Capítulo XX

GABRIEL, siempre de rodillas, levantó su cabeza pálida y paseó en torno suyo una mirada tranquila, pero con tranquilidad siniestra. Parecía como si se interrogase a sí mismo, como si reflexionase. Su calma conmovió y asustó mucho más al gobernador que todos los gritos y todos los sollozos que hubiese podido emitir su pecho.

Como si de pronto le hubiese ocurrido una idea, Gabriel puso vivamente su mano sobre la región del corazón de su padre. Prestó atención por espacio de uno o dos minutos, y dijo con voz dulce y serena, pero terrible al mismo tiempo:

—¡Nada! El corazón no late ya, pero el sitio que ocupa conserva todavía el calor.

—¡Qué naturaleza tan robusta! —murmuró el gobernador—. Habría podido vivir aún mucho tiempo.

Tenía el cadáver los ojos abiertos, y Gabriel se inclinó sobre él y los cerró piadosamente. A continuación depositó un beso respetuoso, el primero y el último, sobre aquellos tristes ojos apagados, que tantas y tantas lágrimas debieron haber mojado.

—Caballero —le dijo Sazerac, en su deseo de distraerle de aquella horrorosa contemplación—; si el difunto era para vos una persona querida…

—¿Una persona querida? —interrumpió Gabriel—. ¡Era mi padre!

—Iba a decir que si queréis rendirle los postreros deberes de cristiano, estoy autorizado para que os le deje sacar de aquí.

—¡Ah! ¿De veras? —le preguntó Gabriel con la misma calma, que daba espanto—. Entonces, he de reconocer que son justos conmigo, que cumplen fielmente su palabra. Habéis de saber, señor gobernador, que me habían jurado delante de Dios que me devolverían a mi padre. Me lo devuelven, ya lo veis… ¡Verdad es que no se obligaron a devolvérmele vivo!

Y soltó una carcajada estridente.

—¡Valor, caballero! —exclamó Sazerac.

—Es tiempo de que os despidáis del cadáver.

—Es lo que estoy haciendo como veis —contestó Gabriel.

—Sí, pero es indispensable salir de aquí al momento. La atmósfera que se respira en este lugar es mortífera, y una estancia más prolongada en medio de estas miasmas deletéreas sería, a no dudar, peligrosa.

—¡He ahí la prueba! —dijo Gabriel señalando el cadáver.

—¡Vamos, pues! —repuso el gobernador, tratando de asir a Gabriel por un brazo para sacarle fuera.

—¡Sí, os voy a seguir, pero dejadme aquí un minuto más! —contestó Gabriel.

El señor de Sazerac hizo un gesto de asentimiento y se retiró hasta la puerta, donde era menos denso y mefítico el aire.

Gabriel continuó de rodillas junto al cadáver, con la cabeza inclinada, los brazos caídos, inmóvil y mudo, rezando o meditando.

¿Qué es lo que dijo a su padre muerto? ¿Pediría a aquella boca, sellada demasiado pronto por la mano helada de la muerte, la solución del enigma con tanta ansiedad buscada? ¿Juraría a aquella santa víctima cruelmente inmolada vengarla en este mundo, mientras llegaba el día en que Dios la vengase en el otro? ¿Buscaría en aquellas facciones, ya desfiguradas, algo que le dijese que había sido su padre, a quien veía por segunda vez? ¿Se preguntaría si protegido por su acendrado amor habría podido disfrutar de una vida dulce y dichosa? ¿Pensaría, en fin, en lo pasado, o bien en lo porvenir? ¿En los hombres o en Dios? ¿En la justicia o en el perdón?

El lúgubre diálogo que sostuvieron aquel padre sin vida y aquel hijo desesperado es también un secreto que quedó entre Gabriel y Dios.

Habían transcurrido cuatro o cinco minutos. Empezaba a faltar la respiración a aquellos hombres a quienes un deber de piedad y de humanidad había conducido a tan tétricos lugares.

—Ahora soy yo quien os suplico —dijo el gobernador—. No podemos permanecer aquí un instante más.

—Estoy a vuestra disposición —contestó Gabriel—; cuando gustéis.

Tomó la mano helada de su padre y la besó; se inclinó sobre la frente húmeda del cadáver y la besó también.

No vertió una lágrima: no podía.

—¡Hasta pronto! —dijo al cadáver—. ¡Hasta pronto!

Y se levantó, siempre tranquilo, siempre firme.

Miró a su padre por última vez, le envió el beso postrero y siguió al señor de Sazerac con paso lento y grave apostura.

Cuando llegaron al piso superior, pidió que le permitiesen visitar el calabozo tétrico y frío donde el preso había dejado tantos pensamientos dolorosos, y donde él, Gabriel, había entrado una vez y no abrazó a su padre.

Allí también permaneció varios minutos en una meditación muda o entregado a una curiosidad ávida y desolada.

Cuando volvió con el gobernador a las regiones visitadas por la luz, su acompañante le hizo entrar en su cámara y no pudo menos de estremecerse al verle a la luz del día. No se atrevió, sin embargo, a decir al joven que, entre sus cabellos, castaños poco antes, advertía muchos mechones blancos como la plata.

Después de una pausa, díjole con voz conmovida:

—¿Puedo hacer algo en vuestro obsequio, caballero? Pedid, que para mí sería un verdadero placer otorgaros todo lo que no sea contrario a mis obligaciones.

—Me habéis dicho, señor gobernador —respondió Gabriel—, que se me permitirá tributar al cadáver los últimos honores. Esta noche vendrán algunos hombres enviados por mí. Si tenéis la bondad de hacer que el cadáver sea encerrado con anticipación en un ataúd, mis hombres irán a inhumar al prisionero en la cripta de su familia.

—Está muy bien, caballero —contestó Sazerac—. Debo advertiros, sin embargo, que no podré tener esa tolerancia sino con una condición.

—¿Y cuál es, señor gobernador?

—Que me prometáis no dar escándalo alguno con ese motivo, conforme a una promesa que dicen que hicisteis.

—Cumpliré esa promesa como las he cumplido todas. Mis hombres vendrán durante la noche, y sin saber de qué se trata, llevarán el féretro a la calle de los Jardines de San Pablo, depositándolo en la cripta funeraria de los condes de…

—¡Perdonad mi interrupción, caballero! —exclamó vivamente el gobernador del Chatelet—. Ignoro el nombre del prisionero y ni quiero ni puedo saberlo. Mi deber, y la palabra que tengo empeñada, me obligan a ser reservado sobre varios detalles; vos debéis hacer otro tanto conmigo.

—¡Es que yo nada tengo que ocultar! —replicó con altanería Gabriel—. ¡Sólo los criminales se esconden!

—Y vos pertenecéis al número de los desgraciados —dijo el gobernador—. ¿No os parece que es preferible esto último?

—Por otra parte, lo que vos habéis callado —continuó Gabriel— lo he adivinado yo, y sin inconveniente os lo podría decir. Por ejemplo: el hombre poderoso que anoche vino aquí, el que quiso hablar al prisionero para obligarle a que hablase, se valió de medios que me son perfectamente conocidos. Sé muy bien a qué palabra mágica recurrió para que el infeliz condenado rompiese el silencio, ese silencio del cual dependía el resto de su vida que hasta entonces había disputado a sus verdugos.

—¿Qué podríais decirme…? —preguntó Sazerac con asombro.

—Sin la menor duda —contestó Gabriel—. El hombre poderoso ha dicho al anciano: «Vuestro hijo vive». O bien: «Vuestro hijo acaba de cubrirse de gloria». Quizás sus palabras hayan sido estas: «Vuestro hijo va a venir para poneros en libertad». Desde luego afirmo que le ha hablado de su hijo… ¡Infame!

El gobernador dejó escapar un movimiento de sorpresa.

—Al oír el nombre de su hijo —continuó Gabriel—, el desventurado padre, que había podido contenerse ante su enemigo mortal, no encontró fuerzas para reprimir un impulso de alegría, y el que supo amordazar el odio, dio salida a la voz del amor. ¿Verdad que acierto, caballero?

El gobernador bajó la cabeza sin contestar.

—Verdad es, puesto que no negáis —dijo Gabriel—. Ya veis, pues, que es inútil pretender reservarme lo que ha dicho el pobre prisionero. En cuanto al nombre del poderoso, que también queréis ocultarme, ¿queréis que os lo diga yo?

—¡Caballero, por Dios! —exclamó Sazerac—. Verdad es que estamos solos, pero aun así, ¿no teméis…?

—Os he dicho ya que no tengo nada que temer. Ese poderoso se llama el condestable de Montmorency, caballero. El verdugo no podía estar eternamente oculto.

—¡Oh, caballero! —exclamó el gobernador, mirando con espanto en torno suyo.

—Por lo que respecta al nombre del prisionero —continuó con tranquilidad Gabriel—, y al mío, vos los ignoráis probablemente, pero nada se opone a que yo os los diga, tanto más, cuanto quizá volvamos a encontrarnos alguna vez en la vida, si no nos hemos encontrado ya. Además, os habéis portado bien conmigo en estos momentos dolorosos, y cuando oigáis pronunciar mi nombre, lo que ocurrirá tal vez dentro de algunos meses, deseo que sepáis que el hombre de quien se habla os queda reconocido y obligado desde hoy.

—Y para mí será un placer —respondió Sazerac— saber que no siempre os ha tratado la suerte con crueldad.

—¡Ah! —exclamó Gabriel—. En cuanto a eso… ya no me cuido de esas cosas. Pues bien: sabed que desde esta noche, después de ocurrida en esta prisión la muerte de mi padre, me llamo el conde de Montgomery.

El gobernador del Chatelet quedó como petrificado, sin poder decir una palabra.

—¡Adiós, caballero! —repuso Gabriel—. ¡Adiós, y gracias!

Y saludando a Sazerac, salió del Chatelet con paso firme.

Cuando le dio en el rostro el aire exterior e hirió sus ojos la luz del sol, hubo de detenerse un momento, deslumbrado y vacilante. Parecía como si no comprendiese la posibilidad de vivir después de haber salido del infierno que dejaba a sus espaldas.

Como observara que le miraban con asombro todos los transeúntes, hizo un llamamiento desesperado a sus energías y se alejó de aquel sitio fatal.

Rápidamente se dirigió a un lugar desierto, sacó del bolsillo un libro de memorias, arrancó una hoja y escribió a Aloísa la carta siguiente:

«Mi buena Aloísa: No me esperes hoy, pues decididamente no vuelvo a casa. Tengo necesidad de estar solo por algún tiempo, de moverme, de reflexionar, de esperar; pero está tranquila, porque te aseguro que volveré.

»Haz que esta noche se recojan temprano todos los de casa. Esperarás tú sola para abrir la puerta principal a cuatro hombres que llamarán durante la noche, a las horas en que está desierta la calle.

»Guiarás tú en persona a esos cuatro hombres, que serán portadores de una carga lúgubre y preciosa, a la cripta funeraria de la familia.

»Les enseñarás la tumba abierta donde deberán encerrar el cadáver que llevarán y harás que cumplan respetuosa y religiosamente su fúnebre cometido. Cuando hayan terminado, darás a cada uno de los hombres cuatro escudos de oro y les acompañarás hasta que salgan de casa sin hacer el menor ruido. Luego volverás a la cripta y, arrodillándote al pie de la tumba, rezarás como si el muerto fuera tu amo o tu padre.

»También rezaré yo a la misma hora, pero lejos de allí: es preciso. Conozco que la vista de la tumba me arrastraría a extremos violentos e imprudentes, y tengo más bien necesidad de pedir consejo a la soledad y a Dios.

»Hasta la vista, mi buena Aloísa; hasta la vista. Recuérdale a Andrés el encargo que se refiere a la señora de Castro y no olvides lo que te recomendé con respecto a mis huéspedes Juan y Babette Peuquoy. Hasta la vista, y que Dios te guarde.

Gabriel de M.

Escrita la carta, Gabriel buscó y encontró a cuatro hombres de la clase del pueblo, a cuatro obreros.

Dio a cada uno de ellos cuatro escudos de oro, prometiéndoles otros tantos para después que hubiesen cumplido su encargo. Les dijo que uno de ellos debía llevar en el acto una carta a las señas escritas en el sobre, y que aquella misma noche se presentarían los cuatro en el Chatelet, poco antes de las diez, donde recibirían de manos del gobernador un ataúd, que transportarían secreta y silenciosamente a la calle de los Jardines de San Pablo, al palacio adonde iba dirigida la carta.

Los pobres hombres dieron efusivamente las gracias a Gabriel y prometieron cumplir escrupulosamente sus órdenes.

—¡A lo menos estos cuatro hombres son felices! —se dijo Gabriel con cierta alegría triste, valga la contradicción.

Y continuó su camino para salir de París.

Tenía que pasar por delante del Louvre. Al llegar frente al regio palacio, quedó contemplándolo durante algunos momentos, arrebujado en su capa y con los brazos cruzados.

—¡Pronto nos veremos los dos! —murmuró, lanzándole una mirada de desafío.

Continuó su marcha recitando mentalmente el horóscopo que Nostradamus escribió muchos años antes para el conde Montgomery, y que, por una coincidencia extraña, convenía exactamente a su hijo.

Lo mismo en justas que amores

el Sino os puso por ley

tocar temerariamente

la augusta frente del rey,

y bien cuernos, bien heridas,

señor, de poner habréis,

lo mismo en justas que amores,

sobre la frente del rey,

que, aunque vasallo leal,

el Sino os puso por ley,

lo mismo en justas que amores,

herir la frente del rey.

Y yo, señor, os predigo

que aunque ahora su amor tenéis,

después os dará la muerte

la hermosa dama del rey.

Iba pensando Gabriel que esta singular predicción se había realizado en un todo con respecto a su padre. En efecto: el conde de Montgomery, siendo joven, había herido al rey Francisco I en la frente con un tizón encendido; más tarde fue rival en amores de Enrique II, y finalmente, es decir, un día antes, había sido muerto por la dama del rey, de quien fue amado.

También Gabriel había sido amado por una reina: por Catalina de Médicis. ¿Se cumpliría en todas sus partes su destino? ¿La suerte, o su sino, haría que venciese o hiriese en justas al rey?

Si esta segunda predicción se cumplía, poco importaba ya al joven que la dama del rey, por quien había sido amado, le matase tarde o temprano.