Capítulo XV

EL día 12 de enero de 1558 se celebraba en el Louvre, en los salones de la reina Catalina de Médicis, una de las brillantes reuniones de que hemos hablado, a las que asistían, además de los reyes, todos los príncipes y gentilhombres del reino.

La reunión estaba aquella noche excepcionalmente brillante y animada, a pesar de que una buena parte de la nobleza se hallaba guerreando a la sazón en el Norte, a las órdenes del duque de Guisa.

Descollaban entre las damas, además de Catalina, reina de derecho, Diana de Poitiers, reina de hecho, la reina-delfina María Estuardo y la melancólica princesa Isabel, que iba a ser reina de España y cuya espléndida belleza, ya tan admirada, debía ocasionar en su día su desgracia.

Entre los caballeros, las figuras más salientes, eran Antonio, jefe actual de la Casa de Borbón, rey equívoco de Navarra y príncipe sin decisión y débil, a quien su mujer Juana de Albret, dotada de un corazón viril, había enviado a la corte de Francia para conseguir que, por mediación de Enrique II, le fuesen devueltas sus tierras de Navarra, confiscadas por España.

Pero Antonio de Navarra protegía ya por entonces las opiniones calvinistas y no podía hacerse simpático en una corte que enviaba a la hoguera a los herejes.

También se encontraba allí su hermano Luis de Borbón, príncipe de Condé, quien sabía hacerse respetar, ya que no querer, a pesar de ser calvinista más entusiasta que el rey de Navarra y de pasar por jefe de los rebeldes. Luis de Borbón había conseguido que el pueblo le quisiese. Montaba admirablemente a caballo, esgrimía con maravillosa destreza la espada y la daga, y estas cualidades acreedoras eran a que las gentes fuesen benévolas con respecto a sus prendas físicas, que le favorecían poco, dicho sea con todos los respetos debidos, pues era harto bajo de estatura y tenía la espalda excesivamente desarrollada. Era, además, decidor, galante, alegre, adoraba a todas las mujeres, y dio motivo a que el pueblo le cantase la siguiente copla:

A ese hombre tan pequeño,

que es galán en miniatura,

por decidor y risueño

guárdele Dios la apostura.

Alrededor del rey de Navarra y del príncipe de Condé se agrupaban, naturalmente, los caballeros que, abierta o secretamente, simpatizaban con los reformadores, tales como el almirante Coligny, La Renaudie, el barón de Castelnau que, recién llegado de la Turena, su provincia, había sido presentado aquel mismo día en la corte por primera vez.

La reunión, a pesar de los ausentes, era, como se ve, numerosa y distinguida, pero en medio del ruido, de la agitación y de la alegría general, había dos hombres que permanecían distraídos, serios, casi tristes: Enrique II y el condestable de Montmorency.

La persona de Enrique II estaba en el Louvre, pero su pensamiento en Calais.

Hacía tres semanas, es decir, desde el día de la marcha del duque de Guisa, que el rey pensaba noche y día en la arriesgada empresa que podía expulsar a los ingleses del reino, pero que también podía comprometer gravemente la salvación de Francia.

Más de una vez se había reconvenido severamente Enrique II por haber autorizado al duque de Guisa para intentar una hazaña tan peligrosa.

Si la empresa abortaba, ¡qué vergüenza! Quedaría afrentado a los ojos de Europa. ¡Cuántos esfuerzos tendría que hacer para reparar el daño! La tristemente célebre jornada del día de San Lorenzo no sería nada en comparación del fracaso del golpe intentado contra Calais, porque siempre se diría que si el condestable de Montmorency sufrió una derrota, Francisco de Lorena había ido espontáneamente a buscarla.

El rey, que desde hacía tres días no tenía noticias del ejército sitiador, estaba triste y preocupado, y apenas si prestaba atención a las palabras del cardenal de Lorena que, de pie junto a su sillón, se esforzaba por reanimar su esperanza.

Diana de Poitiers advirtió pronto el mal humor de su regio amante, pero viendo que el condestable de Montmorency estaba tan triste, o más que el rey, optó por entablar conversación con el vencido de San Quintín.

También atormentaba al condestable la idea del sitio de Calais, pero por motivos diferentes, opuestos, mejor dicho, a los que determinaban la preocupación del rey.

Enrique II temía la derrota y el condestable temía el triunfo.

Efectivamente: si el duque de Guisa triunfaba, pasaría a ocupar el primer puesto en el reino, y el condestable habría de descender al segundo. La salvación de Francia envolvía la pérdida, la ruina del pobre condestable, quien ya sabemos que siempre colocó al egoísmo por encima del amor a la patria.

No es, pues, de admirar que recibiera con bastante aspereza a la bella favorita que, con la sonrisa en los labios, se dirigía hacia él.

El lector no habrá olvidado lo que dijimos sobre el amor anómalo y depravado que la amante del rey más galante del mundo profesaba a aquel soldadote grosero y brutal.

—¿Qué le pasa hoy a mi viejo guerrero? —preguntó Diana con acento acariciador.

—¡Ah! ¿También vos os burláis de mí, señora? —gruñó Montmorency con acritud.

—¡Yo burlarme, amigo mío! ¡No sabéis lo que decís!

—¡Pero sé lo que me decís vos! —replicó el condestable—. Me llamáis vuestro viejo guerrero… ¿Viejo? Es verdad; no soy un barbilindo de veinte años. ¿Guerrero? ¡Esto no! Ya veis que sólo me conceptúan digno de figurar en las paradas con la espada al cinto, o bien en los salones del Louvre.

—¡No digáis tal cosa, amigo mío! ¿No continuáis siendo el condestable?

—¿Y qué es el condestable cuando hay un teniente general del reino?

—Ese título desaparecerá juntamente con los sucesos que lo hicieron necesario, al paso que el vuestro, ligado como está sin revocación posible a la primera dignidad militar del reino, no puede desaparecer más que con vos.

—Entonces, me doy por muerto y enterrado —dijo el condestable sonriendo con amargura.

—¿Por qué habláis así, amigo mío? Hoy sois tan poderoso como habéis sido siempre, y seguís siendo tan temible como siempre para los enemigos exteriores del reino y para los enemigos personales de dentro.

—Hablemos con seriedad, Diana, y no tratemos de entretenernos con frases.

—Si os engaño, será porque me engaño yo mismo. Dadme pruebas de que sufro una equivocación, y no sólo reconoceré al punto mi error, sino que haré por repararlo en la medida de mis fuerzas.

—Pues bien: pretendéis que tiemblan ante mí los enemigos de fuera, palabras altamente consoladoras, es cierto, ¿pero, a quién envían contra esos enemigos? A un general más joven, y sin duda más afortunado que yo, pero que podría en su día explotar su fortuna en provecho propio.

—¿Luego creéis que el duque de Guisa triunfará?

—Sus reveses —contestó con hipocresía el condestable— serían para Francia una desventura inmensa, que yo deploraría amargamente, pero su triunfo sería para mí la más horrible de las desgracias.

—¿Creéis que la ambición del duque de Guisa…?

—La he sondeado, y es profunda, muy profunda —contestó el envidioso cortesano—. Si un accidente cualquiera determinase un cambio de reinado, ¿habéis meditado, Diana, en lo que influiría esa ambición, apoyada por la influencia de María Estuardo, sobre el ánimo de un rey joven y sin experiencia? Mi adhesión a vuestros intereses me ha enajenado por completo las simpatías de la reina Catalina. Los Guisa serían más reyes que el mismo rey.

—Semejante desventura, a Dios gracias, es muy improbable —contestó Diana, admirada de que un hombre de sesenta años hablase de la muerte probable de un rey de cuarenta.

—Hay en contra nuestra otras contingencias más inmediatas y no menos terribles —observó moviendo tristemente la cabeza el condestable.

—¿Tenéis la bondad de decirme a qué contingencias terribles os referís, amigo mío?

—¿Habéis perdido la memoria, Diana? ¿O es que fingís ignorar quién acompañó a Calais al duque de Guisa, quién le sugirió, según todas las apariencias, la idea de esa temeraria empresa, quién regresará triunfante con él, si triunfa, y quién conseguirá que se le atribuya en gran parte el honor de la victoria?

—¿Lo decís por el vizconde de Exmés?

—¿Por quién lo había de decir, Diana, sino por él? Podréis vos haber olvidado su extravagante promesa, pero yo os aseguro que él la tiene muy presente. Ahora bien, como la casualidad es tan caprichosa, no me extrañaría que cumpliese la promesa empeñada y viniese a exigir que el rey cumpliese la suya.

—¡Imposible! —exclamó Diana.

—¿Qué es lo que tenéis por imposible? ¿Que el vizconde de Exmés cumpla su palabra o que el rey haga honor a la suya?

—Las dos alternativas son igualmente disparatadas y absurdas, y la segunda más que la primera.

—Sin embargo, si la primera se realiza, será preciso que se realice también la segunda. El rey es débil cuando se trata de compromisos de honor, y sería muy capaz de echárselas de cumplido caballero y de entregar su secreto y el nuestro en manos enemigas.

—Repito que es un sueño, una quimera, una insensatez.

—¿Y qué haríais, Diana, si vieseis con vuestros ojos y tocaseis con vuestras manos ese sueño convertido en realidad?

—No lo sé, mi querido condestable, no lo sé. Sería preciso indagar, moverse, idear algo, obrar… ¡todo antes que consentir lo que vos teméis! Si el rey nos abandona, prescindiremos del rey, y seguros de antemano de que aquel no ha de atreverse a desaprobar lo que hagamos, utilizaremos todo nuestro poder y llegaremos hasta donde pueda llegar nuestra influencia personal.

—¡Ah! ¡Ahí es dónde os esperaba! —exclamó el condestable—. ¡Nuestro poder…! ¡Nuestra influencia personal…! Blasonad de la que tengáis vos, Diana, que la mía se ha reducido tanto, que la considero muerta. Cualquiera de mis enemigos de dentro, a quienes tanto compadecíais hace poco, puede mantenérselas con el condestable, con este mísero condestable, que tiene menos valimiento en la corte que ninguno de esos caballeros que pululan por los salones. ¡Mirad, si no, el vacío que hacen en torno de mi persona! ¡Es natural! ¿Quién se toma la molestia de hacer la corte a un poder que fue, a un poder derrocado? Por consiguiente, Diana, no contéis en lo sucesivo, si no queréis exponeros a un desencanto, con el apoyo de un viejo servidor en desgracia, sin amigos, sin poder, sin influencia y… hasta sin dinero.

—¿Sin dinero? —preguntó Diana con acento de incredulidad.

—¡Sí, ira de Dios, sin dinero! —repitió colérico el condestable—. ¡Sin dinero, sí; y es lo más doloroso quizás a mis años, y después de los servicios que he prestado! La última guerra me arruinó, Diana; mi rescate y el de algunos de mis servidores y parciales consumió todo mi caudal. ¡Ah! ¡Bien lo saben los que me abandonan! ¡El mejor día tendré que salir a pedir una limosna por las calles, como aquel general cartaginés… Belisario, creo que se llamaba, de quién he oído hablar a mi sobrino el almirante!

—¿Y los amigos, condestable? —preguntó Diana, riéndose a la vez de la erudición y de la rapacidad de su viejo amante.

—No los tengo —contestó el condestable.

Con acento de voz el más patético del mundo, añadió:

—¡Los desgraciados no tienen amigos!

—Voy a demostraros lo contrario —replicó Diana—. Ahora conozco de dónde proviene el negro humor que hoy tenéis. ¿Por qué no me lo dijisteis con toda franqueza desde el primer momento? ¿No os inspiro ya confianza? No os habéis conducido muy bien, pero no importa; me vengaré como se vengan los amigos. ¿No cobró el rey la semana pasada un nuevo impuesto?

—¡Oh, mi querida Diana! —exclamó el condestable hecho un panal de miel—, un impuesto muy justo aunque bastante pesado, para cubrir los gastos de la guerra.

—¡Magnífico! Quiero demostraros, pero en el acto, que una mujer puede reparar, hasta con creces, las injusticias que la fortuna comete a veces con hombres de vuestro mérito. No parece que Enrique esté de muy buen talante, pero es igual: voy a hablar con él, a fin de que dentro de muy poco os veáis obligado a confesar que soy aliada fiel y excelente amiga vuestra.

—Desde este instante proclamo que sois tan buena como hermosa —dijo con galantería el condestable.

—Pero vos, por vuestra parte, os obligáis a no abandonarme, si tuviese necesidad de vuestro concurso, luego que haya alumbrado los manantiales de vuestro crédito, ¿no es verdad, mi viejo león? ¿Me prometéis que no volvereis a decir a vuestra fiel amiga que sois impotente contra nuestros enemigos comunes?

—¡Oh, mi querida Diana! ¿No es vuestro todo cuanto soy y valgo? Si muchas veces me apena la pérdida de mi influencia, bien sabe Dios que no es por mí, sino porque temo que no he de poder servir como deseo a mi bella soberana y amante.

—Quedo contenta —dijo Diana con una sonrisa llena de promesas.

En seguida acercó su hermosa mano a los groseros y barbudos labios de su poco favorecido amante, quien depositó en ella un beso. Inmediatamente se dirigió al sitio donde estaba el rey.

El cardenal de Lorena continuaba al lado de Enrique II, trabajando en interés de su hermano y procurando tranquilizar al rey acerca del resultado de la temeraria empresa de Calais.

Desplegaba el cardenal toda su elocuencia, que no era poca, pero Enrique daba más crédito a sus temores que a las palabras que resonaban en sus oídos.

Diana, al llegar junto a ellos, dijo al cardenal:

—Apuesto, monseñor, a que vuestra eminencia está hablando mal al rey del pobre Montmorency.

—¡Oh, señora! —exclamó Carlos de Lorena, desconcertado por aquel ataque imprevisto—. Me atrevo a poner al rey por testigo de que ni siquiera se ha pronunciado en nuestra conversación el nombre del señor condestable.

—Es cierto —dijo el rey.

—¡Lo que no deja de ser otro sistema de hacer daño! —repuso Diana.

—Entonces, si no puedo ni hablar ni callar acerca del condestable, ¿tendréis la bondad, señora, de indicarme qué deberé hacer? —dijo el cardenal.

—Hablar, pero en su favor —respondió Diana.

—¡Con mucho gusto! —dijo el astuto cardenal—. Como he sido siempre obediente y sumiso a los mandatos de las hermosas, diré que el señor de Montmorency es un genio de la guerra que ganó la batalla de San Quintín y salvó a Francia, y añadiré que, en este momento mismo, deseando coronar brillantemente su obra, ha emprendido una ofensiva gloriosa contra el enemigo e intenta una empresa memorable frente a los muros de Calais.

—¡Calais! ¡Calais! ¡Ah! ¡Quién me diera noticias de Calais! —murmuró el rey, que en la guerra de palabras que reñían la favorita y el cardenal sólo se había fijado en el nombre de aquella plaza fuerte.

—Poseéis un sistema de alabar tan admirable y cristiano, señor cardenal —replicó Diana—, que no puedo menos de felicitaros por una caridad tan cáustica.

—Consiste eso, señora, en que no sé qué otro elogio pueda hacerse del pobre señor de Montmorency, como le llamasteis vos hace poco —dijo Carlos de Lorena.

—Buscáis mal sin duda, señor cardenal —repuso Diana de Poitiers—. ¿No podría, por ejemplo, hacer justicia al celo con que el condestable organiza en París los últimos medios de defensa que nos quedan y reúne las pocas tropas de que puede disponer Francia, mientras otros aventuran y comprometen los verdaderos recursos de la patria en empresas arriesgadas?

—¡Oh! —se limitó a exclamar el cardenal.

—¡Ay! —suspiró el rey.

—¿Y no podríais añadir —continuó Diana— que si la fortuna no siempre ha acompañado al señor de Montmorency, que si la desgracia se ha declarado en su contra, al menos es un caballero exento de toda ambición personal, no defiende otra causa que la de su patria, y lo ha demostrado sacrificándoselo todo: su vida, que ha expuesto el primero, su libertad, de la que se ha visto privado durante algún tiempo, y su fortuna, de la cual nada le queda en la actualidad?

—¡Oh! —repitió el cardenal de Lorena, esta vez con verdadera sorpresa.

—¡Sí, señor cardenal! —dijo Diana—. Sabed que el señor de Montmorency está arruinado.

—¡Arruinado! ¿Pero, es cierto? —preguntó el cardenal.

—Tan arruinado —añadió la impudente favorita—, que en este momento vengo a pedir a su majestad que socorra en su apuro a ese leal servidor.

Y como el rey, cuya preocupación no cedía, guardase silencio, insistió Diana:

—Sí, señor; os conjuro a que favorezcáis a vuestro fiel condestable, a quien han dejado en la pobreza los gastos considerables ocasionados por la guerra que sostuvo en servicio de vuestra majestad y la cantidad que tuvo que pagar por su rescate… ¿No me escucháis, señor?

—Dispensadme, señora —respondió el rey—, no puedo ocuparme ahora de esa cuestión; embarga por completo mi atención el pensamiento en la posibilidad de un desastre en Calais.

—Razón de más para que vuestra majestad procure contentar y favorecer al hombre que se ha consagrado de antemano a atenuar ese desastre, si cae sobre Francia —replicó la favorita.

—¿Ignoráis que estoy tan falto de dinero como el condestable?

—¿Y el nuevo impuesto que se acaba de recaudar? —preguntó Diana.

—Está destinado a pagar y mantener las tropas —dijo el cardenal.

—¿Entonces, la mayor parte de ese impuesto debe darse al jefe del ejército? —preguntó Diana.

—¡Naturalmente! —respondió el cardenal—. Y el jefe del ejército está en Calais.

—Os engañáis; está en París, en el Louvre —replicó Diana.

—¿Pretendéis, señora, que sean recompensados los desastres?

—Preferible es recompensar los desastres, señor cardenal, a alentar las demencias.

—¡Basta! —interrumpió el rey—. ¿No estáis viendo que vuestra disputa me fatiga y ofende? ¿Sabéis, señora, sabéis vos, señor cardenal de Lorena, que hace poco encontré una cuarteta en mi libro de Horas?

—¿Una cuarteta? —preguntaron al unísono Diana y Carlos de Lorena.

—¿Y sabéis lo que dice? Pues escuchad:

Si cual Diana quiere y como Carlos

Dejáis que os ablanden y os gobiernen,

Y os retuerzan, os fundan y os moldeen,

Sabedlo, Señor; no seréis hombre;

seréis cera.

Diana, sin desconcertarse en lo más mínimo, dijo con serenidad:

—Un juego de palabras dictado por la galantería. Se me atribuye sencillamente sobre el ánimo de vuestra majestad una influencia que no tengo.

—Lo que debierais hacer, señora, es no abusar de esa influencia que sabéis muy bien que tenéis —replicó el rey.

—¿La tengo de veras, señor? —preguntó Diana con dulce inflexión de voz—. ¿En ese caso, me concede vuestra majestad la gracia que acabo de pedir para el condestable?

—¡Concedido! —contestó el rey con enojo—. Pero deseo que me dejéis entregado a mis dolorosos presentimientos, a mis inquietudes.

Ante semejante prueba de debilidad, el cardenal levantó los ojos al cielo. Diana le dirigió una mirada de soslayo con aire de triunfo.

—Gracias, señor —dijo al rey—, me retiro obedeciendo vuestros mandatos. Desterrad los recelos, señor, que la victoria sigue siempre a los reyes generosos, y mi opinión es que triunfaréis.

—¡Acepto el pronóstico, Diana, pero con cuánto placer recibiría la noticia de haber triunfado! Desde hace algún tiempo no duermo, no descanso, no vivo… ¡Dios mío! ¡Cuán limitado es el poder de los reyes! ¡No tener medios de saber lo que pasa en Calais! Por más que digáis, señor cardenal, el silencio de vuestro hermano es alarmante… ¡Ah! ¿Quién me traerá noticias de Calais?

Entró en aquel momento el ujier de servicio, hizo al rey una reverencia profunda, y dijo en alta voz:

—Un enviado del señor duque de Guisa, que acaba de llegar de Calais, solicita el honor de ser recibido por vuestra majestad.

—¡Un enviado de Calais! —repitió el rey poniéndose en pie, con mirada jubilosa y sin poder contenerse.

—¡Al fin! —murmuró el cardenal, temblando de temor y de alegría.

—Introducid al mensajero de monseñor de Guisa —dijo el rey—. ¡Qué pase al instante! —añadió con impaciencia.

No es necesario decir que todas las conversaciones cesaron, que todos los pechos palpitaron, que todos los ojos se volvieron hacia la puerta.

Gabriel entró en medio del silencio general.