois un infeliz, Martín!

—¡Cómo! ¿Le echáis en cara su bondad como si fuese un crimen? —preguntó Beltrana.

—¡Vaya… vaya! ¡No le hagas caso, tonta! —dijo Arnaldo con expresión bonachona.

—¡En fin, con su pan se lo coma! —repuso el inflexible carcelero—. Cada cual a lo suyo, y zapatero a tus zapatos, y mis zapatos ahora son haceros presente que pasó la hora, y que la llorosa arrepentida no puede permanecer aquí un segundo más.

—¿Tan pronto he de separarme de él?

—Tiempo tendréis de hartaros de verle mañana y los días sucesivos —contestó el carcelero.

—¡Es verdad! —exclamó Beltrana—. Mañana la libertad… Desde mañana, reanudaremos la vida dulce y tranquila de otro tiempo.

—Sí; los mimitos para mañana —dijo el terrible carcelero—. Y ahora, hacedme el favor de marcharos.

Beltrana besó con humildad la mano que con regio ademán le tendió Arnaldo, y salió con el carcelero.

Disponíase este a cerrar la puerta de la celda, cuando le llamó Arnaldo.

—¿No podríais traerme una luz… una lámpara? —le preguntó.

—Sí por cierto —contestó el carcelero—. Hoy, como todas las noches, os traeré una luz, que podréis tener encendida hasta las nueve. No os quejéis, porque ya hoy no os tratan con tanto rigor como a Arnaldo de Thill. Además: vuestro amo, el conde de Montgomery, es generoso; haceros favor es hacérselo a él. Dentro de cinco minutos os enviaré luz, Martín.

En efecto: momentos después entró el criado de la cárcel con una luz, que entregó al preso, despidiéndose seguidamente de él con las buenas noches y rogándole que la apagase a las nueve.

Arnaldo de Thill, apenas se quedó solo, se quitó la ropa que llevaba puesta y vistió rápidamente una de las famosas casacas pardas y uno de los no menos famosos calzones amarillos de punto que había encontrado en el cofre de Martín Guerra.

A continuación, quemó prenda por prenda su antiguo traje y mezcló sus cenizas con las que llenaban ya el hogar de la chimenea.

En la doble operación tardó menos de una hora, y de consiguiente, pudo apagar la luz y acostarse con tanta tranquilidad como si fuese el hombre más santo del mundo antes de las nueve.

—Ahora, esperemos —se dijo a sí mismo—. Parece que decididamente estoy vencido en el ánimo de los jueces; pero, o mucho me equivoco, o voy a encontrar en mi derrota misma los medios de salir victorioso, lo que no dejará de ser altamente gracioso. ¡Esperemos!