Capítulo XIX

EL señor de Salvoison, gobernador del Chatelet que era cuando Gabriel visitó por primera vez aquella prisión de Estado, había fallecido recientemente, y le había sucedido en el cargo el señor de Sazerac, gobernador actual.

A este fue presentado Gabriel de Montgomery.

La ansiedad apretaba tan brutalmente con su zarpa de hierro la garganta del pobre Gabriel, que este no pudo articular palabra; silencioso, mudo, entregó al gobernador el anillo que recibiera del rey.

El señor de Sazerac se inclinó con gravedad.

—Os esperaba, caballero —dijo a Gabriel—. Hace una hora recibí la orden que os interesa. Mi obligación es, al ver este anillo, entregaros, sin pedir explicaciones, al prisionero sin nombre que desde hace muchos años se halla en el Chatelet, señalado con el número veintiuno. ¿No es así, caballero?

—¡Sí… sí! —respondió vivamente Gabriel, a quien la esperanza devolvió el uso de la palabra—. ¿Y esa orden caballero?…

—Estoy pronto a cumplirla.

—¡Oh!… ¿Pero, es posible? —dijo Gabriel, temblando de pies a cabeza.

—Sin la menor duda —contestó el señor de Sazerac con un acento especial, acento en el que una persona indiferente habría sorprendido, a no dudar, cierto dejo de tristeza y de amargura.

Pero Gabriel estaba demasiado conmovido, demasiado entregado a su alegría para hacer observaciones.

—¿Luego es verdad? —exclamó—. ¿Luego no sueño? ¡No! ¡Mis ojos están abiertos!… ¡Los sueños eran mis insensatos terrores! ¿Vais a entregarme al prisionero? ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, rey de Francia! ¡Pero corramos, señor, corramos; os lo suplico!

Dio dos o tres pasos como para adelantarse a Sazerac, pero sus energías, tan robustas ante el sufrimiento, no pudieron resistir la alegría. Vióse en la necesidad de detenerse un momento. Su corazón latía con violencia tal, que parecía que iba a escapársele del pecho.

La pobre naturaleza humana es incapaz de resistir tantas emociones acumuladas.

La realización casi inesperada de tan remotas esperanzas, la obtención súbita del objetivo de toda su vida, del término de tantos esfuerzos más que humanos, un océano de reconocimiento hacia un rey tan leal y hacia un Dios tan justo, la satisfacción de un amor filial, y mil otros sentimientos excitados y removidos a la vez, eran causas más que suficientes para que se desbordase el alma de Gabriel.

Y en medio de aquella turbación inexplicable, en medio de aquella dicha infinita, insensata, se destacaba algo así como un himno de acción de gracias al rey, de quien procedía toda su alegría. Y Gabriel repetía una y otra vez desde el fondo de su corazón el juramento de consagrar su vida al servicio de aquel rey leal y al de sus hijos… ¿Cómo pudo dudar ni por un solo instante de la caballerosidad de aquel soberano grande, generoso, excelente?

Saliendo al cabo de un rato de su éxtasis, dijo Gabriel al gobernador del Chatelet, que se había detenido ante él:

—Dispensad, caballero; dispensad esta debilidad mía que, por un momento, me ha dejado sin fuerzas, anonadado. ¡Es tan terrible, a veces, la alegría!…

—¡Por favor, no os disculpéis, caballero! —contestó el gobernador con voz lúgubre.

Aquella inflexión de voz llamó la atención de Gabriel, el cual volvió la mirada hacia Sazerac.

Imposible imaginar una fisonomía más bondadosa, más franca, más honrada. El gobernador de aquella horrible prisión parecía el prototipo de la sinceridad, de la bondad.

¡Pero, cosa extraña!, la expresión que reflejaba el rostro de aquel hombre de bien al contemplar la alegría expansiva de Gabriel, era como de compasión, de lástima.

Sorprendió Gabriel aquella expresión singular, y sobrecogido de espanto, sintiendo en su alma el zarpazo de un presentimiento siniestro, quedó pálido como un cadáver.

Sin embargo, era tan excepcional su naturaleza, que aquel temor vago que había anulado bruscamente su júbilo, actuó como de resorte en su valiente espíritu, y levantando la cabeza e irguiendo el cuerpo, dijo al gobernador:

—Sigamos, caballero; estoy pronto.

El vizconde de Exmés y Sazerac bajaron a las prisiones, precedidos por un carcelero que llevaba una antorcha.

Cada paso que daba Gabriel despertaba en él recuerdos lúgubres; reconocía, al doblar los recodos de los corredores o de la escalera, los muros sombríos que viera en otro tiempo y las impresiones tristes que allí le asaltaron años atrás sin poder explicarse la causa.

Cuando llegó frente a la puerta de hierro del calabozo donde había encontrado al preso macilento y mudo, quedó como clavado en el suelo sin titubear un momento, y con el pecho oprimido, dijo:

—Aquí es.

El señor de Sazerac movió tristemente la cabeza.

—No es aquí todavía —dijo.

—¡Cómo! ¿Que no es aquí? —exclamó Gabriel—. ¿Os queréis burlar de mí?

—¡Oh, caballero! —contestó el gobernador con tono de dulce reconvención.

Un sudor helado inundó la frente de Gabriel.

—¡Perdonadme!… ¿Pero qué significan vuestras palabras? —pregunto—. ¡Por favor, hablad, hablad pronto!

—Me han encargado la dolorosa misión de deciros, caballero, que desde ayer noche, el prisionero secreto encerrado en este calabozo hubo de ser trasladado a otro situado un piso más bajo.

—¡Ah! —gritó Gabriel como desvariando—. ¿Y por qué?

—Se le había prevenido… creo que lo sabéis, caballero… se le había prevenido que, si intentaba hablar a quienquiera que fuese, si lanzaba un grito, si balbuceaba algún nombre, si contestaba, aun cuando fuese preguntado, sería trasladado inmediatamente a otro calabozo más profundo, más pavoroso, más mortal que él ocupaba.

—Lo sé —respondió Gabriel con voz tan baja que el gobernador no la oyó.

—Parece que, en una ocasión, se atrevió el preso a infringir la orden —continuó el gobernador—, y entonces fue cuando le sepultaron en esta mazmorra… ¡harto cruel!, donde vos le visteis. Parece también que a vos os informaron oportunamente de la sentencia de Condenación al silencio perpetuo que sufría el desventurado…

—Es cierto —contestó Gabriel cediendo a un impulso de impaciencia—. ¿Y bien?

—Pues… —repuso penosamente el gobernador— que ayer noche, poco antes de la hora de cerrar las puertas exteriores, vino al Chatelet un hombre… un hombre poderoso cuyo nombre debo callar.

—No importa el nombre… ¡Adelante!

—Ese hombre ordenó que le introdujéramos en el calabozo del número veintiuno. Le acompañé sólo yo. Dirigió la palabra al prisionero, sin obtener contestación al principio. Confiaba yo en que el desventurado anciano saldría vencedor de la prueba, y en efecto; por espacio de media hora, contestó con el silencio más obstinado a todas las obsesiones, a todas las provocaciones.

Gabriel exhaló un suspiro y alzó los ojos al cielo, pero sin pronunciar una sola palabra para no interrumpir el lúgubre relato del gobernador.

—Por desgracia —prosiguió este—, una frase que el hombre deslizó en su oído hizo que el prisionero se enderezase vivamente: brillaron lágrimas en sus ojos de piedra, y… ¡habló, caballero, habló! Me han autorizado para deciros todo esto a fin de que vos podáis dar crédito a mi testimonio de caballero. El prisionero ha hablado, sí; juro por mi honor que desgraciadamente es verdad. Yo mismo oí sus palabras.

—¿Y entonces? —preguntó Gabriel con voz ronca.

—Entonces —respondió el señor de Sazerac—, a pesar de mis observaciones, a pesar de mis súplicas, he sido requerido para que obedeciese en el acto a una autoridad superior a la mía, y me he visto precisado a cumplir con el bárbaro deber que me impone mi cargo. Si yo me hubiese negado, no habrían faltado servidores más dóciles, y el prisionero hubiera sido trasladado con su mudo guardián al calabozo situado debajo de este.

—¡Al calabozo situado debajo de este! —exclamó Gabriel—. ¡Ah! ¡Corramos, corramos allá! ¡Le traigo la libertad!

El gobernador movió tristemente la cabeza, pero Gabriel no lo advirtió, porque descendía ya por los resbaladizos y medio destruidos peldaños de la escalera de piedra que conducía a los abismos más profundos de aquella horrenda prisión.

Sazerac tomó la antorcha de las manos del carcelero, a quien despidió con un gesto y, poniéndose un pañuelo en la boca, siguió a Gabriel.

A medida que iban bajando, el aire era más sofocante y nauseabundo.

Cuando llegaron al pie de la escalera, la respiración era casi imposible.

Únicamente podían vivir respirando aquella atmósfera las inmundas alimañas que aplastaban horrorizados con los pies.

Pero en nada de esto pensaba Gabriel. Con manos temblorosas tomó de la del gobernador la llave mohosa que este le alargaba, y abriendo la pesada puerta se precipitó en el calabozo.

A la luz de la antorcha vio en un rincón un cuerpo tendido sobre un montón de paja podrida.

Gabriel se abalanzó sobre aquel cuerpo, lo levantó y movió.

—¡Padre mío!… ¡Padre mío! —gritó.

Sazerac tembló de espanto al oír aquel grito.

Los brazos y la cabeza del anciano cayeron inertes cuando Gabriel cesó de mover el cuerpo.