L señor vizconde de Montgomery! Este nombre, pronunciado por el rey, encerraba algo más que una promesa; de aquí que Gabriel, al oírlo, se sintiese poseído de un gozo infinito.
Era evidente que Enrique II iba a perdonar.
—¡Se va ablandando! —dijo en voz baja Diana de Poitiers al condestable, que se había aproximado a ella.
—¡Paciencia! ¡A todos nos llegará la vez! —contestó Montmorency sin desconcertarse.
—Señor —decía mientras tanto al rey Gabriel, más conmovido, como le acontecía siempre, por la esperanza que por el temor—, señor, no tengo necesidad de repetir a vuestra majestad la merced que me atrevo a esperar de su bondad, de su clemencia y casi hasta de su justicia. Creo que he realizado todo lo que vuestra majestad exigió de mí, y ahora espero que vuestra majestad se dignará concederme lo que me ofreció. ¿Ha olvidado vuestra majestad su promesa? ¿La cumplirá?
—La cumpliré, caballero —respondió el rey sin vacilar—; pero a condición de que vos os obliguéis a respetar el silencio, según convinimos.
—Del cumplimiento estricto y riguroso de las condiciones estipuladas sale de nuevo garante mi honor, señor.
—Acercaos, pues, caballero.
Aproximóse Gabriel. El cardenal de Lorena se retiró por discreción, pero Diana de Poitiers, que había tomado asiento muy cerca del rey, permaneció inmóvil y pudo oír perfectamente lo que el rey decía, aunque hablaba con voz muy baja.
Enrique II, sin hacer caso de aquella especie de vigilancia, prosiguió con entereza:
—Señor vizconde de Montgomery; sois un valiente a quien aprecio y deseo honrar. Cuando hayáis obtenido lo que con justicia pedís, y que tan dignamente habéis ganado, no por eso os habremos pagado lo que os debemos. Sin embargo, tomad por ahora este anillo, y presentadlo mañana por la mañana al gobernador del Chatelet. Id a las ocho, que para esa hora estará ya avisado y os entregará el objeto de vuestra santa y sublime ambición.
Gabriel, que estaba temblando de gozo, no pudo contenerse, y cayendo de rodillas a las plantas del rey, con el pecho inundado de júbilo y los ojos llenos de lágrimas de reconocimiento, dijo:
—¡Ah, señor! ¡Toda la voluntad, toda la energía de que creo haber dado pruebas, las emplearé, mientras me reste un soplo de vida, en el servicio de vuestra majestad, de la misma manera que las hubiera puesto al servicio de mi odio, lo confieso, si vos, señor, hubieseis contestado a tal demanda: No!
—¿De veras? —preguntó el rey sonriendo bondadosamente.
—Sí, señor; lo confieso. Vos sin duda me habéis comprendido, puesto que me habéis perdonado. ¡Sí! Habría perseguido a vuestra majestad hasta en las personas de sus hijos, con el mismo ardor con que os defenderé y adoraré en vos y en ellos. Ante Dios, que tarde o temprano castiga a los perjuros, protesto que guardaré mi juramento de fidelidad, como hubiese guardado mi juramento de venganza.
—Levantaos, caballero, levantaos —contestó el rey, siempre sonriente—. Calmaos también, y para que ceda vuestra emoción, habladnos de otra cosa: referidnos con algún detalle esa hazaña maravillosa de la toma de Calais, de la que creo que nunca me cansaré de hablar ni de oír hablar.
Más de una hora permaneció Enrique II al lado de Gabriel, preguntando, escuchando y obligando al narrador a repetir cien veces los mismos pormenores.
Pero, al fin, se vio obligado a cederle a las damas, que anhelaban preguntar también al héroe.
Antes, sin embargo, el cardenal de Lorena, que por lo visto no estaba muy al tanto de los antecedentes de Gabriel, en quien no veía más que al protegido de su hermano, se empeñó en presentarle a la reina.
Catalina de Médicis se vio precisada a felicitar en presencia de toda la corte al que acababa de conseguir del rey una victoria más difícil que la toma de Calais; pero lo hizo con frialdad y altanería evidentes. La mirada severa y desdeñosa de sus ojos pardos desmentían las palabras que salían de su boca, pero no del corazón.
Gabriel dio a Catalina las gracias muy respetuosamente, pero producían frío en su alma las mentidas felicitaciones de la reina, en las cuales, al evocar con el pensamiento el pasado, creía distinguir ironías ocultas y amenazas encubiertas.
Cuando se volvió para retirarse, después de haber dado las gracias a la reina, creyó encontrar la causa determinante de los dolorosos presentimientos que acababan de afligirle. Al llevar la mirada hacia el sitio donde estaba el rey, vio con espanto que Diana de Poitiers se había acercado a él y le hablaba en voz baja. Una sonrisa malévola y sardónica animaba su bello rostro. A juzgar por las apariencias, el rey se defendía y ella insistía con vigor.
Momentos después vio que Diana llamaba al condestable, y que este conversaba animadamente y por espacio de largo rato con el rey. Todo esto lo observaba Gabriel desde lejos, pero la distancia no le impedía tomar nota de todos los movimientos de sus enemigos y sufrir un martirio atroz.
Cuando más violenta era la sensación de desgarramiento que sentía en el corazón, se acercó a él y principió a hacerle preguntas la reina-delfina María Estuardo, felicitándole y cumplimentándole con gracia infantil.
A pesar de sus inquietudes, Gabriel encontró fuerzas para contestar a su seductora interpoladora.
—¡Es soberbio! —le decía María Estuardo abandonándose a su entusiasmo—. ¿No es verdad, mi querido delfín? —añadió, dirigiéndose a Francisco, su juvenil marido, que unía sus elogios a los de su mujer.
—¿Qué no haría uno para merecer tan hermosas palabras? —contestó Gabriel, cuyos distraídos ojos no podían apartarse del grupo formado por el rey, Diana y el condestable.
—Cuando yo me sentí inclinada hacia vos por no sé qué instinto de simpatía —continuó María Estuardo con su gracia acostumbrada—, mi corazón sin duda presentía que ibais a aumentar la gloria de mi querido tío el duque de Guisa con esa hazaña maravillosa. ¡Ojalá pudiese yo, como el rey, recompensaros como merecéis! Pero soy mujer, y no tengo a mi disposición títulos ni honores.
—¡Oh! ¡Tengo todo cuanto podía desear! —respondió Gabriel—. ¡El rey no contesta… se limita a escuchar! —pensó.
—Aun cuanto tengáis todo lo que deseáis —replicó María Estuardo—, si yo tuviese poder bastante, creo que hasta os crearía deseos, para tener el placer de realizarlos. Pero ya veis; no puedo. Por el momento, no dispongo más que de este ramo de violetas que el jardinero de la Tournelles me ha enviado, y que tiene algún mérito por ser muy escasas en estos días, después de las recientes heladas. Pues bien, señor de Exmés: con permiso de mi marido, os regalo estas flores, deseando las aceptéis como un recuerdo de este día. Las aceptáis, ¿verdad?
—¡Oh, señora! —exclamó Gabriel besando la mano que le ofrecía las violetas.
—Las flores —continuó María Estuardo pensativa, son, al mismo tiempo que un perfume para el que está contento, un consuelo para el triste. Tal vez llegue un día en que yo sea desgraciada, pero no lo seré del todo si tengo flores. Claro está que a vos, señor de Exmés, que sois dichoso, que saboreáis un triunfo sublime, únicamente como perfume os ofrezco estas.
—¡Quién sabe! —exclamó Gabriel moviendo la cabeza con melancolía—. ¡Quien sabe si el que llamáis dichoso, el que saborea un triunfo sublime, las necesitará más bien como consuelo!
Mientras hablaba, tenía fija la mirada en el rey, que parecía reflexionar y bajaba la cabeza ante las representaciones por momentos más vivas de Diana y del condestable.
Temblaba al pensar que la favorita habría oído la promesa del rey, y que versaba sobre su padre la conversación que ante sus ojos, pero fuera del alcance de sus oídos, se sostenía.
La delfina se había alejado, burlándose graciosamente de la distracción de Gabriel.
Se le acercó a poco el almirante Coligny, para felicitarle cordialmente por haber sabido conquistar en Calais una reputación más brillante que la que supo ganarse en San Quintín.
Difícilmente podría encontrarse en el mundo un hombre joven que viéndose tan festejado por la fortuna, siendo tan digno, al parecer, de envidia, sufriera las mortales angustias que despedazaban el alma de Gabriel.
—Valéis tanto para ganar victorias como para atenuar derrotas —le dijo el almirante—. Me enorgullece haber presentido vuestro elevado mérito, y sólo un pesar tengo: el de no haber participado con vos en tan prodigioso hecho de armas, tan venturoso para vos como glorioso para Francia.
—En otra ocasión será, señor almirante —contestó Gabriel.
—Dudo que se presente —dijo con cierto dejo de tristeza Coligny—. Lo único que pido a Dios es que, si algún día nos encontramos en el campo de batalla, no sea militando en bandos opuestos.
—¡El Cielo me libre de ello! —exclamó con vivacidad Gabriel—. ¿Pero, qué queréis significar con vuestras palabras?
—El lunes pasado han sido quemados vivos cuatros correligionarios míos. Los reformados, cuyo número y poder aumenta de día en día, concluirán por cansarse de la persecución de que son objeto, y aquel día de los dos bandos que dividen a Francia, es muy posible que se formen dos ejércitos.
—¿Y aunque así sea…?
—Y si así ocurre, señor de Exmés, vos, que a nada os comprometisteis a pesar del paseo que nos llevó juntos a la casa de la calle de Saint-Jacques, vos, que si os obligasteis a ser discreto, os reservasteis toda vuestra libertad de acción, gozáis, muy justamente por cierto, de demasiado favor en el ánimo del rey y en el de la corte para que no sirváis, si llega el caso, en el ejército del rey y peleéis contra el ejército de la herejía, nombre que nos dan nuestros enemigos.
—Creo que os engañáis, señor almirante —contestó Gabriel, siempre con la mirada puesta en el rey—. Temo que, por el contrario, habré de luchar en breve al lado de los oprimidos y contra los opresores.
—¡Qué escucho! ¡Pero palidecéis, Gabriel… vuestra voz se altera…! ¿Qué os sucede?
—¡Nada… nada, señor almirante! Pero me permitiréis que os deje… Hasta la vista, que probablemente será pronto.
Acababa de sorprender Gabriel un gesto de conformidad que se le escapó al rey, y vio también que al momento se alejaba el condestable, después de haber cambiado con la favorita una mirada de triunfo.
Al cabo de algunos minutos se dio por terminada la recepción, y Gabriel, al pedir permiso al rey para retirarse, atrevióse a decirle:
—Señor, hasta mañana.
—Hasta mañana, caballero —contestó Enrique II, pero sin mirar a Gabriel.
No sonreía ya el rey, y, en cambio, el semblante de Diana de Poitiers reflejaba viva alegría.
Gabriel, a quien todos suponían lleno de alegría, se retiró con el corazón traspasado de dolor. Toda la noche anduvo vagando por los alrededores del Chatelet.
No vio al condestable, y esta circunstancia le reanimó algún tanto. Por otra parte, en su dedo brillaba el anillo del rey, y además, recordaba las palabras formales de Enrique II, palabras que no admitían dudas ni eran susceptibles de falsas interpretaciones: «El objeto de vuestra santa y sublime ambición os será devuelto».
A pesar de todo, aquella noche que separaba a Gabriel del momento decisivo, iba a parecerle que tenía la duración de un año.