Capítulo XXI

LA pobre Aloísa, aunque acostumbrada de mucho tiempo a la espera, a la soledad y al dolor, pasó dos o tres horas mortales sentada delante de la ventana y mirando a la calle por si veía regresar a su querido señor.

Cuando llamó a la puerta el obrero portador de la carta de Gabriel, Aloísa fue la que salió corriendo a abrirle, contenta en parte porque, ya que no otra cosa, al menos tendría noticias de Gabriel.

En efecto; noticias eran, pero ¡qué terribles! No bien leyó las primeras líneas, parecióle que ante sus ojos se extendía un velo, y si quiso ocultar su emoción, hubo de volver precipitadamente a la cámara, donde terminó, no sin traba, la lectura de la carta fatal.

Raudales de lágrimas derramaban sus ojos, pero mujer de temperamento enérgico y de alma vigorosa, se dominó, secó su llanto y salió para decir al portador de la carta:

—Está bien. Hasta la noche. Esperaré.

El paje Andrés la preguntó lleno de ansiedad, pero ella contestó que difería hasta la mañana siguiente su respuesta, porque tenía mucho en qué pensar y no menos qué hacer.

En cuanto llegó la noche, hizo que toda la servidumbre se acostase temprano, diciendo:

—El señor no vendrá esta noche; podéis retiraros.

Sin embargo, así que se vio sola, monologó de esta suerte:

—¡Sí! ¡El señor vendrá!, pero ¡ay de mí!, ¡no será el señor joven, sino el viejo! ¡No será el vivo, sino el muerto!

¡No me mandaría que encerrase en la cripta funeraria de los condes de Montgomery ningún cadáver que no fuese el de su padre…! ¡Oh, mi noble señor! ¡Vos, por quién murió mi pobre Perrot, habéis ido a reuniros con vuestro fiel escudero! ¿Pero, bajó vuestro secreto con vos a la tumba? ¡Misterios… misterios…! ¡Misterios por todas partes! ¡Misterios y terrores…! Pero, no importa: obedeceré sin saber, sin comprender, sin esperar nada… ¡Es mi deber, y lo cumpliré hasta el último momento!

El doloroso monólogo de Aloísa terminó en una plegaria ardiente: es lo que suele hacer el alma humana cuando la carga de la vida resulta pesada en exceso; se refugia en el de Dios.

A eso de las once, hora en que las calles estaban desiertas por aquella época, resonó en la puerta principal un golpe sordo.

Aloísa se estremeció y perdió el color, pero, reuniendo todo su valor, tomó una bujía y fue a abrir a los hombres que llevaban la lúgubre carga.

Recibió con una reverencia profunda y respetuosa a su señor, que volvía muerto a su palacio después de tantos años de ausencia, y luego, dijo a los que le conducían:

—Seguidme haciendo el menor ruido posible: voy a enseñaros el camino.

Y precediéndoles con la luz, les guio a la cripta sepulcral.

Una vez llegados, los hombres depositaron el féretro en una de las tumbas abiertas, pusieron sobre la abertura la lápida de mármol negro, y a continuación, pobres hombres a quienes los sufrimientos y los trabajos hicieron profundamente respetuosos con la muerte, se descubrieron, cayeron de rodillas, y rezaron una oración por el alma del muerto a quien no conocían.

Cuando se pusieron en pie, Aloísa les guio sin hablar palabra hasta la puerta del palacio, entregó a cada uno de ellos la cantidad ofrecida por Gabriel, y les despidió con un gesto elocuente. Ellos se alejaron como sombras mudas, sin haber pronunciado una palabra.

Aloísa volvió inmediatamente a la cripta y pasó la noche entera rezando y llorando.

Al día siguiente por la mañana, Andrés la encontró pálida, pero tranquila.

—Hijo mío —le dijo con gravedad—; debemos tener esperanzas, pero por ahora no aguardemos al señor vizconde. Cumple, pues, la comisión que te encargó para el caso de que no volviese al instante.

—Está bien —contestó con tristeza el paje—. Saldré hoy a recibir a la señora Diana de Castro.

—Te doy las gracias por tu celo en nombre de nuestro señor ausente —dijo Aloísa.

El paje se puso en camino aquel mismo día. A medida que ganaba distancias, preguntaba por la noble viajera, pero no la encontró hasta Amiens.

Diana de Castro acababa de llegar a la ciudad indicada, acompañada por la escolta que el duque de Guisa había proporcionado a la hija del rey Enrique II, y se había apeado para descansar algunas horas en el palacio del señor de Thuré, gobernador de la ciudad.

No bien vio Diana al paje, cambió de color, pero, dominándose, le indicó por medio de una seña que la siguiera a la cámara contigua. Cuando estuvieron solos, le preguntó:

—¿Qué me traes, Andrés?

—Nada más que esto, señora —respondió el paje, poniendo en sus manos el velo empaquetado.

—¡Ah! —exclamó Diana—. ¡No es el anillo!

Es lo único que Diana vio en el primer momento, pero luego, arrastrada por esa curiosidad ávida que obliga a los desdichados a penetrar hasta el fondo de su dolor, preguntó vivamente a Andrés:

—¿No te ha dado el señor de Exmés ninguna carta para mí?

—No, señora.

—¿Ni te ha confiado algún mensaje para que me lo transmitieras de palabra?

—Lo único que me ha dicho el señor de Exmés —respondió el paje moviendo dolorosamente la cabeza—, es que os devolvía todas vuestras promesas, incluso aquella que simboliza el velo. Nada más.

—¿Y en qué circunstancias te envió a mí? ¿Le habías entregado mi carta? ¿Qué dijo después de leerla? ¿Qué palabras pronunció al entregarte este paquete? ¡Habla, Andrés, habla! Eres fiel, eres discreto. Es posible que de tu contestación dependa todo el interés de mi vida, y un indicio, por pequeño que sea, podrá tranquilizarme y guiarme en medio de las tinieblas de que me veo rodeada.

—Os diré todo lo que sé, señora, aunque es bien poco.

—¡Sí, sí! ¡Todo… dímelo todo! —exclamó Diana de Castro.

Andrés refirió entonces, sin omitir nada, toda vez que Gabriel no le había encargado el secreto, todo lo que su señor le había recomendado a él y a Aloísa, antes de salir de su palacio, en previsión de que su ausencia se prolongase. Habló de las indecisiones y de las agonías del joven, dijo que este, después de leer la carta de Diana, quiso hablar, al parecer, pero que concluyó por guardar silencio y que únicamente dejó escapar algunas palabras vagas y sin sentido. Nada dejó olvidado el paje, ni una palabra, ni un gesto, ni una exclamación, ni una reticencia, pero tal como había anunciado, lo que sabía era muy poco, y al comunicarlo a Diana, solo consiguió aumentar las dudas y las incertidumbres de esta.

Diana, puesta su triste mirada en el velo negro, mensajero único y símbolo verdadero de su destino, parecía como si le interrogase, como si le pidiese consejo, y se decía:

—Una de dos: o Gabriel sabe positivamente que es mi hermano, o ha perdido para siempre las esperanzas y los medios de penetrar algún día el fatal secreto. Necesariamente he de escoger entre estas dos desventuras; esto es evidente, tan evidente como que no debo forjarme ilusiones de ningún género. ¿Pero no pudo Gabriel librarme de este equívoco cruel? Me devuelve mi palabra: ¿Para qué? ¿Por qué no me confía lo que será de él, lo que él piensa hacer? ¡Ah! ¡Más me espanta su silencio que todas las cóleras y todas las amenazas!

Diana se preguntaba si debería seguir su primer impulso y volver a entrar para no salir más, en un convento de París o de provincias, o bien si su deber era llegar cuanto antes a la corte para buscar a Gabriel, hacer que este le declarase toda la verdad sobre los acontecimientos pasados y sobre sus proyectos para el porvenir, velar por él, y, en todo caso, por la vida del rey su padre, tal vez amenazada…

¡De su padre! ¿Pero era Enrique II su padre? ¿No sería quizás una hija impía y culpable si trataba de desviar o detener la venganza suspendida sobre la cabeza del rey? ¡Terrible dilema!

Pero Diana era mujer, y mujer toda ternura, toda generosidad. Se dijo a sí misma que quien se deja llevar de la cólera puede verse en el caso de tener que arrepentirse en su día, pero que jamás le ocurre esta contingencia a quien se abandona al perdón, y arrastrada por sus inclinaciones naturales, resolvió volver a París y colocarse junto al rey, a manera de égida y de salvaguardia, hasta el día en que recibiese noticias tranquilizadoras de Gabriel y de sus proyectos. ¿Quién sabe si el mismo Gabriel tendría necesidad de su intervención? Luego que hubiera salvado a las personas queridas, tiempo tendría de refugiarse en el seno de Dios.

Tomada esta resolución, Diana, sin titubear un momento, prosiguió su marcha en dirección a París.

Tres días después llegaba al Louvre, en donde la recibió Enrique II con la alegría y la ternura propias de un padre.

Sin embargo, por más que hizo Diana, no pudo menos de acoger aquellos testimonios de cariño con tristeza y frialdad tales, que el rey, que era sabedor de la inclinación que su hija tenía a Gabriel, se sentía turbado y conmovido en su presencia, y es que Diana le obligaba a recordar cosas que habría preferido olvidar.

No se atrevió a hablarle nunca más del matrimonio en proyecto con Francisco de Montmorency, y sobre este particular, al menos, pudo Diana vivir tranquila.

Verdad es que no le faltaban motivos de inquietud y de pesar: ni en el palacio de Montgomery, ni en el Louvre, ni en parte alguna se tenían noticias positivas del vizconde de Exmés.

El joven había desaparecido.

Pasaban los días, las semanas, los meses, Diana no perdonaba medio directo o indirecto de información, pero nadie podía decirle qué había sido de Gabriel.

Creían algunos haberle visto taciturno y sombrío, pero nadie le había hablado; el alma en pena que ellos habían tomado por Gabriel o esquivaba su encuentro o huía desde el primer momento. A mayor abundamiento, diferían o se contradecían las declaraciones de los que afirmaban haberle visto acerca del lugar o sitio donde le vieron: estos afirmaban que en Saint-Germain, aquellos que en Fontainebleau, quién en Vincennes, quién en el mismo París. ¿Qué crédito podía darse a noticias tan contradictorias?

Y, sin embargo, muchos estaban en lo cierto. Gabriel, aguijoneado por la obsesión terrible de un recuerdo más terrible todavía, no podía permanecer un día entero en un mismo lugar. Tan pronto como llegaba a un punto cualquiera, veíase arrojado de él por su eterna necesidad de acción, de movimiento. A pie o a caballo, en las poblaciones o en los campos, tenía que andar sin cesar, pálido y siniestro, como el Orestes de la antigüedad, a quien las fábulas nos presentan como perseguido por las Furias.

Vagaba invariablemente por los caminos solitarios, y jamás entraba en las poblaciones si la necesidad no le obligaba.

Un día, sin embargo, contraviniendo esta costumbre, se presentó en el domicilio de Ambrosio Paré, que había regresado del Norte, donde ya no reclamaban su atención los heridos por haber entrado las hostilidades en un período de calma. El eminente cirujano le recibió con la deferencia y cordialidad que tenía derecho un caballero ilustre y un amigo querido.

Gabriel, como si llegase de un país remoto, le preguntó sobre cosas que eran del dominio público, que todo el mundo sabía. Luego que se hubo informado sobre Martín Guerra, quien, completamente curado, debía haberse puesto en camino para París, le pidió noticias sobre el duque de Guisa y sobre el ejército, y tuvo la satisfacción de saber que el Acuchillado se encontraba frente a los muros de Thionville, que el mariscal de Thermes se había apoderado de Dunquerque y Gaspar de Tavannes de la plaza de Guines y de la región del Oie: en una palabra: tal como había prometido el duque de Guisa, los ingleses no poseían ya ni una pulgada de territorio francés.

Gabriel escuchó nuevas tan agradables con gravedad y hasta con frialdad.

—Gracias por vuestras noticias, Ambrosio —dijo—. Con placer, veo que nuestra empresa de Calais ha tenido consecuencias felices para Francia. Pero no fue la curiosidad, el deseo de saber, lo que me ha traído a vuestra casa, sino otros motivos más transcendentales, al menos para mí. Decidme: ¿habéis abrazado decididamente la causa de la reforma?

—Sí, señor de Exmés —respondió Paré.

—¿Queréis explicarme con alguna extensión sus principios fundamentales?

Hablaron por espacio de más de dos horas. Al cabo de este tiempo, Gabriel se despidió del cirujano diciendo:

—No es mi intención declararme abiertamente reformado, por ahora, porque acaso mi declaración atrajese persecuciones sobre vuestros correligionarios. Sin embargo, desde hoy, soy vuestro en cuerpo y alma: día llegará en que lo pruebe con hechos. Adiós, Ambrosio.

Gabriel, sin dar más explicaciones, se despidió del cirujano y se fue.

En los primeros días del mes siguiente, mayo de 1558, se presentó por primera vez después de su desaparición misteriosa en su palacio de la calle de los Jardines de San Pablo.

Encontró novedades: Martín Guerra había vuelto hacía quince días y Babette y su marido Juan Peuquoy eran sus huéspedes desde tres meses antes.

No había querido Dios que Juan sufriese hasta el fin la pena del sacrificio que se había impuesto, ni que quedase completamente impune la falta de Babette, la cual, algunos días antes, dio a luz prematuramente un niño muerto.

Mucho lloró la pobre madre, pero bajó la cabeza ante una desgracia que le parecía una expiación; y así como Juan Peuquoy le había ofrecido a ella su sacrificio, ella le correspondió ofreciéndole su resignación.

Por otra parte, no faltaron a la afligida joven los consuelos afectuosos de su marido y las reflexiones maternales de Aloísa. También Martín Guerra procuró consolarla lo mejor que supo y pudo.

Un día, en ocasión en que los cuatro estaban departiendo amigablemente, se abrió la puerta del palacio, y con gran sorpresa y extraordinario júbilo, vieron entrar con paso lento y grave continente al dueño de la mansión, al vizconde de Exmés.

Cuatro gritos se confundieron en uno solo, y Gabriel se vio al punto rodeado por sus dos huéspedes, su escudero y su nodriza.

Calmados los primeros transportes, Aloísa quiso preguntar al que en voz alta llamaba su señor, aunque su corazón le diese el dulce nombre de hijo. ¿Qué había hecho durante su larga ausencia? ¿Qué pensaba hacer en lo sucesivo? ¿Era su intención vivir entre los que tanto le querían?

Gabriel llevó un dedo a sus labios, y con mirada triste, pero enérgica, impuso silencio a la tierna solicitud de Aloísa.

Era evidente que no quería o no podía explicarse acerca del pasado ni del porvenir.

En cambio preguntó mucho a Juan y a Babette Peuquoy: quiso saber si les había faltado algo, y sobre todo, las noticias que tuviesen de su hermano Pedro, que había quedado en Calais. Procuró después consolar a Babette, y pasó el resto del día entre sus amigos y sus servidores, conversando con todos con afecto y bondad, pero sin que se mitigase la negra melancolía que le dominaba.

Con Martín Guerra, que no separaba los ojos de su amo, estuvo extraordinariamente afectuoso, le preguntó con muestras de vivo interés, pero no hizo la menor alusión a la promesa que le empeñara en otro tiempo y pareció como si hubiera olvidado la obligación contraída de castigar al ladrón del nombre y de la honra de Martín, verdugo de este durante tanto tiempo.

Martín Guerra, por su parte, era demasiado respetuoso y muy poco egoísta para llamar la atención del vizconde sobre el particular.

Cuando cerró la noche, Gabriel se levantó, y con tono que no admitía contradicción ni réplica, dijo:

—Tengo que volverme a marchar. Vuelto hacia Martín, añadió:

—Mi querido Martín; me he ocupado de ti en mis correrías. Como nadie me conocía, he preguntado, he buscado, y creo haber encontrado la verdad que tanto te interesa. Has de saber que no he olvidado el compromiso que contigo contraje.

—¡Oh, monseñor! —exclamó el escudero contento y confuso al mismo tiempo.

—Te repito —continuó Gabriel— que he recogido indicios suficientes para creer que estoy en camino de descubrir y probar toda la verdad, pero es preciso que me ayudes tú por tu parte. Esta misma semana emprenderás la marcha para tu pueblo, pero no vayas a este en derechura: me basta con que de hoy en un mes te encuentres en Lyón. Allí iré yo a buscarte y nos pondremos de acuerdo para obrar.

—Obedeceré, monseñor —contestó Martín Guerra—. ¿Pero, no volveré a veros de aquí a entonces?

—No, no; es preciso que esté yo solo. Me voy, y os ruego que no intentéis detenerme, porque me afligiríais inútilmente. Adiós, mis queridos amigos. Dentro de un mes, Martín, en Lyón: no lo olvides.

—Allí os esperaré, monseñor —respondió el escudero.

Gabriel se despidió de Juan Peuquoy y de su mujer, dio un abrazo a Aloísa, y fingiendo que no reparaba en el dolor de esta, se puso en marcha por segunda vez, para reanudar la vida errante a la que al parecer se había condenado.