EIS semanas después, el día 15 de junio de 1558, la verde parra que atrevida trepaba por los oscuros muros de la casa más bonita de la aldea de Artigues, situada cerca de Rieux, encuadraba una escena desarrollada en el dintel de la puerta de aquella, que en medio de su sencillez algo tosca, no dejaba de tener cierto interés.
Un hombre, que a juzgar por el polvo que cubría sus pies, acababa de hacer una larga caminata, estaba sentado en un banco de madera. Una mujer, arrodillada ante él, le desataba los zapatos.
El hombre fruncía el entrecejo; la mujer sonreía.
—¿Acabarás de una vez, Beltrana? —preguntó el hombre con voz dura—. ¡Tu torpeza y tu lentitud me desesperan!
—Ya está, Martín —contestó sonriendo siempre la mujer.
—¿Ya? ¡Hum! —refunfuñó el llamado Martín—. ¡Muy pronto lo has dicho! ¿Dónde están los zapatos que me he de poner ahora? Apuesto a que no has tenido la previsión de traerlos, estúpida, y me obligarás a estar descalzo lo menos dos minutos.
Entró Beltrana corriendo en la casa, y reapareció al cabo de un segundo con otros zapatos, que se apresuró a calzar a su dueño y señor.
El lector habrá reconocido sin duda a los personajes: el hombre, bajo el nombre de Martín Guerra, era Arnaldo de Thill, imperioso y brutal como siempre, y la mujer, Beltrana de Rolles, prodigiosamente dócil e infinitamente más puesta en razón que nunca.
—¿Y mi vaso de aguamiel, dónde está? —repuso Martín con la misma brusquedad.
—Dispuesto ya, mi querido Martín: voy a buscarlo —contestó con timidez Beltrana.
—¡Siempre me has de hacer esperar! —gritó Martín dando una patada en el suelo—. ¡Tráelo pronto, porque si no…!
Un ademán demasiado expresivo terminó el sentido de la frase.
Beltrana entró y salió de la casa con la rapidez del relámpago. Martín arrebató de sus manos un vaso lleno de aguamiel, que apuró de un trago con visible satisfacción.
—Está muy bien —se dignó decir a su mujer, devolviéndole el vaso.
—¡Pobre Martín! ¿Tienes calor? —se atrevió a preguntar la mujer, secando solícita con su pañuelo la frente de su bronco esposo—. ¡Toma, ponte el sombrero, no vayas a constiparte…! ¿Estarás cansado, verdad?
—¿No he de estarlo? —gruñó Martín—. ¡Es mucho cuento que haya uno de conformarse con las estúpidas costumbres de este país! ¿Por qué razón, todos los aniversarios de nuestra boda, he de rondar por esos pueblos y traer a comer a una pandilla de parientes muertos de hambre? Había yo olvidado esa costumbre ridícula, y a fe que, si no me la hubieses recordado ayer, Beltrana… En fin, ya están todos invitados, y dentro de dos horas llegarán a esta casa toda esa parentela de mandíbulas incansables y de vientres sin fondo.
—Gracias, Martín —dijo Beltrana—. Tienes razón; es una costumbre absurda, pero a la que no hay más remedio que conformarse, si no quiere uno pasar por orgulloso e insolente.
—¡La razón es de las que convencen! —exclamó Martín con ironía—. Pero dime, haragana: ¿qué has hecho tú? ¿Has preparado la mesa en el huerto?
—Sí, Martín; tal como me lo habías ordenado.
—¿Has invitado al juez?
—Sí, Martín, y me ha dicho que hará lo posible por asistir a la comida.
—¡Qué hará lo posible! —gritó Martín colérico—. ¡No me basta! ¡Quiero que asista! ¡Le habrás invitado de mala gana…! Sabes cuánto interés tengo por hacerme amigo del juez, y, sin embargo, haces cuanto puedes por contrariarme. ¡Su presencia es lo único que podía hacerme tolerar la fastidiosa costumbre y la carga inútil de este ridículo aniversario!
—¡Ridículo aniversario! ¡Ridículo aniversario el de nuestro casamiento! —repitió Beltrana con lágrimas en los ojos—. ¡Ah, Martín! Eres hoy un hombre muy instruido, has viajado mucho, has visto mucho, y puedes reírte de los antiguos prejuicios del país, pero… ¡por favor!, no abomines de un aniversario que me recuerda tiempos en que eras menos severo y tratabas con mayor ternura a tu pobre mujer.
—¡Sí! —respondió Martín con risa sardónica—. Te recuerda tiempos en que mi mujer era menos cariñosa y más áspera que un cardo, tiempos en que llegaba a veces hasta a poner su mano…
—¡Por Dios, Martín! ¡No evoques recuerdos que me llenan de vergüenza, no me hagas acordar de lo que casi no comprendo!
—Menos comprendo yo que pudiera ser tan asno que lo aguantase… Pero, dejemos esto: mi carácter se ha modificado mucho y el tuyo también: quiero hacerte esta justicia. Como dices muy bien, desde aquellos tiempos vergonzosos he visto mucho mundo y he aprendido mucho. Tu mal comportamiento me obligó a correr mundo; sin proponérmelo, he adquirido experiencia, y al regresar a mi casa el año pasado, restablecí el orden natural de las cosas, impuse en mi hogar el reinado de la normalidad. Algún trabajo me costó conseguirlo; pero el milagro se hizo, gracias a haber traído conmigo otro Martín, el que yo llamo Martín-Estaca.
Ahora todo marcha a las mil maravillas, vivimos en paz, y somos modelo de matrimonios.
—¡Verdad es, gracias a Dios!
—¡Beltrana!
—¿Qué me mandas, Martín?
—Vas a volver inmediatamente a la casa del juez de Artigues —repuso Martín con entonación de soberano absoluto—. Renovarás tus instancias, y le arrancarás la promesa formal y terminante de asistir a nuestra comida. Ten entendido que, si no viene, te haré responsable a ti. Ya me entiendes. Vete, Beltrana, y vuelve en seguida.
—Voy volando —contestó Beltrana. Arnaldo de Thill la siguió con una mirada de satisfacción. Cuando aquella desapareció, se tendió perezosamente en el banco, reflejando la beatitud egoísta y desdeñosa del hombre feliz que nada tiene que temer ni desear.
No vio a un caminante que, apoyado sobre su bastón, avanzaba trabajosamente por el camino, sufriendo los rigores de un sol abrasador, hasta que, llegado junto a Arnaldo, se detuvo preguntando:
—Dispensadme, amigo: ¿no habría en el pueblo una posada dónde yo pudiese descansar y comer?
—No —contestó Arnaldo sin moverse siquiera—. Si queréis encontrar algo parecido a una posada, tenéis que ir a Rieux, que dista dos leguas de aquí.
—¡Dos leguas más! —exclamó el caminante—. ¡Dos leguas y estoy rendido! ¡Daría de buena gana un doblón de oro por mi hospedaje!
—¿Un doblón de oro? —preguntó Arnaldo, tan codicioso como siempre—. Siendo así, mi buen amigo, en esta casa podremos proporcionaros, si lo deseáis, una cama en un rincón, y en cuanto a comida, hoy cabalmente celebramos con un banquete el aniversario de mi boda: no estorbará un convidado más. ¿Os conviene?
—¡Indudablemente! Ya os he dicho que me caigo de cansancio y de hambre.
—¡Pues no hay más que hablar! Pagaréis una moneda de oro.
—¡Ahí va adelantada!
Incorporóse Arnaldo para recibir el doblón, y levantó al mismo tiempo el sombrero que cubría sus ojos y parte de su cara.
El caminante retrocedió un paso lleno de sorpresa.
—¡Mi sobrino! —exclamó—. ¡Arnaldo de Thill!
Arnaldo se puso pálido; pero reponiéndose al instante, replicó:
—¿Vuestro sobrino? No os conozco. ¿Quién sois?
—¿Que no me conoces, Arnaldo? ¿No conoces ya a tu viejo tío materno Carbón Barreau, a quien tantos disgustos has dado? ¡Por supuesto, que en lo tocante a disgustos, en la misma medida que a mí, has favorecido a toda la familia!
—¡A fe mía que no! —contestó Arnaldo riendo con insolencia.
—¿Reniegas de mí, de ti, de tu sangre? ¿También has olvidado que mataste a disgustos a tu madre, mi santa hermana, pobre viuda que abandonaste en Sagias, hace ya diez años? ¿Conque no me conoces, mal corazón? ¡Pues yo te conozco a ti demasiado bien!
—No sé de qué me estáis hablando, buen hombre —replicó Arnaldo sin desconcertarse—. No me llamo Arnaldo, sino Martín Guerra, ni soy de Sagias, sino de Antigües. Los viejos del país, los que me han visto nacer, lo atestiguarán, y si deseáis que os tomen a risa, no tenéis más que repetir lo que acabáis de decirme a mí delante de mi mujer Beltrana de Rolles y de todos mis parientes, que no tardarán en venir.
—¡Vuestra mujer! ¡Vuestros parientes! —replicó Carbón Barreau estupefacto—. Dispensadme… ¿Estaré equivocado? ¡Pero, si no es posible! ¡Una semejanza tan completa…!
—Al cabo de diez años, las semejanzas son de difícil comprobación. Sin duda estáis delirando, buen hombre. No tardaréis en oír lo que dicen mi mujer y mis parientes, que están para llegar.
—En ese caso —dijo Carbón Barreau medio convencido—, podréis vanagloriaros de pareceros a mi sobrino Arnaldo de Thill como un huevo a otro huevo.
—Vos lo decís —contestó Arnaldo bromeando—; yo no me he vanagloriado de ello.
—¡Ah! Cuando digo que podéis vanagloriaros, nada más lejos de mi ánimo para que nadie se envanezca de parecerse a un tunante de su calaña, ni mucho menos. Yo, que soy de la familia, puedo decir que mi sobrino es el bribón más redomado que se puede imaginar. Bien pensado, no debí confudiros con él, porque no es posible que viva a estas fechas. Han debido ahorcarle hace mucho tiempo.
—¿Lo creéis así? —preguntó Arnaldo.
—Me atrevo a asegurarlo, señor Martín Guerra —contestó Carbón Barreau con convicción—. Supongo que no os molestará que hable así de ese canalla, toda vez que nada tiene que ver con vos, ¿verdad?
—A mí no; ¿por qué había de molestarme? —dijo Arnaldo, no muy satisfecho.
—¡Cuántas veces me he dado la enhorabuena, delante de su pobre madre, hecha un mar de lágrimas, por haber permanecido soltero y no tener hijos, que acaso habrían deshonrado mi nombre, como mi sobrino ha deshonrado el de sus padres!
—¡Toma! ¡Pues ahora caigo! —pensó Arnaldo—. ¡Mi tío Carbón no tenía hijos, y, por consiguiente, herederos directos!
—¿En qué pensáis, señor Martín? —preguntó el viajero.
—Pienso en que, pese a vuestras afirmaciones en contrario, señor Carbón, os alegraríais de tener hijos, y a falta de hijos, no os desagradaría ver a ese sobrino que tantos disgustos os ha ocasionado, pero a quien, no obstante sus calaveradas, tendríais algún afecto y hasta le legaríais vuestros bienes.
—¿Mis bienes?
—Vuestros bienes, sí: El que siembra doblones de oro con tanta liberalidad como vos, no puede ser pobre. Pues bien: ese Arnaldo que decís que se me parece tanto, sería probablemente vuestro heredero… ¡Diablo! ¡Creed que siento no ser él!
—Arnaldo de Thill, si no hubiese muerto ahorcado, sería heredero mío a mi muerte; es cierto —contestó con gravedad Carbón Barreau—. He de decir, sin embargo, que no le sacaría de grandes apuros la herencia, porque no soy rico. Pago hoy un doblón de oro para que me proporcionen comida y lecho donde descansar, porque estoy extenuado de cansancio y de hambre, pero esto no significa que mi bolsa esté llena… Por desgracia, pesa poco; demasiado poco.
—¡Bah! —exclamó Arnaldo con incredulidad.
—¿No me creéis, maese Martín Guerra? Como queráis; pero es lo cierto que voy a Lyón en busca de un asilo y de un pedazo de pan que el Presidente del Parlamento, de quien he sido portero por espacio de veinte años, me ofrece para lo que me resta de vida. Mi generoso señor me ha enviado también veinticinco doblones para que pagase mis pequeñas deudas y sufragase los gastos del camino. Lo que de esa cantidad me resta es lo único que poseo en el mundo, por consiguiente, mi herencia es demasiado mísera para que Arnaldo de Thill, suponiendo que viviese todavía, viniera a reclamarla. He aquí por qué…
—¡Basta, basta, señor hablador! —interrumpió con brusquedad Arnaldo de Thill—. ¿Creéis que tengo el tiempo para escuchar sandeces? Entrad en casa si os acomoda. Comeréis dentro de una hora, descansaréis después, y quedaremos en paz, sin que ni vos tengáis necesidad de pronunciar discursos, ni yo de escucharlos.
—Entonces, ¿por qué me habéis preguntado?
—Entrad, buen hombre, o no entréis, como queráis. Van llegando mis convidados, y me permitiréis que os deje a vos para atenderles a ellos. Entrad; en mi casa no gasto ceremonias; así que no os acompaño.
—¡Viendo estoy que no las gastáis, amigo! —dijo Carbón Barreau.
Y entró en la casa refunfuñando contra el tornadizo humor del dueño de la misma.
Tres horas después los comensales ocupaban aún sus asientos a la sombra de los olmos. No faltaba uno solo, ni el juez de Artigues, cuyo favor quería granjearse Arnaldo, y que se había sentado en el puesto de honor.
Circulaban los vasos llenos de vino con tanta rapidez como los chistes y alegres chanzonetas. Los jóvenes hablaban del porvenir, los viejos del pasado. Carbón Barreau hubo de convencerse de que el dueño de la casa se llamaba Martín Guerra, puesto que como tal le conocían y trataban todos los vecinos de Artigues.
—Oye, Martín Guerra —decía uno—; ¿te acuerdas de aquel fraile agustino, el padre Crisóstomo, que nos enseñó a leer a los dos?
—¡Y tanto si lo recuerdo! —respondía Arnaldo.
—¿Te acuerdas, primo Martín —preguntaba otro—, que el día de tu boda se dispararon por primera vez en el pueblo tiros de arcabuz, en señal de regocijo?
—Como si fuera ayer —contestaba Arnaldo, abrazando a su mujer como para reavivar sus recuerdos.
—Ya que tan buena memoria tienes —dijo de pronto una voz de timbre enérgico, a espaldas de los comensales—, ya que de tantas cosas sabes, Arnaldo de Thill, tal vez te acuerdes también de mí; ¿me equivoco?