Capítulo XVI

SEGUÍAN a Gabriel, lo mismo que cuando regresó de Italia, cuatro soldados: Ambrosio, Lactancio, Ivonnet y Pilletrousse, los cuales eran portadores de las banderas inglesas. No entraron, sin embargo, en el salón: se quedaron en el dintel de la puerta.

Gabriel llevaba entre las manos un cojín de terciopelo sobre el cual venían dos cartas y las llaves de la ciudad de Calais.

Al ver al mensajero brilló en el rostro del rey una expresión que tenía tanto de alegría como de terror. ¿Por qué? Porque creyó adivinar el mensaje, pero le inquietaba el mensajero.

—¡El vizconde de Exmés! —murmuró, viendo cómo Gabriel se aproximaba con paso lento.

Gabriel, solemne y grave, hincó una rodilla en tierra delante del rey.

La favorita y el condestable de Montmorency cambiaron una mirada de alarma y murmuraron a media voz:

—¡El vizconde de Exmés!

—Señor —dijo Gabriel al rey con voz firme—: Os traigo las llaves de la ciudad de Calais que, después de siete días de sitio y de tres asaltos encarnizados, entregaron los ingleses al señor duque de Guisa, y que el señor duque de Guisa se ha apresurado a remitir a vuestra majestad.

—¿Calais es nuestro? —preguntó el rey, a pesar de haber oído y comprendido perfectamente.

—Calais es vuestro, señor —respondió Gabriel.

—¡Viva el rey! —gritaron a una todos los presentes, excepción hecha tal vez del condestable de Montmorency.

Enrique II, al ver desvanecidos sus temores, al tener noticia del triunfo glorioso de sus armas, saludó a la reunión con rostro radiante de júbilo, diciendo:

—¡Gracias, señores, gracias! Acepto en nombre de Francia vuestras aclamaciones, pero no deben dirigirse a mí solo; es justo que en su mayor y mejor parte recaigan sobre mi noble primo el señor duque de Guisa.

Resonaron por toda la sala murmullos de aprobación, pero no había llegado el tiempo en que se pudiera gritar: ¡Viva el duque de Guisa!

—Y en ausencia de nuestro querido primo —continuó Enrique—, es para nosotros una felicidad poder dirigir nuestras felicitaciones a vos, señor cardenal de Lorena, que le representáis aquí, y a vos, señor vizconde de Exmés, encargado de participarnos un hecho tan glorioso.

—Señor —dijo Gabriel respetuosamente, pero con osadía, inclinándose ante el rey—, perdonadme si os digo que ya no me llamo el vizconde de Exmés.

—¿Qué decís? —preguntó el rey frunciendo el entrecejo.

—Señor —continuó Gabriel—; desde el día de la toma de Calais, he creído que podía usar mi verdadero título, que es el de vizconde de Montgomery.

Imposible reflejar la sensación que produjo aquel nombre, en tantos años no pronunciado por nadie en la corte en voz alta. El mensajero del duque de Guisa se titulaba vizconde de Montgomery; luego el conde del mismo título, su padre a no dudar, vivía todavía. ¿Qué significaba el retorno de un nombre tan famoso en otro tiempo?

No recogían los oídos del rey estos comentarios, porque eran, por decirlo así, mudos; pero los adivinaba. Su cara se puso más blanca que su gorguera italiana, y en sus labios temblaban la impaciencia y la cólera.

Diana de Poitiers se mordía los labios con furor, y el condestable, que permanecía en un rincón, salió de su sombría inmovilidad, y su mirada, antes apagada y vaga, se encendió.

—¿Qué habéis dicho, caballero? —preguntó el rey con voz áspera, que en vano intentó suavizar—. ¿Qué título es ese que os atrevéis a tomar? ¿A qué es debida tamaña temeridad?

—El título que he tomado, señor, es el que me corresponde, el mío —contestó con calma Gabriel—; y lo que vuestra majestad llama temeridad no es otra cosa que confianza.

Era evidente que Gabriel estaba resuelto a empeñar irrevocablemente la partida, a jugarse el todo por el todo, a cerrar al rey, como a sí mismo, todo camino que pudiera conducir a aplazamientos o irresoluciones.

Enrique, que lo comprendió así, temiendo su propio enojo y con objeto de evitar, al menos por el momento, el escándalo, dijo:

—Más tarde trataremos de vuestros asuntos personales; por ahora, no olvidéis que sois el enviado del señor duque de Guisa y que no habéis desempeñado todavía la comisión que os confiaron.

—Es cierto —contestó Gabriel, haciendo una reverencia profundísima—. Me falta presentar a vuestra majestad las banderas ganadas a los ingleses: aquí están. Además, el señor duque de Guisa ha escrito una carta para el rey.

Presentó la carta del Acuchillado sobre el cojín de terciopelo. El rey la tomó, rompió el sello, rasgó el sobre y, dando el pliego al cardenal de Lorena, dijo:

—A vos, señor cardenal, os toca el derecho de disfrutar de la alegría de leer en voz alta esta carta de vuestro hermano. La carta no se dirige al rey, sino a Francia.

—¡Cómo, señor! —exclamó el cardenal—. ¿Vuestro deseo es que…?

—Mi deseo es, señor cardenal, que aceptéis este honor que os es debido.

Carlos de Lorena se inclinó, tomó con el mayor respeto la carta de manos del rey, la desdobló, y leyó, en medio del silencio más profundo, lo que sigue:

«Señor:

»Calais está en nuestro poder; en una semanas hemos recobrado de los ingleses lo que estos tardaron en conquistar, hace dos siglos, un año entero.

»Guines y Ham, las dos plazas únicas que todavía poseen en territorio francés, no podrán sostenerse mucho tiempo: me atrevo a prometer a vuestra majestad que, antes de quince días, nuestros enemigos hereditarios habrán sido expulsados definitivamente de todo el reino.

»He creído que debía tratar con generosidad a los vencidos. Estos nos han entregado toda su artillería y todas sus municiones, pero la capitulación deja en libertad a los vecinos que lo deseen para retirarse con sus bienes a Inglaterra. Quizá habría sido peligroso dejar en una plaza recién conquistada ese fermento activo de rebelión.

»La cifra de nuestras bajas es poco considerable, gracias a la rapidez con que ha sido tomada la plaza.

»Me falta el tiempo y el sosiego necesarios, señor, para dar hoy a vuestra majestad detalles amplios. Herido yo gravemente…

El Cardenal palideció e interrumpió la lectura.

—¡Que nuestro primo está herido! —exclamó el rey, fingiendo solicitud.

—Tranquilícense vuestra majestad y vuestra eminencia —dijo Gabriel—. La herida del señor duque de Guisa no tendrá consecuencias, gracias a Dios. A estas horas, únicamente debe de quedarle una noble cicatriz en el rostro y el glorioso sobrenombre de El Acuchillado.

El cardenal, que había leído algunas líneas más, se convenció de que Gabriel decía la verdad y, más tranquilo, continuó la lectura.

«Herido yo gravemente el día de nuestra entrada en Calais, he podido salvar la vida gracias al socorro pronto y al genio portentoso de un cirujano joven, llamado Ambrosio Paré; pero estoy aún muy débil, y como consecuencia, me veo privado del placer de escribir con más extensión a vuestra majestad.

»Los demás detalles podrá vuestra majestad oírlos de boca del que, juntamente con esta carta, os presentará las llaves de la ciudad de Calais y las banderas tomadas a los ingleses, y de quien necesariamente he de hablar a vuestra majestad antes de poner fin a la presente.

»No debe recaer sobre mí, señor, todo el honor de la portentosa empresa, tan admirablemente terminada, de la toma de Calais. A ella he contribuido con todas mis fuerzas batiéndome al frente de nuestras valientes tropas; pero la idea primera, los medios de realizarla, y hasta la realización de la hazaña, se le deben al señor vizconde de Exmés, portador de la presente».

—Parece, caballero —interrumpió el rey, dirigiéndose a Gabriel—, que nuestro primo no os conocía aún por vuestro nuevo título.

—Señor —contestó Gabriel—; nunca me habría atrevido a usarlo por primera vez delante de una persona que no fuese vuestra majestad.

El rey hizo una seña al cardenal, y este prosiguió de esta suerte:

«Confieso francamente que no había pasado por mi imaginación la idea de dar un golpe tan atrevido; cuando el señor vizconde de Exmés vino a buscarme al Louvre, me expuso las líneas generales de su sublime proyecto, disipó mis dudas, venció mis indecisiones y me determinó a acometer este hecho de armas inaudito, que bastaría por sí solo, señor, para labrar la gloria de un reinado.

»Pero hay más: no podíamos arriesgar a la ligera una expedición de tanta trascendencia, y era preciso que el consejo de la experiencia viniese a dar consistencia a los ensueños del valor. El señor vizconde de Exmés facilitó al mariscal Strozzi los medios de introducirse disfrazado en la plaza de Calais, a fin de que pudiera apreciar los medios de defensa con que aquella contaba. Además, nos proporcionó un plano exacto y minucioso de las murallas, baluartes y puntos fortificados, de suerte que pudimos avanzar hacia la plaza como si sus murallas hubiesen sido de cristal.

»Frente a los muros de la ciudad y en los asaltos, en la toma del fuerte de Nieullay y en la del Viejo Castillo, en todas partes, el vizconde de Exmés, puesto a la cabeza de su reducido grupo de voluntarios, reclutados y pagados por él, ha hecho verdaderos prodigios de valor; pero como en esto no hizo más que igualar a nuestros intrépidos capitanes, a quienes, a mi juicio, no es posible aventajar, no insistiré sobre las pruebas de heroísmo que dio en todo momento, concretándome exclusivamente a las que personalmente realizó.

»El formidable fuerte de Risbank, que domina por la entrada del puerto de Calais, dejaba expedito el paso a los socorros que enviaba Inglaterra. Si estos llegaban, estábamos perdidos. Nuestra gigantesca empresa se malograba, y nos atraíamos las risas burlonas de la Europa entera. ¿Cómo soñar siquiera en apoderarnos, no contando con navíos, de una torre defendida por el Océano? Pues bien, señor: el vizconde de Exmés hizo este milagro. Una noche, embarcó con sus voluntarios en una barquilla, y con la ayuda de algunos amigos que tenía en la plaza, después de una navegación temeraria, escaló el terrible fuerte, se hizo dueño de lo que todo el mundo creía, y era, inexpugnable, y enarboló en él la bandera francesa.

Al oír esto, no pudieron los cortesanos, a pesar de la presencia del rey, contener la admiración, que se tradujo en murmullos prolongados que obligaron a interrumpir la lectura.

La actitud de Gabriel, que se hallaba a dos pasos del rey, en pie, con los ojos bajos, tranquilo, digno y modesto, aumentaba la impresión causada por el relato de su glorioso hecho de armas, y encantaba a la vez a las damas jóvenes y a los soldados encanecidos en la guerra.

Hasta el rey mismo se conmovió y principió a mirar con más dulzura al héroe de aquella aventura épica.

Únicamente la señora de Poitiers se mordía los blancos labios, y el condestable de Montmorency fruncía el espeso entrecejo.

El cardenal, después de la interrupción, continuó la lectura de la carta de su hermano.

«Dueños del fuerte de Risbank, la ciudad era nuestra. Los navíos ingleses no se atrevieron siquiera a intentar un ataque, que sabían que sería inútil. Tres días después entrábamos triunfantes en Calais, secundados eficazmente por los amigos que el vizconde de Exmés tenía en la plaza, que llamaron la atención del enemigo hacía otra parte, y por una salida vigorosísima realizada por el vizconde en persona.

»En esta última fase de la lucha fue, señor, cuando recibí la terrible herida que por poco me cuesta la vida. Si me fuese permitido recordar un servicio personal después de hablar de tantos servicios públicos, añadiría que también fue el vizconde de Exmés quien, a viva fuerza casi, trajo a mi lecho de muerte al prodigioso cirujano Ambrosio Paré, que es quien me ha salvado.

—¡Oh, caballero! ¡Ahora me toca a mí daros las gracias! —exclamó Carlos de Lorena con voz conmovida.

Seguidamente continuó leyendo con voz más animada, como si hubiese sido su mismo hermano quien hablaba:

«Señor; por lo regular, es atribuido siempre el honor de los grandes hechos de armas al jefe bajo cuyo mando se han realizado. El señor de Exmés, tan modesto como grande, sería el primero que quisiera que mi nombre borrase al suyo; pero a mí me ha parecido muy justo hacer saber a vuestra majestad que el joven que pondrá esta carta en vuestras manos ha sido la cabeza y el brazo de la empresa, y que, a no ser por él, Calais, a la hora en que escribo estos renglones dentro de sus muros, sería aún de Inglaterra. El señor de Exmés me ha pedido que no lo declare, si lo tengo a bien, más que al rey; y así lo hago en alta voz, con tanto júbilo como satisfacción.

»He cumplido con mi deber, dando al vizconde de Exmés este testimonio; a vos os toca lo demás, señor; a vos, que tenéis un derecho que yo envidio, pero que no puedo ni quiero usurpar. No hay con qué pagar la reconquista de una plaza fuerte fronteriza y la integridad de un reino, pero, según me dice el vizconde de Exmés, vuestra majestad tiene en sus manos un premio digno de su conquista. Lo creo, señor, aunque sólo un rey, y un rey tan grande como vos, puede premiar con arreglo a lo que vale esta regia hazaña.

»Dios os conceda larga vida, señor, y un reinado feliz.

»Soy, señor, el más humilde y obediente súbdito de vuestra majestad.

Francisco de Lorena.

En Calais a 8 de enero de 1558

Cuando Carlos de Lorena terminó su lectura y devolvió la carta al rey, se reprodujeron los murmullos de aprobación, que eran como una felicitación entusiasta de toda aquella brillante corte, y de nuevo saltó de alegría el corazón de Gabriel, violentamente conmovido no obstante su exterior tranquilo. Si el respeto no hubiera impuesto silencio al entusiasmo, el joven vencedor habría oído, sin duda alguna, estrepitosos aplausos.

Instintivamente sintió el rey el entusiasmo general, del que participaba en mayor o menos escala, y no pudo menos de decir a Gabriel, haciéndose intérprete del mudo deseo de todos:

—Os doy el parabién, caballero. Es sublime lo que habéis hecho. Únicamente deseo que, como me da a entender el señor de Guisa, me sea en realidad posible otorgaros una recompensa digna de vos y digna de mí.

—Señor, una sola ambiciono —contestó Gabriel—, y vuestra majestad sabe cuál es…

Como observara un movimiento en el rey, se apresuró a añadir:

—¡Perdón, señor! ¡No he terminado todavía mi comisión!

—¿Qué más hay? —preguntó el rey.

—Una carta de la señora de Castro para vuestra majestad.

—¿De la señora de Castro? —preguntó vivamente el rey.

Sin reflexionar lo que hacía, se levantó, descendió las dos gradas del trono para tomar la carta de Diana, y dijo a Gabriel, bajando la voz:

—Gracias, caballero; no solamente devolvéis la hija al rey, sino que devolvéis también un padre a mi hija. He contraído con vos dos deudas… Pero veamos lo que dice la carta…

Y como los cortesanos, inmóviles y mudos esperaban respetuosos las órdenes del rey, este, molesto sin duda por aquel silencio observador, añadió alzando la voz:

—Señores, no quiero que por mi causa contengáis la explosión de vuestra alegría. Nada más tengo que decir: lo demás, es asunto que hemos de tratar el enviado de mi querido primo el señor de Guisa y yo. Todos deseáis comentar a vuestro placer el feliz suceso, y mi deseo es que lo hagáis con libertad completa, señores.

El permiso del rey fue acogido con placer por los cortesanos, que inmediatamente formaron grupos. Momentos después no se oyó en el salón más que el zumbido indistinto y confuso que sale de las muchedumbres cuando hablan muchos a la vez.

Diana de Poitiers y el condestable fueron los únicos que, en vez de hablar, se dedicaron a acechar al rey y a Gabriel.

Por medio de una mirada elocuente se comunicaron sus temores, y un gesto casi imperceptible del condestable bastó para que Diana se acercase a su regio amante.

Enrique II, absorto en la lectura de la carta de su hija, no tenía ojos para ver a la envidiosa pareja.

—¡Diana querida…! ¡Pobrecita Diana!… —murmuraba enternecido.

Cuando acabó de leer, llevado de su índole de rey, cuyos impulsos primeros y espontáneos fueron siempre generosos y leales, dijo a Gabriel:

—La señora de Castro me recomienda también a su libertador, y hallo que su recomendación no puede ser más justa, pues me dice que no sólo os debe la libertad, sino el honor.

—He cumplido con mi deber, señor —contestó Gabriel.

—A mí me toca ahora cumplir con el mío —repuso vivamente el rey—. Pedidme vos, caballero: ¿qué desea de mí el señor vizconde de Montgomery?