L que así hablaba, con entonación imperiosa, arrojó la capa obscura en que iba embozado y el sombrero cuyas alas le cubrían parte del rostro. Los convidados de Arnaldo de Thill, que se volvieron al oír sus palabras, pudieron ver un caballero joven y gallardo, de continente altivo y vestido con riqueza.
Un criado suyo, que había quedado a corta distancia, cuidaba de los dos caballos que les habían llevado allí.
Todos se pusieron en pie respetuosamente, sorprendidos e intrigados.
Arnaldo de Thill, pálido como un cadáver, murmuró asustado:
—¡El señor vizconde de Exmés!
—¡Contesta! —prosiguió Gabriel con voz de trueno—. ¿Me conoces?
Arnaldo, después de un momento de vacilación, durante el cual debió de calcular el alcance del peligro que se le venía encima y la manera de conjurarlo, contestó:
—Conozco, en efecto, al señor vizconde de Exmés, a quien algunas veces he visto en el Louvre y en otros sitios, cuando estuve al servicio del señor de Montmorency, pero no puedo creer que monseñor conozca a un pobre y oscuro servidor del condestable.
—Olvidas, sin duda, que también lo fuiste mío —replicó Gabriel.
—¿Quién? ¿Yo? —preguntó Arnaldo, fingiendo la más viva sorpresa—. ¡Oh! ¡Perdonad, monseñor, si os digo que sufrís una equivocación!
—Tan seguro estoy de no sufrirla, que requiero explícitamente al juez de Artigues, aquí presente, a que te prenda y encarcele en el acto. ¿Hablo claro?
Todos los comensales hicieron un movimiento de terror. El juez quedó admirado y aturdido. Únicamente Arnaldo supo mantenerse tranquilo… en apariencia.
—¿Podré saber a lo menos de qué crimen se me acusa? —preguntó.
—Te acuso —contestó con entereza el vizconde— de haber suplantado inicuamente a mi escudero Martín Guerra, de haberle robado villana y traidoramente su nombre, su casa y su mujer, abusando de una semejanza tan completa con él, que a mí mismo me parecería imposible si no tuviese pruebas evidentes.
La estupefacción de los convidados fue inmensa al oír aquella acusación terminante.
—¿Qué significa esto? —se preguntaban consternados—. ¿Martín Guerra no es Martín Guerra? ¿Qué brujería es esta?
La mayor parte de aquellas gentes sencillas comenzaron a persignarse y a recitar en voz baja fórmulas de exorcismo, y todos sin excepción miraban espantados al anfitrión.
Comprendió Arnaldo la necesidad de dar un golpe de efecto si quería atraerse a los que ya dudaban, y, volviéndose hacia la que llamaba su mujer, dijo:
—¡Habla, Beltrana! ¿Soy o no soy tu marido?
La pobre mujer, asustadísima, no había pronunciado palabra, limitándose a mirar con ojos desmesuradamente, ora a Gabriel, ora a su supuesto marido. Pero al ver el fiero gesto de Arnaldo, al oír su voz amenazadora, no vaciló más, y se arrojó en sus brazos con efusión, exclamando:
—¡Mi querido Martín Guerra!
Bastaron estas palabras para romper el encanto; todos los convidados se volvieron hacia el vizconde de Exmés dejando escapar murmullos de disgusto.
—Caballero —le dijo Arnaldo con ademanes de vencedor—; en vista del testimonio de mi mujer y de mis parientes y vecinos, ¿persistís todavía en vuestra extraña acusación?
—Persisto —respondió con calma Gabriel.
—¡Permitidme una sola palabra! —exclamó Carbón Barreau—. Me extrañaba que yo hubiese visto visiones. Puesto que, al parecer, existe otro individuo que se parece en todo al que hoy festeja aquí el aniversario de su boda, yo afirmo y juro que uno de los dos es mi sobrino Arnaldo de Thill, natural de Sagias, como yo.
—¡Ah! ¡No contaba yo con este socorro tan oportuno como providencial! —dijo Gabriel dirigiéndose al viejo—. ¿Reconocéis a este hombre como sobrino vuestro?
—Hablando con arreglo a mi conciencia, no me atrevería a precisar si mi sobrino es este o el que se le parece; pero sí a jurar que si se ha cometido alguna impostura, se puede acusar sin temor de ella a mi sobrino, muy acostumbrado a cometerlas.
—¿Lo oís, señor juez? —preguntó Gabriel—. El culpable podrá ser este o el otro, pero no queda duda de la comisión del delito.
—¿Pero, dónde está el que, a fin de suplantarme a mí, se finge suplantado? —preguntó con osadía Arnaldo—. ¿No van a carearme con él? ¿Se esconde, por ventura? Que se presente, y veremos quién de los dos dice verdad.
—Martín Guerra, mi escudero —contestó Gabriel—, obedeciendo órdenes mías, se ha constituido preso en Rieux. Señor juez: soy el conde de Montgomery, capitán de guardias del rey. Me ha reconocido el mismo acusado. Pido que reduzcáis a ese hombre a prisión, como lo ha sido ya su acusador. Cuando entrambos estén en poder de la justicia, espero demostrar sin dificultad cuál de ellos es el impostor.
—Es evidente, monseñor —contestó el juez—. Que sea Martín Guerra conducido inmediatamente a la prisión.
—Yo mismo me constituiré en ella sin que nadie me acompañe —dijo Arnaldo—, porque quien no ha obrado mal, nada teme. Mis buenos y leales amigos y parientes —añadió dirigiéndose a sus invitados, creyendo que le convenía ganarse sus simpatías—: Cuento con vuestro sincero testimonio para salir airoso de este trance. Vosotros, que me habéis conocido, que me habéis tratado, diréis quién soy yo; ¿verdad?
—¡Sí, sí! ¡Puedes estar tranquilo, Martín! —gritaron a coro los convidados.
En cuanto a Beltrana, había creído conveniente recurrir a un desmayo.
Ocho días después de la escena narrada, se celebraba la vista de la causa en el juzgado de Rieux, causa curiosa, complicada y de difícil fallo. Digna era, a no dudar, de la que da una idea el hecho de que, después de transcurridos próximamente trescientos años, todavía se hable de ella en nuestros días.
Si Gabriel de Montgomery no se hubiese mezclado en ella, es probable que los dignos jueces de Rieux, con toda su buena voluntad, no hubiesen conseguido poner en claro un asunto tan misterioso.
Lo primero que pidió Gabriel fue que bajo ningún pretexto fueran careados los dos adversarios hasta nueva orden. Los interrogatorios y pruebas fueron practicadas por separado, y tanto Martín como Arnaldo de Thill permanecieron en sus celdas rigurosamente incomunicados.
Martín Guerra, envuelto en una capa, fue puesto delante de su mujer, de sus parientes y de Carbón Barreau.
Todos le reconocieron: unánimemente declararon que era Martín Guerra, que la confusión era imposible.
Pero, presentado a su vez Arnaldo de Thill, afirmaron con la misma unanimidad que era Martín Guerra.
Todos gritaban, todos se asustaban, pero nadie daba un indicio que pudiese conducir a la justicia al esclarecimiento de la verdad.
—¡El diablo del infierno quedaría corrido como una mona en un caso como este! —exclamaba Carbón Barreau, titubeando entre sus dos sobrinos.
A falta de diferencias materiales, podían servir de guía a Gabriel y a los jueces las contradicciones de los hechos y lo opuesto de los caracteres de los dos Martín Guerra.
Desgraciadamente, tampoco este medio prometía resultados satisfactorios. Al hacer la historia de sus primeros años, Arnaldo y Martín contaban los mismos hechos, recordando las mismas fechas y citaban los mismos nombres con desesperante exactitud.
Por añadidura, Arnaldo presentaba cartas de su mujer, documentos de familia y su anillo de boda; pero Martín explicaba que Arnaldo, después de haberle hecho ahorcar en Noyón, pudo robarle los documentos y el anillo en cuestión.
La perplejidad de los jueces continuaba siendo la misma, su incertidumbre mayor cada día. Tan claros y tan elocuentes eran los datos, los indicios, las apariencias presentados por uno y otro; y las manifestaciones de entrambos presentaban idénticas muestras de sinceridad.
Imposible fallar un litigio tan arduo si no se encontraban pruebas formales y testimonios concluyentes. Gabriel se encargó de suministrarlos.
En primer lugar, a petición suya, el presidente del tribunal hizo comparecer a Arnaldo y a Martín Guerra, y dirigió a entrambos la pregunta siguiente:
—¿Dónde habéis estado desde la edad de doce años hasta la de dieciséis?
Los dos contestaron sin titubear:
—En San Sebastián, Vizcaya, en casa de mi primo Sanxi.
Sanxi, obligado a comparecer como testigo, certificó que el hecho era cierto.
Gabriel se acercó a Sanxi y le dijo algunas palabras al oído. Sanxi sonrió, y seguidamente interpeló a Arnaldo en lengua vascuence.
Arnaldo palideció y no supo contestar.
—Lo he olvidado —contestó Arnaldo con voz insegura.
Sometido Martín Guerra a la misma prueba, estuvo hablando en vascuence por espacio de más de un cuarto de hora, con gran alegría de su primo y satisfacción de los jueces y del público.
A esta prueba, que principió a descubrir la verdad y a iluminar los espíritus, siguió muy pronto otra que, aunque copia de la conocida de la Odisea, no fue por eso menos significativa.
Los vecinos de Artigues de la misma edad que Martín recordaban aún con envidia su habilidad y fuerza en el juego de pelota. A su regreso al pueblo, el falso Martín Guerra no aceptó ninguno de los partidos que le propusieron, pretextando que había recibido una herida en la mano derecha. En cambio, el Martín Guerra auténtico disfrutó lo indecible jugando en presencia de sus jueces con los pelotaris más afamados del pueblo. Lo hizo sentado y envuelto en una capa, limitándose a devolver las pelotas que le enviaban, pero las jugaba con habilidad y fuerza verdaderamente prodigiosas.
A partir de aquella prueba, las simpatías públicas, tan importantes en casos como el que se trataba de esclarecer, se declararon por Martín, es decir, en favor del derecho, por extraño que parezca.
Otra prueba acabó de perder a Arnaldo en el ánimo de los jueces.
La talla de los dos acusados era exactamente igual; pero Gabriel, que andaba constantemente al acecho de indicios creyó descubrir que el pie de su leal escudero, el único que le quedaba, era bastante más pequeño que los de Arnaldo de Thill.
El viejo zapatero de Artigues, citado por el tribunal, presentó las medidas antiguas y las nuevas.
—Puedo asegurar —dijo— que Martín calzaba en otro tiempo nueve puntos, y que me sorprendió que a su regreso calzase doce. Creí, sin embargo, que sus muchos viajes habrían alargado sus pies.
Tomó entonces medida al único pie que la Providencia había conservado al verdadero Martín Guerra, sin duda para que contribuyese al triunfo de la verdad, y el zapatero, terminada su faena, reconoció y proclamó que era aquel el pie auténtico que tantas veces había calzado, y que, a pesar de los largos viajes, era como fue antes.
Desde aquel instante, todos proclamaron la inocencia de Martín y la culpabilidad de Arnaldo.
Pero no eran bastantes estas pruebas materiales: Gabriel quería aportar testimonios morales.
Hizo que compareciera el campesino que Arnaldo había enviado a París con el encargo de anunciar que Martín Guerra había sido ahorcado en Noyón. El buen hombre lo declaró así, añadiendo que experimentó la sorpresa mayor de su vida al encontrar en un palacio de la calle de los Jardines de San Pablo al mismo a quien días antes vio viajando en dirección a Lyón, circunstancia que despertó las primeras sospechas de Gabriel.
Declaró de nuevo Beltrana de Rolles.
La pobre mujer, no obstante el cambio completo de la opinión, continuaba declarándose en favor de quien la dominaba por el miedo.
Interrogada por los jueces sobre si había observado variaciones substanciales en el carácter de su marido, contestó:
—¡Sí! ¡Realmente ha vuelto muy cambiado, pero ha sido en su ventaja!
Como la instaran a que se explicase con más claridad, añadió:
—Martín, en otro tiempo, era dócil y bueno como un cordero, se dejaba dirigir y gobernar por mí hasta tal extremo, que a mí misma me dio vergüenza muchas veces. Pero ha vuelto hecho un hombre, un amo en toda la extensión de la palabra. Me ha hecho ver que yo procedí mal en otro tiempo, me ha demostrado que mi obligación, como mujer que soy, es obedecerle. Hoy soy yo la que obedezco, la que bajo la cabeza cuando él habla o levanta la mano. Esa autoridad la ha adquirido en sus viajes; desde que regresó, cada uno de nosotros ocupa el puesto que le corresponde. Me he acostumbrado a obedecer, y estoy muy contenta.
Otros vecinos de Artigues declararon que Martín Guerra fue siempre inofensivo, piadoso y bueno, pero que, desde su regreso, observaron que era agresivo, impío y malo, añadiendo, como el zapatero y Beltrana, que atribuían semejantes cambios de carácter a sus viajes.
El conde de Montgomery habló al fin en medio del respetuoso silencio de los jueces y de los circunstantes.
Explicó las extrañas circunstancias que habían hecho que tuviese a su servicio a los dos Martines, habló de los inexplicables cambios de conducta de su escudero, hoy moderado y virtuoso y mañana vicioso y truhán, terminando su discurso con un relato de los acontecimientos que al fin le hicieron sospechar la verdad. Nada omitió: ni los terrores de Martín, ni las felonías de Arnaldo; dio cuenta de las virtudes del uno y de los crímenes del otro, y consiguió que todos viesen clara como la luz del sol aquella historia obscura y embrollada. Unánimemente se pidió el castigo del culpable y la rehabilitación del inocente.
La justicia de aquellos tiempos era menos complaciente y menos cómoda para los culpables que la de nuestros días. Arnaldo estaba perdido sin remedio, y todavía desconocía los cargos abrumadores que pesaban sobre él. Cierto que no quedó tranquilo después de la prueba de la lengua vasca y del juego de pelota, pero creía que las explicaciones dadas a sus jueces habían sido más que suficientes. En cuanto a las medidas tomadas por el zapatero, ni se le alcanzó siquiera el objeto que pudieran tener. Por otra parte, tampoco sabía si el Martín Guerra auténtico había salido más airoso que él.
Cediendo a un sentimiento generoso de equidad, quiso Gabriel que Arnaldo estuviese presente y escuchase la acusación fiscal, a fin de que pudiera defenderse. Martín permaneció en la cárcel, mientras Arnaldo, sentado en el banquillo de los acusados, no perdió palabra del discurso convincente del conde de Montgomery.
Cuando Gabriel terminó de hablar, Arnaldo, sin desalentarse ni intimidarse, pidió permiso para rebatir los cargos acumulados sobre él. El tribunal no quería acceder a su demanda, pero se rindió a las instancias de Gabriel, y Arnaldo pudo hablar.
Lo hizo admirablemente. El bribón poseía una elocuencia natural maravillosa, y además, un talento poco común y una habilidad magistral para embrollar los asuntos.
Gabriel había puesto todo su empeño en esclarecer las tenebrosas aventuras de los dos Martines; Arnaldo cuidó de enredar otra vez los hilos y de introducir en el ánimo de los jueces una confusión horrenda. Declaró que no comprendía nada de cuanto se había dicho sobre aquellas dos existencias que se confundían e identificaban, que no tenía por qué explicar los quid pro quo[20] con que intentaban confundirle, y que lo único que debía hacer era responder de su vida propia y justificar sus actos personales.
Contó con lógica admirable cuanto había hecho desde niño, interpeló a sus parientes, a sus amigos, a sus vecinos, les recordó circunstancias e incidentes que ellos mismos habían olvidado, y rio de ciertas cosas y se enterneció al recordar otras.
No sabía hablar vascuence ni podía jugar a la pelota, nada más cierto, pero dijo que no todos retienen en la memoria las lenguas que aprenden en la adolescencia, y en cuanto a la pelota, allí estaba la cicatriz de su mano, patente a todos, pregonando por qué no podía jugar. Ignoraba si su adversario había dejado satisfechos a los jueces en lo referente a los dos puntos; pero, aun cuando así fuera, no costaba tanto trabajo aprender un dialecto y ejercitarse en un juego.
Añadió que el señor conde de Montgomery, engañado, a no dudar, por algún intrigante, le acusaba de haber robado a su escudero los documentos que acreditaban su identidad, pero sin presentar prueba alguna material de su acusación.
El campesino de quien se había hablado en la vista de la causa, podía muy bien ser un cómplice del que pretendía hacerse pasar por Martín.
Desvirtuó la acusación de haber robado el importe del rescate del conde de Montgomery diciendo que era verdad que regresó a Artigues con cierta suma de dinero, pero que esta era mucho mayor que la indicada por el conde, y por otra parte, podía explicar satisfactoriamente su procedencia, exhibiendo el oportuno certificado del muy alto y muy poderoso condestable de Montmorency.
Dio Arnaldo una prueba más de su diabólica astucia al traer a colación el nombre del condestable, pues no dudó que deslumbraría a los jueces y a los testigos con nombre tan prestigioso. Suplicó a los jueces que pidieran informes a su ilustre señor, quien se apresuraría a justificar a quien tan lealmente le había servido.
En una palabra: fue tan hábil el discurso de aquel canalla, habló con tanto calor, supo dar a su impudencia tanta apariencia de inocencia, que Gabriel advirtió que los jueces vacilaban de nuevo.
Fuerza era dar el golpe decisivo, y Gabriel resolvió descargarlo.
Dijo algunas palabras en voz baja al presidente y este ordenó que llevasen a Arnaldo a la cárcel y que trajesen a Martín Guerra.